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El Comercio Gijón, 2 de febrero de 1997 |
Cultura página 50 |
Carlos Iglesias |
¿Qué capacidad desmitificadora podría tener un libro que no va a ser leído precisamente por quienes están envueltos en el mito al que el libro se refiere? Con estas palabras, al comienzo del libro, Gustavo Bueno casi quita las ganas de leer el libro de entrada. Pero ¿tiene, o más bien, ha tenido razón? En principio, uno está tentado a afirmar que se ha equivocado completamente. En efecto, no recuerdo ningún otro libro de Bueno que, en un espacio de tiempo tan corto, haya tenido tal cantidad de comentarios, lo cual parece indicar, en principio, que el libro se ha leído. El problema surge cuando se intenta matizar quiénes son los que están envueltos en ese gran mito de la cultura que penetra los intersticios más recónditos e insólitos de nuestra existencia, considérese ésta a nivel personal o a nivel social. La respuesta no puede ser otra sino que absolutamente todos estamos anegados hasta el tuétano en ese mito; pero la diferencia de esa envoltura reside en cuestiones de grado. No se ve una escapatoria posible, porque incluso aunque tal salida existiera, volveríamos a crear un nuevo mito. Por lo tanto, más que desmitificar, lo que se trata es de llevar a cabo el análisis de ese mito, ya que los mitos son las leyes mismas que presiden nuestras manipulaciones diarias con las cosas y que, en ocasiones, conducen a los hombres a los límites de la suprema estupidez, o pueden llegar a establecer o sugerir semiverdades con una racionalidad práctica y efectiva. Los mitos y el hombre Ahora bien, esta afirmación supone de entrada toda una teoría sobre la idea de lo que puedan significar los mitos. Y en este punto empiezan a plantearse los problemas sobre la primera afirmación de Bueno, puesto que tal teoría resulta totalmente ininteligible si no se tienen en cuentan obras de Bueno anteriores a El mito de la cultura, y que han pasado desapercibidas, al menos desde un punto de vista de las reseñas que de ellas se han hecho. Pero, por otra parte, este mismo hecho desdice las palabras de Bueno, puesto que las tesis de este libro apuntan a un mito que está en pleno funcionamiento, un mito que está sosteniendo las raíces más profundas de nuestro sistema, y nadie puede quedarse al margen, todo el mundo se siente «aludido». La idea de cultura, como la sustancia en la cual se identifica un pueblo, tiene una función muy semejante a la que pueda desempeñar un tótem entre los pueblos primitivos; pero esta función, esta identificación es válida sólo a un determinado nivel de semejanza, pues los estratos que realimentan «nuestra» actual cultura están situados en una capa histórica completamente diferente, lo cual permite desbordar el significado estricto de tótem. |
Procesos de refluencia Y es este desbordamiento el que permite entender este salvajismo refluyente de la humanidad contemporánea, sin apelar a criterios antropológicos o meramente psicológicos. Esta refluencia hacia estados previos de nuestra evolución histórica tiene un significado que no va más allá de una nueva combinatoria, a partir de los elementos dados en el presente, que quizás hará posible unas formas sociales más «racionales», aún sin precisar y no determinadas, excepto por los gurús oficiales de turno, que sesudamente vaticinan, en tertulias, lo que va a ser nuestro siglo próximo. Pero, ¿no significa este análisis de Bueno, y la reconstrucción posterior que lleva a cabo, a partir de dicho análisis, de un nuevo marco teórico, una suerte de proceso desmitificador? Porque si así no fuera, ¿cuál es, entonces, el objetivo de escribir el libro? El libro tramposo Pero, volviendo al título ¿por qué es un libro tramposo? Es un libro tramposo porque aparenta menos de lo que, en realidad, es. Oculta, quizás a propósito o por carencia de espacio, todo un transfondo subyacente a afirmaciones vistosas, o quizás, y es lo más probable, porque Bueno nos ofrece todo un armazón geométrico de lo que debe ser un análisis histórico en regla. Pocos hechos, muy pocos elementos rellenan ese armazón. Es necesario leer entre líneas para percatarse del enorme esfuerzo que podría suponer rellenar ese armazón, pero está ahí, con una solidez exultante y segura de sí misma. Cualquiera puede hacer el sano ejercicio de contrastarlo, de aplicarlo y comprobar si existe alguna clase de resquebrajamiento. Toda una teoría, minuciosa y detallada, está soportando férreamente el libro, y todo un arsenal de datos históricos, no explicitados, bullen en un estado de semiequilibrio estable. Los procesos históricos encuentran su verdadero ajuste explicativo, su verdadera causalidad histórica, no en una narración lineal, sino en un circuito que se asemeja a un torbellino en el que priman las relaciones de incompatibilidad e inconsistencia entre las partes constitutivas de un determinado sistema cultural que, por otra parte, está siempre dependiendo de factores exógenos. La Idea de Nación Por esto, la identidad cultural de un pueblo es un mito, un gesto propagandístico, ideológico. Un mito que Bueno rastrea sus orígenes históricos, que cristaliza en las «culturas nacionales», un caldo de cultivo del que emergerá la idea de nación, en tanto que idea estrictamente política, pero gestada en el ámbito estricto de un Estado soberano, del Estado moderno. La nación, como sujeto político puro, como mera abstracción, es una pura entelequia sin base alguna. La nación necesita de una lengua, de una historia..., y cuando se pierde de vista esta perspectiva, es cuando empieza a funcionar la idea de nación como expresión del espíritu del pueblo, es el pueblo de Dios que se nos revela a través de la cultura nacional. Y este hecho obliga a reinterpretar todos los contenidos como si fueran componentes originarios de esa nación. El hombre y su cultura Pero estos productos de la actividad del hombre (y aquí comienzan las contradicciones), cuando alcanzan