La Nueva España Domingo, 30 de junio de 1991 |
Asturias páginas 40-41 |
El filósofo Gustavo Bueno pronunció el discurso central tras la manifestación que se celebró el pasado viernes en Oviedo en defensa del futuro de Hunosa. LA NUEVA ESPAÑA reproduce en estas páginas ese discurso, dirigido a los mineros asturianos y al conjunto de la población del Principado, por su importancia, hondura y significación en un momento en el que se constatan muy difíciles perspectivas para la minería y para otros sectores y aspectos clave de la vida de la región. Bueno se mostró indignado por los planes del INI respecto a Hunosa y dijo que la competitividad, productividad y rentabilidad que se alegan sólo «encubren siniestros derroteros». En fin, el filósofo pidió un plan integral de recuperación de las cuencas. |
Gustavo Bueno |
¡Asturianos! Os hablo, por honroso encargo de los sindicatos asturianos SOMA-UGT y Comisiones Obreras, para expresar en vivo, y en lenguaje de palabras, las ideas que han inspirado la convocatoria de esta magna concentración de las Cuencas mineras y de Asturias entera, en su capital, en Oviedo. Ideas que deben ser muy semejantes a las que todos vosotros, los que habéis atendido a la convocatoria, tenéis también, sin duda. Ideas que yo comparto, desde luego, y que me dispongo a formular ante vosotros, aunque la formulación tenga que hacerla, por necesidad, a mi modo y manera. 1. Nos hemos movilizado hoy, miles y miles de personas, para manifestar, no sólo nuestra preocupación, sino también nuestra indignación, ante los planes que Hunosa, es decir, el Instituto Nacional de Industria –y por tanto, de algún modo, el Gobierno de la Nación–, ha hecho públicos hace quince días y que comportan, entre otras muchas cosas, tres designios bien sombríos: el primero, una violenta reducción de subvenciones (6.600 millones de pesetas en tres años); el segundo, una no menos violenta reducción de empleo (un tercio de la plantilla actual, un tercio que equivale a 5.964 trabajadores); y el tercer designio, que es tan asombroso como sombrío, una reducción de la producción absoluta de carbón (una reducción de 1,3 millones de toneladas, casi un 23,5 por ciento de la producción actual). ¿Y cuál es la motivación de semejante «Plan de Futuro» (como se dice, con redundancia, como si pudiese haber planes para el pretérito)? Parece que la reducción de subvenciones se justifica en el nombre de la competitividad; la reducción de empleo, se justifica en el nombre de la rentabilidad; y, como es más difícil de encontrar un nombre para tratar de justificar la reducción de producción absoluta de carbón (siendo así que todo el mundo sabe que esa producción debe aumentar), se recurre a sustituir simplemente lo que es un plan de disminución de producción absoluta por un plan de incremento de la producción relativa, es decir, por un plan de incremento de la productividad (medida en kilogramos de carbón obtenidos por hora trabajada.) Y a estas tres justificaciones juntas se las engloba en el concepto de racionalización, como si estuviésemos en un ejercicio de la racionalidad económica que busca el saneamiento económico de la Empresa. Pero todos estos nombres –competitividad, rentabilidad, productividad– que nos son ofrecidos como expresión de los resultados de una deliberación científicamente meditada dentro de una madura prudencia política de largo alcance, son sólo nombres ideológicos que encubren siniestros derroteros, de los cuales acaso ni siquiera están críticamente conscientes los responsables del «Plan de Futuro», precisamente porque, desde un estado de «falsa conciencia», estiman que sus planes son sensatos, racionales y prudentes. Y, sin embargo, lo que llaman competitividad no es sino un modo de designar su capitulación ante los criterios industriales y económicos impuestos por las potencias hegemónicas europeas y mundiales; lo que llaman rentabilidad es tan sólo una reducción de los problemas sociales, políticos y culturales, a términos contables, de cuentas de resultados; lo que llaman incremento de la productividad no es sino un eufemismo para disimular la reducción de empleo, puesto que el incremento de la productividad no va acompañado en el Plan, por el incremento de la producción. Por eso, lo que llaman racionalidad económica es precisamente el nombre de la mayor irracionalidad imaginable en el terreno de la economía política. Es la aplicación de la mentalidad abstracta, de un contable –del que mide los procesos económicos en términos de balance de la cuenta de resultados o del monto de una recaudación de impuestos– a la economía política. Porque la economía nacional, no es un proceso que pueda ser pensado