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Ponencia defendida por Gustavo Bueno en los Coloquios Agustinianos, celebrados en Zaragoza en octubre de 1954

Sexta sesión

Dr. Gustavo Bueno Martínez

Lectura lógica de la “Ciudad de Dios”

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Gustavo Bueno
Lectura lógica de la “Ciudad de Dios”
 

Planteamiento del problema

Si fuera cierto, como dice Huxley en Un mundo feliz, que sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones hacen una verdad, seguramente habría alcanzado ya la categoría de un axioma la tesis de que La Ciudad de Dios constituye la fundación de la Filosofía de la Historia.

Pero muchas veces que se repita un error, éste no se transforma en verdad, aunque sí en su apariencia; por lo cual, recíprocamente, por mucha apariencia de verdad que alcance una proposición, siempre será legítimo proceder al examen de sus títulos, para establecer su justo alcance.

¿Por qué y hasta qué límite, la “Ciudad de Dios” constituye la fundación de la Filosofía de la Historia? La razón que buscamos ha de encontrarse necesariamente en la comparación entre la “Ciudad de Dios” agustiniana y el Sistema de Filosofía de la Historia que se toma como verdadero punto de referencia. Si entre la “Ciudad de Dios” y el sistema-patrón se encuentran coincidencias sustanciales, ausentes en otras obras precedentes a la “Ciudad de Dios”, entonces y sólo entonces la tesis de que la gran obra agustiniana constituye la fundación de la filosofía de la historia estará justificada.

En vano intentaremos esquivar este sistema-patrón por temor a un apriorismo. Sin este sistema-patrón, todo lo que se diga acerca de la “Ciudad de Dios” carece de sentido filosófico. Es cierto que el sistema patrón puede ser vivido en grados diversos de precisión y claridad; incluso puede ser muy indeterminado. Pero necesariamente, si la expresión de “Filosofía de la Historia” tiene algún sentido, y puede ser utilizada en la conversación, ha de designar un mínimo corpus doctrinal y, sólo entonces, podrá también designar un mínimo repertorio de problemas y métodos. Todo problema supone alguna ciencia por vaga e inconcreta que ésta sea. Prudens quaestio dimidium est scientia.

Me ha parecido conveniente, en consecuencia, aceptar resueltamente este apriorismo que dirige toda lectura de la “Ciudad de Dios” en cuanto origen de la Filosofía de la Historia. Este apriorismo no lleva aparejada una infidelidad, siempre que se esté dispuesto a reconocer las partes en que el autor se separa de nosotros mismos, es decir, del sistema adoptado como verdadero punto de referencia. Fidelidad, en el sentido de neutralidad, es un lema vacío, un puro sinsentido. Entender a un autor es, no tanto averiguar el acuerdo del mismo con sus propios principios cuanto con los nuestros (es decir, con los que consideramos verdaderos). Podría suceder que no tuviésemos principios: en este caso sólo podríamos decir que no podíamos decir nada.

Las consideraciones precedentes nos imponen el orden a seguir en el examen de la “Ciudad de Dios” como fundación de la Filosofía de la Historia:

1.º Exposición de un sistema-patrón de Filosofía de la Historia. El principal inconveniente práctico que en esta tarea me sale al paso es que hace sólo unos meses he encontrado un sistema lógico de Filosofía de la Historia que tengo por verdadero; y, por consiguiente, no puedo pasar a exponer a San Agustín sin antes exponerme a mí mismo. Esto puede redundar en mi perjuicio, pues podría interpretarse mi método como signo de insoportable vanidad; como si lo que yo pretendiese fuera simplemente contrastar mis opiniones privadas sobre la Historia con las del santo obispo de Hipona. Pero yo no me atrevería a recrearme ante ustedes con los reflejos de estas ideas privadas mías, sobre la “Ciudad de Dios”, si no resultaran de esos reflejos ciertos problemas y aun conclusiones de interés internamente agustinianos, y que, aunque han sido descubiertos por el método lógico, pueden, sin embargo, ser discutidas y tratadas desde otros puntos de vista comunes a todos.

2.º Lectura lógica de la “Ciudad de Dios”, es decir, interpretación de las ideas agustinianas a la luz de la Teoría lógica de la Historia.

Anticiparé el resultado global de esta “lectura”: sólo de un modo muy vago puede considerarse a la “Ciudad de Dios” como una Filosofía de la Historia. En las ideas agustinianas encontramos ciertamente verificadas algunas relaciones lógicas constitutivas del concepto de Historia. Podría decírsenos, es verdad, con Goethe: “Una vez hecha la cruz, fácilmente se encuentra un cuerpo vivo que clavar en ella”.{1} Pero, he de confesar, y con esto creo acatar la fidelidad debida a una doctrina históricamente dada, que muchas veces no me ha sido tan fácil clavar las vivientes ideas agustinianas en la cruz lógica de la Teoría formal de la Historia. En nombre de la fidelidad, he estado dispuesto a reconocerlo en todo momento. Pero en nombre de la consecuencia conmigo mismo, he tenido también que concluir que la “Ciudad de Dios” sólo es el origen de una definición filosófica de la Historia, pero no un cuerpo de doctrina que propiamente pueda recibir el dictado de ser una Filosofía de la Historia.

Primera parte
La teoría lógica de la Historia

La Teoría lógica de la Historia, tal como aparecerá publicada muy en breve (espero), es una teoría complicada: imposible, por tanto, de ser desarrollada en este lugar. Aquí sólo me queda exponer los resultados en un thesarium de conclusiones acerca de la interpretación lógica de la Historia. Estas conclusiones, ciertamente, si se miden por su contenido intrínseco y por su matiz diríamos “innovador” o revolucionario, son muy pobres. Desde este punto de vista, podría hacérseme el mismo reproche que Aristón de Chios hacía a los lógicos de su tiempo, cuando les comparaba a los comedores de cangrejos: que, por un puñado de pulpa, amontonaban enormes cantidades de cáscaras.

La pulpa que yo he sacado por medio de la doctrina lógica de la Historia –si convenimos en llamar así a sus resultados– es muy escasa; mis resultados son muy pobres. Todo su orgullo reside, como el de ciertos aristócratas, en su procedencia, en su alcurnia lógica: es a saber, el haber sido obtenidos, creo yo, a partir de conceptos lógicos. Por consiguiente, aunque algunas de mis tesis puedan expresarse en los vulgares términos siguientes: “El pasado y el futuro forman parte del presente”, la novedad que reclaman es: que han sido deducidas de conceptos lógicos y dejan de ser meramente empíricas; y, por tanto, tienen la pretensión de ser científicas, en tanto que la Ciencia es de las conclusiones.

En esta asamblea ofreceré, sin embargo, en estilo directo, las conclusiones lógicas: sin el aparato de sus ejecutorias. Esto redundaría peligrosamente en perjuicio de aquéllas, si la cortesía de los asambleístas no compensase, con su crédito en mis palabras, la ausencia de razones, que las circunstancias del momento justifican.

 
La categoría lógica: “estructura porfiriana metafinita”

Para construir una teoría lógica de la Historia, he comenzado por introducir un concepto formal de Hombre. Estoy persuadido de que la idea Hombre es una idea que guarda más afinidad con ideas formales, como Género y Especie, que con ideas materiales del estilo de vertebrado o espíritu. He construido un algoritmo lógico, el de campo metafinito porfiriano, que corresponde puntualmente al concepto de hombre y, eminentemente, al concepto de Historia.

Parto del concepto de campo finito porfiriano, que no es otra cosa sino la situación bien conocida en la cual los objetos se agrupan en los géneros y las especies cuyas notas esenciales son unívocamente repetidas por los individuos. En un campo finito porfiriano, reina el axioma de desigualdad: el Todo es mayor que la parte. En su virtud, cada individuo es una parcialidad o determinación de la especie íntegra: ésta no se agota en él; antes bien, cuanto más inteligente es la especie, tanto más estúpido aparece el individuo instintivo. Aquí, vale el axioma: omnis determinatio est negatio. Un campo finito porfiriano nos ofrece un conjunto de individuos que pueden constituirse en una clase; que, ante todo, repiten una connotación y de un modo distributivo. Pero también puede esa clase considerarse como un conjunto de elementos que, una vez dados, pueden ser vistos diferencialmente, en cuanto fuentes de donde brotan sistemas de relaciones, construidas sobre la clase isológicamente considerada. Entonces digo que el campo se afronta nematológicamente. En las abejas, por ejemplo, la corporeidad es un atributo isológico; la sociabilidad es nematológico.

