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ABC Madrid, sábado 23 de febrero de 2002 |
ABC Cultural nº 526 Portada y páginas 5 a 9 |
Gustavo Bueno y la telebasura El filósofo Gustavo Bueno acaba de publicar Telebasura y democracia, ensayo que pone el dedo en una de las llagas de las sociedades contemporáneas. Junto a una reflexión del autor, ABC Cultural ofrece una entrevista y la crítica del libro. |
Telebasura fabricada y telebasura desvelada
Sin embargo, no es necesario esperar a la aclaración del concepto de telebasura, o a la determinación precisa de su naturaleza, para poder reconocer la importancia de la distinción entre una telebasura fabricada y una telebasura desvelada. Mucho antes de que se «aclarase» el concepto de corriente eléctrica, o se determinase su naturaleza física, fue reconocida la distinción entre electricidad positiva y electricidad negativa. Más aún: este reconocimiento constituyó un paso previo necesario para la «aclaración» del concepto de corriente eléctrica y para la determinación de su naturaleza física. ¿Y cómo podría alguien que no posee la distinción entre telebasura fabricada y desvelada aclarar su concepto de telebasura, cómo podría atreverse a formular juicios sobre su naturaleza y establecer criterios generales para una política de limpieza en el mundo de la televisión? Por lo demás somos los primeros en reconocer que la distinción que presentamos no es suficiente para determinar la naturaleza de la telebasura, en cuanto contrapuesta a una televisión limpia. Tan sólo afirmamos, y ya es bastante, que esta distinción es necesaria. 2. «Telebasura fabricada» es aquélla que tiene su origen en el mismo proceso de producción de los contenidos televisados. Es hasta cierto punto indiferente que el «creador» de telebasura se haya propuesto (finis operantis) fabricarla como tal, deliberadamente, o bien se haya propuesto crear un programa limpio o normal si éste resulta ser (finis operis) sucio, basura. «No pinta el que quiere, sino el que puede». Por lo demás, el proyecto deliberado de «crear telebasura» tiene su propia racionalidad: la racionalidad económica (para otros, política) de quienes ven en un programa telebasura un medio para atraer grandes audiencias; o la racionalidad social de la elite que ve con buenos ojos la promoción de la telebasura para el consumo del «público municipal y espeso». Esto le permitiría diferenciarse de él, bien sea seleccionando programas limpios, bien apagando el receptor y dedicándose a «leer un libro». Pero «telebasura desvelada» es la que no está fabricada por la televisión, que se limita a «ofrecerla» a la audiencia, a «ponerla en escena». Ahora, la televisión podía ser llamada obscena; pero no todo lo que se pone, de modo obsceno, en escena, es basura. El documental de pornografía zoológica que nos presenta con detalle la cópula sexual de una pareja de hienas o el documental de la manducación de su cría por una hembra de chimpancé, podrían ser considerados obscenos, y considerados como «duros» para ciertas sensibilidades, pero en ningún caso podríamos considerarlos como «telebasura desvelada». Un reportaje en directo sobre Calcuta, con los montones de basura frente a las casas miserables, las ratas removiéndolos, no es telebasura fabricada, sino desvelada. Quienes proclaman la urgencia de una televisión limpia ¿se refieren también a la telebasura desvelada? Pero una gran parte de los contenidos ordinarios de la televisión (incluyendo tanto los reportajes en directo de Kosovo o de Kabul, como los de Nigeria o del Perú) son telebasura desvelada. ¿Se trata de que la gente cierre los ojos ante la realidad? 3. La distinción entre telebasura fabricada y telebasura desvelada puede utilizarse para analizar la contraposición que, en estos días, viene haciéndose en toda España, entre los dos programas que han constituido las novedades absolutas de la televisión española de los dos últimos años por el impacto social que ellos han producido a través de audiencias inusitadas, que han rebasado los catorce millones de espectadores: Gran Hermano de Telecinco y Operación Triunfo de la televisión estatal. Los políticos de todos los partidos, los críticos, periodistas, tertulianos, la Iglesia, consideraron, casi unánimemente, a Gran Hermano como prototipo de la telebasura y acaso, si utilizasen nuestra distinción, como prototipo de telebasura fabricada. En cambio, Operación Triunfo ha sido considerada por la mayor parte de los políticos y de la Iglesia como paradigma de la televisión limpia. El director de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación social asegura que «Operación Triunfo es un programa de buen gusto»; otras fuentes eclesiásticas hablan de este programa como de «una sana