en abstracto, aislado, como si fuese un proceso formal; la economía es siempre material, es la economía de algo concreto, y no una economía abstracta y parcial. ¿Qué sentido puede tener pretender racionalizar en abstracto la economía del carbón, aumentando la productividad formal, medida en kilogramos/hora de carbón extraído por persona? Esta medida es abstracta y formal porque la productividad real está en función principal de la disposición geológica de las cuencas y, por eso, sería absurdo comparar la productividad de Asturias, así medida, con la productividad de Francia o de Alemania, o de los países con grandes explotaciones a cielo abierto. Sería como pretender comparar la productividad en la construcción (según carril/hora o kilómetro/hora) de nuestras vías férreas o autopistas, que discurren por terrenos increíblemente montuosos, con la productividad de la construcción de ferrocarriles o autopistas en la gran llanura francesa. Por eso, si tenemos en cuenta, pasando de lo abstracto a lo concreto, de lo formal a lo material, la relación de los kilogramos de carbón extraídos por persona y hora con la disposición del terreno del que se extraen, acaso hubiera que concluir que nuestra productividad es aún mayor que la de muchas empresas europeas y que nuestra batalla por la obtención de energía es aún más dura. Pero las fuentes de energía, distribuidas de un modo desigual, constituyen, sin embargo, patrimonio común, de Europa, por no decir de la humanidad. Las fuentes de energía son escasas, y por ello no se pueden menospreciar, por razón de la dificultad de su explotación, donde quiera que se encuentre. Y esto deben saberlo en el Mercado Común, si es que éste habla en nombre de Europa y no de quienes tienen el carbón más fácil. La economía política es tanto política como económica. En nuestros días, están desmoronándose muchos de los planteamientos de la economía política del Este; pero no porque los planteamientos alternativos, los de la llamada economía libre de mercado, sean expresión de la economía pura. Detrás de esta economía libre de mercado están actuando poderosos grupos multinacionales y Estados también poderosos que, además, están entre sí, muchas veces, en conflicto permanente. Es puro infantilismo, a mi entender, pensar que con los cambios de la economía del Este, el mundo ha entrado en la senda de la libertad económica y de la armonía universal. Los conflictos empiezan ahora en serio, porque no hay una «razón económica pura», impersonal, porque la razón económica está siempre adscrita a una política concreta, frente a otras, a una economía política, frente a otras. Y como es imposible hablar de economía nacional sin hablar de política, cuando se pretende hacer planteamientos económicos estrictos, puros, empresariales, en una gran empresa, como lo es Hunosa, no se está eliminando la política, se está sustituyendo la política de Asturias y de España por los intereses políticos, no ya de Europa, que es, hoy por hoy, un ente de razón, sino de sus Estados hegemónicos, o de multinacionales hegemónicas. Una política que parece empujar a que el INI, España, vaya vendiendo, una tras otras, las grandes industrias nacionales, de automóviles, de camiones, de supermercados; que España vaya cerrando sus fuentes de energía, que comparte tanto con la llamada Europa blanca –la Europa de la leche– como con la Europa negra –la Europa del carbón–; incluso parece como si España tuviese que vender su mismo territorio a empresas multinacionales, orientadas a construir industrias contaminantes o millares de adosados que vendrán a ser ocupados por rebaños de ociosos europeos, transformando a los actuales dueños y señores de las tierras en sus recaderos, jardineros y hasta, si llega el caso, en sus prostitutas; o bien, tras una siniestra propaganda sobre las excelencias sociales de la jubilación anticipada y el descanso merecido, reuniendo a masas considerables de gentes que «están de más», en viajeros de autobús, destinados a ocupar hoteles envejecidos, carne de INSERSO. 