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La Nueva España
Miércoles, 3 de noviembre de 1999
Sociedad / Cultura
páginas 52-53

«ESPAÑA FRENTE A EUROPA», ÚLTIMO ENSAYO DE GUSTAVO BUENO

GUSTAVO BUENO. Ayer mismo llegó a las librerías asturianas el último libro del filósofo Gustavo Bueno Martínez, titulado «España frente a Europa». Se trata de un amplísimo ensayo editado por Alba Editorial, del mismo grupo que LA NUEVA ESPAÑA. Un estudio muy esperado desde la primavera de 1998 en que Bueno avanzó algunas tesis en una conferencia ofrecida en el Club Prensa Asturiana de LA NUEVA ESPAÑA dentro de las jornadas de la Asociación de Hispanismo Filosófico que se celebraban en Oviedo. «España frente a Europa» recoge en 474 páginas las tesis capitales del catedrático de Filosofía asturiano sobre un debate que se remonta al menos al 98. Bueno considera que la idea de España está ligada a la del imperio católico español que, a su vez, se contrapone al imperio anglosajón de carácter depredador y también enfrentado históricamente con el imperio musulmán que no supera el fanatismo. España se afirma frente a la nueva Europa, unida por su carácter universalista. Pero se trata de una España en crisis a causa del proceso de las autonomías, que en parte la niegan, y, asimismo, por la globalización que alcanza de lleno en su radio al viejo continente. Desde las coordenadas del materialismo filosófico, Bueno tritura los criterios que operan habitualmente en torno a la idea de España y las reconstruye desde sus coordenadas con un vigor, originalidad y valentía que sorprenden e incluso apabullan, aun conociendo a fondo su trayectoria. En estas páginas se ofrece un extracto del capítulo VI del libro.

La unidad europea en cuanto utopía

Gustavo Bueno, en su casa de Niembro.
Gustavo Bueno

Pero ¿acaso el proyecto de una Unión Europea no va precisamente dirigido a superar este estado de «acuerdo insolidario» propio de las «biocenosis salvajes» para conseguir la transformación de la Europa de los combatientes en una Europa de las personas libres, solidarias, democráticas... dentro de una comunidad fraternal universal?

Un proyecto de Unión Europea, concebido en estos términos, es una simple utopía, que razona desde el supuesto de las necesidades estructurales de una Unión Europea futura, pero considerando como simples «problemas intermedios» las exigencias que los estados socios tienen en el presente. Sólo desde esta perspectiva (que es la perspectiva de una «ciencia de visión») pueden sentarse tesis tan tautológicas como la que sostiene que «será el mantenimiento del principio de supranacionalidad y el incremento de la fortaleza de la Comisión y del Tribunal la que permita a la Unión Europea enfrentarse con los retos internos y externos del próximo futuro». Los euroburócratas y los entusiastas de la política de «más Europa» se lamentan de las reglas por las cuales se viene conduciendo la UE en su política económica interna: ante todo, de las dos reglas generales: la regla según la cual el incremento del gasto comunitario no debe rebasar el de los presupuestos nacionales; y también la regla (teoría, se le llama otras veces) del «justo retorno» (de las contribuciones de los socios a la Unión). Y también se lamentan de la regla particular que establece como límite rígido del gasto máximo el del 1,27% del PIB comunitario (un límite que, de hecho, ni siquiera pretende alcanzarse, puesto que, según la llamada «Agenda 2000» para los años 2000-2006, las cifras de gasto irán descendiendo desde el 1,16% en el año 2000 hasta el 0,99% del PNB en el 2006). En efecto (dicen), la primera regla general equivale a no reconocer una «voluntad general europea» que esté por encima de las voluntades de cada Gobierno nacional (pues cada Gobierno puede reducir o aumentar su presupuesto eludiendo en parte de este modo acuerdos internacionales europeos que debieran ser vinculantes, sobre el gasto comunitario). En cuanto a la regla del «justo retorno», abriría la puerta a que cada Estado socio calcule para sí cada negociación importante. Ahora bien, la cuestión de fondo que quienes se lamentan de estas reglas (dando por supuesto que existe ya una «voluntad europea», por encima de las voluntades nacionales, como si el «principio de la supranacionalidad» pudiera confundirse con su realidad efectiva) debieran plantearse es ésta: ¿Cómo podrían los estados socios de la Unión, actuando desde su propia racionalidad económico-política, actuar sin tener en cuenta las reglas o normas generales citadas? Se podrá discutir la regla particular, que fija los «parámetros» de las reglas generales, pero las reglas generales son indiscutibles. O, dicho de otro modo, Europa como entidad económico-política supranacional no existe en la práctica de los facta concludentia; sólo existe en los principios imaginarios de los entusiastas europeos.

