Gustavo Bueno
El significado filosófico de La colmena en los años 50
1990
I
Hace ya casi cuarenta años, a raíz de su publicación, y del enorme impacto que me produjo, escribí un comentario sobre La colmena (Clavileño, núm. 17, pp. 53-58) orientado a defender una interpretación de esta obra y, en general, de toda gran novela como una obra estricta de «ciencia humana». De acuerdo con esta tesis, La colmena pertenece al género científico. Una novela que se desviase de esta supuesta estructura gnoseológica podría, sin embargo, seguir siendo una obra literaria relevante –un poema épico, un relato histórico, una fantasía– pero ya no sería verdadera novela, sino novela-ficción, es decir, una obra que mantiene con la novela una relación análoga a la que la ciencia-ficción mantiene con la ciencia. Con esta tesis se trataba de subrayar que el parentesco entre una novela genuina y un trozo de ciencia etnológica –o bioquímica– es más estrecho que el parentesco que con estos «trozos de ciencia» puede guardar un análisis sociológico de encuestas electorales, que estaría más próximo a la tecnología que a la teoría constructiva. La construcción de una novela como La colmena tendría más que ver, por ejemplo, con la construcción de un modelo de aminoácido, en el que las moléculas múltiples de las que se dispone han de ensamblarse según leyes que rigen a las propias moléculas: se trata de sustituir, en la novela, moléculas por personas humanas.
La tesis de la naturaleza científica de la novela resultaba (y resulta todavía) extravagante, habida cuenta de las costumbres académicas (los críticos literarios no son teóricos de la ciencia; el análisis de una novela corre a cargo, institucionalmente, de los profesores de literatura y no de los profesores de gnoseología); pero, en el fondo, es una tesis que hoy, al cabo de casi cuarenta años, me parece aún más plausible, siempre que se esté dispuesto a regresar un poco más atrás del sentido habitual de esos términos. Y digo esto a pesar de que el concepto de «ciencia» que yo podía utilizar en 1952 no era tan preciso como el que pude utilizar al cabo de los años, una vez formulada la teoría del «cierre categorial» (por cierto, mi comentario a La colmena, p. 58, invocaba ya, si bien con un alcance indeterminado, intuitivo, la «estructura cerrada» de las relaciones trabadas por la novela); pero tampoco era tan diferente que no pueda afirmarse que ya entonces el término «ciencia» se sobreentendía en un sentido constructivista –es decir, no empirista– más cercano a la geometría o a la química que a la mera descripción factual, etnológica o histórica. Mi tesis quería subrayar, en resolución, que La colmena, sin perjuicio de sus méritos literarios, debía ser tomada esencialmente como un instrumento para el conocimiento positivo de la realidad humana, un conocimiento teórico que requiere pruebas proporcionadas, que sólo podrá sacar de su campo propio. Un «campo categorial» en el que habrán de figurar obligadamente, como términos, no ya moléculas de N o H, ni puntos o rectas, ni células u órganos tales como hígado o pulmones, sino sujetos humanos individuales, personas en tanto son unidades de operaciones prolépticas, definidas en contextos determinados cultural o históricamente. Aquello que una novela como La colmena tratará de demostrar, sería no, desde luego, las efectividades factuales de determinadas situaciones empíricas (porque la novela no es un tratado de historia) sino la verosimilitud o composibilidad (consistencia) intrínseca (teórica) –incluso la necesidad ideal, no siempre en el sentido del deber moral– de determinados actos o conductas a los que se ven sometidos los sujetos operatorios cuando se les inserta en un sistema implícito de axiomas relativos a los motores de sus acciones.
