Gustavo Bueno
Individualismo y colectivismo en el siglo XXI. Perspectivas
[ 1° abril 2011 ]
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Al enfrentarme con la cuestión “Individualismo y colectivismo en el siglo XXI. Perspectivas”, una de las veinte cuestiones que la Biblioteca Ben Rosch, de la Universidad de Córdoba, me ha asignado, a través de la amable invitación de su rector, don José Manuel Roldán Nogueras, me veo obligado a plantearme esta cuestión previa: ¿hablar en el año 2011 de individualismos y colectivismos en el siglo XXI, cuando sólo ha transcurrido una década de la centuria, es algo distinto de profetizar?
Esta es mi respuesta provisional: no necesariamente, si tenemos en cuenta que los contenidos posibles de un curso histórico, entre ellos, los contenidos de las décadas futuras del siglo XXI, no brotan de la Nada (o de la fantasía mitopoiética del profeta) sino que están determinados y prefigurados por los contenidos factuales de las décadas precedentes. Supuesto que nos permite acogernos al principio de facto ad posse valet illatio. Pero, ¿cómo?
Seleccionando aquellos contenidos pertinentes para nuestro propósito, en este caso, los individualismos y los colectivismos que podamos preveer para las nueve décadas futuras del siglo corriente.
Si asimilamos los términos “individualismo” y “colectivismo” a los dos puntos que determinan una recta –en este caso, la “flecha del tiempo”– tendríamos que hacer pasar esta recta por las diferentes décadas, sucesivas o retrospectivas, respecto de la primera década del siglo XXI tomada como referencia. Es evidente que si partimos del segmento de recta que corresponde a esta primera década del siglo XXI, cuando la prolongamos hacia atrás, podremos representarla como una línea llena; cuando la prolongamos hacia el futuro, la convención es que la representemos como una línea punteada.
La prolongación hacia atrás de la “línea llena” nos llevará a atravesar muchos sucesos de cada década, pertinentes para nuestro asunto, precisamente aquellos, en nuestro caso, que tienen que ver con las constituciones y disoluciones de las diversas asociaciones internacionales de trabajadores, en sentido amplio, en las cuales se formuló la distinción entre individualismo y colectivismo (dejamos de lado los antecedentes doctrinales, como pueda serlo el de Juan Hipólito de Colins, “barón de Colins”, que en 1835 publicó anónimamente Du pacte social, y en 1853 el primer tomo de Qu’est-ce que la Science Sociale, obras en las que expuso el “socialismo racional” y acuñó, según muchos autores, el vocablo “colectivismo”). Por ejemplo y, ante todo, con la práctica “bancarrota” de la III Internacional, la que tuvo lugar en la anteúltima década del siglo XX, determinada por la caída de la Unión Soviética. Prolongando la línea hacia atrás llegaremos al final de la segunda década del siglo XX, al año 1919, en el que se constituyó esa III Internacional (la de Lenin, el Komintern), como consecuencia de la “bancarrota de la II Internacional”. También en este mismo año nos encontraremos con la llamada “Internacional dos y media” (la Internacional de Ámsterdam). Si seguimos prolongando la línea hacia atrás, la recta nos llevaría al Congreso Internacional Socialista de 1889, en el que se constituyó la II Internacional; y prologando la recta de puntos llenos, nos encontraríamos muy pronto con los principios de la ruptura de la I Internacional (que había sido constituida en 1864), con los años que van de 1868 a 1872, en los que Marx y Bakunin intentaron imponer sus ideas sobre esa I Internacional. Pues fue en el Congreso de Basilea, en 1869, cuando se formuló por primera vez, en el terreno político, el concepto de colectivismo (como socialismo no estatal) de los bakuninistas, que se enfrentaron con el individualismo burgués. Un individualismo representado, según Bakunin, en aquel “miserable libro” titulado El contrato social, en el que comienza el relato de la sociedad política por unos individuos aislados y libres que se reúnen con otros individuos en un pacto social.
Pero el colectivismo anarquista se enfrentó con los autoritarios, como se llamaba entonces a los marxistas, los cuales, para diferenciarse de sus adversarios, tomaron el nombre de comunistas. En septiembre de 1872, fecha de la Conferencia de La Haya, Marx había logrado la expulsión de Bakunin de la Internacional, y había trasladado el Consejo General a Nueva York. Nuestra línea recta, mediante un ligero giro angular, nos acerca ahora al Congreso de Córdoba, celebrado en el Teatro Moratín de esta ciudad el día 26 de diciembre de 1872. Congreso en el que se aprobaron las conclusiones del congreso de Saint-Imier. El anarquismo español quedó así constituido como un conjunto de federaciones “soberanamente independientes”. Y los delegados de este tercer congreso de la Federación española de la AIT, retaron a pública controversia a todos los que deseasen combatir los principios de la Internacional. Según cuenta Díaz del Moral, por las paredes de las calles de Córdoba se fijó el anuncio de un Reto que se abriría el primero de enero de 1873 en los salones del Café del Recreo. “¡Trabajadores de Córdoba, no dejéis de asistir! ¡Defensores del privilegio, aceptad el reto! ¡Salud, Anarquía y Colectivismo!”. (Pero la controversia no tuvo lugar por ausencia de “representantes de los defensores del privilegio”.)
Lo paradójico de la contraposición entre anarquistas y comunistas era que los no autoritarios, aunque se consideraban colectivistas, asumían el más radical individualismo anarquista. Un individualismo muy ambiguo, sobre todo en aquello que tenía que ver con la propiedad privada, pero no meramente psicológica, puesto que ya en 1845 Max Stirner había presentado a la propiedad privada como inseparable del individuo único (Der Einzige und sein Eigentum).