Los estados socios tienen intereses contrapuestos, como lo demuestra ya la regla de competitividad de sus productos respectivos. Porque esta regla dice algo más que «competencia» (en el sentido de «capacidad de hacer las cosas bien»), puesto que es «competencia confrontada, a vida o muerte, con otras competencias», que están en situación de acuerdo insolidario. Pero la competencia es la misma ley de la lucha por la vida de una biocenosis, una ley reproducida, casi en estado de naturaleza, en las sociedades capitalistas. Sólo un tercer enemigo, común a todos los estados europeos, y con energía suficiente, podía transformar la insolidaridad de principio que iguala a los estados europeos, dentro del campo de su unidad polémica, en una solidaridad más o menos transitoria. Entre las «solidaridades transitorias» o coyunturales, frente a terceros, hay que contar, por ejemplo, la solidaridad que en importantes aspectos de su mercado interno vincula a los estados de la «zona euro», frente a los EE UU, frente al dólar; pero tampoco cabe olvidar la nueva solidaridad objetiva que se abre (una vez caída la URSS y hasta que la Federación Rusa no vuelva eventualmente a remontar) entre el euro y el dólar, en el reparto de los mercados mundiales y del aprovechamiento de la mano de obra tercermundista, frente al yen y a los demás «dragones». Esta solidaridad constituye el fundamento del llamado «grupo de los dos» (G-2) cuya vitalidad y acuerdo se ha hecho visible, en el último año del milenio, a través de la guerra llevado a cabo por la OTAN en Serbia y en Kosovo (una guerra, por cierto, que no quiere serlo, o serlo de otro orden, más adecuado al «humanismo jurídico» de los nuevos tiempos: el orden de las «campañas militares» cuya estrategia no iría dirigida contra la vida de las personas, salvo los «efectos colaterales», sino contra los bienes económicos).

