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Gustavo Bueno

La colmena, novela behaviorista

1952


§1.

La colmena, última novela de Camilo José Cela, es, por de pronto, una obra muy discutida: hay quien la defiende con entusiasmo y hay quien la ataca apasionadamente. Este desacuerdo, por radical e intenso, es naturalmente señal apodíctica del interés de La colmena y obliga a todo espíritu vigilante a tomar posición ante el fenómeno. ¿Qué es lo que provoca el desacuerdo? Ante todo, al parecer, una cuestión de nombres.

Los que la atacan, le niegan lo principal, a saber: que sea una novela. Una obra –vienen a decir– que lindando con la pornografía no ofrece sino breves esbozos, miniaturas, escenas fugaces y sin construcción de conjunto; obra en la que faltan períodos literarios y sobran términos tabernarios y de pésimo gusto; una obra en la que deliberadamente parece vacar la intención estética, esto no puede ser una novela, que es, ante todo, un género literario. Se sobreañaden además, naturalmente, las censuras morales que consideran a La colmena como libro peligroso y disolvente.

Los que la defienden encarecen de modo principal su realismo: la fidelidad del autor al mundo del Madrid de la postguerra que describe; su certera selección de los rasgos más expresivos que contribuyen a una impresión de facilidad tal, de veracidad, que fácilmente desvanecen, por su misma transparencia, la labor del novelista. Cela sería el costumbrista máximo de nuestro siglo.

§ 2.

Pero ¿es sólo una cuestión de nombres? En tal caso, podrían conceder los defensores que La colmena no es una novela, si nos atenemos a la definición de los tradicionalistas; pero el no serlo no menoscaba los méritos que se le atribuyen, del mismo modo que ellos permanecen –y esto parecerá a todos más evidente– aunque ella no sea un soneto, un poema o cualquier otra forma literaria.

Sin embargo, no creo que nos encontremos ante una disputa sobre palabras, sencillamente porque las discusiones, si son auténticas, nunca son sobre palabras, sino sobre los pensamientos a los que las palabras representan.

La cuestión se suscita más bien debido a que la realidad de una analogía entre los procedimientos de La colmena y los de otras formas literarias supone, para el que la defiende, una censura implícita para las formas literarias que se apartan del canon a que ella se ajusta. Es así que, en todo producto cultural, hay que distinguir su ideal estructura arquetípica y la concretísima realización histórica. Las estructuras ideales consisten en un riguroso –es decir, determinado– sistema de relaciones entre ciertos elementos, y sucede que las obras históricas se aproximan, participan en distinta proporción de estos arquetipos, y de ellos toman el nombre. No debe confundirnos la posibilidad de que, a veces, en una obra cultural singular, se interfieran varios arquetipos y de esta interferencia brote la genialidad del resultado; es esta misma genialidad, por su originalidad, la que podía servirnos como estribo para probar que no puede hablarse de un arquetipo estructurado sobre la base de las interferencias regladas de los otros arquetipos.

Una discusión sobre nombres es entonces una discusión sobre el arquetipo que corresponda esencialmente a una obra cultural, y ello entraña una crítica, una censura a los otros productos culturales que, sometidos al mismo arquetipo, no lo realicen de un modo puro. Estas cuestiones de naturaleza “fundamental” habrán de suscitarse cuando tropecemos con algún producto histórico que se nos aparece como representante casi perfecto del arquetipo; porque él constituye, además, la demostración del “postulado de existencia” –para hablar en términos de teoría de la ciencia– de esos arquetipos. En verdad éstos comienzan a operar cuando una obra espiritual histórica se eleva sobre sus vecinas porque ha adquirido el prestigio radiante de la ejemplaridad.

Prácticamente, la discusión sobre La colmena no puede cerrarse con la fórmula convencional de retirarle el nombre de novela reservado a otras obras literarias; pues, como quiera que La colmena contiene partes “coordinables” con estas obras literarias, el retirar el nombre implicaría que había que expulsar también de estas obras las partes que se le coordinan; o inversamente, el aplicarlo exige segregar de las obras literarias las partes que no se le coordinan. Esta es, muy esquemáticamente expuesta, la discusión en que nos empeña La colmena. Ahora bien: ¿cuáles son, más precisamente, los arquetipos que a propósito de La colmena se enfrentan?

§ 3.