La prolongación retrospectiva de nuestra línea llena, cuando pasa por España, se detiene precisamente, un poco antes que en el punto correspondiente al Congreso de Córdoba, en la sesión del Congreso de los Diputados celebrada en Madrid el 19 de octubre de 1871, en la cual Emilio Castelar (que dos años después llegaría a ser presidente de la República proclamada el 1º de junio de 1873, bajo la presidencia de Salmerón) habló de la I Internacional, enfrentándose al voto aprobatorio que había sugerido el presidente del congreso en la ocasión, señor Candau. Y nos detenemos aquí porque fue, en esta ocasión, cuando por primera vez se formuló, al menos en sede parlamentaria, la oposición entre el individualismo y el colectivismo. Dice el cronista de La Época (viernes, 20 de octubre de 1871):
«Este discurso es hoy aplaudido por todos; y verdaderamente nadie puede quedar quejoso de él. Para el oyente que acude a recibir impresiones gratas y a admirar las grandes dotes oratorias del Sr. Castelar, este tuvo períodos muy preparados y limados, esparcidos artísticamente por su discurso, como coloca una elegante dama las joyas en su prendido; para los sabios, el Sr. Castelar tuvo generalizaciones y síntesis en abundancia; unas falsas, otras atrevidas, algunas verdaderas, muchas temerarias, pero todas ellas hijas de vasta lectura y trato familiar con la ciencia contemporánea. Para los economistas, aunque el señor Castelar sentó algunas proposiciones heterodoxas, tuvo en cambio el mérito de sostener la propiedad individual y la libertad del comercio. Para los individualistas, el Sr. Castelar defendió con ardor los derechos individuales. Los socialistas no pueden darse por quejosos, pues aunque calificó de ‘aberraciones’ sus doctrinas, el señor Castelar les dijo que el porvenir era suyo, y les asimiló a los padres de la Iglesia y a los fundadores de religiones. […] El papel que en el movimiento social atribuye el Sr. Castelar a la raza slava, es exagerado: si el Sr. Castelar hubiera recordado que la propiedad individual apenas existe en el Oriente, que la propiedad colectiva, ya del Estado, ya del soberano, ya del municipio, es lo general en Asia y aun en las colonias que los europeos conservan en esta parte del mundo, no hubiera extrañado que los obreros rusos fuesen los más tenaces en sostener el colectivismo. Rusia es casi un Estado asiático; pero el progreso en ella no se introduce a favor de las ideas sobre propiedad colectiva, sino al contrario, con la abolición de la servidumbre, decretada por el emperador Alejandro, merced a la cual aquel Estado está pasando del régimen colectivo propio del Oriente a la propiedad individual propia de Europa, y sin la cual no es dable el progreso. Todo cuanto dijo el Sr. Castelar con su acostumbrada elocuencia sobre la misión de la raza eslava fue en el fondo la atenuación de un resto de barbarie. No obstante su admiración hacia Bakounine, el Sr. Castelar lo reconoce así, puesto que en el Congreso de Berna decidió la victoria a favor de la propiedad individual. En cambio en el de Basilea, último de la serie que citó, el colectivismo triunfó; el colectivismo, que no es como el Sr. Castelar erróneamente suponía, la propiedad colectiva de la tierra, sino el derecho igual a todos los instrumentos de trabajo. Otro error notable del Sr. Castelar fue el de confundir los Congresos obreros con La Internacional. Hay gran relación entre ambas cosas, pero son diversas, y a veces han sido opuestas. Los congresos obreros son la deliberación. La Internacional es ante todo y sobre todo la acción.»
En el mismo día otro periódico de Madrid, el diario liberal La Iberia, transcribe así el discurso de Castelar:
«Un hombre de genio emprendedor y activo [Bakunin], hombre verdaderamente extraordinario por sus altas cualidades de propagandista y de organizador, vino a traer el esfuerzo de su gran talento y de su gran palabra, desde el fondo de Siberia, donde se viera confinado por anteriores revoluciones políticas; y de donde milagrosamente se escapara, a las fórmulas slavas, con las cuales se hallaba unido, no sólo por un grande convencimiento, sino también por su raza, por su sangre, por su origen; que aquel hombre era ruso, era slavo también. En esto celebrose el primer Congreso que la democracia europea podía celebrar, allá por setiembre de 1867, y en la ciudad de Ginebra. Los colectivistas slavos y sus muchos secuaces y sectarios presentaron la fórmula rusa a la adopción de la democracia europea. La democracia europea rechazó esa fórmula. Entonces se decidió, a instancia de los mismos desairados, que en el futuro Congreso de la Paz y de la Libertad se votara por nacionalidades. Y en efecto, celebróse otro Congreso de la democracia en Berna, por setiembre de 1868. Los colectivistas volvieron a presentar sus fórmulas a la adopción de los demócratas. Votaban los individuos de cada nacionalidad aparte, y se consideraba el voto de la mayoría como el voto de toda la nacionalidad. Y si había un solo individuo de una nación, éste solo tenía el voto. En tal caso me encontraba yo. Los alemanes, los franceses, los italianos y los suizos, que tenían cuatro votos en el Congreso, en cuanto se presentó la fórmula da la propiedad colectiva, votaron contra ella; pero los rusos, los polacos, los anglo-americanos y los ingleses, que tenían cuatro votos también, votaron en favor de la propiedad colectiva. El gran problema había caído en un empate, y no era posible su decisión. Muchos de los más liberales se hallaban consternados, temiendo que un Congreso de la democracia europea apareciese a los ojos del mundo como un Congreso colectivista. Y entonces yo [Emilio Castelar], que tenía reconocido mi voto, decidí aquel gran litigio en armonía con las ideas de toda mi vida, y lo decidí a favor de la propiedad individual. El colectivismo fue condenado en el Congreso de Berna. Los slavos nos dijeron que éramos demócratas puramente formalistas; que éramos republicanos puramente platónicos, y nos amenazaron con volver contra nosotros, contra la democracia política, las diferentes asociaciones de trabajadores que habían establecido, que habían organizado en toda Europa.»
