Interviú nº 1299, 19 de marzo de 2001 |
Gran Hermano | «El ojo clínico» página 20 |
El «Gran Hermano» ha vuelto |
Gustavo Bueno |
El Gran Hermano ha vuelto a Tele5. El Gran Hermano I que vivió y murió, según programa, durante el pasado año, ha resucitado en la forma de Gran Hermano II. Los aínos, cuando daban muerte ceremonial al oso, sacrificaban anualmente al animal y le decían: «Te matamos para que puedas volver de nuevo entre nosotros el año que viene». Pero el Gran Hermano II no puede volver como una reproducción clónica del Gran Hermano I. Comienza, eso sí, por parecerse mucho a él, es el mismo programa, incluso cuenta con Mercedes Milá que es la misma en persona, y además, insustituible. Pero el Gran Hermano II ya no puede ser el mismo en persona y está por ver si resulta ser una mera reproducción de Gran Hermano I, y acaso una reproducción mejorada. Está por ver, porque lo que caracterizó esencialmente al Gran Hermano I no fue sólo su «contenido escénico», desplegado a lo largo de 90 días, sino la gran masa de público que llegó a arrastrar, a veces hasta más de 10 millones. Esto fue lo que constituyó la esencia de Gran Hermano I, lo que hizo de él un acontecimiento «inusitado y revolucionario» en la vida de la televisión. Una novedad que no podría cifrarse únicamente en el terreno del éxito económico que el programa significó para la empresas promotoras en su lucha por la vida con las demás empresas de la competencia. El indudable y sorprendente éxito comercial de Gran Hermano I fue sólo el reflejo contable de una novedad mucho más profunda que desbordaba («arrasaba») el marco mismo de la competencia entre las cadenas. Porque el asombroso incremento de audiencias que suscitó el Gran Hermano I no puede considerarse como una circunstancia añadida a un programa (a sus contenidos escénicos) cuyos méritos o deméritos pudieran juzgarse «por sí mismos». Los millones y millones que siguieron Gran Hermano I constituyeron no una circunstancia externa al programa, sino una parte sustancial del programa mismo. Y de esto no se enteraron tantas y tantas gentes –críticos, tertulianos, periodistas, intelectuales, universitarios, sociólogos, políticos relevantes tanto de izquierdas como de derechas– que sólo quisieron o pudieron juzgar al programa por sus «contenidos escénicos». Algo así como si juzgasen la transmisión en directo del derrumbamiento de una casa y de las maniobras de rescate de los trabajadores atrapados en los escombros en función de la «vulgaridad» y escaso oficio en cuanto actores de los bomberos. ¿Y cómo lograr poner entre paréntesis, como si fuese una «cantidad despreciable» al gran público que, según nuestra hipótesis, formaba parte interna del Gran Hermano? Despreciándolo y atendiendo sólo a lo que ellos, pese a ser demócratas convencidos, consideraron esencial en un programa en el que se limitaban a censurar mediante calificativos tan despectivos como perezosos (porque ni siquiera se molestaban en analizar un poco los conceptos que detrás de tales calificativos se escondían): «basura», «obscenidad», «mal gusto», «zafiedad», «vulgaridad». Incluso los actores –Ismael, Iván, Jorge...– fueron considerados a veces casi como débiles mentales (y los intelectuales más pedantes decían: «De muy bajo cociente intelectual»). Se llegó a decir por los intelectuales más cursis de nuestra prensa: «Si por lo menos en la Casa hubieran actuado Francisco Umbral en lugar de Iñigo, o Pérez-Reverte en lugar de Israel o Almudena Grandes en lugar de Ania». Lo vergonzoso a nuestro juicio de estas críticas intelectuales no residía, por supuesto, en la actitud crítica general sino en el modo desorientado o irresponsable de llevarla a cabo. Un crítico de verdad, que no esté prisionero, ciego, de una ideología, no puede descalificar a un programa por el simple recurso de llamarle «obsceno» (aunque lo fuera) sin profundizar en la naturaleza de la obscenidad; ni puede tacharlo de «violador de la intimidad» sin analizar lo que el propio «principio de privacidad» significa como piedra angular del «Estado de bienestar». En cualquier caso, los errores de hecho en los que incurrieron estos políticos o intelectuales críticos, fueron a veces muy graves; por ejemplo, los relativos al cociente intelectual de los protagonistas. He tenido el privilegio de poder tratar y aún hacer amistad verdadera con algunos de los más señalados actores del Gran Hermano –Ismael o Iván– y puedo comprometerme a decir que su personalidad, su inteligencia, su ingenio o su prudencia rebasan en mucho a la de tantos y tantos colegas universitarios que me han caído en suerte durante más de 50 años. El verdadero interés del Gran Hermano no se derivó sólo de lo que iba ocurriendo en la casa de Soto del Real, sino de la puesta en escena de esta casa (y en ello consiste su ob-scenidad) a través de las pantallas de televisión, por medio de las cuales el público pudiera verlo no como una obra de ficción buena o mala, como un teatro, ni siquiera como una especie de cine realista, sino como un caso de televisión formal que permitía ver en directo la realidad misma de unas situaciones dramáticas en la cuales los actores eran ellos mismos quienes creaban el drama. Sin duda constituyó un componente decisivo del programa el que los «acontecimientos dramáticos» tuvieran lugar dentro del recinto privado de una casa, cuyas paredes la televisión formal podía hacer transparentes; nada tenía que ver este experimento con la retransmisión en directo de situaciones acaecidas en escenarios públicos, como pudiera serlo un autobús. El gran «voltaje» que alcanzó el Gran Hermano I derivó, por tanto –es nuestra hipótesis– no ya de los acontecimientos «vulgares» que tuvieron lugar en una casa privada a cargo de quienes vivieron durante tres meses en una especie de comuna convencional, ni de la «vulgaridad» de los millones de ciudadanos que siguieron en las telepantallas aquellos acontecimientos, sino en la «diferencia de potencial» entre el recinto privado (la casa de Gran Hermano) y la audiencia pública. Esta «diferencia de potencial» es la que desencadenó además una serie de reacciones inesperadas, la que puso en cuestión muchos principios tenidos por obvios, y la que sirvió para dividir a la audiencia española por otras fronteras distintas de las que separan «a la derecha y a la izquierda». Y sobre todo logró, sin proponérselo acaso, transformar una metáfora inicial (la telepantalla omnisciente de la que disponía el Gran Hermano de Orwell, Stalin), en una realidad nueva: que las funciones del Gran Hermano, que tuvo a su servicio las telepantallas de Tele5, fueron desempeñadas, no por Stalin, sino por la audiencia española. Los espectadores, en resolución, desempeñaron el papel del Gran Hermano de Orwell. Y las consecuencias e implicaciones de este hecho están todavía por sacar, por descubrir (aunque tantos políticos, intelectuales o sociólogos, todavía no lo hayan advertido). El Gran Hermano ha resucitado. No podría ser el mismo Gran Hermano I y esto es precisamente lo que confiere verdadero interés al Gran Hermano II. Pero las diferencias o las analogías que el Gran Hermano II pueda llegar a tener con el Gran Hermano I sólo al final de los 100 días podrán ser establecidas. [ 14 marzo 2001 / se sigue el original del autor ] |
<<< | >>> |
Fundación Gustavo Bueno www.fgbueno.es |