Acaso la respuesta que propongo parezca precipitada, doctrinaria, rebosante de positivismo decimonónico. Pero invito al lector a que se deje penetrar por ella siquiera a modo de ensayo; que saque las consecuencias abundantes que en este escrito no aparecen; que sea meditada sin prejuicios y que no tema acometer el esfuerzo de abstracción necesario para disociar, en las obras consagradas, las partes que, aunque idealmente son exteriores entre sí, aparecen históricamente enlazadas por decisión de sus autores, envueltos en laureles.

El arquetipo con que medimos la novela suele concebirse como una idea perteneciente a la clase de los géneros literarios. Mi tesis se reduce a reivindicar la decisión decimonónica de arrancar el arquetipo de la novela de la clase de los géneros literarios para incluirlo en la clase de los géneros científicos. Trátase, en suma, de rescatar la teoría de la novela de los dominios de la retórica y de implantarla en la teoría de la ciencia. Ello no constituiría el primer precedente de la emigración de partes de la crítica literaria hacia la teoría de la ciencia. Como es sabido, la historia natural, o la historia cultural, por ejemplo, eran hasta hace poco estudiadas por las preceptivas literarias: todavía en el Ars Dicendi de I. Kleutgen (Taurini, Marietti, 1883) se dan normas sobre la filosofía y otras disciplinas profanas. (Lib. IV, cap. II, art. 3). Porque, de hecho, los cultivadores de las ciencias mencionadas eran antes escritores que científicos. No debe, pues, parecer a priori incomprensible que se sugiera la posibilidad de reclamar para la novela la emancipación de la retórica: de liberarla del dominio de la “literatura” para someterla al gobierno de la ciencia. Es cierto que las fronteras entre ambos reinos, si bien nítidas en el universo de las ideas, se desvanecen muchas veces en los casos concretos, porque se cruzan de suyo y porque la moda de los tiempos hace transitar, a veces, contenido de uno hacia el otro. (Como ejemplo de una emigración inversa a las aludidas, a saber, de la ciencia a la retórica, puede pensarse en la teoría del neopositivismo acerca de la metafísica.) Y, de este modo, no puede negarse que, históricamente, las obras literarias que llamamos novelas contienen muchos elementos inmunes de sustancia científica. Pero también debe tenerse presente que contamos, por ejemplo, con importantes obras de ontología escritas en hexámetros, como los poemas de Parménides y Lucrecio, sin que por ello concedamos al retórico jurisdicción sobre la ontología y sus métodos.

Y no son de extrañar estas comunicaciones entrañables entre el reino de la ciencia y aquella comarca del reino del arte que llamamos “obra literaria”. Porque la ciencia es un resultado del espíritu en tanto que se atiene ascéticamente a las rigurosas leyes de los objetos, de cualquier objeto –no sólo real, sino también ideal o posible–. Pero la criatura artística es un resultado del espíritu que sólo obedece a su propia libertad, que únicamente atiende a la legalidad del subjetivo apetito. Y en la proporción que estas dos actividades espirituales nunca se dan aisladas, así también los productos espirituales todos llevarán los vestigios de uno y otro imperio, aunque esencialmente sólo a alguno de los dos estén sometidos. Únicamente per accidens –como decían los frailes de la Edad Media– la crítica literaria puede, y debe, ejercer su inspección sobre la novela, y de esta inspección puede beneficiarse en abundantes, óptimos frutos.

Pero, desde un punto de vista esencial, los críticos literarios, en cuanto tales, carecen, según la teoría que defiendo, de jurisdicción para conocer y valorar en absoluto la obra novelesca, cuya consideración precisa de una actitud puramente especulativa, científica. Los argumentos que, en favor de esta tesis, es posible aducir hoy, son los cuatro siguientes, que puede clasificar en dos grupos todo aquel que apetezca la claridad: el primer grupo contiene los dos primeros argumentos, que son intrínsecos; el segundo grupo es el de los argumentos extrínsecos, y a él deben reducirse los dos últimos.

Primer argumento. La teoría de la ciencia debe construir, a priori, el concepto de una ciencia antropológica que describa la conducta humana, en tanto que ésta es meramente posible, demostrando esta posibilidad. En efecto, la conducta del hombre puede considerarse, ante todo, como algo realmente dado, o bien como algo idealmente dado, o bien, por último, como una cosa intermedia, por decirlo así, entre lo real y lo ideal, a saber, lo meramente posible, esto que llamamos probable o, mejor, verosímil.{1}

Estos tres puntos de vista, aplicados a este animal libre que es el hombre, adquieren relaciones delicadísimas que no es necesario estudiar aquí, y sí sólo aludirlas; porque lo humanamente real no parece diferir esencialmente de lo humanamente verosímil; aunque existencialmente la distinción es muy clara y sólo en equilibrios unamunescos, excesivamente metafísicos, entre ficción y realidad, entre Don Quijote y Cervantes, es posible borrar las distancias.