Creo que uno de los más graves errores de la Filosofía clásica es haber concebido al hombre, desde un punto de vista lógico, como una estructura porfiriana semejante a cualquier otra especie animal. Es cierto que el Historicismo –si traducimos sus enseñanzas al lenguaje de la Lógica– ha negado que el concepto de hombre sea unívoco: le ha negado la “naturaleza”. Pero con esto, ha recaído en un nominalismo, para el cual la idea de hombre es, en el fondo, un término equívoco. En este sentido el nominalismo, antes que una solución, es la negación de toda solución: no puede exagerarse hasta tal punto la diversidad entre las personas que llegue a hacerse inconcebible todo contacto o semejanza profunda entre ellas.

Si la especie hombre no puede reducirse a la condición de un concepto unívoco –aunque lo es, para un cierto nivel– ni menos equívoco, se hace precisa una categoría lógica intermedia que explique la unidad de las personas en la Humanidad. Rechazo las dos categorías que la Filosofía tradicional podría ofrecernos en este asunto: los conceptos analógicos y los paragenéricos. Entre las personas no media únicamente una analogía ni una univocación paragenérica (analogia inaequalitatis, como la llamó Cayetano){2} por la razón de que estas unificaciones son distributivas e isológicas; por tanto, infecundas para afrontar la riqueza, nematológicamente accesible, de la Humanidad.

He llegado, finalmente, a la conclusión de que la unidad de las personas en la Humanidad, sólo puede ser explicada, si no quieren olvidarse toscamente sus matices peculiares, por medio de una categoría lógica también peculiar, que llamo “unidad porfiriana metafinita”.

Tras una serie de consideraciones lógicas, creo haber demostrado –hasta donde cabe demostración en este terreno– que las estructuras porfirianas finitas (i. e., que cumplen el axioma de desigualdad) constituyen en rigor fases de un proceso dialéctico que culmina, como en su límite, en una estructura porfiriana metafinita, definida porque ya no se somete al axioma de desigualdad, sino a este otro: “el todo es idéntico a las partes”. En consecuencia, el principio omnis determinatio est negatio deja de tener validez. El concepto de estructura porfiriana metafinita es un concepto límite, es decir, que carece de sentido fuera del contexto “límite al que tienden las unificaciones porfirianas finitas”. Las estructuras porfirianas metafinitas sólo pueden concebirse a partir de una estructura finita, es decir, desde un conjunto de objetos univocados en un género o en una especie, que pueden considerarse como fases de un proceso general de unificación cuyo límite es la unidad metafinita porfiriana. Este límite puede ser definido rigurosísimamente por medio de estas tres leyes, que son una explanación del axioma de no desigualdad y que constituyen el algoritmo metafinito porfiriano:

1.º Cada parte tiende a conmensurarse o identificarse con todas las demás, es decir, con toda la extensión lógica, bien sea de un modo negativo (buscando la forma de las clases unitarias, de un solo elemento), bien sea de un modo positivo (buscando la identificación con todas las demás).

2.º Cada nota o complejo de notas individuales tienden a insertarse en la connotación universal.

3.º La connotación universal tiende a hacerse presente íntegramente en cada parte.

 
Definición del hombre por medio de la estructura metafinita porfiriana

Defino al hombre como modelo único de las estructuras metafinitas porfirianas. Sólo el hombre verifica esta categoría unificadora. No tiene esta afirmación el sentido de que entre el concepto de “estructura metafinita porfiriana” y el concepto de “hombre” exista una equivalencia o identidad absoluta o simétrica; existe la identidad propia entre un todo lógico y su parte única, es decir, una identidad picnológica. El concepto de hombre incrementa notablemente el concepto de estructura metafinita porfiriana y, en consecuencia, hace fecundo el concepto lógico, llenándolo de contenidos ontológicos y antropológicos. Pero la luz que nos guía en esta esfera antropológica alcanzada, sigue siendo una luz lógica, como se demuestra a partir del análisis de la actividad picnológica del espíritu.{2 bis}

La unificación metafinita de los individuos de la especie humana, es decir, de las personas, está posibilitada en la actividad espiritual que determina el conocimiento o identificación recíproca de las personas, sin perderse ninguno de los términos identificados. Pero en el conocimiento o comprensión mutuas, las personas no se identifican en su entidad fisiológica o psicológica, sino que siguen siendo, en estos aspectos, numéricamente diversas. Aquello en lo que se identifican las personas espiritualmente es la cultura objetiva, entendiendo por cultura objetiva, en el más amplio sentido, todo contenido ideal que el hombre ha hecho, actual o virtualmente, para comunicar con otras personas, identificándose con ellas.

La vivencia constitutiva de la persona –en cuanto sujeto de la Historia– es la aprehensión de cualquier objeto como cultura y, por tanto, como mensaje de otras personas. El propio mundo natural –el Umwelt– llega a ser un mundo humano cuando es vivido como mensaje de Dios, es decir, de la Persona o Personas omnipotentes.

Esta doctrina de la cultura da lugar a una teoría de las categorías del ser personal –en cuanto sujeto de la Historia– que son otras tantas categorías de la unificación metafinita, constituyéndose según ellas lo que llamo “Comuniones” y “Sociedades”.

La articulación metafinita de las personas absolutas entre sí y en la sociedad es la única categoría que permite prever el tránsito interno de la teoría de la persona individual a la teoría de la sociedad de las personas absolutas, especialmente a la Filosofía de la Historia.

La estructuración metafinita de la Humanidad, según la cual la unidad de las personas en el todo no resulta de una naturaleza común o de un sistema de relaciones asociativas, o de un espíritu unificador suprapersonal, sino de identidad o presencia de cada persona en todas las demás, es una estructuración utópica, un concepto límite, pero sin la ayuda del cual son inconcebibles las relaciones entre las Personas humanas entre sí y con la Sociedad de personas.

 
El concepto de Historia como concepto lógico

La estructura metafinita porfiriana es un concepto límite, pero no un concepto distributivo que se aplique isológicamente a las personas humanas. La aplicación o identificación de la estructuración metafinita a las personas concretas es dialéctica, es decir, no es lógica, puesto que, por definición, suponemos que el campo finito porfiriano, que es la humanidad contemplada a cierto nivel, tiende al campo metafinito gracias al cual es específicamente concebible. Resulta, en consecuencia, que la Humanidad, por respecto a la categoría metafinita, es un concepto-límite. La relación lógica entre la especie humana y su límite metafinito porfiriano constituye el concepto de Historia. El concepto de Historia puede, en consecuencia, considerarse compuesto de estos dos ingredientes:

a) Uno genérico: la Historia es el desarrollo de una especie porfiriana hacia un límite que supera las categorías lógicas vigentes en el mundo puramente zoológico.

b) Otro específico: el límite al que tiende el desarrollo histórico es una estructura metafinita.

El progreso o desarrollo de la especie humana hacia su límite metafinito, que constituye el argumento mismo de la Historia, tiene lugar según las tres leyes metafinitas:

1.º Según la primera, cada individuo o persona tiende a conmensurarse con todas las demás; el límite puede ser alcanzado tanto de un modo negativo como de un modo positivo. Tanto la guerra como la paz tienen sentido histórico.

2.º La segunda ley metafinita establece que cada nota o complejo de notas individuales, tiende a ser incorporada en la connotación universal. Esto puede expresarse diciendo que, en la Historia, se desarrolla una comprensión por medio de la extensión. La Historia es este mismo desarrollo. Ahora bien: como en el metafinito se conservan todas las relaciones de los campos finitistas, resultará que la relación entre el individuo y la especie, que es de contingencia, se conservará también. Por consiguiente, es siempre contingente que cada individuo aporte notas a la connotación general. Si todos los individuos repitieran las mismas notas, no se cumpliría la segunda ley del metafinito, pues cada individuo (por la ley de tautología del producto lógico) quedaría absorbido por los antecesores. Luego para que se cumpla la segunda ley metafinita es necesario el cambio, la aportación de nuevas notas, lo que constituye un movimiento cultural en el cual consiste totalmente la Historia (no en un movimiento cósmico o reiterativo, o en una duración ontológica existencial). Además, es necesario que esas notas aportadas por los individuos, al pasar al límite, dejen de ser meramente accidentales y pasen a integrarse en la esencia del hombre: sólo entonces son históricas. Esto significa que el sentido histórico consiste en remontar la consideración de las vicisitudes humanas como meras costumbres o accidentes, sobreañadidos a una naturaleza hecha, para interpretarlas como internos movimientos de una naturaleza que sólo existe encarnada en sus individuos. Al propio tiempo, la contingencia del individuo en la especie finita porfiriana que, si bien transfigurada se conserva en el límite metafinito, explica la facticidad del movimiento histórico mismo, en cuanto derivado de la acción libre y gratuita del héroe, entendiendo por tal, conforme al sentido hegeliano, aquella persona que no encontrando su justificación en el estado existente tiene que inventar el futuro.{3}

3.º La tercera ley metafinita obliga a considerar a la especie íntegra operando en cada individuo histórico. Comoquiera que –por ser éste un concepto dialéctico– debiera incluir la contingencia inserta en los individuos porfirianos por respecto a la especie, la tercera ley recoge bien el carácter fortuito-necesario característico de los hechos históricos. A esta condición de los hechos históricos la llamo fatum de la especie en el individuo.

