El País Madrid, miércoles 26 de marzo de 1997 |
Opinión página 11 |
Pedro de Silva |
En una presentación del último libro de Gustavo Bueno (El mito de la cultura, editado por Prensa Ibérica), tuve ocasión de especular acerca de un dato: el texto propiamente dicho del ensayo concluye en la página 222. Aseveré que, tratándose de Bueno, esto no podía ser casual. El 2 es el número de la oposición, de la dialéctica, y se repite tres veces, quedando inscrita así la dialéctica en el ternario, y dejándonos la suma resultante a las puertas mismas del número sagrado. Naturalmente, el ensayo concluye en la página 222, como podía hacerlo en cualquier otra. Pero la llamada de atención produjo algún desasosiego. Ahora leo el último libro de Eugenio Trías (Pensar la religión, editado por Destino). Salvando todas las distancias, incluso una bastante obvia de tamaño, pues Bueno nunca ha hecho ensayo, sino tractatus, unen a Trías y Bueno la asombrosa erudición y la perfección literaria. Parece una redundancia decir de un filósofo que escribe bien. ¿Es posible la buena filosofía en un mal escritor? La palabra escrita, bajo forma de discurso conceptual, ha acabado siendo la herramienta única de la filosofía. No sería concebible ahora, como en la antigüedad clásica o en la cristiana, una filosofía transcrita. Sócrates y Cristo no tendrían hoy nada que hacer. La exactitud del concepto es indisociable de la verdad filosófica. Esa condición exacta es radical, en el sentido de que pide principio en las raíces: la filosofía es en buena parte filología. Pero también genesiaca: el filósofo hace nacer palabras, crea lenguaje, su lenguaje, como embarcación para pasar al otro lado. El que no se suba en ella se queda en el Viejo Continente. En eso Bueno es maestro, y en el último libro incorpora, después de la página 222, un glosario con las claves indispensables. En esa naturaleza que hace inseparable al filósofo del escritor radica precisamente su límite. Siguiendo a Trías, el discurso es la carne, que impide el vuelo del espíritu. ¿Cómo subir alto, hasta tropezarnos con el gran espíritu que desciende en forma de paloma si estamos atados a la palabra radical, a la palabra filológica? ¿Cómo trascender el estado de cosas, cada una con su palabra, si éstas tienen la función de ordenar, clasificar, jerarquizar, acotar un territorio, el humano, para protegerlo de las piedras que caen de arriba? No ya los filósofos, los mismos poetas se encuentran, en un momento de su vida o en todos, sumidos en ese penar (y penal): la intrascendencia de la palabra. La incapacidad para hablar de lo inefable. Una de las concepciones más clásicas de Bueno es la que define el que llama espacio antropológico. Un espacio organizado por tres ejes: el circular, que contiene las relaciones de unos hombres con otros; el radial, en el que el hombre se relaciona con la naturaleza, y el angular, que lo vincula a los númenes. Éstos son, según Bueno, seres inteligentes no necesariamente divinos. El pensador los residencia en los animales, en una rara teología --el animal divino-- que nos evoca el panteón egipcio. Un tipo de animales serían los extraterrestres, animales no linneanos, según su definición. Se trata, en todo caso, de un espacio trinitario, de un ternario. Si le damos la vuelta a este espacio antropológico --poniéndolo sobre sus patas, como había hecho Marx con Hegel, pero al revés-- resulta un espacio teológico: nos sale Dios. Padre, que se recrea en su identidad; Hijo, que se abre a la materia humana, y Espíritu Santo, que se sale por la tangente, a otra dimensión. Un católico vería en la operativa descrita una forma de hacer bueno a Bueno, el gran transgresor. ¿No ha estado siempre muy cerca la biografía de un hereje y la de un santo? Trías, haciendo honor al nombre, como es propio de un filósofo-filólogo, también es trinitario. Siguiendo a Joaquín di Fiore, asocia el Viejo Testamento al Padre, y el Nuevo, al Hijo. En éste, cuya era estamos a punto de abandonar, la palabra está presa en la carne del discurso. Todo está preparado ya para el advenimiento de la tercera persona, el Espíritu Santo, cuyo reinado pone fin al de la carne, la razón, la palabra y, por tanto --aunque esto no lo dice Trías--, la filosofía. Trías da carnalidad al verbo y, de su mano, a los conceptos que encierra. Bueno llamaba a esta consistencia material de los objetos abstractos M-3 o tercer género de materialidad. Pongamos el triángulo antropológico de Bueno sobre la base, sobre la tierra. Apoyemos el de Trías sobre el cielo. Conforme se aproximan habrá una tensión profética. Luego se irán ensamblando, hasta unirse los dos triángulos, el que asciende y el que desciende, en una estrella de seis puntas. La estrella de David. La bandera de la Jerusalén celestial. Bueno y Trías son hegelianos a su pesar, pero Bueno resulta en el fondo mucho más metafísico (es decir, menos hegeliano). El devenir trinitario al que se afilia Trías es bastante dialéctico, historicista y convencional. En cambio, para Bueno, muy en lo hondo, la filosofía es siempre la misma. O es verdadera o no lo es. En realidad, su academia no ha sido nunca la de la llamada escuela de Oviedo, un asunto meramente contemporáneo. En la academia de Bueno se sientan, o pasean por su jardín, filósofos de la antigüedad clásica, escolásticos cristianos, filósofos de la historia y hasta algún escolástico marxista. Su simploke es, en última instancia, un tejido universal y eterno, hecho de conceptos articulados en discurso, en un discurso único, en una carne, o materialidad-3, en la que Sócrates puede ser una fibra vecina del mismo músculo, y santo Tomás, de otro. El devenir está integrado en la eternidad, que cada día se ve como presente. En El mito de la cultura, Bueno conjura la cultura civil, le niega todo estatuto de verdad, cualquier aptitud para suplantar, como religión laica, la vieja y caduca cultura religiosa. Como ésta no es ya retornable, se crea un vacío, una tierra de nadie. ¿Será ese espacio vacuo el adecuado para el aterrizaje del Espíritu Santo de Trías? Los místicos verdaderos, y sobre todo los herejes como Miguel de Molinos, veían en el vacío de la palabra, en la nada, el lugar para la trascendencia. Ése puede ser el no-lugar, libre de religión positiva y de cultura profana, en el que al fin se pose la paloma. El gran maestro y el ex nuevo filósofo preparan el santo advenimiento, siempre con excelsitud literaria. Pedro de Silva es escritor. |
Fundación Gustavo Bueno www.fgbueno.es |