Pero la conducta humana, mirada desde el primer punto de vista como algo realmente dado, es el objeto a que se atienen las ciencias históricas; cuando se le considera desde el segundo aspecto, idealmente, queda fundado el objeto de las ciencias morales, en tanto que son normativas.

El tercer punto de vista nos pone también delante de un mundo objetivo, que, si puede ser demostrado de algún modo, reclamará una ciencia específica. ¿Qué otra puede ser ésta que la novela? A lo menos, no encuentro alguna diferente, alguna actividad cognoscitiva –y novelar es conocer, desde luego– que acuda a llenar el hueco que apriorísticamente contemplamos abierto.

Segundo argumento. La novela, de hecho, quiere ser fiel a esta actividad, pues ella, ante todo, pretende la verosimilitud. Una narración inverosímil podrá llamarse leyenda, alegoría, epopeya, cuento; pero nunca novela. La novela aspira a la verosimilitud, y de ella alimenta su poderosa fuerza de impresión y sugestión. Es cierto que semánticamente, casi resulta una paradoja postular la verosimilitud como atributo de la novela, porque estamos acostumbrados a aplicar a las quimeras y sueños juveniles, por ejemplo, el adjetivo de novelesco. Novelesco equivale entonces a irreal. Y ciertamente lo es, sin que por ello, empero, deba a la vez ser inverosímil. Lo novelesco es irreal en cuanto que es esquemático y abstracto, pero en parecido sentido a como lo es la circunferencia o la línea recta para el geómetra, que aunque nunca se verifican omnímodamente, se refieren a la realidad y presiden nuestro conocimiento de ella. Por esto, debe ser tomado con mucha prudencia el atributo de la intemporalidad, que algunos teóricos destacan como propio de la novela. La abstracción novelesca se eleva sobre el tiempo concreto y, por ello, una crónica nunca es una novela; asimismo puede prescindir del lugar, o del tiempo y lugar a la vez –si bien es suficiente la liberación de una sola de estas coordenadas para elevarse sobre realidad histórica. En consecuencia, la intemporalidad admite muchos grados de alejamiento de la temporalidad realizada, pero nunca puede alcanzar el punto límite de lo formalmente atemporal.

Pero no sólo la novela se ocupa de la conducta humana (individual y social) en cuanto objeto posible, sino que se ocupa de ella científicamente; pues la ciencia puede definirse, por lo menos, como un conocer que procede por demostración. Y la novela tiende a demostrar la verosimilitud de sus enunciados. ¡Qué extraño este recurso de la demostración, específico del conocer científico, si prescindimos de la científica naturaleza de la novela! Fuera de esta doctrina, ¿cómo explicarnos la siguiente manifestación de Dostoyevski, sacerdote supremo de la novela, cuando se dispone a describirnos el espíritu rencoroso de Varvara Petrovna: “...además, era rencorosa de un modo increíble. Relataré, como prueba de lo que digo, dos anécdotas” (Los endemoniados, primera parte, cap. I)? Una manifestación análoga sería sencillamente ridícula, un exabrupto, en una obra lírica o épica. (Acaso en la épica puedan rastrearse rudimentos de demostración; pero precisamente la novela es el resultado histórico de la épica.)

Ahora bien: la demostración novelesca es enteramente peculiar, como que se adapta a la naturaleza especialísima de su objeto. Gracias a lo cual la novela no se confunde, no debe confundirse, con cualquier otro género científico, verbi gracia, la historiografía o la sociología. Una de las más sabias enseñanzas de Aristóteles fue el consejo de dar a cada ciencia lo suyo y no querer imponer los métodos de alguna a las demás. Santo Tomás comenta: “Algunos no aceptan lo que se les dice si no se les propone de un modo matemático. Esto sucede por la fuerza de la costumbre a los que han sido formados en el estudio de las matemáticas: porque el hábito es semejante a la naturaleza. Puede ésto también acontecer a otros por su indisposición natural, a saber, a los demasiado imaginativos, que carecen de un muy elevado entendimiento” (In. Met. I, 1,6).

