Gustavo Bueno
Javier Pérez Jara analiza la filosofía de Bertrand Russell desde la perspectiva del materialismo filosófico
[ Prólogo al libro de Javier Pérez Jara, La filosofía de Bertrand Russell, Pentalfa, Oviedo 2014, págs. 7-10. ]
1. Javier Pérez Jara ofrece en esta obra los resultados de un proyecto titánico, según nos parece: la “exposición integral” de la figura más grande que cierra, a lo largo del siglo XX, la caudalosa corriente del pensamiento británico que, desde el siglo XVI (si mantenemos en la penumbra sus fuentes escolásticas escotistas y occamistas), fue discurriendo por los cauces que le señalaba el Imperio a lo largo de toda la edad moderna. Los “remolinos” más visibles de esta corriente a la que nos referimos podrían asociarse a nombres tales como los del Canciller Bacon, William Shakespeare, Thomas Hobbes, Herbert de Cherbury, John Toland, Lord Shaftesbury, Isaac Newton, Samuel Clarke, Robert Boyle, John Locke, David Hume, el obispo Berkeley, Adam Smith, Stuart Mill, Robert Malthus, Herbert Spencer, o Charles Darwin.
Después de Russell, la “caudalosa corriente” perderá su ritmo dividiéndose pulverizada en cien corrientes “analíticas”. Como perdería el ritmo el propio imperio británico en el que nació y en el que fue educado el joven Bertrand Russell, quien, ya anciano, asistió a la celebración de los funerales del imperio desde el Tribunal Internacional que lleva su nombre.
2. Si consideramos “titánico” al proyecto de ofrecer una “exposición integral” de la filosofía de Russell, en lugar de una colección de monografías sobre el pensamiento de Russell en, por ejemplo, las sucesivas triadas o décadas de su vida, que es el procedimiento más socorrido y seguido por casi todos los que reconocen que Russell no mantuvo opiniones fijas a lo largo de su vida, sino que pasó de unas a otras en función de la propia evolución de las circunstancias políticas, tecnológicas o científicas de su época y del interno desarrollo y revisión de sus pensamientos, es porque tenemos en cuenta la amplitud enciclopédica de los intereses de Russell y la dificultad, por no decir imposibilidad, de tomar como referencia a alguna de sus obras mejor que a otras.
En todo caso, el proyecto de exponer integralmente la filosofía de Russell puede considerarse titánico dada la intrincación de sus pensamientos en las cambiantes circunstancias políticas, científicas o tecnológicas del siglo en que Russell actuó, en cuyo ámbito cosmopolita vivió las dos guerras mundiales, junto con las grandes revoluciones científicas inauditas tales como la teoría de la relatividad, la fractura del átomo, el desarrollo de la biología molecular o la tecnología de los ordenadores (Russell muerto en 1970, no alcanzó a ver el desarrollo de Internet ni la genómica o las investigaciones evo-devo, ni tampoco el derrumbamiento de la Unión Soviética y la reorganización del “nuevo orden mundial”).
Arriesgarse a acometer el análisis integral de la filosofía de Russell desde el “conjunto vacío de premisas” equivale a ser arrastrado o tragado por los torbellinos de la corriente. Y sólo fraccionándola en trienios o en décadas cabría fingir una aproximación al proceso en marcha, pero a costa de sustituir el “análisis global” por una acumulación de análisis particulares. Lo que obligaría además a tomar algunas de estas parcialidades artificiosamente delimitadas como “centro de coordenadas” de las restantes parcialidades. Y esto debido sin duda a que el pensamiento filosófico de Russell no “cristalizó” --como ocurrió, por ejemplo, con el pensamiento de Kant-- en ninguna de las etapas de su curso, en un sistema de ideas capaces de “recubrir” a las restantes ideas del sistema.
Pérez Jara, al tanto sin duda de estas dificultades, se ha decidido a asumir las coordenadas del materialismo filosófico como plataforma desde la cual fuera posible analizar la caudalosa corriente russelliana que corre bajo sus arcadas. Sólo disponiendo de un sistema de coordenadas adecuado cabe mantener, paradójicamente acaso, una objetividad etic en el análisis. Una objetividad cuyo alcance crítico pone sin duda a prueba la capacidad de la propia plataforma y permite medir su potencia relativa respecto de la potencia del material analizado. Por ejemplo, sólo desde una teoría de la ciencia definida, como pueda serlo la Teoría del Cierre Categorial, puede concluirse que Bertrand Russell no logró cristalizar una teoría propia de la ciencia, sino que no desbordó los límites del descripcionismo inductivista tradicional o del teoreticismo de cuño marcadamente idealista.