2. ¿Y cómo justifica la Empresa Nacional Hunosa, el INI, los Ministerios económicos, su Plan demoledor? Insinúa que la comunidad europea exige estas medidas de racionalización, con todas las reducciones que ello implica; y que, como desde el punto de vista exclusivamente económico, Hunosa no es viable, por ello la reducción está justificada, no se le puede seguir subvencionando con sesenta mil millones anuales de pesetas. La subvención, se dice, se hará a lo sumo por motivos sociales, es decir, por una suerte de beneficencia que habrá que considerar antieconómica e irracional, desde el punto de vista «exclusivamente económico». Pero estas justificaciones son totalmente erróneas, y más aún, me atrevo a decirlo, ridículas, por no decir terroríficas: es terrible, en efecto, constatar la falta de rigor conceptual de los expertos economistas que han debido redactar el «Plan de Futuro». Ante todo, es totalmente erróneo decir que la Comunidad Europea exija una reducción de la producción y del empleo. Ha recomendado la reducción de subvenciones, pero las tolera, hasta el punto de que en 1988 Bélgica ha subvencionado con 60.102 pesetas la tonelada de carbón; Alemania, con 13.601 pesetas; Francia, con 19.837; mientras que España, con 7.393 (sólo el Reino Unido, con 510 pesetas). Sin embargo (y lo reconoce la propia Memoria de Hunosa), la demanda de carbón se ha incrementado a raíz de la crisis energética del petróleo y de la energía nuclear. El Plan mismo reconoce que España es un país deficitario de carbón, que importa el 34 por ciento de su consumo, medido en términos energéticos: esto lo dice la misma Memoria. En 1989, de hecho, se importaron cuatro millones de toneladas de carbón siderúrgico (de Estados Unidos, sobre todo) y 6,5 millones de toneladas de carbón térmico (de Sudáfrica, sobre todo). También reconoce el Plan, por último, que Hunosa no tiene dificultades a la hora de dar salida comercial a sus productos. Entonces, ¿por qué esa reducción tan violenta, que en tres años pretende hacer lo que en otros países se ha hecho en más de quince (y aquí el ritmo de la reestructuración es esencial, porque en él reside la posibilidad de una transformación efectiva)? La respuesta está sin duda en esta proposición que me atrevo a calificar de ridícula: que «desde un punto de vista exclusivamente económico, Hunosa no es viable». Pero, ¿qué puede querer decir «exclusivamente económico»? Es como si un médico dijera, refiriéndose a un cuerpo viviente: «desde un punto de vista exclusivamente viviente, no corpóreo, este organismo está enfermo». Pero un viviente no corpóreo es un ángel. ¿Acaso los redactores del Plan de Hunosa están pensando en una economía formal, pura, es decir, angelical? ¿No hemos dicho que este pensamiento es una necedad, porque toda economía es material, no formal, porque toda economía es política? Pero hay más: la fórmula «exclusivamente económica» no sólo es insensata, sino contradictoria, y prueba demasiado. Porque si todo lo que sea subvencionar la producción debe ser considerado al margen de la pureza económica, que es, al parecer, lo que se busca, entonces, ¿por qué limitarse a reducir los 52.864 millones de subvenciones a 50.605 millones? Habría que retirar también estos 50.605 millones, es decir, cerrar las Cuencas. Este sería un proceder «económicamente puro». Pero entonces también debieran cerrarse las cuencas de los restantes países de la Comunidad Europea. Y si se dejaba de producir carbón, por no ser rentable en términos económicos de cuenta de resultados (de resultados monetarios), lo que se estaba es haciendo economía pura, pero sólo respecto del carbón europeo (una economía tan pura que dejaba de existir), pero muy impura por respecto del petróleo, del gas natural, o del carbón americano. 3. No, el carbón, en general, como la energía, en general, no es que no deban, es que no pueden ser tratados en términos exclusivamente económicos. El carbón, como el petróleo, está inserto en un sistema industrial, social, en una cultura dada a un nivel histórico determinado y no puede separarse de ningún modo de ese sistema; la separación es tan sólo una apariencia para quien está operando instalado en otro sistema. Y esto es así porque el valor de cambio que puede incorporar un producto está siempre en función del valor de uso. Si el petróleo del Golfo Pérsico tiene valor de cambio es porque está en función del uso que de él hace la industria, las centrales térmicas, los automóviles, es decir, todo un sistema social y cultural (el petróleo, en el contexto de las culturas árabes tradicionales, nada valía, ni tenía valor de uso, ni de cambio, ni siquiera existía, porque aquellas culturas no podían siquiera extraerlo, si es que lo conocían siquiera). Pero el carbón, y el carbón de Asturias, es también una fuente de energía insustituible, la única fuente nacional de energía de que España dispone. Sobre todo: el carbón fue también una riqueza que, como todas –no se olvide– apareció históricamente en Asturias. No hay propiamente riquezas naturales, porque incluso los pastos son también culturales e históricos, como lo es la leche, y aún sin necesidad de ser transformada, simplemente por el hecho de ser cultivada, recogida y tratada: en la época de las cavernas, no había prados, ni vacas que pacían en ellos, y