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La Nueva España
Oviedo, viernes, 17 septiembre 2004
Tribuna
página 48

Los premios Nobel,
los «Príncipe de Asturias»
y Gustavo Bueno

Felicísimo Valbuena de la Fuente

Repasando la lista de los cien premios de Literatura del siglo XX, podemos extraer una conclusión muy sorprendente. No están en ella escritores muy importantes y los que más han influido en la forma de escribir de muchos otros: Proust, Joyce, Kafka, Pessoa, Hammett, Borges, Chandler, Truman Capote.

Que Proust muriera antes de haber publicado toda su obra no es argumento suficiente, porque los críticos ya sabían que se encontraban ante un novelista excepcional. Ya en 1909, realizó un ejercicio que nadie se había atrevido a hacer anteriormente. Partiendo de una noticia sobre un oscuro caso de joyas, el «caso Lemoîne», lo contó de varias maneras, imitando el estilo de Balzac, Flaubert, Saint-Beuve, los Goncourt, Michelet, Renan y Saint-Simon. Sólo después de demostrar que dominaba el estilo de los escritores más importantes, decidió crear el suyo propio. Como sabemos, en su manera de concebir el tiempo influyó su compatriota el filósofo Henri Bergson, que recibió el premio Nobel de Literatura en 1927. Bergson, filósofo, recibió un premio literario. Fue una manera indirecta de paliar la poca perspicacia que el jurado del Nobel había demostrado en el caso de Proust.

Los casos de Hammett, Borges y Capote

En cuando a Kafka y Pessoa, el jurado del Nobel no podía juzgar sobre una obra que fundamentalmente apareció después de haber muerto sus autores. Sí, pero ¿y Hammett?, ¿y Borges? Aquí es donde comienzan a aparecer razones de tipo político, que dominan a las razones de índole literaria. El jurado del Nobel ha procurado siempre adaptarse a las corrientes de la política que predominan en un momento determinado. Dashiell Hammett renovó la novela policiaca y su influencia llega hasta hoy y seguirá durando. Entonces, ¿por qué no le dieron el premio Nobel? André Gide, premio Nobel y gran entusiasta de Hammett, escribió que en sus mejores momentos era mejor que Hemingway, que sí recibió el premio Nobel en 1954. En sus mejores momentos y, muchos opinamos, también en sus momentos sencillamente buenos. Las razones para no otorgárselo fueron que los miembros del jurado consideraban que la novela policiaca era un género menor y... que Hammett, después de escribir toda su obra, se convirtió en un stalinista. Y el stalinismo ya no se llevaba en Occidente desde casi diez años antes de que muriese Hammett.

En Borges nos encontramos con un caso muy parecido, aunque de signo políticamente contrario. Como era muy conservador en política, y muy provocador, no resultaba correcto premiarle, para que no se interpretase que el premio significaba un reconocimiento de sus posturas políticas, cuando suponemos que el premio está para consagrar la calidad de la literatura de un autor.

El caso de Truman Capote es también muy ilustrativo. Elevó la entrevista hasta convertirla en una obra de arte. Sólo hay que leer «El duque en su dominio», cuando entrevistó a Marlon Brando en 1956, durante el rodaje de la película «Sayonara» en Japón, y comprobar cómo las grandes revistas imitaron esa forma de entrevistar en profundidad a un personaje. Creó la novela de no ficción, en «A sangre fría». Y cuando parecía que estaba viviendo de su éxito, innovó el relato corto, en «Ataúdes tallados a mano», empleando todas las técnicas literarias y cinematográficas. Hubo dos razones para no otorgárselo. En primer lugar, esta declaración que apareció en la portada de un periódico y que formaba parte de una entrevista que se hizo a sí mismo: «¡Soy homosexual! ¡Soy un genio!». Hace veinticinco años, no era políticamente correcto declararse homosexual o, como ahora se dice, salir del armario. Él fue muy valiente para decir lo que era y lo que pensaba sobre sí mismo. En segundo lugar, porque su último libro, «Plegarias atendidas», le costó la amistad de William Paley, el gran magnate de la CBS, del que había sido íntimo amigo durante años. Declararse homosexual y caer en el ostracismo de los medios de comunicación audiovisuales no era la mejor tarjeta de visita para el jurado de Estocolmo.