Ahora bien: la competitividad implica desigualdad. La desigualdad de los socios de la Unión se disfrazará, a lo sumo, de igualdad (teórica, jurídica, por ejemplo) en la atribución a los individuos, o a los pueblos, de las condiciones de salida (igualdad de oportunidades); pero no es igualdad en las condiciones de llegada. Se dice: sólo los más competitivos alcanzarán el éxito (que es, en definitiva, el que mide la excelencia). La igualdad de las condiciones de salida de los corredores en el estadio es la condición necesaria para las desigualdades en el punto de llegada, a partir de las cuales se discernirán los premios. Los estados socios de la Unión son desiguales económicamente, demográficamente, industrialmente y por ello tenderán a mantener políticas «fraccionalistas» los subgrupos más solidarios respecto de determinados intereses, por ejemplo, el que se denomina «núcleo duro» (Alemania, Francia y el Benelux), pero también el «grupo de contacto-Yugoslavia», etcétera. El «núcleo duro» tenderá a establecer un catálogo de competencias de la Unión Europea (trasunto de los catálogos alemanes) lo más preciso posible, frente a las competencias de los estados miembros. La igualdad en determinadas condiciones formales de salida (tasa de inflación, deuda pública, etcétera) será, por tanto, el principio de la desigualdad en el momento en el que la carrera comience. Las distancias iniciales se agrandarán en el curso de la competencia y los socios más favorecidos irán apropiándose de los bienes (particularmente de los bienes inmuebles) ofrecidos por los países menos favorecidos (por ejemplo, los alemanes o los suecos se convertirán en los propietarios de amplias zonas urbanas, o de recreo, a lo largo de las costas mediterráneas) y, en todo caso, tenderán a limitar, no sólo, como es lógico, el incremento de gastos comunitarios, sino también el techo de los porcentajes máximos para estos gastos, como hemos dicho. La moneda común no garantiza la igualdad ni la libertad, ni tampoco la movilidad en el mercado del trabajo. La moneda común no significa por sí mucho más de lo que significó en su tiempo la tipografía uniforme (que eliminó las diferencias existentes entre letras góticas, cirílicas o griegas en beneficio del común alfabeto latino); sin embargo, la tipografía uniforme fue sólo un instrumento para representar cosas muy distintas, que había que leer, además, unas veces en inglés, otras en alemán y otras en español. El sistema del euro, como moneda común, no significará mucho más de lo que significó el sistema métrico decimal: facilitó los intercambios, la medida común, pero precisamente una medida común que permite establecer las diferencias entre las cosas desiguales medidas. El euro –que inicia su competencia con el dólar, al que no logra desplazar en su puesto jerárquico– no garantiza tampoco el pleno empleo (el fortalecimiento del euro podría, además, agravar, al dificultar la exportación, el problema del paro), ni elimina el desempleo estructural propio de cada Estado. Incluso podría éste incrementarse, según algunos economistas, dado que cada Estado perdería, no ya simplemente las comisiones derivadas de los intercambios de divisas (que puede considerarse como «cantidad despreciable»), sino, sobre todo, la posibilidad de controlar, mediante devaluaciones o revaluaciones pertinentes, el mercado de trabajo y la tasa de producción industrial o agrícola exportable, la inflación. La moneda única encuentra su principal utilidad en los desplazamientos turísticos y sólo en este terreno algunas minorías podrán alcanzar los «niveles de convivencia armónica, comunitaria». Las barreras lingüísticas son importantes y, sobre todo, insuperables en régimen de igualdad, porque es imposible que los cuatrocientos millones de europeos hablen simultáneamente francés, inglés, alemán, español, portugués, holandés, sueco, griego, polaco..., sin contar con el catalán, el gaélico, el retorromano, el euskera. Sin duda, «Europa» implica una élite políglota constituida por funcionarios, ejecutivos, azafatas, diplomados, agentes de Bolsa, periodistas, que dan la imagen, en los medios, del «europeo cosmopolita»; pero esta élite no sube más allá del 1% de la población total.

La desigualdad, es cierto, no excluye la solidaridad, así como tampoco solidaridad implica la igualdad, según hemos dicho. Porque la solidaridad fuerte se establece frente a terceros, y quienes son desiguales según parámetros tales como la posición social, la renta o el desempleo pueden solidarizarse y formar causa común frente los inmigrantes del Tercer Mundo.