menos aún en las cuadras, porque no había cuadras. También el carbón entró históricamente en Asturias y se desenvolvió en ella siguiendo la ley de la vida: la ley del trabajo, del dolor y del sudor, pero no por ello dejó de constituirse en víscera esencial del cuerpo viviente de Asturias, casi en el corazón de la misma. Y ello, porque entró de forma que fue poco a poco integrándose, adaptándose y entretejiéndose, y porque en los años de formación, los mineros asturianos eran a la vez propietarios y señores de sus prados, y ello les educó de forma que pudieran mantener sus derechos y sus reivindicaciones de un modo que se ha hecho legendario en España y en el mundo entero. Los mineros asturianos constituyen un modelo ejemplar, casi mítico, y las minas se han forjado luchando con el carbón y con otras muchas cosas, y por otras muchas cosas, entre ellas, la democracia. Prácticamente, las minas de carbón asturiano fueron una de las fuentes que permitieron la subsistencia y el crecimiento de Asturias, que hicieron posible la industria de las cuencas y de fuera de ellas, la industria paleotécnica, pero también la industria posterior que constituyó la base del desarrollo moderno de Asturias y, con él, en gran medida, el de España. Esto quiere decir que no se puede separar el carbón y quienes lo trabajan, y quienes giran en torno a este trabajo –prácticamente la cuarta parte de Asturias, 250.000 personas–, sin hacer que se desgarre todo el organismo social y cultural de Asturias, y que se abra una herida sangrante y peligrosa en el conjunto de España. Y no se quiere decir con esto que defendamos el carbón, por una especie de nostalgia, como una «seña de identidad» asturiana. Sería absurdo, porque sabemos que los recursos carboníferos son finitos, y que dentro de doscientos, de cien años, y algunos dicen que menos, las minas se agotarán, y no vamos a ser tan pesimistas como para creer que Asturias no va a sobrevivir al carbón de sus cuencas. Lo que ocurre es que la identidad de la que hablamos hay que concebirla como una identidad viviente, dinámica, cuyos contenidos puedan transformarse los unos en los otros, y en otros que deseamos mejores; y no como una identidad fijista, que nos constriña a formas de identidad esclerosadas. De lo que se trata es de no cambiar la identidad actual por otra identidad más vil, de no convertir a Asturias en un bosque de eucaliptos para fabricar pasta de papel. Y, cerrando las minas, que van, sin duda, a agotarse, cerrándolas antes de tiempo, nos condenamos a no poder desarrollar nuestra identidad viviente en formas históricas más elevadas. Porque es preciso apoyarse en lo que tenemos seguro y positivo para poder, desde allí, prepara la transformación. Yo no puedo despreciar una balsa que sé que va a deshacerse, quizá pronto, si es que sólo con ella puedo alcanzar la otra orilla, en donde podré fabricar una nave más sólida. Hay que hacer planes a corto y a largo plazo: ¿en qué cuantía? Hay un criterio bien terminante que nos permite responder: planes a un plazo más allá de lo que dure el carbón. Por ello, lo que necesitamos, lo que pedimos, lo que exigen los mineros asturianos y todos los asturianos en general, no es que se reduzca el empleo, ni la producción; ni siquiera que se mantenga en estado estacionario; sino que se aumente, que se aumente la producción absoluta (no sólo la productividad), y con ella el empleo. Y que se aumente el empleo, erigiendo nuevas industrias, industrias bien diversificadas, que puedan acoger a la masa creciente de jóvenes en paro, sin más futuro probable que la droga o la emigración. E incluso fomentando la agricultura, para que el minero vuelva a serlo, como en el principio, y no como un hombre enterrado de por vida bajo tierra, sino como un hombre que también puede cultivar, no sólo después de jubilado, sino en su propia vida laboral, una huerta y sentarse a la sombra de un manzano cuando le dé la gana. 4. Y los mineros saben, y también tenemos que saberlo todos los demás, que todos nuestros planes y proyectos han de hacerse contando con nuestra inserción en la Comunidad Europea, que es ya un hecho consumado y, al parecer, irreversible. Pero también debemos saber que esta inserción no es, ni puede serlo, un proceso armónico, suave, sino intrínsecamente conflictivo. Y este conflicto es precisamente el que se nos manifiesta con el nombre «neutro» de competitividad. Pero la competitividad no es una relación abstracta, impersonal, que pueda establecerse desde una «quinta dimensión»; la competitividad define un escenario darwiniano, de lucha por la vida, y de selección natural, en el que sólo los más fuertes, o los mejor situados, podrán