Pese a estos consejos y a otros muchos igualmente prudentes, el afán por unificar los métodos científicos es un peligro que acecha constantemente a la creación científica y, en nuestro punto, la pretensión de imponer a la novela los métodos de las ciencias históricas. Es cierto que Zola, que tomó plena consciencia de la misión de la novela, debe ser considerado, dentro de la teoría que defiendo, como el verdadero Lavoisier de la novela, el que la sacó teóricamente de la alquimia lírica y, como roman experimentelle, la introdujo en el mundo de la ciencia. Pero, en cambio, incurrió en el error gravísimo de sobreentender que científico equivalía a la cientificidad de una ciencia determinada, concretamente de la sociología; y así, en consecuencia, debía usar formalmente el aparato bibliográfico y los métodos de observación y experimentación característicos de las ciencias reales. Nada más ridículo, desde luego. El novelista puede, y debe, naturalmente, beneficiarse de estos recursos técnicos para ayudarse en sus propios senderos (del mismo modo que el sociólogo o el psicólogo se sirven de los resultados y procedimientos de la novela). Pero nunca puede olvidar que su trabajo busca la verosimilitud, que acaso nos arranca más profundamente los secretos del ser libre que la propia historia. El novelista construye mitos, en el más puro sentido platónico: y así, sus métodos de prueba son puramente internos y es el lector el que, por sí mismo, sin necesidad de confiarse en la autoridad del autor, o de protocolos transcritos al margen, puede reconstruir las situaciones y juzgarlas. Y esta circunstancia arroja un asombroso corolario, a saber, que la cientificidad de la novela es, desde algún aspecto, de mayor dignidad que la cientificidad de la historia, en tanto que las pruebas históricas son extrínsecas, argumentos de autoridad en su mayor parte.

Ahora bien: admitido este ingrediente “científico” en la novela, la parte literaria, puramente retórica, aparece como un sobreañadido, una adjunción consistente, pues existen ciertamente otros géneros que están destinados a servir de refugio a lo puramente estético o a la ficción pura. Se replicará que es enteramente concebible un género mixto en el que se conjugue lo verosímil con lo inverosímil o en el que la exposición quede, en la intención del autor, subordinada al interés puramente retórico, interés que siempre constituye, por lo demás, incluso en las ciencias simbólicas, un fin secundario e instrumental del científico. Pero entonces conviene afirmar que las partes de esta mezcla no son novelescas, sino poemáticas fantasías. Si nos atenemos a una obra que posea este carácter “mixto”, lo específico de ella serán, desde luego, los momentos que he llamado “científicos”, y ellos le prestarán el nombre nuevo, que es el de “novela”; y en tanto que estos momentos poseen una regularidad y legalidad inteligible, acreditada por obras dadas históricamente –una de las cuales, modelo consumado, es La colmena–, deberá considerarse el producto mixto como derivativo, lógicamente posterior, aunque de altísimo interés cultural que sólo con este conocimiento de sus ingredientes heterogéneos, asociados genialmente en ocasiones, puede ser comprendido y valorado. Son, sin duda, estas formaciones “adulteradas”, complejas, las que desorientan a muchos teóricos y hacen incurrir a algunos en tesis tan extraordinarias como la de Thibaudet, según el cual, la esencia de la novela, en cuanto género literario, sería precisamente el no ser un género literario, sino una mezcla de todos ellos. (Le liseur de romans, París, 1925.)

Argumento tercero, en favor de la teoría de la cientificidad de la novela que defiendo, es la psicología característica del novelista, cuya actitud –sin necesidad de que, como Stendhal, lea códigos civiles antes de entregarse a la construcción de su obra– posee más afinidad con la del hombre de ciencia que con la del hombre de verso.

Cuarto argumento, y último, de carácter dialéctico, es la comprobación de que el concepto de novela expuesto se adapta de hecho, cubre a las obras que se nos ofrecen como relevantes modelos del género novelesco. Baste citar, en este esbozo, a la novela picaresca; al Quijote y a los Hermanos Karamázov; a Faulkner y a Joyce y, desde luego, a la novela naturalista o histórica. Una exposición mínimamente suficiente de este argumento último exige un escrupuloso trabajo, cuyos resultados y pruebas se extenderían por la superficie de muchas páginas. Es, además, una de las tareas más urgentes para perfilar la teoría sobre la novela que en este ensayo desarrollo esquemáticamente, y ella nos orientaría sobre las diversas técnicas de prueba y procedimientos generales de exposición y demostración con los que la novela opera. Permítaseme en este lugar limitarme a plantear la cuestión, a formular con ello un prometedor programa de trabajo.