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La recta que hemos hecho pasar como línea llena por todas las décadas comprendidas entre los años 2010 a 2001 y los años 1870 a 1861, y que pretendemos prolongar, con línea punteada, por las décadas futuras de nuestro siglo, es de hecho la recta que ha servido, durante siglo y medio, para organizar, mediante una oposición dicotómica, la “materia” de las sociedades que han vivido realmente en la Tierra durante el pasado siglo y medio. Una dicotomía concebida no como meramente binaria (como pudiera serlo, acaso, la partición según el Yin-Yang) sino como contradictoria o, si se prefiere, dioscúrica (Castor/Polux), incluso zoroástrica (Ormuz/Arimán) o maniquea (Bien/Mal). Por ejemplo, la organización dicotómica de España en las dos mitades consabidas (la izquierda y la derecha) que Antonio Machado estableció cuando dijo: “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón.”
Una organización dicotómica que polarizó el campo político durante quince décadas, y que asumió modulaciones fluctuantes según las fases de la línea del tiempo considerada (conservadores/progresistas, Antiguo Régimen/Nuevo Régimen, Occidente/Oriente). El material organizado en función de este dualismo se formuló inicialmente en el terreno del trabajo agrícola (individualismo/colectivismo, tal como aparece en el famoso libro de Joaquín Costa, Colectivismo agrario en España, Madrid 1898), en el que se contraponen los municipios que se ajustan a la propiedad individual, por ejemplo los mayorazgos, y los sistemas comunales que ya comenzaban a ser llamados colectivistas, ante todo por referencia a la materia agrícola, aunque fueron extendiéndose a otros géneros de materia. De este modo fueron organizándose, según el modelo dicotómico, los campos políticos a diferentes escalas, desde la escala aldeana –Llánaves, en León; Ansó, en Aragón; Caso, en Asturias– hasta la escala internacional –el bloque comunista y el bloque capitalista, durante la época de la Guerra Fría–.
Lo que aquí nos importa constatar es hasta qué punto estas “biparticiones maniqueas” del mundo histórico, social, político y religioso, tienen que ver, ya sea por causalidad, ya sea por mera analogía, con el dualismo primario individualismo/colectivismo. Acaso los términos rígidos de esta oposición quedarán enmascarados o redefinidos en otros conceptos más complejos: en lugar de individualismo se hablará de “personalismo”, en lugar de colectivismo se hablará de “comunismo” o de “socialismo”; en lugar de individualismo se hablará de “liberalismo” y el lugar de colectivismo se hablará de “socialdemocracia”. Pero las oposiciones, tales como las que enfrentan hoy al liberalismo y al socialismo, o a las democracias liberales y a la socialdemocracia, seguirán manteniendo correspondencia con la oposición entre el individualismo y el colectivismo.
La caída de la Unión Soviética, es decir, la disolución de los bloques de la Guerra Fría (capitalismo/comunismo), influyó notablemente, sin duda, en el proceso de atenuación de las líneas divisorias de la dicotomía. Desaparecido el “telón de acero”, el ascenso de los fundamentalismo democráticos (que cabría definir prácticamente como la entronización de la democracia parlamentaria como la única forma, en cuanto fin de la Historia, compatible con los Derechos humanos y, por tanto, como proscripción de cualquier fundamentalismo aristocrático y, por supuesto, de cualquier fundamentalismo monárquico) atenuó, al menos en la teoría, algunos dualismos maniqueos, por ejemplo, el dualismo izquierda/derecha, o incluso el dualismo progresismo/conservadurismo (Cánovas acuñó el concepto de “liberalismo conservador”).
Estas oposiciones se irán reproduciendo a diferentes escalas, pero las nuevas biparticiones pueden siempre ponerse en correspondencia con la bipartición original. Por ejemplo, el Estado democrático nacional (opuesto al Estado oligárquico) se fragmentará, según las regiones, Länder o Autonomías, en Estados democráticos nacionalistas, de suerte que la oposición entre los Estados dados a esta escala sea considerada precisamente en la línea del colectivismo centralista (propio del Estado nacional) frente al individualismo de la nacionalidad (de sus “señas de identidad”), que a su vez podrán ser fragmentadas de nuevo en unidades municipales, en veguerías, en el Estado federal. Y aquí nos reencontramos de nuevo con el federalismo radical, de tipo anarquista, de tipo liberal o de tipo krausista, que nos pone otra vez en contacto con la oposición entre el individualismo (el que alienta al llamado humanismo liberal, que pone al Estado al servicio del individuo) y el colectivismo (el colectivismo solidario o socialdemócrata, que pone al individuo, no ya al servicio de la colectividad de individuos, sino al servicio de los otros individuos solidarios, desbordando no ya al Estado, sino a la Humanidad –una humanidad en la cual las líneas de frontera entre las naciones tienden a borrarse, como reliquias del pasado, después de conseguida la Alianza de Civilizaciones–).
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Acabamos de sugerir hasta qué punto la contraposición dualista (“maniquea”) entre individualistas y colectivistas, sin perjuicio de haberse formulado originariamente en el ámbito de las categorías económicas, no se agota en estas categorías, sino que se encuentra también en otras, ya sea por influencia directa de las categorías económicas, ya sea por analogía con ellas, sin negar que, sin embargo, las modulaciones análogas, en principio independientes, podrían mantener afinidades o incompatibilidades electivas.