El sistema de conceptos y categorías históricas que fluyen de estos principios, combinados con la teoría de las categorías del ser personal, es abundantísimo, pero no es necesario desarrollarlo en este lugar. Para analizar la obra de San Agustín desde la teoría lógica de la Historia es suficiente lo que he expuesto. Tan sólo creo conveniente insistir en la naturaleza dialéctica de todo el proceso histórico y en la estructura metafinita como concepto límite. Aplicada esta estructura a la realidad humana sufre las “fracturas ontológicas” constitutivas esenciales, derivadas de la imposibilidad de una identificación mutua entre las personas, por medio de la cultura:

a) O bien porque nosotros no podemos esencialmente hacernos presentes en las otras personas;

b) O bien porque las otras personas no pueden esencialmente hacerse presentes en nosotros.

El concepto de “clase de las personas en las cuales no podemos hacernos presentes”, constituye una excelente definición del pasado histórico. El concepto de “clase de personas que no pueden hacerse presentes en nosotros”, sirve para definir el futuro. Pasado y Futuro, son dos fracturas ontológicas de la unidad metafinita porfiriana; pero sólo fracturas, y no ausencia de identidad, ya que el pasado está de algún modo presente en nosotros y nosotros en el futuro. Sólo el presente cumple las condiciones de simetría de la identificación metafinita plena, y es así el lugar de la vida humana plena y real.

La Filosofía de la Historia, sin embargo, tiene siempre que procurar reducir, en lo posible, las fracturas ontológicas, mostrando cómo el presente actúa en el pasado, y cómo el futuro actúa y toma presencia en el presente. Pero, en tanto que Filosofía, no puede extralimitarse para conseguir éste y otros intentos, de las lindes estrictamente naturales. Para la Filosofía de la Historia, la Humanidad es solamente esta Humanidad que pasa por la tierra y queda en la tierra. La vida ulterior del individuo y de la especie, queda sistemáticamente eliminada del objeto formal de la Filosofía de la Historia. Es muy posible que, en este trecho del desarrollo de la Humanidad, sea imposible construir cumplidamente la unidad metafinita de la Humanidad; pero también es cierto que una construcción de esa unidad “fuera de la tierra” no podría ser llamada una construcción filosófica, sino sólo una construcción teológica. En un topos uranos las fracturas ontológicas de la estructura metafinita, desaparecen: pero por eso mismo, desaparece también la Historia, que es un desarrollo y no un ergon, que incluye estas fracturas y consiste justamente en tratar de rectificarlas.

En conclusión: El desarrollo dialéctico de la especie porfiriana (zoológica) humana hacia su límite metafinito, que constituye la esencia misma de la Historia, sólo es concebible en la vida terrena de la Persona y de la Sociedad, es decir, en el momento en el cual, la especie porfiriana tiende a su límite sin haberlo alcanzado todavía.

 
Segunda parte
Lectura lógica de la “Ciudad de Dios”

Sería ridículo pretender encontrar en los escritos agustinianos la traza formal de una teoría lógica de la Historia. Pero no lo es tanto sospechar si en los nombres y proposiciones históricas agustinianas, no van envueltas las relaciones lógicas que, de un modo virtual, tejen la médula filosófica del pensamiento de San Agustín. La teoría lógica de la Historia no puede llegar a construir a priori el nombre de Caín, fundador de la primera aldea; pero sí puede demostrar que el nombre de Caín, en cuanto fratricida, como Rómulo, y como Rómulo fundador de ciudades, desempeña rigurosos papeles lógicos, inteligibles por medio de la primera ley metafinita; esta ley presta dignidad filosófica al nombre de Caín, elevando la anécdota a concepto; por último, la intuición de este concepto, habrá sido, ni más ni menos, la que movió a San Agustín a seleccionar esa anécdota, entre otras, en cuanto vehículo de una estructura, oscura pero certeramente presentida.

Procediendo de lo más general a lo más particular y determinado, comienzo diciendo que en la “Ciudad de Dios” agustiniana, se verifica puntualmente el concepto genérico de Historia, como desarrollo de una especie finita porfiriana (diríamos el Genus homo como especie zoológica) hacia un límite superior, y que, en un paso ulterior, definimos como estructura metafinita. Incluso debe decirse que la gran innovación de San Agustín en la “Ciudad de Dios” ha consistido en la consciente y deliberada destrucción del concepto univocista de Hombre, propio del helenismo pagano, para sustituirlo por un concepto originalísimo, inspirado en el neoplatonismo y, sobre todo, adecuado al pensamiento cristiano.

 
Ontología de la esencia hombre según San Agustín

En San Agustín, el hombre deja filosóficamente de ser una especie natural, una naturaleza única, idéntica a sí misma, una idea platónica, que se reitera invariable y monótonamente en los individuos (Platón, Aristóteles, Estoicos). Sabido es que, para San Agustín, las ideas son naturalezas eternas, eleáticas, como que son pensamientos divinos. Pero la idea de Hombre es tan peculiar que no puede concebirse como una naturaleza idéntica a sí misma, sino precisamente diversa de sí misma y, por tanto, múltiple en manifestaciones. En la idea de Hombre, se ha quebrado el ajuste o identidad de una esencia consigo misma. Pero si una esencia se separa de sí misma es porque se separa de Dios, fundamento de las esencias. La separación de Dios es el pecado. Por el pecado, la esencia del Hombre queda rota en mil pedazos, distintos entre sí: la esencia hombre deja de ser idéntica a sí misma, y se dispersa, rompiendo su contacto consigo misma. El resultado inmediato del pecado es la muerte.{4} Pues bien, la muerte abre las fracturas ontológicas más profundas en la unidad de la esencia humana. La muerte del espíritu aleja a los hombres del centro unificador, que es Dios; la muerte del cuerpo introduce el ritmo cronológico; Pasado - Presente - Futuro, en virtud del cual viene a ser imposible que cada hombre tome contacto con todos los demás, recluido y clausurado como está en su presente.

El alejamiento del hombre de sí mismo, la fractura de la esencia humana en partes distintas y aun opuestas, es una peculiaridad de la especie humana dentro de las especies zoológicas; una peculiaridad que fue vivamente acentuada por la concepción cristiana. En cuanto religión salvacionista, le es esencial al Cristianismo distinguir entre los hombres que se salvan y los Hombres que se condenan: diferencia internísima a la esencia humana, que San Agustín conoce vivamente proyectada en el ámbito sociológico, con ocasión del saco de Roma por Alarico. Tres años después del saco de Roma, es decir, en el 413, San Agustín ve ya que lo que hubo de aflicción y sangre, de robo y barbarie, procedía de un estrato de la esencia humana bien distinto al que dio origen a los actos de mansedumbre y benignidad, de paz y de perdón{5}. Estos dos niveles de la naturaleza humana guardan entre sí una distancia tan considerable, que ante su magnitud nada significa las distancias entre los señores y los esclavos, propias del paganismo grecorromano. Según la Buena Nueva, la esencia humana aparece fracturada en lo más íntimo, desigual a sí misma, y si no lo derriba, hace retemblar el principio de identidad. La esencia del hombre se nos aparece alejada de sí misma, es decir, de Dios, por el orgulloso amor de sí misma, pecando. El pecado es lo que separa a la esencia humana de sí misma al separarla de Dios. Ahora bien: ¿cómo es posible este movimiento de separación y qué alcance tiene? Conviene advertir que la separación misma es, hasta cierto punto, un privilegio del hombre, o mejor dicho, un resultado del privilegio que Dios concedió a la esencia humana: la libertad como tal resultado estaba previsto desde la eternidad por la ciencia divina{6}. Pero la separación de Dios no pudo redundar en la absoluta rotura de la esencia del hombre; esta absoluta rotura significaría la absoluta negación del principio de identidad y, por tanto, la destrucción completa de la razón y el entendimiento humano. Tal ha sido la interpretación que del pecado han dado los luteranos: el pecado habría tenido, como efecto propio, una debilitación intrínseca de la naturaleza humana. Esta interpretación del pecado, como es sabido, ha pretendido ser apoyada en textos agustinianos. Frente a ella, el catolicismo ha defendido la tesis de que el pecado, si bien separó al hombre de esta participación especial de la divina naturaleza, que es la Gracia{7}, no lo privó de su propia naturaleza; según Suárez, no sólo intrínseca, pero ni siquiera extrínsecamente quedaron disminuidas por el pecado las fuerzas naturales del hombre, aunque sí las sobrenaturales{8}. ¿Cuál es la posición de San Agustín? Sin duda ninguna que la posición católica: el pecado no privó al hombre de su naturaleza; la prueba es que en la tierra, y aun en la vida puramente pagana, el hombre está sujeto a una firme legalidad inmanente que apetece, como toda la naturaleza, el bien y la paz{9}. Ahora bien: Para San Agustín, la naturaleza humana está, desde siempre, dispuesta y ordenada a la Gracia; la naturaleza humana queda perfeccionada y transfigurada, pero conservada, por esa superior naturaleza o esencia que es la Gracia. De manera que, al pecar, aunque se pierde la Gracia y permanece la naturaleza, no por eso se pierde la disposición hacia la Gracia, aunque ésta proceda gratuitamente de Dios y, en ningún caso, del interno desarrollo de la naturaleza humana.