En cualquier caso, la misma plataforma del materialismo (si pretende mantener su capacidad para llevar a cabo una confrontación entre la filosofía de Russell, tanto su filosofía mundana como su filosofía académica, y otras corrientes filosóficas pertinentes) tendrá que ser “puesta a prueba” en el momento de la confrontación, puesto que no se utiliza como un mero instrumento (“herramienta” suele decirse últimamente) de análisis capaz de mantenerse “neutral” en el momento de la confrontación, sino como instrumento crítico que “toma partido” al analizar el propio sistema. Dicho de otro modo, los análisis de Pérez Jara no se llevan a cabo desde el “metro imparcial” del materialismo filosófico que puede servir sin duda de sistema neutral de confrontación (como ocurre acaso con la utilización del materialismo filosófico en el análisis del sistema de Espinosa que llevó a cabo con gran destreza utilizándolo como herramienta Vidal Peña), sino que requiere tomar partido ante terceras posiciones, sin perjuicio de que esta toma de partido obligue a desarrollar el propio sistema-plataforma según líneas muy profundas, sin contar con la necesidad de determinar numerosos “parámetros” insospechados.
Según esto, Javier Pérez Jara, no sólo utiliza como metro neutral e inerte el sistema del materialismo filosófico, sino que lo utiliza como instrumento que requiere él mismo adaptarse e interpretarse en cada punto de aplicación al material fluyente. Por ejemplo, cuando en el capítulo 3 dedicado a analizar las ideas de Russell sobre la estructura de la materia (y su oposición a la “mente”), Pérez Jara no se limita a reexponer desde la perspectiva emic de cada momento las ideas de Russell sobre cuestiones tan fundamentales como el monismo neutro, el idealismo subjetivo o mentalista, el idealismo objetivo, &c., porque en tal caso estaría prisionero de la dicotomía mente/materia, es decir, del dualismo cartesiano en función del cual Russell postuló en su momento el monismo neutro. Dicho de otro modo, estaría obligado a aceptar el dilema en el que quedó atrapado el propio Russell entre la espiritualismo idealista o el materialismo mecanicista o contingentista; sólo sí se dispone de ideas capaces de comenzar interpretando el espiritualismo idealista como una modulación (M₂) de la propia idea de Materia, y el idealismo objetivo como una modulación (M₃) de esa misma idea de Materia, será posible un análisis crítico objetivo (etic) de la filosofía de Russell. “En todo caso [dice Pérez Jara en la conclusión de este capítulo: 3.23], lo que no puede aceptarse, al menos desde la perspectiva del materialismo filosófico, es que el mundo que vemos y tocamos tiene algo de ilusorio o ficticio al no mostrarnos los constitutivos últimos de la materia; esto es así porque para el materialismo filosófico no existen tales constitutivos últimos de la materia, sino un Universo empírico común percibido a distintas escalas y desbordado por la materia ontológico general como pluralidad discontinua infinita. El espacio ontológico podría conceptuarse, desde el materialismo, como un mapa analógico compuesto por la secuencia de seis símbolos algebraicos: <M, Mi, (M₁, M₂, M₃), E>. Ya hablamos de este mapa con anterioridad: la primera letra, M, designa a la materia ontológico general como la realidad más amplia que cabe conceptuar desde el materialismo; es decir, como una pluralidad actual discontinua infinita, impersonal y eterna, aunque nunca inmutable. La segunda letra, Mi, designa al Universo antrópico, es decir, a aquellas dimensiones de M filtradas por el sujeto operatorio. A su vez, este Universo, como es sabido, está compuesto por múltiples materialidades o entidades que podríamos agrupar en tres grandes rúbricas: las materialidades físicas (M₁), las psicológicas (M₂), y las eidético-abstractas (M₃). La última letra del mapamundi materialista, E, designa al propio ego operatorio humano en cuanto demiurgo del propio mapa, dado que es el propio sujeto el que filtra los contenidos de M que constituyen Mi, organizando y clasificando dichos contenidos en los tres géneros de materialidad (M₁, M₂, M₃), en tanto realidades dadas a nuestra escala y desbordadas por una materia ontológico general de la que prácticamente sólo podemos tener un conocimiento negativo.”
3. En conclusión, nada más lejos de la metodología de este libro que utilizar las coordenadas del materialismo filosófico como un “lecho de Procusto” en el que depositar el cuerpo vivo de la obra de Russell, recortándola o ampliándola en las partes que no encuentren acomodo fácil en el lecho. Lo que Pérez Jara hace, apoyándose en su amplia experiencia en las tareas de análisis de múltiples ideas del materialismo filosófico, es ahormar el propio lecho a cada segmento del cuerpo clavado en él, desarrollando aspectos descuidados, introduciendo parámetros oportunos, como pueda serlo, por ejemplo, la idea de “posicionamiento” de Patrick Baert (capítulo 18.2, nota 813) para dar cuenta de las razones por las cuales los “posicionamientos” públicos de Russell ante multitud de temas de gran actualidad en su día, le granjearon no sólo enemigos sino también valiosos colaboradores.
De este modo, la obra que el lector tiene entre sus manos, no sólo ilumina a plena luz la filosofía de Bertrand Russell. La luz reflejada de éste también ilumina el propio sistema del materialismo filosófico. No pocas interpretaciones que el materialismo filosófico recibe de sus detractores e incluso de sus defensores resultarán desbordadas y fuera de lugar por el “esfuerzo titánico” de su autor, Javier Pérez Jara.
Niembro, 25 de diciembre de 2013
Gustavo Bueno