Por ejemplo, podemos encontrarnos, en el campo de las categorías sebasmáticas, múltiples modulaciones de este dualismo dicotómico, como el que enfrentaba, en los siglos medievales del Monte Athos, a los monjes idiorrítmicos (individualistas, que vivían “a su aire”) con los monjes cenobíticos (que ajustaban su vida a la regla del Nomos, pero sin por ello poder ser considerados como colectivistas en el sentido económico). Otro tanto habría que decir de los dualismos dicotómicos que los etnólogos encuentran entre los pueblos pastores que cultivan la música solista (vocal o instrumental) y los pueblos agricultores que cultivan la música coral, sin que podamos interpretar a los pueblos agricultores como colectivistas en materia musical.
En general: ¿qué podemos esperar de este “despliegue”, a través de las diversas categorías, de la oposición individualismo/colectivismo originariamente formulada en el ámbito de las categorías económico políticas? La ampliación de este dualismo a las categorías del arte, de la religión, de la familia o del lenguaje –ampliación que en la terminología escolástica se denominaría “trascendental”–, ¿no nos alejará del sentido de la dicotomía original? Sin duda, pero en todo caso este alejamiento es necesario si queremos liberarnos de un confinamiento en la categoría de partida que pudiera hacernos pensar que en ella, y sólo en ella, podemos encontrar las claves ulteriores de la oposición. Un confinamiento que nos conduciría al más pleno reduccionismo economicista. Sólo cuando advertimos la naturaleza “trascendental” de la oposición que nos ocupa, es decir, cuando advertimos que esta oposición es una modulación muy importante, sin duda, pero que está acompañada de otras modulaciones irreductibles a ella, podremos calibrar el verdadero alcance de la oposición de la que hemos partido.
De hecho, es evidente que los individualismos no sólo aparecen en la categoría económica, sino también en otras categorías culturales; y los colectivismos, no sólo tienen lugar en las categorías económicas, sino también en las categorías artísticas, religiosas, políticas o gramaticales (en donde nos encontramos con la oposición entre los pronombres personales en singular y en plural, muy especialmente entre el Yo y el Nosotros; pues no cabe duda que esta oposición se corresponde, de algún modo, con la oposición entre un cierto individualismo y un cierto colectivismo).
¿Habría alguna manera de establecer algún criterio de clasificación de esta diversidad tan heterogénea de “modulaciones categoriales” de la contraposición dicotómica (incluso maniquea) entre el individualismo y el colectivismo, en su sentido analógico-trascendental más amplio?
Si nos atenemos a la contraposición lingüística entre el Yo y el Nosotros, dada la presencia multicategorial que esta contraposición gramatical posee (el músico que toca la flauta puede anunciar: “Yo voy a dar un concierto de flauta”; pero quien forma parte de un coro no podrá decir: “Yo voy a empezar a cantar” sino “Nosotros vamos a ofrecer un concierto”). Otro tanto podría decirse en el terreno político, religioso, &c. Por ello podremos ver, en el lenguaje, un criterio fértil para clasificar las modulaciones tan heterogéneas de las que venimos hablando. En efecto, el lenguaje, y en particular los lenguajes dotados de pronombres personales, constituyen una categoría que no puede reducirse al terreno psicológico subjetivo del hablante, precisamente porque las palabras, incluso los pronombres personales, no pueden confinarse al terreno de la “mente individual” o del “cerebro individual”, sino que requieren contar con contenidos extrasubjetivos, extrasomáticos, a saber, tanto los constituidos por otros sujetos distintos de la primera persona, como con las cosas impersonales significadas mediante las cuales el lenguaje intersubjetivo es posible.
Ahora bien, el lenguaje, así entendido, se despliega según los tres ejes consabidos –el eje sintáctico, el eje semántico y el eje pragmático– en función de los cuales puede organizarse el mismo espacio gnoseológico, es decir, el espacio en el que se contienen las ciencias positivas, tales como la Geometría, la Mecánica, la Química o la Termodinámica (me permito remitir aquí al volumen 1, págs. 110-126, de Teoría del Cierre Categorial, Pentalfa, Oviedo, 1992).
Supuesta la teoría del espacio gnoseológico podemos ensayar una primera clasificación de los individualismo y de los colectivismos –es decir, de sus diversas modulaciones categoriales– tomando como criterio los respectivos ejes sintáctico, semántico y pragmático. Y podemos esperar que la perspectiva sintáctica nos lleve a modulaciones del individualismo y del colectivismo de naturaleza predominantemente lógica (o lógico gramatical), mientras que la perspectiva semántica nos llevará a modulaciones de naturaleza predominantemente óntica (es decir, objetiva, con independencia del sujeto operatorio), mientras que la perspectiva pragmática nos llevaría a modulaciones de naturaleza ontológica (porque desde ella el sujeto operatorio antrópico aparece enfrentado a las cosas mismas, en tanto éstas dependen, de algún modo, de sus operaciones).
Mediante la utilización de éstas diversas perspectivas podríamos dibujar sistemáticamente (no proféticamente), en el espacio vacío del siglo XXI por venir, los géneros de individualismo y de colectivismo que cabe esperar encontrar en el futuro, sin aventurarnos a cultivar el género mitopoiético.
Damos aquí esquemáticamente unas muestras de posibles modulaciones de los términos individualismo y colectivismo, de las cuales podremos asegurar, sin la menor intención profética, que estarán presentes en las próximas décadas futuras.
A) Ante todo las “modulaciones” polarizadas en torno al eje sintáctico, es decir, las modulaciones de la oposición individualismos/colectivismos cuya materia pueda considerarse, inequívocamente, en posesión de una naturaleza lógica.
(1) Comenzaremos por el recuerdo del tipo de sofismas (tan frecuente en las discusiones políticas parlamentarias al uso) que tienen una estructura similar a la que ofrece el que podríamos llamar “silogismo apostólico”: “Los apóstoles son doce; Pedro es apóstol; luego Pedro es doce.” Este silogismo se reproduce hoy con frecuencia en los discursos de los políticos: “Un pueblo, constituido por los ciudadanos de una sociedad democrática, es libre. Pedro es un ciudadano cualquiera de esta democracia, luego Pedro el libre.”
