Lorenzo Díaz
Entrevista con Gustavo Bueno
(Sobremesa, año 12, número 127, julio/agosto de 1995, páginas 8-13. Fotos: Ana Muller)
Le han llamado de todo a este filósofo puro y duro. “El Paco Martínez Soria de la filosofía”, agua-fiestas, tocapelotas. Lo silencian los medios conservadores pero él lleva desde los sesenta poniéndose el mundo por montera y filosofando a tope. Dice que, hasta ahora, los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo pero que lo que hace falta es cambiarlo. Riojano, proclive a la chunga y a la ironía como Gonzalo de Berceo, no le hace ascos a una buena menestra de la huerta y a una jarra de buen vino. Salamanca le confirió seriedad y tono académico y allí quisieron enrolarlo en el Opus, a lo que se resistió. Cree este filósofo materialista que el marxismo no fue muy afortunado en la crítica de la religión. Su cátedra de materialismo ha concitado el interés de marxistas de otros entornos y ahora anda enredado con los cubanos que quieren llevárselo a La Habana a enseñar escolástica y materialismo dialéctico. Se rechotea de los filósofos de moda y Fernando Savater y su Ética a Amador le recuerda, libros como El joven de carácter, tan de moda entre los jóvenes del franquismo allá por los 50.
Reventador de jurados pastueños, siempre la arma cuando todo parece controlado y exhibe una curiosa y brillante teoría de los usos culinarios. Divide a los humanos entre chimpancés y lobos. Los primeros son los picoteadores de parcos yantares, los hombres-tapas que brujulean por tabernas y cafeterías de España. Los segundos serían los tragones, gente de diente fácil y consistente. Los primeros tienen escasa posibilidad de educarse en las artes culinarias. Los segundos son los auténticos disfrutadores de la comida tradicional y la nouvelle cuisine.
Nuestro filósofo de cabecera se muestra escéptico con respecto a nuestro país. Cree que hemos perdido la capacidad de aguantar a heterodoxos e iconoclastas. Piensa que el intento de regeneración de nuestra sociedad se acabó con la II República y que el proyecto de los socialistas ha sido frustrante.
Se siente Gustavo Bueno como Edward G. Robinson, igual que una estrella del cine americano. Pletórico y exultante sonríe a la afición que le mira cuando entramos con él en un restaurante madrileño. Acaba de ser la estrella invitada en el programa de Julia Otero, Un Paseo en el Tiempo. Vive en Oviedo y todos los fines de semana se va al oriente asturiano, al bellísimo pueblo de Llanes, joya de los indianos que hicieron las Américas. Socarrón, divertidísimo con una mala leche muy riojana, soltó estopa a diestro y siniestro y nos dio la teórica. Para el que lo quiera leer ahí están El papel de la filosofía en el conjunto del saber y El animal divino. Sostiene que la cocina tradicional es la manera de ser de un pueblo y afirma que nuestro país, hasta la normalización democrática, la buena mesa era privilegio de unos cuantos elegidos por la fortuna. Y es que en ningún aspecto de la vida nacional se ha sentido tanto la ausencia de democracia como en el comer. Es la cocina la más propensa a deteriorarse por el industrialismo. Y, sobre todo, la cocina española, cuya base está en el fuego lento, la cocción atormentada que supone atención casi heroica por parte del artista, no compatible con la preparación rápida y múltiple del establecimiento público.
Bueno afirma que, en general, la mujer gusta más de hacer la cocina que de gozar con fruición de los platos. Esto es más propio de los hombres. Hay, desde luego, hombres cocineros y mujeres glotonas, pero son la excepción. La orgía báquica tiene casi siempre actores masculinos. El barón soporta la sobriedad alimenticia peor que la mujer.
—¿El ser paisano de Gonzalo de Berceo, aquel clérigo que ensalzó el vino, te condicionó? Los riojanos tenéis fama de zampar bien y cumplidamente.