En conclusión: al perder la Gracia, aunque la naturaleza permanezca, en principio, incólume, sin embargo queda imperfecta, interminada; y así podríamos decir, en expresión de Pascal, que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre (La Religión de Jesús, § 9).

De las consideraciones precedentes, podemos obtener este resultado acerca de la ontología de la esencia humana según San Agustín: la esencia humana se caracteriza porque no cumple el principio de identidad del mismo modo que las demás esencias finitas. La esencia humana, lejos de reducirse a ser idéntica a sí misma, en su naturaleza, alcanza su máxima plenitud, más allá de su naturaleza, por la Gracia. Por esto puede dejar en cierto modo de ser idéntica a sí misma, sin perder su naturaleza, en el pecado.

 
¿Cuál es, en el pensamiento de San Agustín, el sujeto de la Historia?

La ontología agustiniana del Hombre establece que la esencia humana, por el pecado, está separada de sí misma, reducida al estado de naturaleza; conserva la disposición hacia sus estados plenos que sólo puede alcanzar por la Gracia.

Indiscutiblemente, el concepto de Historia, en cuanto desarrollo de una especie porfiriana hacia un límite superior, queda perfectamente ajustado, en la concepción agustiniana, entre el estado de naturaleza y el estado de Gracia. El primero desempeña el papel de la especie finita porfiriana; el segundo desempeña el papel del límite superior al que tiende esa especie. El desarrollo mismo es la Historia que, definida en terminología agustiniana, no puede ser otra cosa sino el movimiento de reconquista de la esencia humana a partir de su propia naturaleza.

Ahora bien: ¿Quién es realmente el ser que se mueve en este proceso de reconquista? ¿Cuál es, según San Agustín, el sujeto de la Historia?

San Agustín no ha contestado terminantemente a esta cuestión. En sus escritos podemos encontrar apoyo para diferentes soluciones acerca de quien sea el sujeto de la Historia. Sin embargo, creo que la definición lógica de la Historia, nos puede orientar para elegir la solución agustiniana que mejor verifica el concepto puro de Historia y, asimismo, para encontrar lugares agustinianos desde los cuales podamos refutar las restantes soluciones. El concepto lógico de Historia implica, en efecto, que el sujeto de la Historia es la especie porfiriana Hombre en cuanto tal, es decir, en cuanto naturaleza que vive en la tierra, pero que desarrolla un tipo de vida singular, orientada hacia un fin metabiológico. Pero, sin embargo, en San Agustín, hay textos que insinúan una ampliación o una restricción del concepto de Historia. Examinemos sus fundamentos.

Primera hipótesis.– La Historia sería el movimiento mismo de la Ciudad terrena hacia su rescate en la Ciudad celeste, en la Jerusalén inmortal. Sin embargo, esta definición es demasiado amplia. El sujeto de la Historia no sería sólo el hombre: la Ciudad terrena no sólo incluye a los hombres, sino también a los ángeles caídos.

Ahora bien: los ángeles, en la concepción agustiniana, no son el sujeto de la Historia. En efecto, los ángeles caídos, aunque son miembros de la Ciudad terrena, carecen del privilegio de poder “rescatarse”. Nada de apokatastasis panton. El hombre es la única naturaleza, que ni se limita a ser monótonamente idéntica a sí misma, como los leones o los dragones{10}, ni tampoco se niega eternamente a sí misma, como los ángeles caídos. El hombre es una naturaleza singular, a saber, un ser que, habiendo perdido parte de su esencia, le es dado volver a conquistarla, a través de los individuos, es decir, le es dado rescatar su comprensión o esencia a través de su extensión. Con ello el hombre es la única especie cuyo desarrollo constituye lo que, en frase aristotélica, podríamos llamar “regreso hacia sí mismo”. Fichte conoció de algún modo esta misma idea, afirmando que el camino que hace la humanidad “aquí abajo” no es más que un regresar al punto de partida en el cual se hallaba situado desde un principio{11}.

En conclusión: La Historia no puede definirse como un desarrollo de la Ciudad terrena hacia la Ciudad celeste, sino que hay que incluir en la definición al hombre.

Segunda hipótesis.– Como límite inferior tomaríamos al Hombre, en su estado de naturaleza, es decir, en cuanto ciudadano de Babilonia; como límite superior, tomaremos al hombre en cuanto que llega a ser ciudadano de Jerusalén, recuperada su esencia por el amor de Dios. La Historia sería el movimiento de la Humanidad desde la Ciudad terrena hacia la Ciudad de Dios{12}. Los actos de la Historia positiva sólo alcanzarán, según esto, un significado histórico, en la medida en que se ordenen el triunfo de la Iglesia.

Esta hipótesis toma propiamente como sujeto de la Historia, no a la Humanidad, sino solamente a aquella parte de la Humanidad que, del estado de naturaleza nuda, ha pasado a formar parte de la Iglesia militante. Por esta razón debe rechazarse la hipótesis segunda, debido a que, en ella, se niega la significación histórica a los hombres que no han llegado ni llegarán a formar parte de la Iglesia. Pero el mismo San Agustín, repetidas veces, ha enseñado, sin embargo, que la Ciudad terrena, en el nivel meramente terreno y natural, se mueve con sentido, buscando un límite superior, que es la Paz. Por consiguiente, su movimiento es histórico, en cuanto verifica el concepto genérico de la Historia{13}. Por tanto, también la Ciudad terrena en cuanto tal, se desarrolla según un plan histórico y providente. Es cierto que, teológicamente, este plan estará ordenado al triunfo de la Iglesia. Pero desde el punto de vista filosófico, en el cual estamos, nos basta constatar que la Ciudad terrena, en cuanto tal, se mueve por un fin en cierto modo inmanente, pero histórico; la consecución de un límite superior, cuya cualidad política es la Paz.

Tercera hipótesis.– Hay textos agustinianos que podrían inspirarnos la hipótesis de que el sujeto de la Historia es, al menos directamente, sólo la Humanidad perteneciente a la Ciudad celeste, en tanto que pasa como peregrina, por la Tierra. La Historia sería una peregrinación, y todo lo que no fuera peregrinación, romería, carecería de significación histórica. En efecto: solamente en el caso de la Ciudad celeste puede decirse que la Humanidad alcanza verdaderamente su fin y, por tanto, sólo entonces existe un auténtico movimiento histórico. La Ciudad celeste, a su paso por la tierra: tal es el argumento de la Historia verdadera. El viaje del arca de Noé, es el mejor símbolo del movimiento histórico{14}. La Ciudad terrestre alcanza valor histórico como fondo adverso sobre el cual se abre camino la nave de la Historia, que marcha, soplada por Dios –Spiritus ubi vult spirat– hacia las riberas eternas.

Esta hipótesis parece verificar plenamente el concepto lógico de Historia: según ella, toda la Humanidad es, directa o indirectamente, sujeto de la Historia; la humanidad camina hacia un fin superior y éste es efectivamente alcanzado. La Historia es, fundamentalmente, una lucha de estas dos ciudades, o mejor, el avance de la Ciudad de Dios, sobre un medio adverso.

Sin embargo, esta tercera hipótesis, que es indiscutiblemente agustiniana, carece de interés filosófico, por ser puramente teológica. La Filosofía de la Historia desconoce los datos de la Revelación, aunque no puede oponerse a ellos. Por consiguiente, no puede interpretar el sentido de la Historia como una peregrinación o romería en el más estricto sentido, sin confundirse con la Teología. El sentido filosófico de la Historia debe ser sorprendido en un nivel puramente natural, accesible a la razón humana.