bofetada intelectual a los dogmáticos de la telebasura, entre ellos, gran parte de las empresas de comunicación que estaban convencidas de que sólo lo zafio vende». El diputado Alejandro Francisco Ballestero de Diego, portavoz del PP en la Comisión de Radio y TV, defiende entusiásticamente Operación Triunfo como programa en el que limpiamente se ofrecen a la juventud los caminos hacia una sana competición hacia un triunfo artístico conseguido mediante el esfuerzo y el trabajo. Los políticos de «la izquierda» tampoco mostraron ante Operación Triunfo, a lo largo del programa, la agresividad que caracterizó desde su principio su actitud ante Gran Hermano. Otra cosa es que las posiciones del PP al final del programa hayan podido polarizar súbitamente sus juicios en el sentido opuesto, como corresponde a los «partidos de oposición». Programas contrapuestos Gran Hermano y Operación Triunfo son dos programas contrapuestos, precisamente porque se mueven en un terreno común (contraria sunt circa eadem), a saber, el ofrecimiento del «experimento» de la convivencia de una docena de jóvenes estabulados en un recinto durante tres o cuatro meses, pero de una convivencia televisada ante audiencias millonarias y participativas. En ambos casos, la audiencia tuvo la «facultad democrática» de intervenir, mediante el voto en la selección de los concursantes, y el ejercicio de esta facultad fue decisivo para el éxito de ambos programas. La contraposición se establece sobre este fondo común; más aún, Operación Triunfo estuvo de hecho concebida como una contrafigura de Gran Hermano. Si a los concursantes de Gran Hermano se les hacía convivir en una casa, a los concursantes de Operación Triunfo se les hacía convivir en una academia orientada a un objetivo preciso: enseñar o perfeccionar a los jóvenes en la música vocal. Y esto es lo que probablemente percibieron en seguida los políticos, que habían perdido el paso ante el fenómeno de las audiencias masivas de Gran Hermano, y que no sabían interpretar el significado de unos episodios de convivencia de jóvenes que no tenían que demostrar saber hacer algo sino simplemente convivir y exhibir, de modo obsceno, su vida privada. A los concursantes de Operación Triunfo, en cambio, se les exigía progresar en un arte a la vez que se procuraba mantener fuera de la escena todo cuanto tuviera que ver con sus vidas privadas. Una regla –la de la distinción entre lo público y lo privado– a la que algunos teóricos de la democracia atribuyen nada menos que la condición de descubrimiento luminoso de la democracia ateniense, tal como se desprendería del relato que Tucídides nos hace del célebre discurso de Pericles. Se diría que gracias a la Operación Triunfo los políticos de la democracia se han reconciliado con las audiencias masivas de televisión, que vieron con tanto recelo en el caso de Gran Hermano (un recelo que, dicen algunos, podría explicarse porque los políticos se veían reflejados en ese programa: sin saber hacer nada especial obtienen millones de votos y, en todo caso, menos millones de los que siguieron el programa). Episodios de la vida cotidiana Sin embargo no es nada evidente este diagnóstico. Por de pronto, Gran Hermano tuvo más de televisión obscena y desvelada que de televisión fabricada, precisamente porque ofrecía episodios de la vida cotidiana (velando además, en principio, escenas de cloaca y de sexo) y que, por ello mismo, nadie puede calificar de basura. Además, la audiencia estaba capacitada en principio para juzgar democráticamente a los concursantes puesto que lo que tenía que apreciar en ellos eran valores (amistad, generosidad...) o contravalores (envidia, machismo...) propios de la vida cotidiana. Pero en la Operación Triunfo, la fabricación ha sido la norma desde el principio (si exceptuamos las «voces en bruto», diamantes sin pulir, de algunos concursantes). Y el mismo planteamiento inicial, el del «triunfo», roza de cerca a la basura ética, por la competitividad salvaje que significa, en tres meses, poder dar un salto a la fama (un «pelotazo») que los músicos ordinarios, incluso si se llaman Mozart, no pueden hacer más que tras varios años de duro trabajo. En cualquier caso, para el viaje de seleccionar a tres, entre cien mil, para un concurso notablemente desprestigiado ya de Eurovisión, no hacían falta tantas alforjas; lo que demuestra que el programa no estaba fundado tanto en las necesidades de selección, cuanto en la movilización y aprovechamiento de una audiencia creciente. No entraré aquí en el juicio sobre los valores estrictamente musicales que en la «academia» se han cultivado, aunque es en este punto en donde habría que poner la mayor atención, cuando hablamos de telebasura (en la cursilería de las