—Pues sí, así es. Con una huerta tan pródiga, donde abundan habas, escarolas, lechugas y espárragos ¿cómo vas a ser melindroso y bitongo? Uno asocia la Rioja con la Arcadia feliz donde los rapaces juegan con alcachofas y coliflores como Alicia en el País de las Maravillas. El paisaje y el paisanaje de mi territorio incita al optimismo aunque mi paso por Salamanca me confirió un aire serio...
—¿Salamanca te inyectó la metafísica como a Unamuno?
—Ja, ja, ja. Nunca fui metafísico. Yo, como sabes muy bien, soy materialista y mi escuela está empezando a tener predicamento fuera de aquí. Ahora han venido unos cubanos que están hasta el gorro de la filosofía materialista que se hace en la antigua Unión Soviética y es que en materia de religión el marxismo vulgar avanzó poquísimo, dejó aquel topicazo de que la religión es el opio del pueblo y santas pascuas. Yo lo que soy es un poco escolástico porque la bibliotecaria de la Universidad de Salamanca me dejaba llevar a casa aquellas joyas, aquellos códices y textos de los padres fundadores de la disciplina y a los amigos cubanos les he recomendado a estos escolásticos e incluso ya está planteándose quién es el que va a explicarles a Santo Tomás. Lo que sería una cruel paradoja es que en la Universidad de la Habana Santo Tomás se pusiera de moda… A lo mejor me decido yo mismo (carcajadas).
—Usted ha protagonizado polémicas feroces con otros compañeros. Recuerdo ya hace muchos años que Fernando Savater le llamó “el Paco Martínez Soria de la filosofía”...
—Cuando se pierden los papeles se insulta y yo que soy muy vehemente y testarudo como un carnero castellano he tenido peleas con Manuel Sacristán, Paco Fernández Buey y, claro está, con Savater. Lo tuve como alumno junto con Javier Sábada y otros. La polémica surgió a propósito de la crítica que hacía de un libro. Él, que estaba en Madrid, hacía una desafortunada comparación de esta ciudad con la provincia y a mí me situaba como el paradigma de la catetería y la cazurrería. Creo que en aquellos años este señor no existía y quería protagonismo y matar al padre. Últimamente me he leído la Ética a Amador y tengo la impresión que quiere vendernos la imagen de un Savater convertido en un Voltaire del siglo XX. Es un imitador discreto y creo que su pensamiento es absolutamente nulo. Es un crítico, mundano, que está al día. Recuerdo que estando yo de jurado para conceder unas becas en la Fundación March presentó su libro Panfleto contra el Todo y a mí me pareció muy malo y acabamos dando la beca a un tal Ángel Alcalá que ha hecho una edición de la obra de Miguel Servet muy interesante. La Ética a Amador me recuerda aquellos libros como El joven de carácter de aquel obispo húngaro que nos daba la teórica en la posguerra.
—¡Pero mire usted que es bronca! Cada año se despacha con alguna polémica morrocotuda.
—Un año la tuve buena con Juan Luis Cebrián, en el jurado de los premios Príncipe de Asturias a propósito de un candidato suyo. A mí, querido Lorenzo, me han intentado presentar como un bicho raro, algo así como la cabra hispánica a extinguir. Salvador Paniker, creo que con mala leche y a voluntad, intenta desacreditarme asociándome en mis años mozos con el Opus Dei.
—¿Te han colocado todos los sambenitos: perverso, disolvente, y tiene su mérito pasearse a pecho descubierto como un pensador materialista con tanta carcundia como nos rodea?