Puestas así las cosas, mi tesis podría considerarse incluso como una tesis rigurosamente aristotélica. Remitiéndome al célebre texto de La Poética, 1451 b: bastaría que especifiquemos el término «poeta» del texto aristotélico (que, por lo demás, va referido al poeta épico, es decir, a un género antecesor de la novela) como «novelista» y que interpretemos el término «historia» como «conocimiento empírico» para que podamos, sin mayor esfuerzo, reencontrar nuestra tesis en el famoso pasaje de Aristóteles: «de lo dicho resulta claro no ser oficio del novelista [del poeta] el contar las cosas como sucedieron… sino tratar lo posible según verosimilitud o según necesidad…; por este motivo la novela [la poesía] es más científica y esforzada empresa que la historia, ya que la novela [la poesía] trata sobre todo de lo universal [Καθόλον] y la historia, por el contrario, de lo singular [Καθ' ἕκαστον]. Y háblase en universal cuando se dice qué cosas verosímil o necesariamente dirá o hará tal o cual, por ser tal o cual, meta a la que apunta la novela [la poesía]; tras lo cual, impone nombres a personas; y en singular, cuando se dice ‘qué hizo o le pasó a Alcibíades’».
Una buena novela, en resolución, no es, según la tesis, tanto una «obra de arte» («mera literatura»), cuanto ciencia humana sui generis; conocimiento por hipótesis (hypotheses fingo, podría decir el novelista), teoría por la que se construyen «modelos concretos de hombre». Merced a estos modelos, determinadas regiones del «material antropológico» pueden ser presentadas en sus decursos operatorios en función de axiomáticas implícitas cuyo rendimiento ha de probarse a través de la misma construcción (que ha de contar con referencias compartidas con el lector). La prueba no busca la verificación o falsación empíricas (ni, por tanto, la verosimilitud, en el sentido de Popper) sino la consistencia o verosimilitud «ideal»; los axiomas están presentes sólo de modo ejercido, no representado: Los Models of Man de H. Simon no pueden clasificarse en el «género literario» de la novela. Tampoco los sistemas de ecuaciones mediante los cuales el físico teórico establece la estructura de un sistema de fuerzas interactuantes se confunden con los modelos o maquetas que contienen, embebidos en sus términos y relaciones, los dichos sistemas de ecuaciones. El novelista nos ofrece un modelo o maqueta cuyo funcionamiento interno es el que prueba un sistema de principios, y no al revés. Luego los principios que moldean una novela no se harán presentes de forma abstracta (psicológica o social, por ejemplo) puesto que están encarnados en contextos determinados. Quiero decir, por ejemplo, que no será la «codicia» un buen principio para moldear un personaje novelesco, sino la «codicia del oro» (que implica ya un escenario antropológico mucho más determinado, en el que hay metalurgia y mercado); ni tampoco será un buen principio «la voluntad de poder» (en su sentido primatológico), sino la «voluntad de poder» que mueve a un matrimonio a casar a su hija con el terrateniente Ramírez. Según esto, es evidente que ha de mediar una «proporción definida» entre los sistemas de axiomas ejercitados por el novelista y la escala del campo de términos a los que el sistema se aplica y en cuyo juego debe manifestarse el rendimiento de aquéllos. No es fácil que una axiomática de coloración religiosa dé un buen rendimiento en un escenario industrial europeo; es fácil que una axiomática de coloración pansexualista dé todavía buen rendimiento en un escenario conventual, cristiano o tibetano.
Por último: el alcance de mi tesis sobre la cientificidad de la novela sólo se apreciará claramente cuando subrayemos aquello que esta tesis niega: que una buena novela pueda confundirse alguna vez con una suerte de ensayo filosófico. Una obra en la que el sistema de sus axiomas fuese exponiéndose en abstracto, entreverado con el relato novelesco, sería una novela impura (¿acaso lo que algunos llaman «novela intelectual»?), de la misma manera que el modelo o maqueta de nuestro ejemplo tampoco necesita para funcionar llevar grabadas en sus piezas flechas o signos indicativos de sus conexiones. El novelista podrá exponer sus particulares principios filosóficos en el prólogo de su novela o en cualquier otra parte, pues todo esto se refiere al finis operantis. Pero lo que importa es el finis operis. Y, con frecuencia, se le puede decir al novelista lo que Goethe decía al escultor: «¡trabaja y no hables!»; «trabaja en tu novela y no filosofes».
