Diario 16 Madrid, sábado 8 de febrero de 1992 |
Culturas, nº 336 páginas I y III |
Gustavo Bueno |
1. La palabra «Cultura» es, acaso, una de las palabras que gozan de mayor prestigio en nuestro vocabulario cotidiano. El significado que encarna parece estar impulsado por una fuerza pregnante y vigorosa –por una «ldea-fuerza», dirá algún afrancesado– en virtud de la cual se hace capaz de incorporar a su movimiento a las ceremonias, formas o instituciones más heterogéneas, que recibirán, sin embargo, de esa incorporación su «justificación» precisa. No hace mucho tiempo tuve ocasión de presenciar la rueda de prensa en la que un alcalde trataba de defenderse del acoso de los periodistas que le preguntaban por los motivos que le habían llevado a gastar una cantidad, al parecer excesiva, del presupuesto municipal para traer a una orquesta sinfónica extranjera a las fiestas de la ciudad. Después de unos minutos de respuestas titubeantes, al alcalde se le ocurrió la siguiente y definitiva salida: «Porque el concierto sinfónico que hemos escuchado es una forma de cultura», y añadió, rematando a fortiori: «Acaso una de las formas más altas de la cultura.» Lo sorprendente del caso no fue tanto la ocurrencia del alcalde melómano, cuanto el efecto que su respuesta produjo en los periodistas de la rueda. Se apaciguaron, se tranquilizaron, se callaron, como si estuvieran rumiando esta reflexión: «No habíamos caído en la cuenta.» La costosa ceremonia sinfónica había quedado indudablemente justificada a través de la Idea de Cultura. La Idea de Cultura, en efecto, como todas las ideas vigorosas, actúa como si fuese un vendaval que arrastra e incorpora en su remolino a los materiales más heterogéneos –ramas, piedras, agua, polvo–, comunicándoles movimiento y «vida»; por este movimiento, el remolino adquiere forma y figura, no fija, sino cambiante, puesto que, en gran medida, esta forma y figura se moldean por la acción de los mismos materiales que van integrándose en su curso. En esta imagen o alegoría la figura del remolino corresponde a la connotación de la Idea; los materiales que al remolino van incorporándose corresponden a su denotación (o, si se prefiere, a su extensión). |
2. La connotación de la Idea de Cultura es, desde luego, muy imprecisa, oscura y confusa: parece que tiene algo que ver con la Idea de «libertad» («la cultura –y no el dinero– nos hace libres»), con la Idea de «dignidad» («la cultura nos hace hombres»: la mayor parte de nuestros antropólogos definen al hombre como «animal cultural») y hasta con las funciones de expresión o revelación de «la propia identidad». Lo más interesante del caso es que la Idea de Cultura, a pesar de la oscuridad de su connotación, actúa precisamente a través de ésa su forma connotativa; su prestigio, a pesar de su oscuridad, es tan notorio que no necesita de precisiones denotativas. En el artículo 44 de nuestra Constitución de 1978 se dice: «Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho.» Los Padres de la Patria que redactaron este artículo sabían, sin duda, lo que decían; pero alguno de sus humildes hijos nos atrevemos a preguntar: ¿A qué «cultura» se refiere el artículo 44 de la Constitución? ¿A la cultura tartesia? ¿Acaso a la cultura valenciana? ¿A la cultura maya? O bien, adoptando un punto de vista más analítico que sintético: ¿A la cultura del disco labial de los botocudos, puesto que estamos en el Quinto Centenario? ¿A la cultura de las tarjetas de crédito? En efecto, las mayores dificultades que nos plantea la Idea de Cultura, en cuanto Idea-fuerza, proceden, en la práctica, del lado de su denotación. Es ésta tan amplia, al decir de los antropólogos, que abarca la integridad de las partes de ese «todo complejo» que constituye el contenido mismo del hombre, en cuanto se distingue de los animales. Entre esas partes se cuentan, desde luego, de derecho, las tecnologías, los conocimientos, la moral, el arte, las religiones... Sin embargo, lo cierto es que nuestro uso de «cultura» como Idea-fuerza, restringe de hecho la denotación universal del término, tal como lo entienden los antropólogos: solemos reservar el nombre de «cultura» para designar a la música (¿a toda música? –pues es frecuente la fórmula «música culta»–), al ballet, al teatro, al cine, a la literatura. Una denotación cuyo círculo se superpone, más o menos, con el círculo denotativo de aquello que Hegel llamó «Espíritu absoluto». Y aun cuando Snow, en su famosa conferencia, inició una cruzada para que se incluyeran, al lado de los contenidos de esta «primera cultura», los contenidos de la otra cultura (la cultura que él asociaba a la «revolución científica e industrial»), la cultura que, además, representaría la vanguardia