Creo poder demostrar que San Agustín, paralelamente a su concepción teológica de la Historia, intuyó también, aunque oscuramente, una concepción filosófica de la misma, que constituye la materia de nuestra última y

Cuarta hipótesis.– El sujeto de la Historia, en cuanto objeto de la Filosofía de la Historia, es la Humanidad que se desarrolla en la tierra según un plan hasta cierto punto meramente natural. La Ciudad terrena y la Ciudad celeste son, desde el punto de vista filosófico, dos direcciones del movimiento natural, explicables por las mismas leyes metafinitas; así, el amor conduce tanto a la Ciudad terrestre como a la celeste. La Gracia no suprime a la naturaleza: sólo la perfecciona. Por consiguiente, es la naturaleza nuda de los hombres mortales (tanto de los que pertenecen a la Ciudad terrena como a los que pertenecen a la Ciudad de Dios) la que tiende de un modo interno hacia un límite superior, de acuerdo con leyes inexorables, comunes a ambas ciudades, a su paso por la tierra; por lo cual, la Ciudad de Dios, en tanto que peregrina por la tierra, debe adaptarse a la legalidad de la Ciudad terrestre{15}.

Es cierto que, sin el auxilio de la Gracia, todo cuanto la naturaleza humana pueda alcanzar es bien exiguo. La felicidad que logra la Ciudad terrena es miserable; sus logros son inestables{16} y sus virtudes son vicios{17}. Sin embargo, es en este modesto trecho de la tendencia natural humana, donde la Filosofía puede alcanzar las leyes históricas más profundas desde el punto de vista filosófico. Estas leyes no son propias de la Ciudad terrena, sino que son comunes a la Ciudad de Dios, en sus arrabales terrenales: podría decirse que son leyes humanas, de la Humanidad mortal, terrenal, no terrena, pero que puede serlo, como también puede ser, con el auxilio divino, miembro de la Ciudad de Dios.

“La Ciudad celestial o, por mejor decir, una parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive de la fe, también tiene necesidad de una Paz semejante; y mientras en la Ciudad terrena pasa como cautiva la vida de su peregrinación, como tiene ya la promesa de la redención y el don espiritual como prenda, no duda sujetarse a las leyes en la Ciudad terrena, con que se administran y gobiernan las cosas que son a propósito y acomodadas para sustentar esta vida mortal; porque así como es común a ambas la misma mortalidad, así en las cosas tocantes a ella se guarde la concordia entre ambas ciudades”{18}.

En conclusión: Si en la obra agustiniana existe una solución filosófica al problema del sujeto de la Historia, esta solución se encuentra en la zona de la naturaleza humana temporal común a la Ciudad terrena y a la Ciudad de Dios.

 
El concepto específico de la Historia en la “Ciudad de Dios”

El segundo paso importante de esta lectura lógica de la Ciudad de Dios, consiste en comprender que San Agustín no solamente fue guiado por el concepto genérico de la Historia formal, como regreso dialéctico de una especie porfiriana hacia sí misma, sino también, con mayor precisión, San Agustín tuvo un conocimiento suficiente de la estructura metafinita del límite de este proceso dialéctico. Esta afirmación, podrá acaso, en este momento, aparecer como resultado de un deseo de someter a toda costa a los propios esquemas el pensamiento viviente agustiniano. Pero creo que este pensamiento se deja someter fácilmente al esquema metafinito. Si logro probar esta tesis, la aplicación de la Teoría formal de la Historia a la Ciudad de Dios, dejará de ser una vaga y lejana metáfora, para convertirse en una seria interpretación de la filosofía de la Historia agustiniana.

Para preparar la demostración de esta tesis, haciéndola verosímil, conviene tener en cuenta que a San Agustín no le fue insólita la forma del pensar metafinito. Como he expuesto ampliamente en otro lugar, esta forma de pensar constituye una tendencia típica del entendimiento en su movimiento hacia la unificación de los fenómenos. Como forma mentis de naturaleza dialéctica, el pensamiento metafinito se opone al pensamiento lógico, que identifica por eliminación o abstracción de diferencias. Esto supuesto, fue pensamiento lógico el de los primeros jonios, y el de Parménides, que querían fundar la unidad del Universo sobre la base de un ἀρχή en el cual desaparecen todas las distinciones. El primer pensador que ampliamente se movió por los cauces dialécticos de las estructuras metafinitas fue Anaxágoras. La unidad de las cosas –dice este hombre genial– no se puede explicar por una identidad única, sino porque, tras admitir las distinciones, hay que añadir que cada una de ellas está en todas las demás: todas están presentes en todas; el todo se encuentra en cada parte, sin que éstas se confundan. La homeomeria es una estructura netamente metafinita.

Pues bien: San Agustín es una mentalidad vivamente inclinada hacia la ideación metafinita. Acaso esta inclinación tomó pábulo en ciertas ideas neoplatónicas. Plotino había hablado, en efecto, del σφαῖρα νοητή, es decir, de esa esfera celeste en la cual todas las ideas se mezclan las unas con las otras. Esta idea es decididamente metafinita{19}. San Agustín, en el De Trinitate recoge la idea de Plotino, enseñando que los atributos divinos están presentes los unos en los otros{20}. Plotino, asimismo, había sostenido la teoría de la presencia no circunscriptiva del alma: ésta se halla “toda en todas las partes”. Claramente vemos en esta expresión una forma metafinita: el todo (como en el infinito actual de Cantor) se hace idéntico a la parte. Si el alma requiere esta estructuración es por una razón notoria: al ser simple y no tener partes, no puede desparramarse: donde esté el alma, estará íntegra. Tal es la suprema unidad o cercanía de sí misma. Pero sabemos que el alma, que informa al cuerpo viviente, está en distintas partes del cuerpo: luego, aunque en sí misma no tiene partes, habrá que rectificar dialécticamente su simplicidad diciendo que está toda en cada parte{21}. San Agustín hizo suya esta gran idea plotiniana.

Ahora bien: ¿Cómo podría San Agustín haber menospreciado los recursos unificantes metafinitos al afrontar la cuestión del hombre? El hombre es imagen de Dios{22}, cuyas descripciones son metafinitas. La unidad de la humanidad, no puede fundarse en un principio que anule las diferencias individuales, lo que valdría tanto como aniquilar la personalidad y la intimidad. El autor de la Confesiones ¿cómo podría seguir esta vía? La unidad ideal y perfecta de la Humanidad sólo puede lograrse cuando se conserven todas las individualidades, y cuando éstas, lejos de significar una limitación de la esencia total, impliquen una posesión plena de la misma. Esto sólo puede acontecer cuando las perfecciones constitutivas de cada individualidad sean de algún modo participadas por todos los demás: de suerte que “todos estén en todos”. Este modo de formular metafinitamente las relaciones interpersonales, se le aparece a San Agustín especialmente claro en la situación sociológica de la comunidad de los bienes: los primitivos cristianos –dice en los Comentarios a los Salmos– hicieron comunes las cosas privadas. Con esta decisión, añade, lo que era suyo no lo perdieron; si lo poseyeran solos y cada uno tuviera lo que era suyo, cada uno tendría su sola heredad. Pero cuando uno hizo común lo que era propio, las cosas de los otros pasaron a ser de él, y, de este modo, lo del todo está en cada parte, íntegro, y lo de cada uno en todos los demás{23}.

Esta incipiente y, en cierto modo superficial aplicación de la ideación metafinita, se halla plenamente continuada y llevada a su último extremo en la exposición agustiniana de la Comunión de los Santos, término de la Ciudad de Dios y, por tanto, esencia misma del Hombre.

Reconoce San Agustín que, con este concepto, nos situamos ante un misterio{24}. Sin embargo, si algo podemos decir acerca del término y límite de la Historia, es esta expresión inconfundiblemente metafinita: En la Ciudad de Dios, Dios será todo en todos (1 Corintios, 15, 28){25}. En la Tierra es la identificación de todos los fieles en Cristo, que se consuma en la Eucaristía, lo que determina la unión mística de los cristianos en una unidad misteriosa y profunda. Dios es quien hace posible, en todo caso, la entrañable, recíproca y perfecta presencia metafinita de todos los hombres. Esta unión constituye formalmente la Paz de Dios que es la verdadera felicidad y fin de la Humanidad. “La paz de la Ciudad celestial es la ordenadísima y conformísima sociedad establecida para gozar de Dios y unos de otros de Dios”{26}. El fundamento de esta paz inmensa y feliz es Cristo, cuyos méritos se comunican a los hombres, y los méritos de los unos se comunican a los otros, en la unidad metafinita del Cuerpo místico que no es una unidad indiferenciada sino una misteriosa unidad profundísima, pero coordinada con la debida jerarquía{27}.

En conclusión: La concepción lógica de la Historia como desarrollo dialéctico de una especie porfiriana hacia un límite superior y, precisamente, de estructura metafinita, puede cómodamente traducirse al lenguaje agustiniano, precisamente en lugares y textos que desempeñan un puesto principal, y en modo alguno secundario, en el conjunto del edificio agustiniano.