§ 4.

La colmena es un modelo, un specimen casi puro, “químicamente puro” de novela científica. No quiere decirse con esto que sea una novela de tesis, una novela teórica, que demuestra sus enunciados a priori, a partir de sistemas filosóficos o sociológicos presupuestos; porque a la novela que posee métodos propios, no le corresponde desarrollar teorías filosóficas, como quiere Sartre. La interpretación filosófica se construirá, a lo sumo, a partir de los “resultados”, más bien de carácter empírico, presentados por el novelista; pero estos resultados no son por sí mismos filosóficos. Y así, en la obra de Cela –que sólo contiene un paréntesis de diez líneas que desbordan, superfluyen el arquetipo científico-positivo de la novela; este paréntesis consta en el último párrafo del capítulo IV de La colmena, y se encuentra en la página 186 de la edición castellana– unos ven alentar una profunda metafísica teológica, cristiana; otros, en cambio, temen en ella el más grosero materialismo, pura cibernética doctrinaria. Esto demuestra que La colmena, como novela pura, está más acá de semejantes cuestiones. En consecuencia, quien se disponga a aplicar a La colmena las categorías literarias o filosóficas de su diario uso, debe renunciar a percibir los valores que encierra e incluso acorazar sus categorías para que no sean disueltas por esta lectura, que es peligroso disolvente. El “arte de leer novelas”, como estudio que es, exige ante todo una actitud intelectual puramente especulativa y analítica, con la imaginación sofocada en todo intento de sensual y morbosa complacencia. Quien no disponga todavía de un espíritu robustecido por la disciplina del conocimiento científico, que no lea, desde luego. La colmena. Un espíritu delicado y sensitivo no tiene por qué resistir a la inminente y desagradable realidad que es el éter de un quirófano.

Dos métodos posibles están a disposición del conocimiento novelesco, en tanto que es un conocimiento psicológico: el método introspectivo y el método extrospectivo, cuya forma canónica ha sido alcanzada por la escuela behaviorista. Redúzcase, desde luego, a un puro postulado abstracto la tesis fundamental del behaviorismo: que todos los misterios de la vida, singularmente de la vida psíquica, deben ser formulados según el esquema estímulo-reacción. Considérese esta tesis, que niega la vida interior, como una renunciación provisional a abarcar toda la realidad vital en aras de un mayor rigor en los resultados. Pero éstos fluyen abundantes, y los nombres de Verworn, Jennings, Watson, McDougall, lo demuestran.

Por todo esto, será posible y necesario tomar en consideración, en la teoría de la novela, estos dos métodos como criterio de clasificación de las obras. Dostoyevsky es el clásico de la “novela introspeccionista” gracias a los imponentes universos interiores que logra construir su genio: Raskólnikov o Demetrio Karamázov.

La colmena constituye, por el contrario, el modelo consumado de aplicación de la actitud behaviorista. En La colmena, los personajes se nos aparecen como sujetos que reaccionan ante los estímulos de su contorno, arrastrados por él; fatalmente, brutalmente, como las piezas de una máquina. Los personajes de La colmena carecen de vida interior; han sido sorprendidos los hombres en el momento en que su conducta se parece más a la monótona, vulgarísima, estandarizada actividad de un mecanismo, en el que las piezas repiten, como los astros, siempre sus mismas trayectorias. En La colmena las figuras se dibujan por la silueta de sus reacciones ante los ataques de las cosas de fuera, de las cosas exteriores a ellas; el arte de Cela para alcanzar estos contornos, en un estilo rápido y seco, es en verdad admirable. No podían dejar de acudir a la memoria las semblanzas de Teofrasto.

§ 5.

