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La Nueva España
Domingo, 29 de diciembre de 1996
Sociedad y Cultura
portada y páginas 40-41

Gustavo Bueno, en «El mito de la cultura», su último libro, editado por Prensa Ibérica

«La cultura selecta es el opio del pueblo democrático»

«El público entra en trance extático ante el altar en el que oficia Michael Jackson» «El atletismo vocal de un divo de ópera no tiene más importancia que el atletismo muscular de un héroe de halterofilia» «En el escenario los actores hacen el papel de sacerdotes» «El valor de esa cultura selecta es prácticamente nulo» «Naturaleza y cultura, disyunción, ficticia»
El filósofo asturiano Gustavo Bueno acaba de publicar «El mito de la cultura», en Editorial Prensa Ibérica, del mismo grupo editorial que La Nueva España. El objetivo del libro es no sólo «diagnosticar» este mito, sino también examinar su génesis y su estructura, con la intención de contribuir a la trituración del último mito del milenio que termina. Reproducimos por su interés un resumen del capítulo final.

[Dibujo de Pablo García]
Gustavo Bueno

La Superioridad espera que el habitante de la villa perciba en el rótulo del nuevo edificio la invitación a entrar en un mundo etéreo e indefinible, el mundo o Reino de la Cultura, que es mucho más que la escuela, el ayuntamiento, la iglesia, la discoteca o incluso la casa del pueblo (a fin de cuentas instituciones demasiado definidas, incluso prosaicas). La Superioridad espera que en la Casa de la Cultura el villano crea que entra en comunidad con los demás hombres libres que respiran en una atmósfera irreal y sobrenatural. La Superioridad espera (y para ello utiliza sus animadores culturales –no sacerdotes, ni profesores, ni monitores, ni entrenadores–) que el villano, al entrar en la Casa de la Cultura, olvidará no sólo las miserias del mundo más prosaico del trabajo, sino también el espíritu de frívola diversión (que sopla en el teatro o en la discoteca) o el de la disciplina (que sopla en la escuela). La Superioridad espera que el villano se sienta, sin esfuerzo, como inundado por una gracia elevante que, como un don del Espíritu Santo, desciende sobre él, para purificarle, elevarle y santificarle. La Superioridad, en fin, espera que la Casa de la Cultura, en la villa, sea para el villano la antesala del Reino universal de la Gracia. Fuera de él, el villano sería un desgraciado.

La liturgia para alcanzar ese estado de gracia, sea en la villa sea en la ciudad, mantiene además una estrechísima vinculación con la liturgia religiosa, a través de la cual los sacerdotes, oficiando en el altar, ofrecían, a un público que llenaba los bancos de la iglesia o que permanecía en pie, el milagro de la transubstanciación. El altar es ahora el escenario: la cultura selecta de nuestra época es, considerada desde un punto de vista planetario, sobre todo una cultura de escenario (el propio campo de fútbol sigue siendo también un escenario). En el escenario los actores desempeñan el papel de sacerdotes ante el público de los nuevos templos, las salas de conciertos, las salas de teatro, las de rock, las de cine, y sobre todo la «sala dispersa» por los cientos de millones de «plateas» de las diversas ciudades, a saber, las casas particulares que, en lugar de una cruz tienen en su tejado una antena de televisión, y en las que la ceremonia del rezo del rosario en familia ha sido transformada, en virtud de una suerte de pseudomórfosis, en la ceremonia de ver la televisión en familia.

Asomémonos a alguno de estos nuevos templos de la cultura para explorar las liturgias consideradas más sublimes: el Liceo de Barcelona ante la ekpirosis de 1994. El incendio del teatro de la ópera representó para la elite barcelonesa y española de la monarquía de Juan Carlos tanto o más de lo que representó para los judíos la destrucción del templo de Jerusalén en la época de Tito. Y escuchando cantar desde las cenizas a Montserrat Caballé, a Plácido Domingo, o a José Carreras, devanando especulaciones vocales surrealistas (mitos verdianos o wagnerianos), la elite selecta que (después de haber leído un libro de Kundera, o contemplado en el teatro una obra de Bernard Koltès) entreveía las lágrimas de la ministra de Cultura parecía haberse elevado, esperando la resurrección del templo, al supremo estado de Gracia cosmopolita. Asomémonos a los templos de la cultura popular, en donde un público enardecido, como en unos misterios dionisiacos multiplicados por los medios de la sociedad industrial, entra en trance extático ante el altar en el que oficia Michael Jackson o sigue el mensaje que un profeta viene desarrollando a lo largo de una generación (Sabina, Serrat, Víctor & Ana &c.).

¿Cómo explicar (justificar, en el sentido económico) las enormes inversiones, aportadas muchas veces por el erario público, que son necesarias para sufragar a los divos, si no fuera porque su divinidad se constituye gracias precisamente a esas grandes inversiones? No quiero decir que los melismas o fermatas de un divo de ópera carezcan de todo interés (aunque no sea más que desde el punto de vista del atletismo vocal). Lo que afirmo rotundamente es que el valor intrínseco de esa cultura selecta es prácticamente nulo y que el atletismo vocal de un divo de ópera no tiene más importancia (ni tampoco menos) que el atletismo muscular de un héroe de halterofilia.