baladas, en el amaneramiento de los melismas recién aprendidos, en la vulgaridad de los textos, todo ello a mil leguas de distancia de cualquier atisbo vanguardista). Muchos conservatorios ya han opinado y muchas veces con justa indignación. En todo caso, en Operación Triunfo, hubo obscenidades continuadas. ¿En qué academia de verdad podría tolerarse que los estudiantes, adulados continuamente por sus profesores, cada vez que logran hacer un arpegio, se precipiten unos sobre otros sin el menor control emocional, fuera de todo decoro, en escenas de masajes mutuos, saltos, risas, besos y llantos? Al ejército de jóvenes que presencia Operación Triunfo (150.000 solicitantes para la próxima edición) se le ofrece un puro espejismo. ¿Acaso quienes creen poder convertir a la España del euro en una comunidad de «maestros cantores de Nüremberg» han olvidado que la música de estos cantores no la escribieron aquellos artesanos, sino Ricardo Wagner? Sólo tres van a ser seleccionados: «Muchos son los llamados, pocos los elegidos». El principio de «igualdad de oportunidades» al comienzo de la carrera, termina siendo un principio de discriminación cuando la carrera termina, como ocurre siempre en las sociedades competitivas, pero que en este caso alcanza proporciones escandalosas. Los efectos catastróficos que este concurso pueda tener en los jóvenes, en general, pueden ser muy profundos. ¿Con qué argumentos puede sacarse a un adolescente del «área del botellón», ofreciéndole como contrapartida una larguísima carrera de obstáculos cuando se le pone ante los ojos la aparente posibilidad de que, con un esfuerzo casi deportivo, en tres meses puede obtener la fama, mejor aún que el dinero? Juego sucio Por último, la participación democrática de la audiencia de la academia en la selección puede presentarse como ejemplo insigne de juego sucio, de basura democrática, por la incompetencia del jurado, en materia estética, y por los pucherazos continuados, que utilizando fondos municipales o propios, hicieron campaña por sus paisanos: las familias y amigos han invertido decenas de millones en llamadas en un mismo teléfono móvil que se computaban como votos de apoyo. En todo caso bastaría confrontar el comportamiento que tuvieron los vecinos de Nerja, de San Vicente de la Barquera o de Almería, por ejemplo, declarando como el mejor a sus paisanos para concluir que estos vecinos no utilizaban criterios estéticos objetivos para votar, sino criterios partidistas. No son las «Operaciones Triunfo» las que pueden estimular a los jóvenes a emprender carreras capaces de concluir en una vida auténtica, que no tiene por qué confundirse con la vida del «famoso» o del que goza de popularidad. Mucho mejor es utilizar, como guía, la respuesta que Euclides dio al rey Ptolomeo cuando éste le pidió que le instruyese de modo rápido y ameno, en los principios de la Geometría. Euclides respondió al rey: «No hay caminos reales para aprender Geometría». Gustavo Bueno:
—Parménides recomendaba al joven Sócrates que no despreciara las cosas más humildes, como la basura. —Hace muchos años que tengo una carpeta llena de notas sobre la basura. Siempre me ha asombrado ver lo heterogéneos que son los basureros, que además son esenciales para la antropología. La cita también sirve de escudo contra los colegas que me preguntan por qué me dedico a cosas tan frívolas como la televisión y la basura, aunque estoy a punto de terminar el tomo sexto de la Teoría del cierre categorial. Es una cita ad hominem: como siempre están hablando de Platón, pues esto es lo que dice Platón. Metafísicas de la basura —Ha habido, dice usted, varias «metafísicas de la basura». —Me pareció oportuno hacer ver cómo las tradiciones más abstractas influyen en los críticos que hablan de telebasura. Me orienté por la idea de los trascendentales de Aristóteles, aunque la fórmula fue de Felipe el Canciller, un escolástico de Lovaina. Lo trascendental tenía que desbordar todas las categorías, y ahora la basura es trascendental: hay basura doméstica, basura cósmica, ADN basura, literatura basura, comida basura..., demasiada basura. Se dice que la basura es lo inmundo, lo que está fuera del mundo, pero ¿cómo puede haber algo fuera del mundo? Las grandes metafísicas de la antigüedad se pueden traducir muy bien en términos de basura. Están las metafísicas que niegan la basura como realidad, porque la consideran pura apariencia: es la metafísica eleática de Parménides. La tradición contraria es la oriental y neoplatónica, para la que la basura sería el mundo. Todo ello se reproducirá en la contraposición entre naturaleza y cultura: la naturaleza es lo limpio, la madre naturaleza, y lo sucio y la basura es la cultura. Un teórico de la antiglobalización, John