de la humanidad –un tren de alta velocidad, un ordenador, el segundo principio de la termodinámica son formas no «futuristas», o «postmodernas», sino formas actuales de la más alta cultura–; sin embargo, lo cierto es que los Ministerios, Departamentos o Consejerías de Cultura no cuentan, entre los asuntos de su competencia, ni a la política científica, ni a la política industrial, ni a la política de obras públicas. Las líneas divisorias obedecen a criterios tan misteriosos que algunas veces nos vemos inclinados a sospechar si no estaremos, en realidad, ante un simple «rótulo», de alcance meramente pragmático (a efectos de la división del trabajo administrativo) semejante al que seguramente corresponde al rótulo «Deportes», en cuanto sirve para acotar, sin mayores escrúpulos, dentro de un mismo recinto administrativo, tanto al fútbol como a los toros, tanto al esquí como al ajedrez. 3. Pero un simple rótulo no es suficiente para explicar la unidad de la Idea de Cultura como Idea-fuerza. Una Idea que, en cualquier caso, en cuanto Idea dotada de una fuerza relativamente independiente de cualquier denotación rígida e invariable, es una Idea moderna. Y no por casualidad. Ni en la antigüedad, ni en la Edad Media europea, pudo haberse configurado la Idea actual de «Cultura», en su sentido axiológico, como Idea-fuerza. Lo que los antiguos designaban como cultura animi tenía un significado subjetivo (como Paideia, como Bildung). Pero «Cultura», como sustantivo exento (el de nuestra Constitución, no el que marcha inserto en expresiones genitivas, como cultura animi) sólo aparece en los mediados del siglo de la Ilustración. La nueva Idea, la Idea de Cultura supraindividual y moldeadora de los hombres, madurará en las Universidades alemanas: Herder y Hegel, Windelband y Rickert, Ostwald, Frobenius o Spengler. Allí perderá su intención meramente descriptiva (que se mantendrá, más o menos, en algunas escuelas etnológicas) y allí adquirirá su intención axiológica, en virtud de la cual la «Cultura» tiene que ver con lo que es más valioso (sólo de vez en cuando la cultura adquirirá la condición de un contravalor, de un valor negativo para el hombre), con lo más noble y espiritual: con un «Reino de la Cultura», por el que es preciso luchar, para defenderlo de las constantes amenazas procedentes del «Reino de la Naturaleza», de las fuerzas instintivas y oscurantistas actuantes en el curso mismo del mundo de los hombres. Esta Idea de Cultura, como Idea-fuerza, se hace presente por primera vez, en el terreno político, hace poco más de un siglo, con el Kultur-kampf de Bismarck (aunque la fórmula fue acuñada por Virchow). ¿De dónde pudo salir una Idea tan original? Nada sale de la nada. ¿Por qué no se originó antes? Mi tesis es ésta: si la Idea moderna de «Cultura» no se configuró antes fue debido a que el terreno que ella ocupa hoy estaba ya ocupado por alguna otra Idea precursora: la Idea teológica (cristiana) de «Reino de la Gracia». También el «Reino de la Gracia» constituía un orden superior (sobrenatural) al orden constituido por el «Reino de la Naturaleza». Un orden que, aunque venía de lo alto, como un don, había que merecerlo, había que luchar por él (al menos, según la doctrina católica). La Gracia santificante, don del Espíritu Santo, en cuanto «gracia medicinal» curaba el hombre de su estado de pecaminosidad; también lo elevaba sobre su estado natural de animalidad (racional), como «gracia elevante» y, sobre todo, lo justificaba en su existencia y daba a su vida un sentido preciso. Asimismo, constatamos que la denotación más característica del Reino de la Gracia, y en especial del culto que él comporta, se intersecta muy ampliamente con la denotación axiológica del «Reino de la Cultura»: lenguaje, escritura, escultura y arquitectura, música, pintura, teatro, moral... Mi tesis podría completarse de este modo: el proceso de evolución de la cristiandad europea determinó, tras la Reforma protestante, el «eclipse» del Espíritu Santo y del Reino de la Gracia. Dejó de soplar aquél a través de la Iglesia romana, del Pueblo de Dios, y comenzó a soplar a través de todos los pueblos, como «Espíritu de los Pueblos» (Völkergeist); la Gracia, en resumen, se transformó en Cultura. Lo que significa que la Idea axiológica de Cultura es una idea teológica (secularizada); por ello, sus funciones serán análogas a las que definieron al Reino de la Gracia. La cultura remediará el estado meramente natural al que estaría «condenado» el hombre como primate (cuando este hombre-primate se entienda además como un «mono malnacido», fetal, el remedio será equiparable a una prótesis, a un aparato ortopédico: el remedio, dirá Alsberg, es peor que la enfermedad); la cultura