Raymond Chandler también renovó la novela policiaca. Sobre todo, el estilo. Capote decía de él que era un artista absoluto. Leído en inglés, quizás es quien ha escrito la mejor prosa para el oído en varios siglos. Me recuerda la sonoridad del «Oráculo manual», de Gracián, algunos fragmentos de Valle-Inclán y, más cerca, la traducción de la Biblia del Peregrino, de Luis Alonso Schökel. Pues bien, en Chandler no pensaron los de Estocolmo ni por lo más remoto. Sus novelas son obras clásicas, mucho mejores que las de la inmensa mayoría de los premios Nobel.

Españoles en Francia y judíos salvados

En todos estos casos, y en otros muchos, aparece lo que Claude Steiner ha llamado descuento. Un jurado oculta los méritos de una persona basándose en razones que no tienen que ver con la literatura: sus ideas políticas, su tendencia sexual, su capacidad para crearse enemigos. Al final, queda borrado burocráticamente, aunque luego la historia le consagre y el jurado quede en ridículo. Claro que, en la mayoría de los casos, ni eso, porque nadie se acuerda de quienes negaron los méritos de esos escritores.

Hay veces en que el descuento se aplica a todo un pueblo. Veamos un caso muy cercano: el reconocimiento de que fueron esenciales los republicanos españoles para organizar la Resistencia francesa. Y no sólo porque apareciesen subidos a un tanque con nombre español el día de la entrada de De Gaulle en París. Este hecho fue el último eslabón de una cadena que comenzó seis años antes. Ahora bien, ¿qué tuvo que pasar para que prácticamente muchos franceses descontaran esa intervención tan decisiva de los españoles en la II Guerra Mundial? Que la mayoría de los guerrilleros eran comunistas y, por tanto, sometidos a las directrices de Stalin. Entonces, se les descontó como españoles por ser comunistas. Y así podrían haber pasado muchos más años, si no es porque una concejala del Ayuntamiento de París, de origen español, no se hubiese empeñado en reconocer los méritos de estos españoles y organizarles un homenaje. Tardío, eso sí, pero homenaje.

El otro caso llamativo es el de los judíos que los españoles salvaron en la II Guerra Mundial. Tuvo que ser nada menos que Simon Wiesenthal, el mayor perseguidor de nazis y director, durante muchos años, de un gran centro de documentación, el que acabase con el descuento. En la página 145 de su libro «Operación Nuevo Mundo. La misión secreta de Cristóbal Colón» (Ediciones Orbis) escribió lo siguiente: «Ya en los años veinte, durante la dictadura de Primo de Rivera, se ofreció la ciudadanía española a todos los judíos que pudieran demostrar su origen sefardita. Al principio, sólo pocos hicieron uso de tal derecho. Mas, cuando la persecución del III Reich llegó a los Balcanes, los sefarditas que habitaban allí buscaron el amparo de los diplomáticos españoles. Veinticinco mil judíos fugitivos de distintos países de Europa escaparon de las garras de la Gestapo refugiándose en España, cuyo Gobierno, haciendo oídos sordos a exhortaciones y amenazas, se negó siempre a entregarlos». Es decir, se descontó el mérito de los españoles, porque se les consideraba franquistas. Shlomo Ben Ami, ex embajador en España y ex ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno israelí, escribió su tesis doctoral sobre la dictadura de Primo de Rivera y la publicó en Planeta. Ni una sola línea sobre el asunto. Parece que en la próxima edición de su libro va a acabar con el descuento. Antes no resultaba políticamente correcto reconocer estas cosas. Ahora, con el antisemitismo europeo en auge, parece que a algunos historiadores israelíes les conviene recordar que hay precedentes importantes de pueblos que ayudaron a los judíos en el siglo XX y no sólo individuos como Schindler.