—Mi mujer dice que soy un santo laico, pero nunca me han tapado la boca y aunque la reacción ha presentado una imagen disoluta de un servidor uno se ha defendido. El Opus fracasó en su penetración en la Universidad de Salamanca y aunque Raimundo Paniker estuvo allí con el propósito de infiltrarse, no tuvo mucho éxito y yo que lo conocía fui amable y le presenté gente, tomé café con él y luego con muy mala voluntad otros, como te decía antes, me colgaron el sambenito de que mis años mozos coquetee con la obra. La verdad es que me tiraron el anzuelo en más de una ocasión pero me resistí y jamás tuve relación con ellos. Seguramente Raimundo le contó a su hermano Salvador, que él estuvo a punto de llevarme al huerto del Opus.
—¿No crees que hay un respeto excesivo por los maestros de tu generación? ¿Crees que Aranguren, Lázaro Carreter y otros pertenecen a la élite?
—Creo que Aranguren, que es una excelente persona, un caballero, no es una primera figura, me parece un pensador “light”. Lázaro Carreter lo fue y es el jurado perfecto del Príncipe de Asturias, porque no se opone a nada. Él no incordia, mientras que yo soy un poco tocacojones… Me niego a ponerme corbata y no me caso con nadie. El otro día, en un programa con El loco de la colina, hice un comentario sobre el gusto hortera de la Reina en música por la versión de Haendel que había escogido y si vieras lo molesto que se sentía Quintero. Aquí somos algo pazguatos en la crítica y muy pasteleros y nunca llega la sangre al río. Su Majestad la Reina es calvinista, es decir, prusiana y muy sobria y eso no creo que sea insultarla.
—¿No opinas que este país ha perdido la capacidad de aguantar a heterodoxos, criticones, iconoclastas y que todo es de una ramplonería supina? ¿No crees que la tan cacareada, regeneración laica de los sociatas ha sido un fracaso estrepitoso?
—Creo que el intento de regenerar nuestra sociedad se acaba con la II República. Éstos han sido muy pejigueros y quisquillosos con los críticos y culturalmente decepcionantes, aunque hayan hecho cosas en otros planos de la realidad. Pero no nos vamos a poner pedantes y suficientes. Hablemos del comer.
—¿Usted es un estoico o un epicúreo en temas de la comida? ¿No cree que hay una imagen excesivamente sobria de los intelectuales y el placer? ¿No será usted como Ortega y Gasset que era un tripón de marca mayor?
—(Risas) Pese a Salamanca y el aire circunspecto que me dio tengo un talante abierto ante los temas de la manduca. Me repugnan esos personajes excesivos que se ponen muy tiquismiquis acordándose de los bosnios o ruandeses cuando van a dar cuenta de un buen banquete. Me gusta reflexionar sobre los usos y costumbres culinarios y aquí hemos pasado del bocata mezquino a grandes teóricas sobre el condumio. Hay mucho mequetrefe que ha pasado de estar a dos velas a hablar de Paul Bocuse o Arzak. No es mi caso. Soy de guisos recios, sabrosos, con historia oral en su transmisión de generación a generación. Hay en nuestro país mucho ciudadano que practica el estilo chimpancé en la comida, es decir que picotea con primor, tapea y anda como un saltimbanqui de barra en barra. Luego está el estilo lobo, león, que devora como una fiera, el que engulle carne. El primero es goloso como un oso y también siente atracción fatal por las rosquillas, las golosinas. Yo he tenido épocas, dependiendo de donde haya vivido, que he sido un auténtico chimpancé y estaba todo el día engullendo chorraditas.