«La elite pretende mantener su ensueño de minoría despierta»

En la medida en que la liturgia del altar se interprete mejor mediante el concepto de opio del pueblo que mediante el concepto de los «misterios de la Gracia», ¿por qué la liturgia del escenario, heredera de la liturgia del altar, no habría de interpretarse mejor con el mismo concepto de opio del pueblo que con la idea de un disfrute o fruición vital o cultural? El opio del pueblo es el opio del vulgo (Vulgo > Volk), y el vulgo es, no sólo la plebe, sino también la elite «culta en cultura circunscrita» («hay vulgo que sabe latín», decía Feijoo); porque vulgo o masa, al menos si seguimos la definición de Ortega, es todo hombre que se encuentra satisfecho de lo que es por el mero hecho de pertenecer a su grupo, «cebado de su propio existir» y de las rutinas o señas de identidad que el grupo le suministra. Tan rutinarias son sin embargo las temporadas de ópera como las creaciones de la vanguardia, o como las extralimitaciones culturales hippies convertidas en rutinas de la cuarta cultura. Pero es mediante la participación en esas culturas circunscritas por grupos determinados y no por otros, por los que la elite o la plebe alcanzan la conciencia (la falsa conciencia) de la «realización de su plenitud vital, de su libertad».

En la medida en que tal realización es, desde luego, ilusoria, un puro ensueño retórico y metafísico, así también habrá que considerar como opio del pueblo al agente que lo provoca, a saber, a la cultura circunscrita. Es bien sabido que las teorías de los efectos que a la religión convenía atribuir como «opio del pueblo» no solamente tenían en cuenta la analogía con el opio que se administraba el pueblo a sí mismo para calmar el dolor derivado de su estado de opresión (el «opio del pueblo» como brebaje espiritual, de Marx), sino también el opio que le era administrado al pueblo por los explotadores para mantenerlo en estado intermitente de entontecida ilusión (el «opio del pueblo» en el sentido de Lenin). Sólo que las funciones de opio del pueblo las ejerce hoy la cultura selecta, una vez que la religión ha perdido, en la sociedad industrial, las virtudes de adormidera psicodélica. La elite se administra a sí misma dosis definidas de cultura operística, de cultura literaria, de cultura vanguardista (a título precisamente de cultura, pero no, por ejemplo, de «experimento vocal» o de «exploración combinatoria») para mantener su ensueño de minoría despierta, elegida, consciente; la plebe se administra, o le es administrada, cultura selecta ad hoc (cultura de consumo) para mantener su ensueño de libertad activa, de rebeldía suprema, de entusiasmo. La cultura por antonomasia, la cultura selecta, es el opio del pueblo democrático constituido por la plebe y por las elites, que son momentos suyos correlativos. No cabe «progreso» en el mundo de la cultura selecta, como no cabe progreso en la verdadera religión. Pero sí cabe adaptación, cambio de parámetros, ajustes a la realidad cambiante, perfección en las virtudes actualizadas de las adormideras psicodélicas. (...)

Me limitaré por tanto a recordar una recomendación que Epicuro daba a uno de sus discípulos por si acaso alguien encontrase en ella ocasión para explorar nuevas «formas de vida», no ya «volviendo a la Naturaleza», sino simplemente al mundo que envuelve, a la vez, a la Naturaleza y a la Cultura: «Toma tu barco y huye, hombre feliz, a vela desplegada, de cualquier forma de cultura.» Al menos cuando los contenidos englobados en el rótulo «cultura» pretenden recibir su valor precisamente de ese mismo rótulo, cuando es el rótulo el que, si puede tener algún valor, habrá de recibirlo, como luz reflejada de alguno de los contenidos (y no necesariamente de todos) en él englobados. La historia del término «cultura», tal como se ha ido conformando a lo largo del siglo XIX y sobre todo del XX, es la historia de un proceso progresivo de confusión, confusión de las cosas más heterogéneas, de magnitudes diferentes, y de alcance todavía más diverso, que se han ido amalgamando las unas con las otras en una masa homogénea y viscosa sobre la cual, como si fuese un pedestal, pudiesen situarse los hombres, unas veces para considerarse a sí mismos a mayor altura que los animales, otras veces para considerarse a mayor altura que otros hombres (el «alemán» o el «francés» ha creído, encaramado en su «cultura», estar situado a mayor altura respectivamente que el francés o el alemán). No hemos pretendido, sin embargo, por nuestra parte, dinamitar esta «masa viscosa» que sirve de pedestal para servicios tan diversos; no pretendemos pulverizarla, disolverla o aniquilarla en todas sus partes. Tratamos de descomponerla o resolverla en sus elementos, unos auténticos, otros aparentes, restituir cada uno de estos elementos a sus quicios propios. ( ... )

Es la oposición dualista entre las ideas de Naturaleza y las ideas de Cultura aquello que debe considerarse como una disyunción ficticia, acaso como una transformación de la oposición metafísica (hegeliana, por ejemplo) entre la Naturaleza y el Espíritu, que a su vez venía a ser una secularización capaz de fundir y reestructurar dualismos teológicos tradicionales tales como Naturaleza y Dios, por un lado, y Dios y Hombre, por otro. Nos vemos envueltos de este modo –cuando buscamos enfrentarnos con la realidad, cuando queremos saltar por encima de las apariencias– por una dialéctica inexcusable en virtud de la cual desde la cultura a la que obligadamente pertenecemos, y desde la que actuamos, nos vemos determinados a reconocer que esa misma cultura está siendo una y otra vez desbordada por las realidades hacia las cuales ella misma nos ha abierto el camino o ha contribuido a constituir; a reconocer, por tanto, que la cultura, a la vez que nos moldea, nos aprisiona. Pero no es la «vuelta a la Naturaleza» aquello que puede liberarnos de la cultura. La «liberación de la Cultura» requiere no sólo romper su cascarón, sino también el cascarón que envuelve a la mítica «Naturaleza», únicamente después de estos rompimientos podremos acaso poner la proa «con las velas desplegadas» hacia eso que llamamos la Realidad.

 


Fundación Gustavo Bueno
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