Los premios «Príncipe» y Gustavo Bueno

Hace tiempo leí un artículo de José María Laso titulado «Discriminación sistemática de Gustavo Bueno» (en los premios «Príncipe de Asturias»). He de reconocer que, quizá por la distancia, yo no participaba en el pesimismo que Laso mostraba. Pensé que se trataba de un caso, entre tantos, de descuento. Además, hay que tomarse el descuento con cierto humor. Si no hay humor, el ridículo está asegurado. He visto a bastantes profesores universitarios que, cuando pasan de los 60 años, muestran estos dos síntomas: a) que España les debe una explicación y b) que si hubieran nacido en otro país le hubieran reconocido sus méritos como es debido. Padecen esa vanidad oceánica que muchas veces no se ve acompañada por los hechos. Tuve que aguantarme muchas veces la risa cuando un compañero, que me lleva veinte años, reiteradamente resaltaba como el mayor mérito de una persona haber sido discípulo suyo. Y lo decía con una seriedad y con un convencimiento que acababa dando pena.

Todo lo contrario ocurre con Bueno. Podrán reconocérsele muchos méritos, menos el de ser un genio de las relaciones públicas. Actúa tan contra corriente en muchas ocasiones que, si fuera vanidoso, sería lo último que haría. Lo que hace Bueno es echar el sedal aguas arriba, buscando el origen de los asuntos. Y como ahora hay tanto horror a la funesta manía de pensar, no es extraño que vaya sobrado de orgullo. E inmediatamente se pone a escribir y a publicar uno o más libros por año. Cuando estaba en la Universidad y, más todavía, cuando la abandonó. Por eso, muchos pensamos que debería haber dejado la Universidad diez años antes y haber tomado como público a toda la sociedad española. Actualmente, es el conferenciante más solicitado y no sabe decir no. Personalmente, creo que no debería prodigarse tanto y terminar sus tomos sobre el materialismo filosófico y la teoría del cierre categorial.

Hace unos meses, un compañero de departamento muy aficionado a la documentación, me hizo llegar las listas de los premios «Príncipe de Asturias» en Comunicación y Humanidades y en Ciencias Sociales. Recordé el artículo de Laso y me puse a examinarlas. Acabé pensando lo mismo que sobre los premios Nobel. Creo que Gustavo Bueno reúne, por lo menos, tantos méritos como los galardonados. Y en algunos casos, bastantes más. Tiene un sistema filosófico original, el materialismo filosófico, que sabe aplicar a cualquier cuestión candente de nuestro tiempo: cultura, televisión, democracia, guerra, globalización, felicidad. Sabe descubrir también el aspecto filosófico de los hechos aparentemente no tan importantes. No sé si Bueno ha escrito alguna vez sobre la polémica que se organizó en Oviedo en 1879. Talar o no talar el viejo roble «Carbayón»: ésa era la cuestión. Pero si hubiera vivido entonces, inmediatamente se habría dado cuenta de las filosofías que se enfrentaban a propósito del roble centenario. Es lo que él ha llamado «filosofía mundana», porque está convencido de que, donde verdaderamente se filosofa, es en los medios de comunicación, pues hay que saber argumentar y no sólo repetir las opiniones ajenas. Bueno no es un autor que fue, al que otorgan un premio para «consagrarle», sino que sigue produciendo día a día, mes a mes, año a año, con una vitalidad extraordinaria.

El humor de Bueno

El descuento que han aplicado y aplican a Bueno es, fundamentalmente, de índole religiosa y política. Antes, le tomaban por un ateo militante, que asustaba a los obispos. Ahora, por republicano y dicen que se ha hecho de derechas. Es una canción demasiado pegadiza y facilona. Con la salvedad importante de que Bueno se crece con las críticas y vemos algunos de sus mejores golpes cuando responde a los ataques. Bastantes periodistas se han dado cuenta de que Bueno da mucho juego en los medios y esto, a su vez, le hace ganarse más y más enemigos que concentran los cañones fijos y giratorios de su crítica para derribarle. Pero es un empeño tan inútil como intentar mantener un corcho en el fondo del agua. Por ahora, Bueno es insumergible. Cuando contesta a varios críticos a la vez, se convierte en un campeón de ajedrez que juega simultáneas. Recuérdese el episodio de su salida de la Universidad. Nadie se acuerda de las autoridades académicas de entonces. Lo que sí se recuerda muy bien es la unanimidad que consiguió Bueno, a su favor, en los medios de comunicación, desde telediarios a columnistas. Hace dos años, se le ocurrió decir en broma que «el Sporting debería dejarse ganar (ante el Oviedo)». Los periodistas se pusieron inmediatamente en acción y pidieron a algunos gijoneses opiniones sobre la frasecita; todas fueron muy serias y condenatorias. Luego, le pidieron a Bueno que las contestara y respondió con diversas clases de ingenio y sarcasmo.