II
Ahora bien: Resulta que lo que me piden los organizadores de este homenaje, que Ínsula ofrece a Camilo José Cela con ocasión de su Premio Nobel, es un comentario precisamente sobre «el significado filosófico de La colmena en los años cincuenta». ¿Cómo puede intentar satisfacer esta petición quien acaba de negar a toda novela auténtica –y La colmena lo es en grado eminente– la posibilidad de ser considerada intrínsecamente como una «obra filosófica»?
Puede intentarlo, sin duda, de muchas maneras, pero la principal, dentro del anterior planteamiento, es la manera genérica común, según la cual tratamos de establecer el «significado filosófico» de una obra matemática, física, &c., que no sea ella misma filosófica (sino científica). Para establecer el «significado filosófico» del modelo de la doble hélice no hace falta presuponer que la obra de Crick y Watson fuese por sí misma filosófica. Ella se mueve enteramente en un contexto de conceptos bioquímicos. Sin embargo, el decurso de este mismo tejido de conceptos químicos está atravesado por Ideas que se abren camino a su través y se enlazan con otras Ideas procedentes de otras ciencias (sin que puedan cerrarse estos entrelazamientos con el rigor propio de una ciencia). Estamos, más bien, en el terreno de la filosofía. Pero lo que decimos de las matemáticas o de la física, ¿por qué no habríamos de decirlo de la novela? El campo o esfera de la construcción novelesca está necesariamente interferido por Ideas, y, lo que es más, por Ideas de la misma tradición académica, es decir, de lo que consideramos filosofía en sentido estricto. Puesto que puede ocurrir que, cuando la novela se mueve dentro de contextos culturales pertenecientes al «área de difusión helénica», sus personajes puedan ser filósofos académicos ellos mismos, o individuos que citan a Platón o a Heidegger (por la misma razón a como puedan citar a Carlomagno o a Landrú). No podemos entrar aquí en esta cuestión fundamental: ¿dónde situar la línea divisoria en la que la cita de Platón o de Heidegger deja de formar parte de la trama de la novela? O, lo que es lo mismo: ¿en qué medida le es posible a la novela reintroducir en su trama teoremas filosóficos –o geométricos, o termodinámicos– a través de sus personajes que, al parecer, según algunos, se encuentran más cerca de poder enunciar «teoremas» o, por lo menos, observaciones psicológicas, o geopolíticas, o sociológicas? Sin duda, desde luego, habrá que decir que en la medida en que estos enunciados puedan anudarse internamente con las trayectorias de unos personajes que habrán de ser ellos mismos físicos, matemáticos o filósofos, como podrían ser carniceros, contrabandistas o curas. La filosofa «mundana» se expresa, en La colmena, alguna vez, con palabras de Nietzsche, por boca de Celestino Ortiz «que había sido comandante con Cipriano Mera durante la guerra». Además, el juego de los párrafos de Nietzsche es relevante puesto que sirve para caracterizar a unos guardias civiles que confunden el lenguaje nietzscheano con el clerical, es decir, sirve para estratificar, según criterios emic de percepción mutua, subconjuntos de personajes que se mueven en un escenario histórico común (el de los veinticinco millones de españoles de la posguerra). Pero, sobre todo, la «filosofía académica» aparece en La colmena explícitamente representada por el «novio» de Paquita, novio cuya esposa «ha fallecido de unas anemias perniciosas». «Y mi novio dice que ya no usemos nada y que si quedo en estado pues él se casa.» El novio de marras es D. José María de Samos, catedrático de Psicología, Lógica y Ética del Instituto de Bilbao. No parece muy arriesgado suponer una voluntad expresa, por parte del novelista, de introducir, en una trama en la que aparecen en plenos años cuarenta relaciones de adulterio, operaciones horrendas de control de natalidad, &c., precisamente a un catedrático de Filosofía de la época (probablemente un excombatiente que había colgado los hábitos pero que enseñaba, aún lleno de frescura, los ideales de la Cruzada).