La colmena nos impone la impresión de verosimilitud, internamente exhibida en el trazado de sus personajes, en la estructura legal que entre ellos se proponen y en el modo sobrio y penetrante de exponer este mundo objetivo de elementos y relaciones.

a) Los personajes que componen La colmena, sus elementos, son esencialmente verosímiles, porque constituyen arquetipos o estratos arquetípicos de la naturaleza humana, apresada en modos de presentarse en el Madrid de la postguerra. Esta afirmación ha de parecer a muchos evidente por cuanto en La colmena, los “estratos arquetípicos” –las figuras de conducta– que contemplamos son desagradables, oscuros, truculentos. La colmena, aun en sus partes más tibias y simpáticas –como, por ejemplo, el entrañable matrimonio de don Roberto y Filo– es una novela sombría, acaso porque han sido cegados los focos de la vida interior, quizá de esa vida interior cuyos focos pueden ser cegados: la de don Roberto, cuyas preocupaciones íntimas consisten en cambiarse las llaves del pantalón, y sus ilusiones en hacer un regalo a Filo, en su santo, y su secreto en celebrar cariñosamente ese símbolo tomándose un vermú, si le sobrara algo del adelanto que le dio su jefe. La intuición de Cela para aprehender estos tipos de conducta desoladoramente vulgares y para demostrarnos, por medio de ejemplos, que ellos son formas típicas de espiritualidad urbana, estratos que irremisiblemente –no sólo en algunas clases ínfimas– operan en todo aquel que inserta en la vida burguesa sus movimientos, aunque por un error de perspectiva saque para él la impresión de una rosada o íntima personalidad, creo que es extraordinaria y tangente con la genialidad. Pero justamente este semblante duro, sombrío de La colmena es el que se interpreta como el rasgo unilateral, inverosímilmente unilateral, de nuestra novela: porque constituye, a lo sumo, una acotación arbitraria de alguna zona sociológica; representa un corte artificial y abstracto de la vida cotidiana a cuyo través intentáramos formular las realidades humanas que en ella se agitan. Sin embargo, la vulgaridad y frivolidad de la objeción “la vida no es sólo eso” es, en verdad, irritante.

Merece la pena detenemos un momento en esta característica de La colmena. Porque se verifica que no sólo Cela en La colmena, sino los más grandes novelistas, desde la picaresca española hasta nuestros días, se han complacido en subrayar las tonalidades que podríamos llamar “sombrías” del alma humana. Con razón advierte el maestro Ortega: “La novela moderna, desde Balzac, gran deudor, es la vida nerviosa y enferma de la falta de dinero, de la falta de voluntad, de la falta de belleza, de la falta de sanidad corporal o de la falta de esos otros aditamentos morales, como el honor o el buen sentido. Es la literatura de los defectos”. (La sonata de estío de Don Ramón del Valle Inclán. O.C., I, página 21.)

¿Por qué esto? ¿Por qué este amargo defecto de vida interior? ¿Por qué estas luces que parecen tan íntimas se resuelven en la más desoladora, sombría, incluso truculenta vulgaridad?

La primera teoría que ocurre es que la realidad misma fuera, en su esencia, sombría y truculenta: el proceder de la novela “realista” se fundaba entonces en la propia realidad. Es esta una teoría que podríamos denominar “ontológica” de la truculencia novelística. Para demostrar que ella no es cierta, bastaría aducir la verosimilitud de las novelas de los Goncourt, o la de la novela rosa, desacreditada generalmente, sin embargo, como novela, seguramente porque en ella el interés cognoscitivo está suplantado por la impudente complacencia del apetito.

Si, pues, la teoría ontológica no nos procura una explicación satisfactoria, será preciso recurrir a otra teoría no ontológica, a saber, epistemológica de la novela realista, que, por sí misma, ni incluye ni excluye, por lo demás, la teoría ontológica. La “teoría epistemológica” se atiene al modo de abstracción que necesariamente ha de acompañar a la construcción novelesca, en tanto que es un conocimiento. Este modo de abstracción en que fundo la teoría epistemológica puede considerarse, desde luego, como un fundamento subjetivo de la novela “realista”; pero sería superficial y frívolo entender este subjetivismo en un sentido puramente psicológico, como suele hacerse por quienes alegremente, y malévolamente, cargan las amargas enseñanzas de la novela a cuenta de un amargo y resentido temple del novelista. El “humor melancólico” puede favorecer, incluso ser la conditio sine qua non para el modo de abstracción a que es tan propenso el conocimiento novelesco, pero no se confunde con él ni, menos aún, lo degrada.

Las dos hipótesis sobre las que baso la “teoría epistemológica” de la novela realista son las siguientes:

1.ª El autor y el lector de novelas –que componen una unidad estructural gnoseológica del tipo maestro-discípulo– han de ocupar, desde luego, una altitud o nivel espiritual e intelectual determinados, desde el que se disponen a la tarea cognoscitiva. Pero este nivel o altitud no es una cantidad despreciable que pueda pasar por alto el que quiera explicarse cumplidamente las cosas. Porque el conocimiento científico es, antes que nada, un conocimiento, que es actividad de un sujeto; y así, en sus resultados, no solamente habrá que recoger los vestigios de las estructuras objetivas, sino también los del sujeto que a ellas pretende identificarse en la fusión cognoscitiva.