sobrevivir. Ahora bien, lo que tenemos que saber es que esta lucha ha comenzado ya, y en situación favorable para alguno de los contendientes, en el momento de haberse fijado los criterios mismos de selección, de competición. Y el gran peligro es que estos criterios de competitividad nos hayan sido impuestos por Alemania o por Francia, por ejemplo, en nombre de la Comunidad Europea. Porque muchos de esos criterios andan disueltos en la ideología de eso que se llama «calidad de vida» según patrones moldeados por una propaganda tenaz; unos criterios que nos orientan hacia el consumo de productos fungibles e indefinidos, de muy poca duración, que implican un tremendo despilfarro de energía, para que el mercado libre siga su juego, aunque sea olvidándose, de momento, del oleaje del Tercer Mundo, que llama ya a nuestra puerta. Una competitividad que, por ejemplo, obligará a preferir envases franceses, interrumpiendo la producción de leche en Asturias, y a interrumpir la producción del carbón (inundados por el carbón de Estados Unidos o de Sudáfrica), es una competitividad que pone en peligro nuestra propia existencia, una competitividad que ha sido calculada precisamente pidiendo el principio, es decir, suponiendo que nosotros ya no existimos: no existiendo los otros serán más competitivos, desde luego, porque nos habrán arrasado en nombre de una Europa fantasma. Somos muchos los que deseamos una «Europa de las regiones», una Europa en la cual las regiones, con sus características y peculiaridades, puedan experimentar un auge y un ascenso. Pero también somos muchos los que creemos saber que el fortalecimiento de todas esas «regiones», dentro de Europa, no pueden hacerlo las regiones mismas, ni federaciones de regiones, por su cuenta, ni, concretamente, Asturias. Pues para ello tendrían que «dialogar», no con otras regiones de su escala, sino con Alemania, con Francia –y ello sin perjuicio de que en los foros europeos, aparezcan de vez en cuando las regiones como unidades interlocutoras, muchas veces en torno a problemas, diríamos, folklóricos. Es preciso no perder de vista la posibilidad de que a eso que llamamos confusamente «Europa» podría interesarle precisamente la regionalización de muchas de sus partes –desde Eslovenia y Moldavia, hasta Cataluña o el Algarbe–, pero precisamente para poder negociar con ellas en condiciones de competitividad victoriosa. Las regiones europeas carecen, por sí mismas, de fuerza, de competitividad, para exigir nada aunque sea en nombre de la idílica igualdad de la «Europa de las regiones» a los colosos europeos o americanos. Las regiones tienen que saber que su poder real de negociación con Europa sólo pueden recibirlo de su inserción, junto con otras regiones del Estado, en España. Sólo en la medida en que actuemos desde España, Asturias podrá salir adelante en Europa, y por ello pedimos hoy a los gobiernos de España que abandonen esos proyectos llamados «europeístas», en abstracto, cuando cristalizan en torno a esas necedades ideológicas que llaman competitividad, rentabilidad abstracta o productividad formal, y apoyen decididamente a Asturias a través del apoyo a la minería del carbón y de la industria de transformación, porque con ese apoyo no harán otra cosa sino defenderse a sí mismos. La integración en Europa no puede llevarse a cabo a costa de nuestra desintegración nacional. Y hay que hacer saber a los gobiernos, y a la propia Comunidad Europea, por si no lo saben, que si la idea de competitividad, en materia de energía, se hace muy clara cuando suponemos que hemos cerrado nuestras minas y nuestros establos, la misma idea comenzará a oscurecerse cuando en el cálculo de rentabilidad tengan que entrar todos los gastos de propaganda, o de coacción, que serían necesarios para hacernos desistir de nuestra voluntad de mantenemos y de seguir adelante. Sólo esta voluntad firme y sostenida, y no la utópica apelación a la «igualdad de las regiones», dejará de hacer rentable la liquidación de la minería asturiana. ... En resolución: lo que pedimos, los miles y miles de asturianos aquí manifestados, es que, de modo inmediato, el INI, el Gobierno de la Nación, retire su Plan de Futuro para Hunosa; pedimos la intercesión del Gobierno de Asturias en ese mismo sentido, y pedimos también que inmediatamente se elabore un Plan integral de recuperación de las cuencas, dentro de un Plan Energético Nacional, desde perspectivas no liquidacionistas, desde perspectivas que permitan contemplar, y a largo plazo, un proceso de auge sostenido para la minería y para la industria de Asturias, y por lo tanto, de España. He dicho. |
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