Lo que queremos subrayar sería esto: que Cela no tiene por qué dar explícitamente la razón por la cual el novio adúltero de la Paquita es precisamente un catedrático de Filosofía de Bilbao. ¿Por qué no iba a serlo? Lo importante es que ello sea posible y verosímil, es decir, que constituya algo así como un programa de observación ofrecido al lector. La «explicación» deberá darla el crítico, el analista; y, al margen de explicaciones «exógenas» (como pudiera serlo el que Cela hubiese conocido una situación empírica tal), lo que importa es la explicación «endógena» basada en la misma coherencia de los principios que obran en la novela. Por ejemplo, según diremos: si los motores que mueven a los personajes de La colmena no son «ideales patriótico-cristianos», sino impulsos puntuales –hambre, sexo, voluntad de poder– calculados casi siempre por los agentes, nada más adecuado que probar la eficacia de estos impulsos mostrando su presencia en individuos que, sin embargo, figuran como profesionales de la propaganda de los principios patriótico-cristianos.
Sin embargo, el principal mecanismo, a través del cual una novela puede alcanzar significado filosófico, se desencadena a propósito de los eventuales sistemas de principios filosóficos alternativos con los cuales los lectores creen ser capaces de dar cuenta del material de referencia. Por consiguiente, únicamente en los casos en que el cierre de una novela sea interpretado como exhaustivo –es decir, como incluyendo en su concatenación a la integridad práctica de los materiales considerados– podrá aparecer un conflicto con una concepción filosófica dada o, en su caso, podrá considerarse instaurada una concepción filosófica peculiar. Por decirlo así, en caso de exhaustividad, el ser de las conductas de los personajes novelescos se convierte en un deber ser o en un tener que ser.
Según esto, no parece muy adecuado interpretar a La colmena como una novela de «crítica social». Lo que ella ofrece es más bien un modelo teórico. Pero, ¿quién establece el grado de exhaustividad que conviene a ese modelo en función del campo al que se aplica? ¿Qué cantidad, qué porción de conducta ha de suponerse que queda incorporada en la construcción de la supuesta cerrada estructura? Con frecuencia dice un lector después de leer una novela como La colmena: «pero la vida no es sólo eso». Como si dijera: no sólo el modelo recién ejercitado no puede tomarse como canon de toda vida humana posible, sino que ni siquiera ese modelo analiza adecuadamente las vidas por él mismo cubiertas. Lo cierto es que no puede fijarse el «grado de profundidad» con el que el modelo cala en el material. De aquíla ambigüedad de la cuestión sobre el «significado filosófico» de una novela y, en particular, si ésta se presenta como relato de posguerra, es decir, como referida a un campo coyuntural y transitorio que parece tener trazados, por sus mismos contenidos, los límites de su generalización.
Sin embargo, La colmena ofrecía un tablero o escenario de posguerra muy adecuado para aplicar en él con facilidad un sistema característico de principios y que, a nuestro entender, podrían definirse así: como principios que rigen las conductas determinadas por unos motores universales que actúan en múltiples personajes, sorprendidos in medias res y dados a escala etológica (aquélla que está controlada por los «instintos» primarios del hambre, el sexo y la voluntad de poder), pero actuando en un horizonte social y cultural que impone sus estímulos y ritmos característicos (la España de la posguerra franquista). De esta suerte, cada elemento personal debe conocer con precisión así como debe calcular (planificar, programar) prolépticamente las oportunidades que tiene en cada momento para dar satisfacción a los impulsos puntuales en los que consiste. Se produce una suerte de «democratización del heroísmo», y, si no hay héroes, es porque todos lo son. Los personajes de La colmena actúan, en rigor, como resortes que se disparan movidos no sólo por impulsos ciegos («¡la adrenalina!») sino por el cálculo inteligente de quien, sabiéndose movido por esos impulsos, estima la viabilidad de sus medios según estrategias diversas (lo que subjetivamente podrá ser vivido como libertad). Y como los personajes están entretejidos los unos a los otros en