 
El misterio histórico de la Encarnación

La segunda y tercera leyes metafinitas plantean la cuestión siguiente: ¿Qué relación media entre la parte contingente y el todo lógico en el cual se ha insertado, en el proceso metafinito, y recíprocamente? La relación existente es la característica del devenir histórico, que puede describirse como una contingencia que se hace necesaria, con un tipo singular de necesidad, la de la extensión que llega a ingresar en una connotación.

En la concepción agustiniana, el eje de la Historia –el tiempo– eje, en fórmula de Jaspers{28} es la Encarnación. Sólo gracias a que Dios ha descendido al hombre, puede éste recuperarse a sí mismo en Dios. Ahora bien: en cuanto hecho histórico la Encarnación plantea estos problemas típicos:

a) ¿Cómo un suceso que ha acontecido en un punto de la Historia puede influir en el futuro y, sobre todo, en el pretérito?

b) ¿Cuál es la razón suficiente de que la Encarnación, por la cual la Humanidad toca su límite, haya tenido lugar en ese momento del tiempo más bien que en otro?

Estos son problemas característicos que, como es sabido, se plantearon ya en los primeros pasos del Cristianismo. Celso, por ejemplo, en su Doctrina verdadera, esgrime como un argumento contra los cristianos un razonamiento de carácter formal: el hecho de que la Encarnación haya tenido realización en un momento de la Historia antes que en otro. “¿Luego ha sido ahora –dice– después de tanto tiempo, cuando Dios se ha acordado de justificar la vida humana, y nada se le importó antes?”{29}. Para una concepción metafinita del “continuo histórico”, la objeción formal de Celso carece de vigor; ella está formulada dentro de un campo porfiriano y finitista. Celso ignora que el misterio de la Encarnación, lejos de oponerse a las leyes de la razón, se ajusta a la tercera ley metafinita, según la cual es de necesidad histórica que la especie se vaya encontrando a sí misma en puntos determinados y contingentes, más bien que en otros. Precisamente por eso sería absurdo pretender averiguar a priori, al estilo de la derecha hegeliana, por qué la Encarnación tuvo lugar hace 1954 años más bien que hace 5.

Sin embargo no es absurdo ni ilegítimo preguntar por la conveniencia de la aparición de los hechos históricos, conveniencia que puede formularse abstractamente como una inserción del hecho histórico en una estructura que lo haga de algún modo inteligible. Los primitivos escritores cristianos responden, por eso, al problema de Celso con soluciones positivas, que adoptan generalmente esta forma: Dios hubo de dejar algún tiempo a la naturaleza humana sometida a sus propios placeres y concupiscencias a fin de que se convenciera, por sus obras, de su indignidad e impotencia y de que solamente Dios podía salvarla. Tal es la enseñanza que toma origen en San Pablo, y se ve reproducida en el Discurso a Diogneto,{30} en los libros a Autólico de Teófilo de Antioquía{31} y en otros muchos escritores que no es preciso mencionar aquí.

San Agustín desarrolla ampliamente esta teoría, que contenía virtualmente lo que hoy llamamos “sentido histórico”, con un pleno conocimiento de los problemas. Cristo es el eje de la Historia{32}. Todo lo que le precede es preparación y profecía: hasta las sibilas de la Ciudad terrestre{33}. La humanidad, desde el pecado de Adán (Exortus), desarrolla un plan de reconquista y crecimiento hacia su propia forma, que sólo Cristo puede otorgársela. Con Adán empieza su primera infancia, que dura hasta Noé. El Diluvio universal marca una etapa importante en el movimiento histórico; es una fecha crítica, porque supone una exterminación total de la Ciudad terrestre en un verdadero kairos, para emplear una expresión grata a F. C. Rust{34}.

Ahora bien, podría decirse que en la misma Arca de Noé iba virtualmente contenida la Ciudad terrena, exterminada exteriormente por el Diluvio, y desarrollada más tarde a través de Sem, Cam y Jafet. Hasta Abraham, no vuelve a suceder otra inflexión profundamente significativa de la línea histórica. Puede decirse que de Noé a Abraham, la humanidad ha atravesado su etapa de puericia. De Abraham a David, tiene lugar la adolescencia de la Humanidad, y, por adolescente, esta etapa se hace ya apta para engendrar el cuerpo de su Salvador{35}. Con esto, el progreso (procorsus) de la Humanidad toma un rumbo positivo y decidido. A partir de la Encarnación, puede decirse que la Humanidad ha pasado a su límite, y sólo resta la propagación de ese límite (fines debiti), que tendrá su glorioso final en el Juicio Universal y en la resurrección de los muertos, gracias a la cual, las fracturas ontológicas de la especie humana quedarán definitivamente corregidas.

Por lo que se refiere a nuestro segundo problema-tipo, que plantea el misterio de la Encarnación a la Teoría de la Historia, a saber, el de explicar de qué manera los efectos de la Encarnación pueden propagarse al pasado, según exige la solidaridad de la especie, es necesario advertir que en todo caso, esta propagación retrógrada no se opone, sino que, por el contrario, se adapta perfectamente a las leyes metafinitas. San Agustín admite claramente la posibilidad de esta propagación retrógrada de la Redención, en un sentido muy parecido al de San Justino{36}. San Agustín enseña que no sólo los coetáneos y sucesores de Cristo, sino también los que le precedieron en el tiempo, por contradictorio que parezca, pueden recibir sus beneficios{37}, con los cual el misterio de la Encarnación sublima la primera ley metafinita según la cual cada parte tiende a hacerse presente a todas las demás.

 
El proceso cultural histórico

El movimiento dialéctico de la especie humana hacia su límite metafinito no puede ser interpretado biológicamente, sino espiritualmente, es decir, como un movimiento cultural: éste es el contenido positivo de la Historia.

La Cultura es el tertium en el cual se verifica esta identificación entre los individuos de la especie humana, que no elimina su absoluta alteridad recíproca. San Agustín ha conocido con plena claridad este papel ontológico de la cultura, al afirmar que toda comunión de personas, se funda en una participación o identificación de las mismas en contenidos objetivos, cual son, desde luego, las formas culturales. El siguiente texto demostrará por sí solo esta afirmación:

“Si definiésemos al pueblo, no de esta sino de otra manera, como si dijésemos: el pueblo es una congregación de muchas personas, unidas entre sí con la comunión y conformidad de los objetos que ama, sin duda para averiguar que hay un pueblo, será menester considerar las cosas que ama y necesita. Pero sea lo que fuere, lo que ama, si es congregación compuesta de muchos, no bestias, sino criaturas racionales, y unidas entre sí con la comunión y concordia de las cosas que ama, sin inconveniente alguno se llamará pueblo, y tanto mejor cuanto la concordia fuese en cosas mejores, y tanto peor cuanto en peores”{38}.

Ahora bien: San Agustín, aunque no de un modo tan exagerado como un Tertuliano o un Taciano, está muy influido por la actitud ascética del cristianismo primitivo, que redundaba en una consideración despectiva de todo cuanto el hombre hace en la tierra, como pura vanidad. Pero lo que el hombre hace en la tierra es precisamente la cultura. Mala disposición es ésta para acercarse a la comprensión del contenido positivo de la Historia.

De hecho, resulta desolador comprobar la casi absoluta ausencia de sentido histórico que para las obras del hombre tuvo el genio de San Agustín en la “Ciudad de Dios”. La cultura, en el pensamiento agustiniano, está interpretada desde su reducción psicológica o subjetiva. Deja de ser un éter objetivo y espiritual en el cual las personas absolutas viven y se comunican, para convertirse en el simple producto de la vanidosa actividad humana en este efímero valle de lágrimas. Las obras de los hombres y de los pueblos se reducen, desde el punto de vista histórico-filosófico, a reiterados efectos del odio, la ambición, la necesidad –todos ellos, conceptos psicológicos. Los resultados son, por tanto, batallas, intrigas, incluso paz augusta{39}.

San Agustín al interpretar el material histórico, no ha penetrado en la objetiva conexión y significación ideal de los hechos históricos, limitándose a reducirlos al campo psicológico. Con esto ha incurrido muchas veces en descripciones meramente domésticas que testimonian una ausencia casi completa de sentido histórico positivo{40}.

Sin embargo, San Agustín ha tenido, cierto que in abstracto, atisbos verdaderamente geniales acerca del verdadero significado de la cultura objetiva como contenido mismo del progreso del Hombre hacia su límite –el rescate del Paraíso perdido. Estas intuiciones agustinianas, nos dan una consoladora doctrina de la cultura, ya que ésta, lejos de ser una insignificante y vana ocupación temporal, ocupación desprovista de interés para los peregrinos de la Ciudad de Dios, viene a convertirse en un conjunto de formas internamente derivadas de la naturaleza humana nuda –es decir, en su estado de pecado– en su marcha hacia el límite de su plenitud ontológica; por consiguiente, estas leyes, serían comunes a la Ciudad terrestre y celestial, en tanto que ambas atraviesan la vida humana temporal{41}.