Zerzan, sostiene que la basura de nuestra civilización está en el descubrimiento de la caza. Una locura. En cambio, en la tradición germánica la cultura es la Gracia, es la antibasura. Todo esto son delirios. —Distingue entre telebasura fabricada y telebasura desvelada. —Es la distinción, desde el punto de vista práctico, más rápida e interesante. En el artículo que aparece en este número de ABC Cultural he añadido otra idea, que quedaba coja en el libro: ¿cómo antes de definir la telebasura se distingue entre telebasura fabricada y desvelada? Respuesta: cuando se descubrió la diferencia entre electricidad negativa y positiva no se sabía lo que era la electricidad, y, sin embargo, esa distinción contribuyó a establecer la naturaleza de la electricidad. Hay telebasura fabricada por los propios agentes de programas, y fabricada deliberadamente. ¿Por qué? Pues, por ejemplo, porque quieren tener más audiencia. Pero está también la basura que no fabrica, sino que desvela la televisión: la cámara en los basureros de Calcuta o la zoología pornográfica. La telebasura desvelada no es responsabilidad de la televisión, y ocultarla es cerrar los ojos ante la realidad. Yo no defiendo la telebasura, sino que la analizo. A lo sumo, defendería la telebasura desvelada. —¿Por qué a más televisión más telebasura? —La audiencia sigue la ley de Gresham: la moneda mala desplaza a la buena. La gente no tiene tiempo ni posibilidades de hacer un esfuerzo, y va a lo más fácil. ¿Esto es pesimismo? No, es que la audiencia no entiende. Yo no quiero ser demagogo y adular al público. Recuerdo aquella frase de Antifón que, después de un discurso que le aplaudió la multitud, preguntó: «¿qué tontería acabo de decir?» En la transición estuve en Canarias dando conferencias a las que asistían miles de estudiantes, algo increíble. Pero me di cuenta de que el interés no estaba en lo que decía, sino en lo que podían tener de mitin. Así que hice un experimento. Un día el paraninfo, los pasillos de la Universidad estaban llenos de gente, había circuito cerrado de televisión, una expectación tremenda. Pedí una pizarra, escribí unas fórmulas y dije: voy a comparar la teoría de la renta de Ricardo con la teoría de las máquinas de vapor de Carnot, porque las fórmulas son las mismas. La gente empezó a desfilar y me quedó la primera fila. Los valores morales se captan enseguida, pero hay multitud de análisis técnicos, científicos y artísticos que son de minorías. Lo que hay que hacer es enseñárselos a la gente. Y si se tiene en cuenta el término medio de las audiencias, cuanta más televisión más probalidades hay de basura. El mito de la caverna —¿Qué relación hay entre intimidad y televisión? —Contra lo que se cree, la frase de Terencio «hombre soy y nada de lo humano me es ajeno» es un ataque directo a la intimidad, porque reivindica el derecho en cuanto hombre a entender de la intimidad de otro. La intimidad es hoy un bien jurídico, que tiene relación directa con la televisión. Por eso he reinterpretado la relación del mito de la caverna de Platón con el cine y la televisión. El cine es una ceremonia que se produce en un recinto cerrado, donde las imágenes vienen del interior y desde donde no se ve el mundo. En la caverna de Platón lo esencial es que las imágenes vienen de fuera, y la televisión formal es esto: se ve lo que ocurre, es la misma realidad. La televisión formal es clarividencia, permite ver a través de los cuerpos opacos, traspasar la opacidad, que es el fundamento de la intimidad. Pone del revés multitud de situaciones a las que estamos acostumbrados –«mi casa es mi castillo»–, pero es que la televisión lo transforma todo. Por eso la televisión formal tiene que ver sobre todo con el desvelamiento de la intimidad. —Considera que no existe un análisis teórico sistemático de las relaciones entre televisión y sociedad política. —Hay muchos análisis sociológicos, sobre todo de campañas electorales, así como análisis de mercado que son pura etología. La cuestión es hasta qué punto la democracia ha influido en la televisión y viceversa, porque la televisión fue antes que la democracia y es un instrumento que ha evolucionado independientemente de ella. En España se desarrolló de forma paralela a Francia, Italia o Bélgica, aun con las características de la dictadura franquista. Hoy en día, la democracia sin televisión es imposible, porque el público es fundamentalmente ágrafo. Los políticos se hacen presentes por televisión y el reparto del tiempo para los partidos en campaña electoral se hace por volumen de votantes. Es el mejor ejemplo de que se trata al público como mercado. Y, desde luego, la televisión es la que ha impuesto las modas, las formas de conducta. Educa continuamente a la gente, porque todos los programas son de carácter épico, incluso los culebrones americanos. Contra los tópicos sobre la televisión