2.ª Pero ¿cuál es concretamente, en nuestro caso, este nivel, esta altitud? Postulo que la situación normal del hombre civilizado. Pero entre los atributos de esta situación normal, canónica, que aquí interesan, incluyo lo que pudiera llamarse “actitud simpática”, relativamente y menudamente optimista, actitud desde la cual el hombre es apetito de acción sobre los otros hombres, proyectista desde el interior, por lo menos aparente, de un yo, y modelado, encauzado por todas las ideas, convicciones, instintos que por no cotidianos, y hasta cierto punto banales y prosaicos, son menos entrañables, necesarios y operantes. Actitud que ha descrito filosóficamente Heidegger al hablar de la caída (Verfallen) del hombre en el man, pero en tanto que esta caída no es un accidente, sino una constante familiar de la naturaleza humana.

Este ambiente mental, este temple intelectual es el punto de vista desde el cual, al menos con mayor probabilidad, se dispone el hombre a conocer la realidad de sí mismo. Entonces deberá contarse con él, del mismo modo que el físico que quiera conocer la realidad geométrica del “mundo exterior” debe contar con la estructura euclidiana del aparato visual.

Y así es como comprendemos inmediatamente la propensión casi irresistible hacia los estratos que contrastan con este ambiente desde el cual se conoce novelescamente. Estratos, capas, que lo son, por supuesto, no ya de una determinada clase social, sino de toda el alma humana, posibilidades de ella, que acaso permanecen en la penumbra en ciertos grupos sociológicos pero brillan con toda su pureza en otros. La técnica de la truculencia y de la dureza en la novela no sería de naturaleza distinta a la técnica del teñido en histología. Así como si un tejido, o una célula, presentase al ojo del biólogo la misma luz que la de la lente con la que se investiga se desvanecerían en sí mismo en una incolora presencia, así también el alma humana, iluminada con la rosada luz que se derrama desde el nivel normal de quien novela y estudia, se desvanecería en una incolora trivialidad, en una insulsa e inexpresiva evidencia. Tiñendo la conducta humana en tonalidades fuertes y oscuras, se nos revelan intensamente sus misteriosos, zafios, amables, desoladores o nobilísimos relieves.

b) El segundo recurso que en La colmena impone la verosimilitud es la estructura cerrada que tejen las relaciones establecidas entre sus elementos, entre sus personajes. Suele afirmarse que La colmena es una obra invertebrada; que carece de estructura en su objeto y que se resuelve en un mosaico de desordenados documentos. Estas características, que para los barojianos constituirían alabanzas, son esgrimidas, sin embargo, como un reproche. Pero se basa éste en una ignorantia elenchi, porque La colmena se ajusta a una rigurosa estructura, su mundo es un acordado sistema de relaciones que se interfieren y encajan recíprocamente, como demostraría plenamente la representación geométrica del mismo. Si Seoane encontró el billete de veinticinco pesetas es porque, como se nos dice unas páginas después, Martín Marco lo había perdido unas horas antes.

Ahora bien: esta estructura, artificiosamente construida, y precisamente por ello –como es artificiosa la red de meridianos y paralelos que hacen inteligible nuestro globo– remeda la misma naturaleza de la vida sociológica, en cuanto recoge la idea de fortuita fatalidad que concedemos ordinariamente a los acontecimientos que en ella se consuman.

c) Por último, el más obvio acceso a lo verosímil que en La colmena podemos encontrar es el lenguaje, en donde el talento de Cela alcanza los mejores y más insospechados resultados. Los nombres de los personajes no son meros símbolos convencionales, simples signos algebraicos impuestos a ellos para entendernos durante la lectura: sino que se adaptan a sus objetos con la relación de naturalidad que les proporciona el uso inveterado (doña Rosa; Cojoncio; el señor Suárez, alias “la Fotógrafa”). Las palabras no se “usan”, sino que, sobre todo, se “nombran”. El argot recogido por Cela convierte a La colmena en uno de los más valiosos documentos para el estudio del lenguaje coloquial y del ánimo que en él se expresa.