Para que la Unión Europea alcance un grado de cohesión política aceptable y sostenible sería preciso que los estados socios no sólo «cedieran» parte de su soberanía, sino sobre todo que terminasen por renunciar definitivamente a la igualdad efectiva respecto de los socios que resultasen ser hegemónicos. Pero, ¿cómo podía ceder España, o los demás estados de la Unión, a su soberanía en la regulación de la Seguridad Social? De hecho, las resoluciones que tienen que ver con la Seguridad Social en Europa están sometidas, de momento, a la regla de la unanimidad. Es imprescindible, para hablar de una Unión Europea en pleno sentido político, un idioma europeo común; este idioma no es probable que resulte de la mixtión de los actualmente existentes, como una especie de llingua franca. El idioma común sólo podrá derivarse de la hegemonía de uno los idiomas europeos, el inglés por ejemplo. Pero la hegemonía de uno de esos idiomas colocaría a todos los demás en posición subordinada. Ahora bien: la posibilidad de que determinado idioma nacional quede subordinado al producirse la Unión interesa sobre todo a las «naciones fraccionarias», porque un idioma común distinto del español, el inglés, «liberaría» a estas naciones del idioma propio de la «nación canónica» a la que pertenecen: los separatistas vascos, los catalanes o los gallegos aceptarán gustosos el inglés como idioma común europeo, con tal de librarse del castellano (como también Inglaterra o EE UU podrán ver con agrado, en principio, y aun ayudarán a los movimientos secesionistas que impliquen la incorporación a su comunidad lingüística de algunos millones nuevos de angloparlantes cualificados). Dice un dirigente nacionalista a sus correligionarios separatistas en una reunión de representantes de autonomías: «nos separaremos de España, pero en Europa nos encontraremos». Añadiremos, por nuestra parte: nos encontraremos en Europa hablando en inglés.

La Unión Europea en la medida en la que sus estados socios mantengan su identidad histórica (y, por tanto, la estructura económica y social que esta identidad implica) puede aspirar a ser una asociación próxima a una Confederación, poco más que un club, estructurado fundamentalmente como una unión aduanera, complementada de todos los instrumentos precisos (desde la moneda y el pasaporte comunes hasta matriculación uniforme de automóviles, desde los trenes de alta velocidad hasta las «ofertas culturales» cada vez más diversificadas). No hay por qué dudar que estas posibilidades, además de hacer posible un mercado común competitivo, pueden llenar de alborozo a millones de ciudadanos europeos, que disfrutan de un pasable nivel de renta, aunque no sea más que por el puro placer de visitarse mutuamente como turistas, comprarse mutuamente los bienes expuestos en los escaparates o en Internet; también llenarán de alborozo a los becarios a quienes «Europa» ofrecerá la ocasión de iniciar la carrera que los lleve al codiciado puesto de eurofuncionario cualificado. Pero la inevitable «ampliación al Este» de la Unión Europea debilitará, cada vez más, los contenidos comunes que no sean estrictamente mercantiles (aunque abrirá posibilidades nuevas a los exportadores de la Europa occidental).

(...) Desde luego, los efectos más importantes que pudieran derivarse del ingreso de España en la Unión Europea tendrían que ver con el sistema de las autonomías. La Unión Europea bajo le hegemonía de los «estados del paralelo 50» (que son los estados de estirpe más claramente capitalista) puede facilitar la disgregación de España por muchas de sus líneas de fractura. A los países hegemónicos de Europa les interesa más tener como socios a «naciones fraccionarias» que a «naciones enteras». Es cierto que desde el punto de vista de la estrategia militar de la OTAN los intereses pueden ir en sentido opuesto.

En cualquier caso y aun en el supuesto de que la unidad de España se mantuviera sin perjuicio del proceso de consolidación de su nueva «identidad europea», sí cabría decir que la ruta por la cual podría marchar la unidad de su estructura económica-política estaría trazada a niveles muy bajos y marginales, por respecto de los cuales marcharán los socios hegemónicos. Ninguno de los centros de decisión verdaderamente importantes de la nueva Europa (el Parlamento, el Gobierno europeo, el Banco Central) están situados en España: se localizan en el entorno del paralelo 50 de referencia (Estrasburgo, Bruselas, Francfort). A España le puede corresponder el papel similar al de un comparsa situado en la frontera sur de Europa, que, sin embargo, no por ello dejaría de ser un mercado de bienes de consumo nada despreciable para las multinacionales que tengan el pie puesto en Europa. Más aún, estos papeles de comparsa serán aceptados con gusto por los muchos españoles que puedan beneficiarse de ellos.