Hay mucho de unamuniano en Bueno, un «excitator Hispaniae», que está contra esto y aquello, pero porque antes ofrece su alternativa. Quien no la tiene, sino que sólo se dedica a criticar las alternativas de los demás, es un reaccionario.

Clarín y Bueno

Hablando de enemigos, no tengo más remedio que acordarme de Clarín. Con cada «Palique» se ganaba un enemigo y algunos fueron tremebundos. Porque eran unos enemigos que le insultaban y, en algunos casos, le calumniaban. Y en otros el asunto iba más allá, porque acababa en un duelo.

Después de publicar «La Regenta», el obispo de Oviedo, fray Ramón Martínez Vigil, publicó nada menos que una pastoral en la que, entre otras cosas, le llamaba «salteador de honras». El padre Blanco García dijo que su obra era una «bola de escarabajo». Y Luis Bonafoux no se cansó de repetir que «La Regenta» era un plagio. El obispo y Clarín acabaron siendo amigos, pero Bonafoux, cuando él mismo se estaba muriendo, dijo: «¡Yo soy el primero en alegrarme de la muerte de Clarín!».

Novo y Colson creyó que las críticas que Clarín le había dirigido eran tan enormes que involucró a la Armada española y al honor nacional. Ya estaban nombrados los padrinos, pero, al final, la creatividad de Clarín en un acta desactivó el desafío. En otra ocasión, también los marinos se sintieron tan ofendidos que nombraron una comisión que obligase a Clarín a batirse entre los que saliesen en un «sorteo de la muerte». Él respondió: «Ni me retracto ni me bato». El asunto acabó también con un acta ingeniosa que contentó a la Armada.

Menos mal que con Bueno todavía no han llegado las cosas a ese extremo. Por ahora, lleva vividos treinta y un años más que Clarín y los ataques no parecen afectar tanto a su salud como a la de éste. A Bueno empiezan ya a cuestionarle su asturianismo, porque nació en Santo Domingo de la Calzada. A este paso, alguien va a acabar cuestionando el asturianismo de Clarín, que nació en Zamora y que sólo vivió en Oviedo a partir de los 8 años, porque su padre fue gobernador civil de Zamora, Teruel, Vizcaya y León.

Ser perspicaz no es tan difícil en Oviedo

Lo que es indudable es que nadie se acuerda de los enemigos de Clarín. Lo más probable es que los enemigos de Bueno no dejarán huella alguna. Como no sea la de haber impedido que le otorguen el premio «Príncipe de Asturias». Lo cual me hace regresar al artículo de Laso. El problema de descontar a Bueno, querido Laso, no es un asunto de los enemigos de Bueno, sino del prestigio mismo de la Fundación Príncipe de Asturias. Si sus rectores siguen dejándose llevar por lo políticamente correcto o por los insustanciales críticos de Bueno, llegará un momento en que nadie se acordará de quiénes regían la Fundación en tales o cuales años. Quedará muy claro que demostraron una enorme falta de perspicacia. Como en el Nobel, vamos. Pero con una diferencia. La sede de la Fundación Príncipe de Asturias está en Oviedo. Entonces, ¿cómo es posible que José Ferrater Mora, premio de Comunicación y Humanidades del año 1985, haya reconocido y sistematizado el cierre categorial de Gustavo Bueno, viviendo como vivía en Estados Unidos, mientras que los responsables de la Fundación no se dan cuenta de quien tanto ha aportado a la filosofía y a Asturias durante cuarenta años? Desde luego, se encuentran con un papelón para explicar este contrasentido. Y el tiempo está corriendo en contra del prestigio de la Fundación.

Felicísimo Valbuena de la Fuente es catedrático de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid.

 


Fundación Gustavo Bueno
www.fgbueno.es