§ 6.

Corresponde ahora pasar a la aplicación de nuestro tercer argumento a La colmena –es decir, a la vocación científica de su autor–. Ello es fácil, pues los que conocen a Camilo José Cela saben que su actitud es la del científico, es decir, la del hombre cuya facultad subordinante es el entendimiento, y cuyo oficio es conocer y obrar de acuerdo a lo que se ha conocido. Este oficio no es incompatible con saber escribir bien y, sobre todo, con escribir bien de hecho, como suele creerse.

Cela no es un imaginativo o un sensitivo: es un investigador, un buceador del alma humana –un gran explorador de truculencias, lo ha llamado Ortega–. Su instinto especulativo le ha conducido, por ejemplo, a publicar a sus expensas un elegante tomo con artículos de Planck, Schrödinger y Heisenberg; él mismo posee amplios conocimientos de física, sociología, biología, que ha adquirido en la disciplina universitaria. Y él mismo, lejos de rechazar, por trasnochada, la teoría de la novela como género científico, la acepta y proclama gustoso y sin asombro, porque se sabe perfectamente consciente de su misión. “Mi novela La colmena, primer libro de la serie ‘Caminos inciertos’, no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad.” ¿Acaso puede llamarse a esta declaración de otra forma que con el nombre de profesión de vocación y conducta científica?

§ 7.

Finalmente, por lo que se refiere a la aplicación del último argumento –del cuarto–, que debe aquí verificarse en la forma de una comparación entre La colmena y otras obras novelescas ordinariamente reconocidas como canónicas, he de confesar que no me considero suficientemente preparado para desarrollarlo. Pero ¿acaso en la república de los Faulkner, los Joyce, los Huxley, no es Camilo José Cela un primus inter pares? Los que así lo creemos, deseamos que se modere todo juicio apasionado o sectario, que se penetre en la cosa misma, y que brille la justicia

Gustavo Bueno Martínez

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{1} Para aclarar estos conceptos, a los que no están familiarizados con las distinciones filosóficas, propondré algunos ejemplos. Un proceso efectivamente acaecido en un lugar y tiempo determinados –v. gr. el Congreso de Viena– es un ente real. Un proceso idealmente previsto, eminentemente de acuerdo con la ideal trayectoria moral aceptada como propia de la conducta humana, es un ser ideal; una norma que, en su plenitud, jamás puede cumplirse por el hombre, ente concreto, en tanto que esa norma es abstracta. Pero entre lo real y lo ideal –en el sentido que precede– media lo meramente posible, lo que, aun cuando nunca haya existido, puede existir plenamente, ya que es pensado en su concreteza y no como algo normativo de suyo: por ejemplo, una asamblea que determinados jefes políticos celebrasen en el siglo por venir.

La clasificación de las obras literarias en alguna de estas categorías puede ofrecer a veces dificultades; la novela alegórica, que opera con hipóstasis tales como la soberbia, o la avaricia, pudiera aparecer inverosímil, o al menos ideal, pues nunca debemos temer el tropezar con semejantes hipóstasis; pero ellas pueden interpretarse como artificios de la abstracción, comunes a otros géneros científicos, que también constantemente “sustantifican” a entes puramente abstractos, como “masa” o “círculo”. El mismo sentido puede otorgarse a muchos personajes de las novelas de caballerías. Como reducidos al “género moral” deben considerarse, en cambio, los escritos políticos doctrinarios, utópicos, arbitristas. Sucede a veces que lo ideal necesita ser ilustrado, puesto como verosímil, por medio de recursos literarios que se aproximan a la novela: novelas de tesis, morales, edificantes, ejemplares. Otras veces es lo real lo que necesita de la prueba de verosimilitud: en este clima brota, por ejemplo, la biografía o la “historia novelada”, cuyo interés cognoscitivo es a veces inmenso, en tanto que logra conferir a las nudas noticias históricas una luz vivificante, desde la que se nos aparecen en toda su intuitiva realidad. Profundamente intuyó Galdós que la novela era la “tercera dimensión de la historia”.



[ Publicado en Clavileño, Revista de la Asociación Internacional de Hispanismo, Madrid, septiembre-octubre 1952, nº 17, páginas 53-58. Se sigue el texto publicado en esa revista, salvando las erratas corregidas por el autor en su ejemplar. Erratas que están presentes, sin embargo, en la edición realizada por El Basilisco en 1989, nº 2, páginas 89-97. ]