Las summulas resolvían estos sofismas distinguiendo el sentido divisivo (distributivo, individualista) de los términos “apóstol” o “pueblo”, de su sentido colectivo (sinalógico, atributivo).
(2) Sin embargo, la distinción entre estos dos sentidos de un mismo término, no solamente no resuelve la cuestión, sino que abre otras cuestiones diferentes. Y esto se debe a que no es nada fácil separar estos sentidos, por cuanto ellos están siempre unidos e involucrados, sin perjuicio de que sean disociables. Esta es la razón por la cual la copulativa “y” titular (individualismo “y” colectivismo) no sólo tenga un alcance conjuntivo explícito, sino también un alcance implícito disyuntivo (como lo tiene la expresión, de resonancias sartrianas, “el Ser y la Nada”).
(3) También la oposición entre las ciencias idiográficas y las ciencias nomotéticas (que, desde Windelband y Rickert, atraviesa todas las teorías de las ciencias naturales o culturales) envuelve la contraposición entre el individualismo y el colectivismo. La Historia de los Papas de Ranke procede necesariamente, al establecer las series de los papas del Renacimiento, por conceptos individualistas (idiográficos); la Embriología de Wolff, al establecer la serie de las fases del embrión de pollo, procede necesariamente por conceptos colectivistas (nomotéticos).
(4) En general, las relaciones holóticas entre las partes y los todos (por ejemplo, la relación diairológica entre los elementos y la clase lógica a la que pertenecen; o bien, la relación sinalógica o atributiva entre las partes y el todo atributivo, contienen la oposición entre un individualismo lógico y un colectivismo lógico). La conocida representación de las clases lógicas mediante círculos y puntos marcados en su recinto, que Euler ofreció a una princesa de Alemania, intentaba explicar los silogismos distributivos aristotélicos, pero lo hacía por medio de silogismos atributivos eulerianos.
Sospechamos que las “ideas trascendentales” que están en el fondo de la oposición entre los individualismos y los colectivismos tienen que ver con las ideas holóticas, es decir, con la llamada “teoría de los todos y las partes”.
B) Consideremos ahora modulaciones de la oposición individualismos/colectivismos susceptibles de ser clasificadas en función del eje semántico (por tanto, como modulaciones con pretensiones reales, no meramente lógicas, sino ónticas).
(1) Citaremos ante todo las modulaciones teológicas. En esta categoría semántica nos encontramos, en primer lugar, con la contraposición entre las ideas individualistas de Dios (las ideas del monoteísmo, que postulan la unicidad del Ser divino, salvando la paradoja de que éste ser único, singular, se presenta de hecho pluralmente, unas veces como Yahvé, otras veces como Deus, y otras como Alá) y las ideas colectivistas de Dios (las ideas del politeísmo, en las cuales los dioses olímpicos, por ejemplo, han de considerarse como un “colectivo” bien diferenciado del “colectivo de las musas” o del colectivo de los mortales).
(2) Dentro de la categoría sebasmática, que engloba a las religiones de la Tierra, encontramos importantes modulaciones de la oposición entre el individualismo y el colectivismo. Por ejemplo, la religiosidad propia del místico que busca en soledad (“solo con el Solo”) la identificación con Dios, y la religiosidad del pueblo cristiano o mahometano que reza en ceremonias colectivas perfectamente pautadas en sus gestos o genuflexiones clonadas, o en sus corales. O bien, en el terreno más doméstico de la convivencia, la contraposición entre el individualismo de los monjes (de su cueva, de su cabaña, de su cubículo o de su celda) y el comunismo frailuno o colectivismo de los conventos (que, por cierto, fueron muchas veces el resultado paradójico de la “congregación de los monjes”, de la transformación de los monasterios en cenobios, y de los monjes en frailes).
(3) En Física, el individualismo semántico se manifiesta en el atomismo clásico (el de Demócrito o Epicuro), que apelaba a unidades individuales, elementales y libres (Boecio “calcó” los “átomos” de los físicos griegos en los “individuos” lógicos). Modulación que alcanzó sus mejores frutos en la teoría cinética de los gases, según la cual las moléculas de un gas contenido en un recinto son libres en sus movimientos, puesto que –podríamos decir, aplicándoles la consabida fórmula democrática– la libertad de cada molécula sólo tiene como límite la libertad de las demás (lo que viene a ser un modo rebuscado de reconocer que, de hecho, las moléculas no son libres en sus trayectorias). Y el colectivismo (o el holismo) se nos manifiesta dentro de la misma teoría cinética de los gases, en la utilización obligada de los colectivos estadísticos, formados por trillones de moléculas, individuales y libres, según múltiples criterios de velocidad, dirección, masa, &c. En cualquier caso, los conceptos de presión, volumen o temperatura, suponen un tratamiento colectivista de los gases que se suponen compuestos de moléculas o átomos individuales, porque las moléculas o átomos aislados en un recinto no tienen temperatura, ni presión, ni volumen, en un contexto termodinámico.
(4) La oposición entre la Ética y la Moral (que está en el fondo de la oposición entre los derechos humanos y los derechos positivos, del “Estado de derecho”) o, si se prefiere, entre el Hombre y el Ciudadano, puede considerarse también como una modulación de la oposición entre el individualismo y el colectivismo. Los derechos humanos, proclamados en 1948, irían referidos esencialmente a la dimensión ética, es decir, individual, de las personas, porque los derechos humanos se supone que afectan a cualquier individuo humano, cualquiera que sea el “colectivo” político, social, cultural, lingüístico, &c., al que pertenece. En cambio, las normas morales son esencialmente colectivas, porque los mores, las costumbres, no son individuales, sino precisamente grupales, colectivas. La contraposición entre los derechos humanos (“éticos”) y los derechos positivos (“morales”) se manifestó claramente en el momento en el cual, en los años que sucedieron a 1948, los Estados, al “recibir” la Declaración Universal, fueron introduciendo “cláusulas de salvaguarda” de los propios derechos positivos.