un determinado grado de complejidad, se van alejando unos de otros, y establecen relaciones objetivas, sociales y extrasomáticas, cada vez más y más complejas e imprevistas; pero, sobre todo, independientes de las operaciones humanas que, sin embargo, están en su génesis. Estos productos de la actividad humana (una obra de arte, un reactor nuclear... ), segregados, poco a poco, de las operaciones subjetivas, inician líneas de desarrollo mutuamente independientes, y ofrecen al hombre la «revelación» de nuevos espacios del mundo, nuevos horizontes que permiten un desarrollo más profundo de la humanidad; lo cual no significa, en modo alguno, que tal desarrollo no pueda llevar implícito un incremento de los peligros en que la humanidad está envuelta a cada paso. Contradicción constante Llegados a este punto, nos encontramos con lo que Bueno denomina Ley del desarrollo inverso de la evolución cultural, de la cual se deriva un corolario central que está pesando sobre todo el libro de forma constante. Porque si esos productos de la actividad humana que se han ido segregando de ella, y han constituido categorías objetivas, independientes del propio hombre (y cada vez a un ritmo más acelerado: piénsese sólo en la robótica), construyendo relaciones nuevas, se podrá decir deshumanizadas, en las que el hombre no se encuentra intercalado para nada en la trama que compone dichas estructuras, ¿no será que tenemos que reconocer, en este proceso, una des-culturalización que se abre camino, a pasos agigantados, en el mismo seno del desarrollo universal de la cultura? Y si es así, ¿por qué llamar a estos productos culturales? Pero, tampoco sería correcto enclavarlos en el mundo de la Naturaleza: ¿se puede meter un laboratorio de química en el reino natural cósmico? ¿Dónde situar estas estructuras? La respuesta de Bueno, ya argumentada en obras anteriores, las sitúa en un mundo terciogenérico. Son estructuras transculturales, que no son culturales ni naturales. Sólo el rompimiento de la maniquea disyuntiva entre Naturaleza y Cultura, permite desbordar esta falsa dicotomía, y entender este tipo de productos humanos que no se enclasan en ninguna de estas dos ideas; pero teniendo siempre en cuenta que un tal rompimiento sólo es posible a través de los procesos históricos, a escala mundial, que están configurando nuestra existencia. ¿Una cultura universal? Una vez establecidos estos productos, cuya naturaleza se encuentra más allá de cualquier cultura particular, que no pueden ser circunscritos a un determinado círculo particular y que, por tanto, son «universales», en tanto esa su universalidad nos remite a su implantación efectiva en determinadas sociedades que se encuentran en un nivel dado de su evolución, quedan por resolver, esencialmente dos problemas centrales. En primer lugar, el intento de establecer una cultura universal sólo encontraría su realización y llegaría a forjarse a partir de las diversas culturas existentes en la actualidad, pero los contenidos de estas culturas particulares, a su vez, al enfrentarse entre sí, no hacen sino generar toda una cascada de conflictos, que reflejan los propios conflictos de las sociedades que se encuentran intercaladas en esas mismas culturas. Es esta dialéctica, entre el particularismo de cada cultura y la tendencia hacia contenidos universales, la que determina una de las características más interesante de nuestra época, y la que crea esa refluencia de la que hemos hablado. Bueno, como él mismo dice, no ha pretendido dinamitar esa «masa viscosa» que sirve de pedestal para servicios tan diversos; ha tratado de descomponerla o resolverlas en sus partes, unas auténticas, otras aparentes, y restituirlas a sus quicios propios. Los cabos sueltos Habiendo considerado que existen ciertos contenidos que, sin duda alguna, se pueden considerar como universales (teniendo en cuenta, siempre, que esta universalidad nos viene enmarcada, a su vez, a un cierto nivel de desarrollo histórico), contenidos tales como las verdades geométricas o físicas, surge una duda cuando intentamos ampliar el número de esos contenidos universales y consideramos, por ejemplo, la «justicia» en la clase de tales contenidos; pues, la condición de universalidad nos remite a la consideración de contenidos como no circunscritos a ninguna cultura en particular. El ejemplo que pone Bueno de los triángulos rectángulos sobre los cuales Pitágoras estableció su célebre relación, ilustra a la perfección el problema; sin duda tales triángulos son productos culturales (las formas de los frontones de mármol, por ejemplo), pero la relación pitagórica entre los lados de un triángulo rectángulo ya no es una relación «artificial», en el sentido de convencional, ni tampoco cultural, aunque, eso sí, tenga una «refluencia» que queda cortada de cuajo cuando la relación pitagórica cristaliza como tal. Pero, es que un contenido como la justicia se encuentra en un continuo e inestable equilibrio: por un lado se podría clasificar como un contenido valioso en cuanto a su carácter universal pero, por otra parte, se encuentra alimentado por una incesante refluencia, necesaria para estar reajustando y asimilando las «relaciones asimétricas» materiales (sociales, económicas, políticas...) de las que, en primera instancia, procede. Y, al consistir su cristalización en ese reajuste continuo, se nos cuela de nuevo, subrepticiamente, el contenido cultural. Un dialelo perfecto que nos hace volver a la capacidad de absorción que tenga un determinado sistema (moral, filosófico...) para moldear o reducir a otros sistemas de normatividades operativas, cuya estructura interna, a la postre, resulta más débil. El libro de Bueno, pues, es algo inacabado. Él o quien sea tiene como labor perentoria desarrollar esas líneas normativas, en perpetua contradicción, que pueden arrastrarnos a callejones sin salida alguna. Las piezas ya están perfectamente colocadas. |
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