Hace un paréntesis el ilustre filósofo ante el chuletón cuarteado que le ha colocado el camarero de El Asador, se acaricia con parsimonia la quijada y cuando parece que te va a endilgar una perorata estructuralista sobre lo crudo y lo cocido ataca como un hombre-lobo el medio kilo de carne, lo engulle con suaves movimientos, se echa al coleto un buen trago de Rioja y prosigue:
—Hay mucho camelo sobre los estructuralistas y la cocina. Incluso se ha abusado de lo crudo y lo cocido y Levi-Strauss. Los antropólogos nos han dejado rigurosos estudios sobre las dietas de los pueblos de tecnología sencilla, sobre los tabúes culinarios pero son explicaciones muy externas. Faustino Cordón en su estupendo trabajo “Cocinar hizo al Hombre” hace una investigación muy interesante sobre la cocina en su relación con el lenguaje, con la mano, con la caza cooperativa, con la carne. La importancia de la cocina ha sido decisiva en su relación con la historia de la ciencia. Gordon Childe subraya mucho la importancia de la metalurgia en la historia de la ciencia pero yo situaría a la cocina en un lugar más clave. Una vez se me ocurrió gastar una pequeña broma a los bablistas asturianos, intenté desarrollar una divertida hipótesis en torno a los quesos de los Picos de Europa y sostenía que así como había muchos tipos de queso en una comunidad reducida podían darse diferentes formas de bable ¡se armó una! Y recuerdo que cuando expuse en una conferencia aquello los bablistas ultras que ocupaban la primera fila de la sala empezaron a gritar: “Destierru” y les solté: “Bestias id a Candamo” (cueva prehistórica asturiana). Para mi sorpresa aquellos paisanos abandonaron la sala y se fueron. Al cabo de unos días el Ayuntamiento de Candamo publicó un comunicado diciendo que el profesor Gustavo Bueno había hecho muy mal mandándolos a Cándamo porque tenía que haberlos mandado a Altamira (Risas).
—Cuando hablo con tipos como tú, de esa generación de niños de la Guerra, llego a la conclusión que aquel desastre de la contienda civil os marcó muchísimo en estos temas de la comida, porque los que nacimos en la posguerra como Juan Cueto, Vázquez Montalbán y un servidor hemos recuperado el tiempo perdido y nos hemos aplicado con pasión a los oficios de la boca...
—Es que damos la impresión de abueletes cuando damos la vara contando las gazuzas que pasamos, yo me alimenté de higos secos muchos días aquí en Madrid. Todo eso marca y luego eso te condiciona a la hora de acercarte a los placeres de la mesa, te hace arbitrario y acabas siendo chimpancé o lobo.
—Se queja el filósofo Gustavo Bueno de los silencios de los medios respecto a su trabajo. Sin embargo cuando asiste a algún meeting de heterodoxos junto a Javier Sádaba o Puente Ojea o cuando su hijo, que se llama igual que él, publica un artículo cargado con dinamita en algún medio local, todos le señalan a él.
—Mientras aparezca como espectáculo me utilizan pero cuando disparo con obús me silencian. (No le deja su señora apurar el excelente Rioja que acompaña a nuestra comida. Hace un año el filósofo se quedó frito conduciendo y apareció en el otro arcén de la autopista salvándose de milagro.) Estamos, querido Lorenzo, en tiempos light y el pensamiento duro no vende, tiene escaso marketing y yo soy el prototipo de aguafiestas, de iconoclasta. Y todos, en santa coalición, se alían para presentarme como un esperpento o un señor pasado de rosca, ¡van aviados! Menos mal que nos queda la comida. Y la verdad es que he tenido una suerte que no le tocó al Arcipreste de Hita: vivo en este maravilloso Cantábrico y es curioso pero el otro día discutía con un colega que toda la descripción que hacían los viajeros románticos de la cocina española adolecían del olvido de su parte más excelente: la de los platos del litoral. Y si hay algo en que el español encuentre justificado el orgullo nacional es en la abundancia, variedad y delicadeza de sus pescados y en los guisos tradicionales a que sirven de base. Desde las centollas asturianas, las cocochas de merluza donostiarras, el bacalao en salsa verde a las angulas bilbaínas. ¡Qué pena que Jorgito el Inglés o Richard Ford sólo se fijasen en las ventas castellanas de menguada despensa y no lo hicieran en las lonjas marineras de los puertos del Cantábrico, con esa hermosura de peces y mariscos! Algo que ya percibió aquel libertino clérigo llamado Arcipreste de Hita.