(5) El colectivismo en el arte (o en las ceremonias de disfrute del arte) ha ido en aumento en las últimas décadas, y no ya como colectivismo estadístico –resultado de la yuxtaposición de millones de espectadores individualistas de radio o televisión, que escuchan o contemplan la boda de un príncipe– sino también en los colectivismos asamblearios o gregarios de las decenas de miles de individuos participativos que asisten, paradójicamente, a un concierto de clarinete que un individuo, como Woody Allen, ofrece en solitario. El colectivismo –en arte, en política, en religión, en deporte– sigue organizándose en nuestro siglo en función del individualismo más exacerbado, y constituye el medio a través del cual un individuo puede alcanzar su divinización o apoteosis.
(6) Una mención especial merece el incremento que experimenta, en las últimas décadas, la utilización del rótulo “colectivo” como autodefinición de grupos sociales de muy reducido número de miembros, al menos comparados con los grandes colectivos tipo sindicatos o partidos políticos. Grupos que, paradójicamente, por su tamaño diminuto, están más cerca de un individualismo que busca la diferenciación singular con otros grupos, pero que, al mismo tiempo, huye del individualismo personal y busca la neutralización, mediante el rótulo de “colectivo”, con el que trata de beneficiarse del “nosotros” (sustituyéndolo por “colectivo”). Nos referimos a colectivos tales como “Colectivo de celiacos de la ciudad K”, “Colectivo de enfermeras del hospital central”, “Colectivo de grabadores españoles”, “Colectivo de pintura Leganés”, &c. Estos colectivos, al acumularse unos a otros, requieren ampliar su rótulo anti individualista, como por ejemplo el colectivo Hollywood in Cambodia, de Buenos Aires, autodenominado “Colectivo de colectivos de artistas”. En el límite del proceso hacia el colectivismo del porvenir podremos esperar, en el futuro, un requerimiento como el siguiente: “¡Colectivos de todos los países, uníos!”
C) En cuanto a las modulaciones del individualismo y del colectivismo que pudieran ser reducidos al eje pragmático (el eje ontológico por excelencia, por cuanto en él las realidades objetivas, pero antrópicas, están seleccionadas en función de los intereses de los sujetos operatorios), nos limitaremos a sugerir una clasificación sumaria de los mismos:
(1) Las modulaciones dualistas de la oposición, es decir, aquellas en las cuales individualistas y colectivistas se muestran como términos opuestos e incompatibles (dioscúricos), disociables pero inseparables. Son modulaciones próximas a la visión dualista del mundo, las modulaciones zaratústricas o maniqueas de que hemos hablado. Ocurre, sin embargo, que la distribución de papeles suele ser oscilante y ambigua. Así la oposición política entre las izquierdas y las derechas (que muchos entienden como una oposición entre concepciones del mundo opuestas, por tanto, como una oposición trascendental) es interpretada unas veces como si la izquierda fuese “el reino de la colectividad socialista”, frente a la derecha interpretada como “el reino de la individualidad egoísta y explotadora”; pero otras veces la derecha será vista como expresión del colectivo más gregario formado por las élites de los explotadores, frente a la izquierda, en la que se incluyen los verdaderos individuos de carne y hueso, aquellos que están amparados precisamente por los derechos humanos.
(2) Las modulaciones monistas que pretenden, o bien reducir las colectividades, el nosotros, al yo, declarando al nosotros como una ilusión del yo (Max Stirner, Le Dantec), o bien reduciendo el yo al nosotros, declarando al yo como un espejismo del nosotros.
(3) Los modelos pluralistas que, de un modo u otro, consideran a los términos “individualismo” y “colectivismo” como meras abstracciones sin correlato real, o con correlatos imaginarios, sustantivados. Las modelos pluralistas tenderían a declarar ilusoria o abstracta la misma oposición general entre individualismo y colectivismo; tal oposición abstracta escondería, en realidad, oposiciones concretas muy heterogéneas, involucradas entre sí. Por ejemplo, la oposición gramatical (propia de la Gramática general) entre los pronombres yo y nosotros, se resolvería en los distintos yos y nosotros dados en el ámbito de una misma lengua, o en diferentes lenguas (los yos y nosotros de la lengua inglesa, los infinitos nosotros y yos de la lengua rusa, o china o francesa). O dicho de otro modo, la oposición entre el yo y el nosotros no sólo se dibujaría en el plano abstracto de la gramática general, sino en la estructura de todos los lenguajes diversos que contienen la oposición de los pronombres personales en singulares y plurales. No parecería gratuito poner en correspondencia el yo y el nosotros de la sociedad humana viviente con las individualidades de los próceres que descansan eternamente en sus panteones frente al colectivismo de las hueseras de los cementerios, respectivamente (sin olvidar que esta dicotomía queda enteramente desbordada cuando, tras la incineración, el propio marco de la dicotomía desaparece).
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Desde el planteamiento que hemos creído poder dar a la cuestión propuesta sobre la oposición individualismos/colectivismos en el siglo XXI, se nos abren múltiples perspectivas que nos permiten, si no nos equivocamos, decir algo sistemático sobre las modulaciones de esta oposición, o más bien, sobre los tipos de estas modulaciones, que puedan configurarse en el espacio vacío del siglo por venir.