elevará a los hombres a su condición de seres espirituales y libres; los «días de la cultura» –del museo, del concierto– sustituirán a los domingos o «días del Señor»; la cultura, sobre todo, justificará al pueblo, que habrá de luchar por alcanzar «su identidad, dándose a sí mismo la forma de un Estado, con lengua propia». Se comprende que el sistema de problemas y soluciones que los teólogos tuvieron que ensayar para tratar de entender las relaciones entre el Reino de la Gracia y el Reino de la Naturaleza tenga sus paralelos –de otro modo asombrosos– en el sistema de problemas y soluciones que los zoólogos, antropólogos y filósofos tienen que ensayar para tratar de establecer las relaciones entre el Reino de la Cultura y el Reino de la Naturaleza. Los historiadores de la Teología distinguen las corrientes naturalistas y las corrientes sobrenaturalistas; y subdistinguen, en cada una de estas corrientes, una versión radical y una versión moderada. Estas posiciones teológicas tienen puntuales correspondencias en las teorías de los zoólogos, antropólogos y filósofos de nuestros días. Así, la teoría de la cultura de Konrad Lorenz podría ponerse en correspondencia con la teoría de la Gracia asociada a los monjes Pelagio y Celestio; al «semipelagianismo» del abad Casiano corresponderían las concepciones de Eibesfeldt, el «abad Casiano» de la teoría de la cultura. Otros teólogos, en cambio, subrayaron el carácter de la Gracia, en cuanto irreductible a la Naturaleza; pues la Gracia es un don sobrenatural y las formas sobrenaturales –para decirlo con Domingo de Soto– no pueden contenerse en ninguno de los diez predicamentos en los cuales se divide el ser natural ni el conjunto de ellos; la Gracia –enseñará Calvino– se impone a la Naturaleza pecaminosa, reprimiéndola; como la Cultura –según enseñanza de Freud, de Klages– sólo podrá imponerse a la Naturaleza reprimiéndola también. 4. Una Idea, de estirpe teológica, tan ambigua y oscura como la Idea de Cultura no podrá por menos de estar expuesta a líneas de evolución muy ambiguas y poco convergentes. Por un lado, la Idea de Cultura, en cuanto se utiliza para definir al hombre como especie «superior» (respecto de las especies animales) evolucionará, siguiendo la misma regla, buscando adaptarse como definición de los pueblos más «elevados» (más «cultos») respecto de los pueblos «naturales», y dando un paso más buscará adaptarse como definición de las élites, más agraciadas que pueden formarse en esas democracias que son propias de las «Altas Culturas»: las secciones femeninas de estas élites, al asistir, enfundadas en sus abrigos de visón-hembra, al concierto invernal de Rostropovich, se sentirán curadas de la vulgaridad y justificadas por la participación en la misa de la Cultura suprema. Por otro lado, y simultáneamente a esta evolución elitista, la Idea de Cultura desarrollará también sus gérmenes populistas o etnológicos, en sus versiones más heterogéneas. Las de mayor actualidad, una vez pasados los tiempos del proletkult, y los de las «fuerzas democráticas de la cultura», son las versiones que tienen que ver con las culturas étnicas, nacionales o autonómicas, que buscan su propia identidad a través del desarrollo de una lengua propia, «voz del pueblo, voz de Dios» (de hecho, la gran mayoría de los líderes nacionalistas o autonómicos-históricos, ya sean eslavos, ya sean ibéricos, han sido proyectos de clérigo, y, a veces, clérigos notables). Y como Dios no puede contradecirse consigo mismo, tampoco las culturas de los diversos pueblos tienen por qué contradecirse entre sí. Lo dice la UNESCO: todas las culturas son igualmente respetables y el disco botocudo deberá ser considerado patrimonio de la humanidad, como las tarjetas de crédito. 5. ¿Qué queremos decir, entonces, cuando hablamos de «Cultura» en el sentido consabido? Yo creo que nada, y no tanto por vacuidad, cuanto por superabundancia de denotación, y por oscuridad cuasi metafísica de connotación. Y el espectáculo, ante nuestras narices, de la renovación continua del vigor y del prestigio de una Idea tan metafísica como la Idea de Cultura, como Idea-fuerza capaz de dar cobijo a las iniciativas más heterogéneas y aun a los despilfarros más absurdos, ¿cómo podría dejar de ser para muchos fuente continua de asombro? Acaso nuestro asombro podrá cambiar de signo cuando advirtamos que la Idea de Cultura no maniobra sola en el escenario. Delante de nuestras narices evolucionan también otras ideas, que no tienen nada que envidiar, en cuanto Ideas-fuerza, a la de «Cultura»: «Sociedad civil», «Libertad», «Racionalidad», «Principio antrópico», «Etica», «Democracia», «Aleluya», «Europa»... |
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