Aunque San Agustín no lo expone formalmente, podemos acaso afirmar que el fundamento ontológico de la cultura –como lazo de la unidad metafinita– en términos agustinianos, es el siguiente:

La cultura es el proceso mismo de la naturaleza humana en tanto que tiende, en el orden natural, hacia su límite metafinito. Por consiguiente, la cultura no es sino un remedo que, en la vida temporal, desarrolla la Humanidad de su esencia eterna. La cultura comienza con el pecado, pues sólo en él el hombre queda destituido de su esencia; pero no por ello hay que concluir que la cultura sea pecaminosa, como inspirada por una maquinación diabólica. El demonio inspira el pecado. Pero la cultura es precisamente la reacción del hombre para remediar en lo posible los efectos del pecado, como son el aislamiento egoísta, la concupiscencia, la injusticia, la ignorancia y aun la muerte.

En efecto: por el pecado, consistente en un acto de soberbia y orgullo que determina a Eva a aceptar la fruta prohibida, y a Adán a amar más a su mujer que a sí mismo (pese a que no creía en la promesa diabólica){42}, el hombre queda disminuido y desarmado al perder parte de su esencia: la primera forma en que viven esta inferioridad es la vergüenza, el pudor; que delata, no ya el amor natural, que en sí mismo no es malo –los primeros padres habrían tenido hijos aun cuando no hubieran pecado–, sino la debilidad del espíritu, que se siente dispuesto a ser subyugado por la carne. Ahora bien: los primeros indumentos del hombre, según San Agustín, son utilizados para remediar o cubrir el hueco producido por el pecado. Los vestidos son la primera forma de este modo novísimo de ser que es la cultura y que acaso fue barruntado por Aristóteles en su categoría del ἔχειν, habitus. El indumento se inventó en una situación pecaminosa, pero él mismo no es pecaminoso, sino que precisamente, pretende rescatar el estado de pureza que el hombre poseía antes del pecado, atemperando su malicia{43}. Al cubrir el cuerpo –podríamos decir– los hombres descubrieron por primera vez su espíritu, por medio de símbolos materiales –es decir–, por la cultura objetiva.

Y esta teoría de la cultura, como creación del hombre ordenada a la consecución, por vía natural de su esencia plena, puede fácilmente ser verificada, no sólo en la doctrina agustiniana del indumento, sino también en otras referencias a contenidos culturales característicos. “Así, pues –dice textualmente–, la soberbia imita perversamente a Dios, puesto que debajo del dominio divino no quiere la igualdad de sus socios, sino que gusta imponer a sus aliados y compañeros el dominio suyo, en lugar del de Dios; aborreciendo la justa paz de Dios, y amando su injusta paz. Sin embargo, no puede dejar de amar la paz, cualquiera que sea; porque ningún vicio hay tan opuesto a la naturaleza que cancele y borre hasta los últimos rastros y vestigios de la naturaleza”{44}.

Caín, pecador, fratricida, funda la primera ciudad. ¿Tiene alguna relación de causalidad el pecado específico de Caín –el fratricidio– con su obra ciudadana? La paridad con Rómulo parece insinuarlo. Es fácil establecer una relación al estilo de Toynbee, que también aprovecha la semejanza de estas dos tradiciones{45}. Matar a un hermano significa estar dispuesto a hacer la guerra a los semejantes cuando éstos se interpongan en nuestra empresa. El fratricidio es, pues, símbolo de la pujanza con que se impone una empresa cultural a realizar, como es la fundación de una ciudad. Esta pujanza, en cuanto está por encima de las relaciones psicológicas –fraternales, por ejemplo– constituye un remedo de la unidad gloriosa en la que damos todo para ganarlo todo. Según San Agustín la energía que alimenta la ilusión y necesidad imperiosa de fundar la ciudad es el crecimiento de la familia{46}. El amor humano por la familia, remedo del amor místico por todos los hombres, conduce a la fundación de las ciudades. La Ciudad es, por tanto, un producto cultural derivado del estado disminuido, indefenso y aislado del hombre, y encaminado a remediar su impotente aislamiento y angustia. La Ciudad sólo es posible por el pecado. la Ciudad de Dios no quiere Ciudades; aunque en la tierra ha de adaptarse a la vida ciudadana, civil, civilizada{47}. Es que la civilización no es en sí misma pecaminosa, ya que precisamente busca el remedio de los efectos del pecado. Así como las leyes buscan el remedio de la injusticia y mala voluntad; y de este modo, la Ciudad terrena también tiende a su modo a la paz y a la justicia{48} e incluso Dios favorece las virtudes en esta tierra{49}. Otro tanto podría decirse de la ciencia humana: es un intento de reconstrucción de la visión intuitiva, de la ciencia infusa perdida por el pueblo.

En conclusión: la Cultura no es obra de la ciudad terrena, como muchas veces afirma San Agustín, sino de la Humanidad temporal, tanto terrena como celestial, lo que también afirma San Agustín. Por consiguiente, la cultura es el argumento mismo de la Historia positiva. Que San Agustín no pudo sustraerse a la influencia decisiva de este concepto, lo que demuestra la siguiente ley fácilmente verificable en los escritos agustinianos:

Si bien teológicamente, en el orden del ser, la Ciudad terrenal, o mejor, la humanidad temporal, es una privación, o el remedio natural a una privación, en el orden del conocer, sucede lo contrario: la ciudad terrena es un ser con esencia propia{50}, y la ciudad celeste, según el modo de la Teología negativa, sólo puede ser descrita por negación de las notas de la  ciudad terrestre (por ejemplo, que la Ciudad celeste carece de Ciudades o de familia{51}). La cultura es, pues, por afirmación o negación, la vía magna hacia la esencia del ser humano.

 
Conclusiones

El análisis lógico de la “Ciudad de Dios”, en cuanto Tratado de Filosofía de la Historia, permite extraer las siguientes conclusiones, cuya justificación se apoya en las ideas ya expuestas:

1.ª La “Ciudad de Dios” se adapta fácilmente a la definición lógica de la Historia, tanto en su momento genérico como específico.

2.ª San Agustín, sin embargo, no ha desarrollado una verdadera teoría de la Historia. La “Ciudad de Dios” no da soluciones unívocas a problemas fundamentales; antes bien, se contradice en muchas ocasiones (por ejemplo, en la interpretación de los fines de la Ciudad terrestre y celeste) o bien queda indeterminada (por ejemplo, en el problema del sujeto de la Historia).

San Agustín, en abstracto (in actu signato, podría decirse), ha conocido una teoría de la Historia y de la cultura ciertamente admirables; pero en concreto (in actu exercito) el desarrollo de la Historia es muy pobre e inconsecuente con sus definiciones y concepciones generales.

3.ª “La Ciudad de Dios” en este su aspecto concreto, como ejecución de una teoría de la Historia positiva, es una Teología de la Historia, pero en modo alguno una Filosofía de la Historia. La concepción agustiniana está totalmente basada en la Enseñanza bíblica y, por consiguiente, constituye una superior ciencia teológica, pero en modo alguno un saber filosófico.

Incluso podría, de algún modo, negarse, dentro de la concepción agustiniana la posibilidad de una Filosofía de la Historia, dado que, muchas veces Agustín enseña que la tendencia del hombre hacia su fin es efecto de la Gracia, y culmina en la gratuita Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, conocida por la Fe y no por la Razón. Sin embargo, dentro de la concepción agustiniana también pueden encontrarse fundamentos para una estricta Filosofía de la Historia: en la medida que San Agustín sostiene que en la naturaleza humana, común a los hombres de Babilonia y de Jerusalén, existe una tendencia hacia un límite superior, que la razón humana puede de algún modo conocer.

4.ª La “Ciudad de Dios” constituye una eficaz corroboración teológica a la teoría lógica de la Historia, en la medida que manifiesta la posibilidad de que las leyes metafinitas, lejos de ser meros conceptos límites, artificios subjetivos sin validez óntica, son al mismo tiempo conceptos que describen un fin realísimo de la Humanidad, aunque ciertamente, este fin no es de este mundo.

——

{1} Epigrama 79

{2} Cayetano: De nominum analogia, Edic. De María, S. J. Roma 1907.

{2 bis} Vid. “Los procesos picnológicos” en Theoría, núm. 1 y 2.

{3} Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Introd. III.

{4} “La Ciudad de Dios”, Libro XIV, 15.

{5} “La Ciudad de Dios”, Libro I, cap. 7.

{6} “La Ciudad de Dios”, Libro XII, cap. 23. – Libro XIV, cap. 11.