A) Nos atrevemos a decir que no tenemos por qué suponer que las modulaciones lógico sintácticas de la oposición entre el individualismo y el colectivismo no vaya a quedar intacta en el siglo que comienza, si bien acaso pudiéramos preveer (no profetizar) algún incremento significativo de los modelos pragmáticos de tipo reduccionista a favor de los colectivismos de tipo estadístico. Las técnicas en ascenso de la mecánica estadística, del tratamiento estadístico de la Astronomía, de la clonación biológica o de la aritmética política, permiten suponer un incremento significativo de las modulaciones lógicas del colectivismo, cuya influencia en el campo semántico podrá ser de gran alcance.
B) En el campo semántico de la Teología, la oposición entre el individualismo monoteísta y el politeísmo colectivista también podría mantenerse intacta, si bien reduciendo su extensión, habida cuenta del incremento del agnosticismo y del ateísmo. Y se manifestará en función de núcleos semánticos diferentes. Acaso lo más notable fuera el incremento de colectivismo de los númenes frente al monoteísmo tradicional, colectivismo representado por la expansión de las creencias en seres corpóreos pero inteligentes extraterrestres, que están reemplazando, después de las aventuras espaciales del siglo pasado, al colectivismo de los seres inteligentes incorpóreos, tales como las miríadas de arcángeles, ángeles, tronos o dominaciones de los siglos anteriores.
Los historiadores y los sociólogos suelen insistir en la interpretación que subraya, en las estadísticas de religiosidad, el descenso de la curva de creencia en el Dios de las religiones terciarias tradicionales, o en las creencias en los númenes espirituales tradicionales. Pero la verdadera cuestión, para nuestro asunto, habría que ponerla no tanto en la constatación de este hecho (del hecho del descenso) sino en el análisis de los efectos que esta caída pueda ejercer sobre los individuos y colectivos humanos que siguen y seguirán viviendo en las próximas décadas (en el supuesto de que un gigantesco meteorito no destruya la vida humana de la superficie de la Tierra, sin necesidad de que por ello su eje de rotación apenas se altere), y que durante milenios han estado acostumbrados a vivir en la Tierra como si estuvieran acompañados, muchas veces tutelados o amenazados, por otros seres vivientes no humanos, sobre los cuales el cristianismo consiguió poner al hombre como el sujeto más elevado en la jerarquía del universo creado por Dios. Las creencias milenarias en estos seres inteligentes no pueden ser sustituidas por las creencias en los átomos de Helio o en los colectivos de quarks impersonales, como sugiere ese “colectivismo molecular o atómico” de tantos científicos de nuestros días, que pretenden presentarlo como alternativa de los colectivos de espíritus tradicionales. El resurgimiento sorprendente de las creencias en extraterrestres, en la medida en que pueda ser considerada como la religión de nuestro tiempo, sería la mejor prueba de la resistencia a aceptar el monoteísmo de la inteligencia representado por el humanismo radical.
En el terreno político, la oposición entre el individualismo y el colectivismo acaso evolucione en el sentido del enfrentamiento entre el “mundo occidental” (propio de las sociedades democráticas orientadas a salvaguardar los derechos individuales, desde al habeas corpus hasta el derecho a un día de reflexión en las elecciones) y el “mundo asiático” (el mundo en el cual, se dice, los individuos quedarán reabsorbidos en alguna entidad suprapersonal).
C) El acento lo pondríamos, por nuestra parte, en las modulaciones que hemos agrupado en torno al eje pragmático. Y dadas las limitaciones del espacio de que disponemos, me atendré únicamente a las modulaciones dadas en la perspectiva que hemos llamado pluralista, que es la perspectiva más próxima al materialismo, al menos en cuanto se opone tanto a los monismos de cualquier tipo como a los dualismos (sean meramente binarios, sean zoroástricos, sean maniqueos). Y en estas condiciones cabría aventurarse en predecir (no en profetizar) que las modulaciones de la oposición entre individualismo y colectivismo que puedan darse en el siglo que corre, seguirán siendo contraposiciones abstractas, producto de las tendencias más groseras y persistentes hacia la sustantivación de las ideas universales.
D) Sin embargo, acaso la expresión más interesante que pueda alcanzar la oposición entre individualismos y colectivismos a lo largo del siglo XXI no haya que circunscribirla a la oposición entre democracias occidentales y autocracias o teocracias asiáticas.
En todo caso, la oposición individualismo/colectivismo, incluso cuando se la entiende como oposición contradictoria (dicotómica, es decir, no contraria), puede servir para analizar la verdadera naturaleza o estructura de las democracias parlamentarias homologadas, y más aún, para redefinirlas como una mezcla o mixtum compositum del individualismo teórico más extremado (que muchos teóricos, como Lipset & Raab, consideran como característica de la derecha liberal y aún del fascismo) y del colectivismo más grosero.
El individualismo más radical está reconocido, en efecto, en las democracias parlamentarias homologadas mediante la distinción entre el “ciudadano” y el “súbdito”. Se supone que en el Antiguo Régimen –o en los regímenes totalitarios actuales, teocráticos (como el Islam) o autocráticos (como China)– el ciudadano desaparece y queda reducido, al perder la libertad, a la condición de súbdito que ha de acatar las normas dictadas por el tirano o por el déspota. En la democracia, en cambio, el individuo recupera su libertad, porque el Estado se pone a su servicio, y sólo a través de la voluntad individual y soberana de los ciudadanos (el día de reflexión y el voto secreto son instituciones complementarias destinadas a garantizar la individualidad de la expresión de esa libertad que “obra en conciencia”), el súbdito se transforma en ciudadano. Más aún, es él quien elige a los representantes que crearán las normas a las cuales los individuos habrán de ajustar su conducta y que, en consecuencia, ya no serán vistas como normas impuestas por el déspota, sino por el pueblo, por el Soberano, en palabras de Rousseau. El cuerpo electoral se disuelve en millones de átomos individuales (dicho con redundancia), cada uno de los cuales ejercerá su voluntad individual libremente, desde el momento en el que puede votar en una dirección o en otra, o en blanco, es decir, en la medida en que no se abstiene. Porque la abstención constituiría el límite interno en el cual el sistema democrático se destruiría a sí mismo. La libertad de las individualidades (de los electores de representantes, y de los legisladores elegidos) se constituye así en el principio de la democracia procedimental. Es decir, el individualismo libre resulta reconocido como el núcleo germinal de la sociedad democrática. La libertad individual se supone ilimitada en principio, porque sólo se reconoce limitada por la libertad de los demás individuos: “La libertad del individuo es considerada en sí misma ilimitada, y sus únicos límites se establecerán desde fuera de la voluntad individual, es decir, desde la libertad de los demás individuos libres.”