Algunas editoriales están comprobando que la sorprendente fecundidad de Bueno tiene mucha repercusión en el mundo cultural, porque une sus puntos de vista polémicos y la profundidad de sus razones. En muy pocos años ha encadenado cuatro libros, que las editoriales le han encargado y con los que responde a asuntos candentes: El mito de la cultura (Alba), España frente a Europa (Alba), Televisión: Apariencia y verdad (Gedisa) y el que ahora estoy comentando. Como Unamuno, Bueno se ha convertido en un «excitator Hispaniae». Si hay algo que distingue a Telebasura y democracia de los libros anteriores es el estilo, más adaptado al público. También, la presencia del humor en distintos lugares del libro. El filósofo se enfrenta directamente con el término «televisión basura» y afirma que el término es un «concepto basura», porque quienes lo emplean no saben exactamente qué quieren decir cuando se les piden explicaciones. Quieren separar determinados programas, pero no se oponen a que sigan siendo el pasto de la «plebe frumentaria». Al obrar así, dejan abiertos unos flancos sobre jerarquía de valores, por los que Bueno ataca con seguridad. Para introducir claridad en los términos, Bueno distingue entre telebasura fabricada y telebasura desvelada. Dentro de la fabricada, entre la telebasura diseñada y la telebasura derivadao resultante. Ilustra cada distinción con ejemplos que el lector puede conocer por experiencia cuando ve televisión. La propuesta de Bueno es que no basta con hablar de telebasura en general; es preciso analizar los contenidos concretos. Ofrece ejemplos de «telebasura objetiva»: un programa que se orienta hacia la apología de las drogas destructivas; los programas que contienen «mensajes» destinados a orientar a los jóvenes hacia formas de vida incompatibles con la sociedad de electores libres de mercado; las series y programas racistas; todo programa televisivo que implique una justificación, y aún una incitación, al suicidio como vía propuesta, por algunas sectas destructivas, hacia la liberación de la cárcel terrestre; la publicidad falsa de productos ofrecidos por el mercado, sobre todo de aquellos productos de consumo masivo. Bueno ofrece también una teoría original sobre la intimidad. No dispongo de espacio para resumirla, pero puedo avanzar que obligará a los pensadores y a los juristas a profundizar en la realidad de la intimidad, dejando a un lado los usos fáciles de la misma. Semillero de ideas El capítulo IV lleva el mismo título que el libro: «Telebasura y democracia». Al igual que en los capítulos anteriores, Bueno no se anda por las ramas y afirma que no existe hasta la fecha un análisis teórico sistemático de las relaciones entre la televisión y la sociedad política. Sencillamente, la televisión no ha sido todavía «asimilada» por la teoría política, que sólo llega hasta ella desde perspectivas sesgadas y coyunturales. No he visto que el filósofo español enuncie una proposición que él hace realidad en sus escritos: el precio de una crítica es una alternativa responsable. Por eso, él elabora su teoría sobre las relaciones entre televisión y vida política. Un régimen democrático de televisión plural muy probablemente generará subproductos de telebasura objetiva. Los casos de corrupción electoral pueden contribuir a aumentar la abstención y el escepticismo entre los electores. Es un ejemplo de telebasura desvelada. Telebasura fabricada es la intersección de la publicidad con la propaganda política en las contiendas electorales. También, los programas que pueden consensuar las cúpulas de la partitocracia, en los que se tiende a dar a la audiencia la imagen idílica de una clase política limpia, esforzada y entregada por completo a la pacífica «concurrencia de pareceres». En este caso, la telebasura se fabrica como telebasura orientada a ocultar una telebasura desvelable. En todos estos casos, surgen cuestiones pragmáticas: ¿cabe otra conducta democrática que la de la luz y taquígrafos en su expresión de basura desvelada? ¿O puede comprometer a la propia democracia la exhibición continua de sus propias miserias, cuando la exhibición no busca tanto corregir el mal cuanto exagerarlo, en beneficio de quien promueve la desvelación, rasgándose las vestiduras? Desde luego, aquí está el germen de cursos de doctorado, seminarios y cursos de verano, que podrían abordar con amplitud las cuestiones que este libro plantea. También es un semillero de ideas para columnistas y tertulianos, obligados a pronunciarse con frecuencia sobre sucesos de la vida política. |
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