{7} Santo Tomás, I-II, 110, 3, c.

{8} Suárez: De Gratia, Prolegom., IV, cap. 9.

{9} “La Ciudad de Dios”, Libro XV, cap. 4. – Libro XIX, cap. 13.

{10} “La Ciudad de Dios”, Libro XII, cap. 23.

{11} Caracteres de la Edad Contemporánea, Lecc. I.

{12} “La Ciudad de Dios”, Libro XV, cap. 1.

{13} “La Ciudad de Dios”, Libro XVI, cap. 17. – Libro XIX, caps. 13 y 14.

{14} “La Ciudad de Dios”, Libro XV, cap. 26.

{15} “La Ciudad de Dios”, Libro XV, caps. 20 y 22. – Libro XVII, cap. 20. – Libro XVIII, cap. 2. – Libro XIX, cap. 17.

{16} “La Ciudad de Dios”, Libro XIX, cap. 27.

{17} “La Ciudad de Dios”, Libro XIX, cap. 5.

{18} “La Ciudad de Dios”, Libro XIX, cap. 17.

{19} Enneada sexta, Quinto tratado, IV.

{20} San Agustín, De Trinitate, Libro V, cap. 8.

{21} Enneada tercera, Segundo tratado, I.

{22} “La Ciudad de Dios”, Libro XII, cap. 24 - Libro XVI, cap. 6.

{23} San Agustín: In Ps., 132, 6.

{24} “La Ciudad de Dios”, Libro XXII, cap. 29.

{25} “La Ciudad de Dios”, Libro XXII, cap. 20.

{26} “La Ciudad de Dios”, Libro XIX, cap. 13.

{27} “La Ciudad de Dios”, Libro XXII, cap. 30, cuarto párrafo.

{28} K. Jaspers: Origen y meta de la Historia. Trad esp. (Rev. de Occ.).

{29} Doctrina verdadera. Véase P. Daniel Ruiz Bueno: Padres apologistas griegos. B. A. C., 1954, pág. 65.

{30} Publicado en los Padres apostólicos, de D. Daniel Ruiz Bueno, B. A. C., 1950, pág. 855.

{31} Daniel Ruiz Bueno: Padres apologistas griegos, pág. 817.

{32} “La Ciudad de Dios”, Libro XVIII, cap. 1.

{33} “La Ciudad de Dios”, Libro XVIII, cap. 23.

{34} The christian understanding of History. Londres, 1948.

{35} “La Ciudad de Dios”, Libro XVI, cap. 24. – Libro XVII, cap. 43.

{36} D. Ruiz Bueno: Apologistas griegos, págs. 173 y 232.

{37} “La Ciudad de Dios”, Libro X, cap. 25. – Libro XVIII, cap. 47.

{38} “La Ciudad de Dios”, Libro XIX, cap. 24.

{39} “La Ciudad de Dios”, Libro XV, cap. 4. – Libro XVI, cap. 3. – Libro XVIII, cap. 44.

{40} Léanse, por ejemplo, los capítulos 21 del Libro XV y el capítulo 2 del libro XVII de “La Ciudad de Dios”.

{41} “La Ciudad de Dios”, Libro XIX, cap. 17.

{42} “La Ciudad de Dios”, Libro XIV, cap. 2.

{43} “La Ciudad de Dios”, Libro XIII, cap. 13.

{44} “La Ciudad de Dios”, Libro XIX, cap. 12.

{45} Estudio de la Historia.

{46} “La Ciudad de Dios”, Libro XV, cap. 16.

{47} “La Ciudad de Dios”, Libro XIX, cap. 17.

{48} “La Ciudad de Dios”, Libro XV, cap. 4. – Libro XIX, cap. 12.

{49} “La Ciudad de Dios”, Libro V, cap. 12.

{50} “La Ciudad de Dios”, Libro XXII, cap. 17.

{51} “La Ciudad de Dios”, Libro XXII, cap. 17.


Coloquio

Objeciones
Dr. González:

1.° Me interesa acentuar la separación entre lo que es la naturaleza humana y sus exigencias, y lo que es la sobrenaturaleza; no para rectificar, sino para ratificar lo dicho por el señor ponente, pero para dejar claro también que no puede abrirse la puerta a ningún humanismo sobrenatural.

2.° Creo que San Agustín toma adecuadamente el sujeto de la historia, pues no separa nunca a los hombres que no conocen ni han conocido a Cristo, pues también a éstos les alcanza la influencia de Cristo.

3.° El pesimismo de San Agustín con respecto a las obras buenas y virtudes de los paganos, no es sino una hipérbole, nacida de la posición del Santo, que las compara con las virtudes cristianas.

Dr. Muñoz Alonso:

La estructura lógico-matemática es apta para la interpretación de la historia, siempre que se acepte como pura formalización y se reconozca la presencia “inexigible” de lo sobrenatural.

Réplica del Dr. Bueno
Al Dr. González:

1.ª Admitida, desde luego, la separación que el doctor González subraya, creo que esta separación no es incompatible con un logicismo moderado, que en modo alguno puede confundirse con el logicismo absoluto, que nos llevaría a un gnosticismo (en el sentido de Scheler). Si la Historia tiene leyes naturales –y, en mi opinión, enunciables por medio de categorías lógicas– los procesos sobrenaturales habrán de cumplir estas leyes naturales, sin agotarse en ellas, exactamente a como el Verbo encarnado verifica las leyes fisiológicas.

2.ª Más bien habría de decirse que San Agustín toma adecuadamente el sujeto de la Historia en algunos pasajes de sus obras, e inadecuadamente en otros. No creo que San Agustín pueda considerarse como un modelo de pensamiento consecuente, en todo momento, con sus principios.

3.ª De acuerdo.

Al Dr. Muñoz Alonso:

Precisamente, a mi entender, uno de los méritos que podrían señalarse a la teoría lógica de la Historia, dado su carácter puramente límite por respecto a la Historia real, es el de posibilitar la intervención de las realidades metahumanas, sin hacerlas en modo alguno necesarias.

Cierre de la sesión
Dr. Frutos:

Los hábitos de estudio que los filósofos hemos contraído, después del siglo XVII, hace que consideremos la filosofía vecina de las humanidades y lejos de la ciencia físico-matemática. Hoy se advierte un giro, y a este giro corresponde la ponencia hoy desarrollada. La consideración lógico-matemática puede resultar hoy extraña en una reunión filosófica, pero puede ser el camino de la investigación futura; o, al menos, uno de los caminos, no estéril, como no lo ha sido la matematización de la física.

Sobre los supuestos de la percepción común, nosotros hoy hablamos, metaforizamos, en la creación poética y abstraemos en la filosófica. Pero la ciencia ofrece datos perceptivos muy distantes de la percepción común, como el espacio esférico, por ejemplo, y más acordes a veces con verdades reveladas (en este caso la finitud en el espacio). Pudiera ser que estos datos de la percepción o de las estructuras científicas fueran base del futuro pensar. Los métodos matemáticos podrían aquí ser insertados. Ciertamente, en esta matematización y en la lectura lógico-formal hay un riesgo, pero sin riesgo no hay metafísica. En este caso, mejor se diría no hay “pensar”.

Es una muestra de una posibilidad, al lado de las direcciones doctrinales o históricas seguidas en otras ponencias, para una más abarcadora visión de las posibilidades filosóficas del presente en torno a un tema.


[ Ponencia defendida el 6 de octubre de 1954, sexta sesión de los Coloquios dedicados a San Agustín en su XVI Centenario, publicada en San Agustín. Estudios y Coloquios, Institución “Fernando el Católico”, Zaragoza 1960, págs. 147-173. El texto publicado en 1960 se corresponde con el original mecanografiado en 1954 (en 51 folios), aunque en pruebas se añadieron detalles menores, como la nota {2 bis}. El colofón de la edición de 1960 lleva fecha 25 de mayo, pero Antonio Serrano Montalvo, secretario de la Institución Fernando el Católico, todavía envía un tarjetón a Bueno, el 22 de abril de ese año, a Salamanca: “Tengo el gusto de anunciarte que recibirás las segundas pruebas… que ruego me corrigas con cierta rapidez para no interrumpir la marcha editorial de las Actas de los Coloquios Agustinianos”. La demora en la publicación determina que, en esas actas de unos coloquios de 1954, ya se haga figurar a Bueno como catedrático en Oviedo (adonde no se traslada hasta 1960). En 1989 publica Gustavo Bueno: «Lectura filosófica de “La ciudad de Dios” (variaciones sobre un tema, 35 años después)» (Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, cuestión 8, páginas 285-345).
Facsímil de una separata de la versión impresa en 1960 de esta ponencia, anotada por Bueno cuando preparaba las variaciones publicadas en 1989. ]