Ahora bien, lo cierto es que cuando comienza el escrutinio de los votos encerrados en las urnas, el individualismo libre de cada elector comienza a ceder ante los “colectivos” que van formándose por la mera acumulación aditiva de los votos individuales y libres. Ahora es cuando podemos advertir el verdadero alcance de la fórmula que quería expresar los límites de la libertad de cada cual en función de las libertades de los demás individuos libres. Pero la falta de unanimidad no puede entenderse como un déficit de la democracia, puesto que es constitutiva suya. Mi voluntad individual libre para elegir a un representante queda frustrada por el colectivo constituido por la suma de las voluntades libres que eligen a otro; la voluntad individual libre del representante que vota en favor de una norma o lege ferenda, queda frustrada por el colectivo formado por los representantes que la impugnan.
En consecuencia, el colectivo victorioso impondrá despóticamente sus normas al colectivo derrotado, es decir, mediante una coacción similar a la que el déspota ejerce sobre sus súbditos. Ocurre como si los ciudadanos derrotados se convirtieran en súbditos de los ciudadanos victoriosos. Sin embargo, esta similaridad queda enmascarada por el hecho de que la “fuerza de obligar” de esa coacción está de antemano aceptada por el que ha sido derrotado. Es decir, ya no procederá de un grupo exterior a los ciudadanos (el tirano, la aristocracia o la oligarquía dominante), sino que emanará del mismo cuerpo electoral, del Soberano o del Pueblo, por cuanto los colectivos han pactado el consenso con los resultados obtenidos por el colectivo victorioso (o por las coaliciones pertinentes). Pero este consenso, mediante el cual la minoría acepta la victoria de la mayoría, no altera la naturaleza de la coacción objetiva, como tampoco altera la naturaleza de la aristocracia o de la monarquía absoluta el hecho de que el pueblo la acepte pacíficamente durante siglos.
No cabe concluir que, en democracia, la “exterioridad” del grupo victorioso desaparece en cuanto los grupos derrotados aceptan su derrota, en virtud del pacto electoral que obliga a las minorías (aunque sean minorías por un solo voto) a aceptar las normas propuestas o impuestas por la mayoría. Pues no cabe considerar a esta autosumisión de los derrotados como la “grandeza de la democracia”, sino más bien como su “miseria”. Porque tal pacto electoral no transforma a la norma victoriosa en una norma interna que el cuerpo electoral haya emanado de su seno (o de una metafísica “voluntad general”). La norma sigue siendo exterior, como el colectivo victorioso sigue siendo exterior al colectivo minoritario. La “voluntad general” carece de la energía necesaria para refundir los contenidos o materias de las normas derrotadas en una “norma común victoriosa”, y esto debido a que el consenso (o aceptación) por parte del colectivo derrotado, no va referido a la materia de la norma, sino a la forma del procedimiento que se ha seguido para legalizarla.
Por tanto, y sobre todo cuando se trata de normas que el colectivo de los ciudadanos-súbditos (los derrotados) puedan estimar como trascendentales a su propia voluntad libre (a normas que sean consideradas como normas irrenunciables, desde el punto de vista ético, o moral o político, como pueda serlo la norma del derecho al aborto, la norma de la eutanasia o la norma de la autodeterminación de una Autonomía) entonces, la condición externa o coactiva de la fuerza de obligar de la norma se manifestará en toda su evidencia, y nos hará ver que el consenso sobre la legalidad de la norma victoriosa no implica el acuerdo sobre su materia. Dicho de otro modo, la norma aceptada por todos es norma democrática sólo cuanto a su forma, pero no cuanto a su materia, lo que significa que no cabe considerar como no democrática la voluntad de desacatarla, puesto que se está en desacuerdo con su materia. Y la mejor demostración de este desacuerdo es el hecho de que el colectivo derrotado confía en que en la próxima legislatura el colectivo minoritario de hoy se transformará en el colectivo mayoritario de mañana. Con lo cual se repetirá la situación de la coacción aceptada, aunque en dirección contraria.
En este conflicto entre los colectivismos que deciden el curso de las sociedades democráticas, ¿dónde queda la libertad individual, supuesto que al ciudadano demócrata no le cabe el recurso de la abstención? ¿En el voto en blanco? Pero, si el colectivo victorioso correspondiera al voto en blanco, ¿cabría interpretar que la “voluntad general” rechaza no ya la norma, sino la misma posibilidad de someter la norma a votación? El voto en blanco, ¿podría interpretarse como la voluntad general de no someter esa norma al juego democrático, sino en dejarla al albur de las leyes sociales, o históricas, o religiosas o políticas? ¿O acaso la democracia debe ser totalitaria en sus competencias?
Niembro, 1º de abril de 2011
[ Escrito por Gustavo Bueno a petición de la Universidad de Córdoba, para formar parte de una obra “colectiva” proyectada por la Biblioteca Ben Rosch impulsada por esa institución. Parece que, diez años después, ese libro todavía no ha sido editado, por lo que resulta aconsejable dejar ya publicado éste texto, liberándolo de su condición de inédito e ignorado. ]