función de esa estrategia, la luz de un café como La Delicia tiene sin duda la longitud de onda adecuada no sólo para sugerir, sino también para iluminar un tejido social tipo enjambre humano en el que los organismos están interactuando los unos sobre los otros en metabolismo incesante, que se orienta a obtener los jugos vitales cotidianos. Cada elemento del enjambre actúa en la colmena, en general, estimulado por un tercero, dentro de circuitos preestablecidos. En este sentido, el modelo es behaviorista. («El pequeño Juan Ramón salió de la serie B y se pasaba el día mirándose al espejo y dándose cremas en la cara».) Pero el behaviorismo se refiere sobre todo al método de análisis, lo que no excluye que esté muy bien proporcionado con los principios de la construcción. La colmena nos ofrece, según esto, un modelo o hipótesis de sociedad cuyos individuos parece que gastan íntegramente toda su energía en ir desatando, como si fueran aparatos de relojería, sus resortes vitales en función del ritmo que los demás les van imponiendo y dentro, todos ellos, de unas pautas culturalmente dadas (fumar, tomar café, casarse, &c.) y que proceden de otras instancias históricas o sociales cuya evolución se mantiene a una escala distinta de la que la novela utiliza. Por decirlo así: los individuos de La colmena experimentan una reducción etológico-cibernética y se comportan efectivamente como si fuesen insectos –pero no lo son, simplemente por motivos de la escala de sus estímulos y reacciones, escala proporcionada a un horizonte cultural e histórico muy preciso.
Así interpretada, se comprende que pueda decirse que La colmena pudo ejercer la función de un barreno que dinamitaba no sólo las construcciones llevadas a cabo desde el sistema de principios del humanismo cristiano (los del nacional-catolicismo) –y por ello La colmena resultaba, desde el punto de vista de estos principios, inhumana, anticristiana y antipatriota y, por tanto, superficial–, sino también las construcciones del humanismo marxista –y, desde este punto de vista, La colmena aparecía como reaccionaria– o, también, los del sobrehumanismo existencial –y ahora La colmena podía interpretarse como un ardid para encubrir la experiencia de la muerte, trivializándola y reduciéndola a situaciones propias del humor negro (las lápidas de mármol de las mesas, el dispositivo del garrote para fijar la lengua del ajusticiado…).
Pero la cuestión es siempre la misma. Era en función de la «cantidad de conducta» que se consideraba explicada, en virtud de su mismo cierre, por lo que La colmena alcanzará mayor o menor significación filosófica, como una alternativa a los sistemas de valores vigentes en el lector, fueran los nacional-católicos, o bien los liberal-krausistas, o bien los marxistas. De hecho, y tomando en consideración la magnitud del impacto que produjo, cabría decir que, en general, La colmena no fue leída (ni en España, ni menos aún en otros países) como un «relato del Madrid circunstancial de la posguerra» y tampoco como una crítica social del franquismo, sino como un modelo –no religioso, ni ético, ni político– de concepción naturalista sui generis (etológico-cibernética, he sugerido) de la condición humana. La perspectiva omnisciente desde la cual está escrita La colmena –Cela procede como si poseyese la ciencia media de sus personajes– contribuye a sugerir esta interpretación. Porque sus personajes son analizados intencionalmente en su integridad etic y emic, lo que hace de La colmena el equivalente de una especie de Monadología cibernética ofrecida en el momento en el que comenzaba la eclosión de las entonces llamadas «tortugas», que prefiguraban nuestra robótica, y de los «cerebros electrónicos», que prefiguraron nuestros ordenadores, como alternativas a las metafísicas teológicas, nihilistas o políticas vigentes.
[ Ínsula. Revista de Letras y Ciencias Humanas (Madrid 1946), solicitó este artículo a Gustavo Bueno para su “Monográfico extraordinario dedicado al Premio Nobel de Literatura 1989, Camilo José Cela”, como autor en 1952 del artículo “La colmena, novela behaviorista” (Clavileño, Madrid, septiembre-octubre 1952, 17:53-58). Este texto de Bueno fue publicado por Ínsula en ese monográfico extraordinario, número doble 518-519, Madrid, febrero-marzo 1990, páginas 11-13. ]