Gustavo Bueno
La genealogía de los sentimientos
Publicado en Luego, cuadernos de crítica e investigación, Facultad de Bellas Artes, Universidad de Barcelona, núms. 11-12, 1988, págs. 82-110.
Facsímil en pdf: junio 2019
Introducción
Decía Fontenelle: “Nuestra ignorancia consiste muchas veces más en conocer las causas de las cosas que no existen que en desconocer las causas de las cosas que existen.”
Nos acordamos de la ironía de Fontenelle para precavernos ante el tema titular, que podría incitarnos sin más a buscar las causas (la genealogía, como causa) de los sentimientos, cuando acaso los sentimientos no puedan ser considerados propiamente como “cosas que existen”. Acaso son tan sólo “apariencias”, fenómenos –que ocultan y revelan otras existencias–; acaso son tan sólo entidades “sincategoremáticas”. Pero ¿no pueden también tener las apariencias, o los entes sincategoremáticos, una genealogía? Pues una genealogía tiene, sin duda, que ver con un “orden de generación”, con unas relaciones características interpuestas entre los términos de una multiplicidad dada. Parece evidente que las relaciones de generación han de ser distintas cuando la materia de la multiplicidad dada sea de índole biológica, y cuando sea de índole geométrica: El padre genera al hijo, pero también el triángulo genera la superficie cónica. Pero en todos los casos, el orden genealógico se nos presenta como un “orden de causas”, o como un “orden de razones”, en condiciones sin duda muy particulares, que habrá que determinar.
Previamente, nos parece obligado atender a esta pregunta: ¿Y de dónde viene el interés por la ordenación genealógica de una multiplicidad dada, en general, y el interés por la “Genealogía de los sentimientos”, en particular? Cabría responder: Se trata de un interés especulativo, de la necesidad de satisfacer la curiosidad por conocer los antecedentes de personas, cosas, fenómenos o figuras que flotan en nuestro presente, o en un pretérito imperfecto. Pero estas respuestas son puramente verbales, puesto que lo que nos interesa realmente es explicar o justificar precisamente ese interés especulativo, esa curiosidad. Acaso el interés, la curiosidad derivan de nuestro propio presente, en la medida en que su valor –y no sólo su realidad– tiene que ver con el valor de un pretérito perfecto. Y este sería entonces el verdadero problema: ¿Qué tiene que ver el valor del presente (por ejemplo, el valor –positivo o negativo– de los sentimientos actuales) con su genealogía pretérita? ¿Es que el valor (o, si se quiere; el deber-ser, la norma, la estructura) no es independiente de sus orígenes (del ser, del hecho, de la génesis)? ¿Cómo puede afectar a la genealogía de un valor el valor mismo? O bien, ¿cómo puede un proceso natural convertir en un valor (o en el sentimiento de un valor –estético, religioso, moral...–)? No pretendemos aquí responder a semejantes preguntas y tan solo queremos desprender de ellas la simple sospecha de la naturaleza “interesada” (no meramente especulativa, sino práctica, en relación con normas y valores, dignidades o vergüenzas) de las preguntas genealógicas. La sospecha se alimenta de múltiples fuentes, aunque éstas no resulten ser muy claras. El uso que en política se hace de las genealogías –cuando las genealogías se desarrollan en función de ciertos valores aristocráticos– sugiere esta conexión entre el pretérito genealógico y la justificación del presente. La genealogía de los reyes de Castilla, por ser más antigua que la de los reyes de Inglaterra, prueba al hijo de Don Pablo de Santamaría, Alonso de Cartagena, representante de Juan II en el Concilio de Basilea, y, lo que es más notable, prueba al propio Concilio, que el Rey de Castilla tiene derechos preferenciales, al menos de orden ceremonial, respecto del Rey (o su embajador) de Inglaterra.
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