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Diario de León Domingo, 2 de abril de 2000 |
Suplantaciones página 14 |
Don Gustavo Bueno |
Escuché al profesor Bueno en una conferencia que me ha conmocionado. Porque él destapó la ambigüedad oculta tras las declaraciones emblemáticas de principios y buenas intenciones, la inexistencia de significados profundos en las fórmulas cuyo pronunciamiento pretende envolver la injusticia con el collage demagógico que nos llegamos a creer aplicable sin poderlo ser en absoluto –¡qué tristeza!– por sus inconsistencias... La intervención maravillosa –estructurada con impecable orden lógico y precisa como un mecanismo de relojería– que regaló el filósofo, fue abarcando sutilmente difíciles aspectos implicados que la extendieron más allá de los Derechos humanos de su título. La vitalidad de don Gustavo, a quien escuchaba por primera vez, embarcándonos hacia otra forma de conocimiento, enfrentó de pie conceptos y entelequias actuales que situó con chispeante habilidad en el reino de la fantasía virtual a la que en realidad pertenecen. Desmontó con ironía el frágil ensueño de arquetipos que no resisten la radiografía de un experto, zarandeó la ingenuidad colectiva, desempolvó inutilidad en los trasteros de las conciencias incautas de esos que fuimos sus alumnos por un día, desbarató ciertas declaraciones tópicas bombardeadas por los mismos medios de comunicación que están al servicio de los poderes fácticos que impiden el cumplimiento de las utopías. Confieso que de no haber estado sentada en las últimas filas de la platea del Instituto Padre Isla hubiera saltado de mi butaca para abrazar al riojano universal por su sabiduría comunicadora, por su frescura, por la contagiosa humanidad que tomó cada resquicio del salón de actos propagando la cercanía afable de una palabra que templaba la oscuridad al calor de su brasa y nos llenaba de entusiasmo mientras nos despojaba de adornos prestigiosos. No voy a insistir en la cualificación intelectual de un filósofo extraordinario, en la originalidad genuina de su pensamiento, en la valentía con que desnuda lo que solapan las declaraciones políticamente correctas más o menos interesadas y se arriesga a emitir opiniones y a enseñar a dudar de los universales de moda, claridad que puede provocar la malinterpretación ofuscada por profanos y necios de un sistema de pensamiento coherente y bien articulado. Lo que me cautivó fue el talante del profesor Bueno, esa capacidad de transmitir su filosófica magistral impartiéndola de una manera asequible a todos los que componían un grupo heterogéneo sin rebajar un ápice la altura ni el contenido de un discurso prodigioso. Sin envaramiento iniciático alguno pese a su pertenencia a la élite de la inteligencia, haciendo las pausas necesarias para que la audiencia se relajase y riera abiertamente tanto como él reía por dentro alentándonos combativo y versátil. M reí con la libertad que lo hacía con Chaplin y Keaton porque los grandes maestros saben que enseñar debe ser más alegre que el proceso de aprender en solitario. Y él supo contestar también las preguntas de aquellos que no le habían entendido, con sencillez, sin ridiculizarles como estilan tantos que empreñan aulas y tribunas de vulgaridad, falacias sin chicha y/o desmesuradas importancias personales de caca de la vaca. No llegué a escuchar la palabra germinal de un perdedor por propia voluntad que pudo ganarlo todo. Pero descubrí, convocada por la fuerza de la memoria todavía ardiente del desaparecido Lucio García Ortega, detonante de encuentros y reflexiones en la tercera fase, la convicción emanada por otro hombre total y me marché de vuelta sintiéndome menos sola en el mundo. Era el poder de la terapia brindada por un talento con alma que derramaba los líquidos de la consolación. Se lo dije a Eduardo Zorita y a su esposa cuando me acompañaban. |
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