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Interviú
nº 1309, 28 de mayo de 2001
Gran Hermano | «El ojo clínico»
página 30

Milán y Guadalix de la Sierra
Gustavo Bueno
 

Gustavo Bueno

La cultura nacional –aquella que los intelectuales de élite denominan «cultura de masas»– ha llegado, en forma de partido de fútbol o de concurso, a millones de españoles a través de escenarios televisados en directo. Hay muchos concursos en televisión y hay muchos partidos de fútbol en los estadios. Pero hay concursos de primera división, como hay partidos de Liga de Campeones.

Millones de españoles siguieron, durante un par de horas, los acontecimientos más dramáticos que una veintena larga de jugadores y casi una docena de actores (cuatro de ellos habían sido ya expulsados) llevaron adelante en sus escenarios respectivos, el campo de fútbol de Milán y la «casa» de Guadalix de la Sierra. Pero los auténticos protagonistas de estos dramas culturales fueron Cañizares y Emilio. Sobre ellos descargó el destino, la suerte o la audiencia sus golpes. Emilio no pudo parar el golpe de una audiencia culta, y fue expulsado por ella, nada menos que con el 46 por ciento de sus votos: la audiencia castigó acaso el proceso de vulgarización que Emilio fue experimentando, y en contra de su voluntad, al caer en las redes de Eva, desde sus iniciales posiciones dadaístas, ingeniosas e interesantes, hasta sus posiciones finales de adolescente inseguro. Cañizares también perdió la gracia y no pudo parar el golpe final del equipo alemán. Emilio y Cañizares lloraron a la terminación de la ceremonia. El llanto de Cañizares fue mucho más intenso: lloró desconsoladamente y tuvo que taparse el rostro con una toalla. A Emilio le bastaron unos cuantos saltos.

El Rey y la Ministra de Cultura estuvieron presentes en el drama cultural que tuvo lugar en el estadio de Milán. No era para menos el espectáculo que los jugadores del Valencia y del Bayern Munich y sus aficiones respectivas ofrecieron: los rostros de los jugadores, pero también los cánticos del público entusiasmado o enfurecido, constituyeron, sin duda, expresiones depuradas de esta cultura de masas propia de nuestra sociedad democrática. Ya han pasado los tiempos en los cuales los intelectuales y los políticos veían en los jugadores de fútbol gentes que sólo sabían utilizar su testa para dar cabezadas al balón, «porque su inteligencia la tenían en los pies», y en lugar de hablar balbuceaban en las entrevistas. En nuestros días, intelectuales, críticos y tertulianos, que ya han aprendido a respetar al fútbol, llegan incluso a admirar las ideas que Mendieta tuvo en el primer tiempo y a lamentar la falta de ideas que Cañizares tuvo al final. Es cierto que los futbolistas de Primera División de nuestros días ya han aprendido a disimular sus balbuceos pasando sus dedos sobre su mejilla cuando contestan al entrevistador. El fútbol es institución imprescindible en la cultura propia de las democracias europeas: si no hubiera fútbol habría que inventarlo. Por eso el Rey y la Ministra de Cultura no dejan de estar presentes en las grandes ocasiones en las que en el fútbol se deciden nominaciones y expulsiones.

Es cuestión de tiempo. Día llegará en el que, como ocurrió con el fútbol, los concursos televisados adquieran su merecido prestigio y en los que el Rey y la Ministra de Cultura se hagan presentes en el plató de los estudios, al menos en los días solemnes de nominaciones o expulsiones de los concursos de primera división, del concurso de Gran Hermano, que son también los concursos que forman la cultura de millones y millones de españoles.

Otra cosa es la cultura de las elites –de la elite o cofradía de intelectuales o políticos– que no en número de millones, sino en un número no superior a doscientos, acuden a ver no a un equipo de doce actores, sino a un único actor que diserta sobre la globalización y percibe por una actuación de una hora parecida cantidad (veinte millones de pesetas) a la que el ganador de Gran Hermano percibirá al cabo de cien días. También es cierto que la elite de alta cultura, compuesta por hombres de izquierda, de derecha o de centro, que acude a la actuación del Gran Orador, le retribuye gustoso los veinte millones, no ya para su disfrute personal, sino para pagar a los abogados que le defienden de las asechanzas que una becaria insignificante tiende al Gran Pensador.

[ 16 mayo 2001 / se sigue el original del autor ]

 
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