Algunos ideólogos del europeísmo afirman que la consolidación de la Unión Europea, juntamente con la consolidación de otras grandes asociaciones políticas de tipo continental, es la mejor garantía que tiene hoy la Humanidad, de cara al próximo milenio, para conjurar las eventuales guerras mundiales. Las tensiones constantes entre los estados, que habrá que reconocer como ineludibles, podrían descargar su energía de fricción entre guerras locales, que ya no comprometerán a las uniones continentales. Un Tribunal Internacional de Justicia, a quien se encomendase velar por los derechos humanos, aseguraría la paz perpetua o, por lo menos, la paz durante el próximo milenio. En esta perspectiva, el proyecto europeo se convertiría en uno de los más ambiciosos proyectos prácticos cara al futuro inmediato, un proyecto que «ningún europeo con mediana inteligencia y buena voluntad» podría dejar de asumir entusiásticamente.

Pero ninguna de estas previsiones se apoya en premisas seguras. Son ya muy problemáticas las competencias a que puede aspirar el Tribunal de Justicia europeo, vinculado a un Derecho Comunitario supranacional que habrá de circunscribirse a los límites que le impongan los intereses laborales o industriales de los estados socios. En cuanto al proyecto de un Tribunal Internacional de Justicia, independiente por completo de los poderes ejecutivos, y autoconcebido, por tanto, como la más efectiva aproximación a la idea de una justicia divina que tutelase la Tierra, cabría decir que él puede verse en gran medida como un producto de la «fantasía imperialista» del gremio de los jueces, de la idea de un poder judicial soberano y universal. Ese Tribunal Internacional de Justicia, aun suponiendo que sus sentencias fueran prudentes, ¿de dónde sacaría la fuerza de obligar a su cumplimiento? Las sentencias de un Tribunal de Justicia de esa naturaleza se irían acumulando para formar repertorios especulativos de «casos de ética, moral o derecho», en el supuesto de que el alto tribunal no dispusiera de un poder ejecutivo capaz de hacerlas cumplir mediante el uso de la violencia legal (la violencia que obliga al condenado a ir a prisión, a la silla eléctrica o, simplemente, a satisfacer las multas). ¿Y qué Estado pondría sus poderes ejecutivos al servicio de un Tribunal Internacional de Justicia que sentenciara contra él en materia grave? El proyecto de un Tribunal Internacional de Justicia pide el principio de consenso entre todas las potencias de la Tierra; pero este consenso es tan sólo una ficción jurídica. Un consenso, además, encubre casi siempre la discordia efectiva, la falta de acuerdo que resulte del conflicto objetivo entre los estados. Y de un modo mucho más estrepitoso, si estos estados son «estados continentales». La consolidación de una Unión Europea, como un Estado federal, no puede presentarse como garantía de una paz perpetua, ni, al menos, milenaria. Puede conducir también al enfrentamiento con otros gigantes continentales (China, India), que están en vías de un desarrollo demográfico, tecnológico y social que cristalizará probablemente en el próximo milenio. En cualquier caso, tampoco cabe descartar la reminiscencia, en el seno de ese mismo «sistema planetario de estados continentales», de proyectos ligados a los proyectos nacionalistas tradicionales y, particularmente, en Europa, a la reminiscencia de un nacionalismo alemán de nuevo cuño (¿Reichstag o Bundestag?). Tenemos en cuenta algunos puntos de la trayectoria que ha seguido Alemania una vez que transcurrieron las décadas de recuperación, después de su derrota y fragmentación en la II Guerra Mundial (reunificación de las dos Alemanias, política unilateral, tras la crisis yugoslava, de reconocimiento de Croacia y Eslovenia, apertura hacia el Este: «de una forma u otra en la tradición de la Mittel Europa (dice un profundo conocedor de la política internacional contemporánea) también se trataría (por parte de Alemania) de incluir a Polonia, Hungría, Bohemia y Moravia en el campo de la influencia dominante del IV Reich en formación»).

 


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