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Gustavo Bueno

¿Quién fue el cura Medrano?

(Prólogo a José Fermín Hernández Lázaro, El Antojo. La Inquisición contra Antonio de Medrano, Cornamusa Ediciones, Logroño 2003, páginas 11-21.)

El lector tiene en sus manos una magnífica reconstrucción de la vida del bachiller Antonio Medrano, el “cura de Navarrete”, donde nació en 1486 y murió cincuenta y tantos años después. La vida de un hombre de Iglesia, con sangre de judío converso, por parte de padre, y de cristiano viejo, por parte de madre (su propio padre sustituyó su apellido Díez por Medrano). Un tío suyo --nada menos que el franciscano Juan de Cazalla, que había sido secretario de Cisneros, y era hermano de la famosa María de Cazalla-- lo llevó a Salamanca a estudiar Cánones. Allí se ordenó y trabó amistad con la beata Francisca y con otros “alumbrados” o considerados tales. Pero no perdió el contacto con Navarrete y con Fuenmayor, donde disfrutaba de unos beneficios eclesiásticos. Jamás pretendió apartarse de la Iglesia; pero de vez en cuando, hablando con los amigos le venían a la boca algunos silogismos que al parecer en su adolescencia había oído a su tío (“el capón que comemos se hace sustancia mía, como yo al comulgar me hago Jesucristo, el capón se hace Jesucristo”) y hacía algunas cosas (como dormir en las mismas sábanas con la beata Francisca, y luego con otras) que le hacían sospechoso a la Inquisición. Se conservan las actas del proceso de Logroño (en 1526), de Calahorra (en 1527) y poco después (aunque él había vuelto ya a Navarrete) de Toledo (1530). Lo cierto es que sólo fue condenado de levi a un abjuración pública; de hecho volvió a Navarrete en sus últimos años y siguió diciendo misa con alguna restricción.

Acaso lo más interesante de la vida del bachiller Medrano sea la imposibilidad de clasificarlo como un alumbrado más. Se diría que él “iba por libre”, o, para decirlo con el lenguaje de los monjes del monte Athos: Medrano era un cura idiorítmico, que procedía “a su aire”, y no al aire de los cánones y normas que él estudió en Salamanca, como era propio de los monjes nomorítmicos. Así ha sido visto de hecho, y no faltan especialistas que (como Ángela Salke) subrayan el carácter sui generis del iluminismo de Medrano, sugiriendo que en realidad habría que hablar de “medranismo”.

Y por ello es muy importante todo intento de aproximarse a lo que pudieron haber sido los “mecanismos” efectivos de una vida como la del bachiller Medrano, más allá de los análisis que de ella hicieron los inquisidores, análisis siempre abstractos, burocráticos, orientados por las taxonomías establecidas, a fin de poder clasificar a quienes se desviaban y poderles imponer una pena lo más objetiva y justa posible (en el repertorio de estas penas figuraba por supuesto la hoguera).

El gran mérito del autor de esta reconstrucción, José Fermín Hernández Lázaro (que ya había probado sus armas, con gran éxito, en Los papeles secretos del Obispo Lepe) es el haber logrado, apoyado desde luego en un conocimiento a fondo del material documental, ofrecernos una visión de lo que pudo ser la vida de un hombre que nos es conocido a través de los datos que constan en las actas de los Tribunales del Santo Oficio. Unas actas que no pueden decirnos cómo se fraguó la personalidad de Medrano, cómo transcurrió su infancia en Navarrete, hasta qué punto en estos años de niñez y adolescencia se esbozaron ya los rasgos que iban a caracterizarle en su vida posterior (¿por qué no pudo ya entonces, sin esperar a ir a Salamanca, haber escuchado a su tío, el famoso Cazalla, un sermón en el que se relacionaba el banquete eucarístico con los capones?).

A Hernández Lázaro debemos agradecerle el habernos abierto la posibilidad de ver la vida del bachiller Medrano, una vez terminados sus estudios, no como si hubiera sido alguien determinado por algún tipo de doctrinarismo abstracto (luteranismo, iluminismo, epicureísmo) sino por la composición peculiar de su idiosincrasia y de las influencias de los amigos con los que convivió (hace unos pocos años Javier Pérez Escohotado ya demostró cómo las acusaciones de Epicureísmo formuladas contra Medrano por el tribunal de Toledo, acusaciones que se basaban en los famosos billetes en los que el prisionero pedía a su hermano perdices, pollas mozas, manjar blanco, aceitunas o vino, estaban inspirados no por Epicuro, sino por Dioscórides, es decir, no buscaba el placer por el placer, sino la medicación).

Y, desde luego, el relato de esta “vida” que, como si fuera la propia autobiografía de Medrano nos ofrece José Fermín Hernández Lázaro, está llevado con un estilo fluido y ameno que atrae en seguida el interés del lector. El “hilo rojo” que atraviesa todo el relato, el “antojo” desde el primer capítulo hasta el último es, sin duda, una licencia literaria que suscita la intriga y la mantiene, pero que en ningún caso desentona con las circunstancias propias de las vidas del siglo XVI en Castilla. La libre trasposición, cronológica, o topográfica de algunos pasajes de la biografía del bachiller (respecto del orden sugerido por las actas), lejos de tergiversar la sustancia de la reconstrucción de esta vida, permiten entrar más dentro de ella, de acuerdo con la interpretación del autor de la biografía novelada, que es una obra literaria antes que una obra histórica. No estará de más recordar aquí aquello que Galdós dejó dicho hace un siglo: que la novela es la tercera dimensión de la historia.

Ahora bien: en el momento en el cual alguien se dispone a reconstruir una vida que, como la del bachiller Medrano, se desenvuelve en el ámbito del conflicto histórico entre una libertad personal (o libre examen) y una autoridad inquisitorial (o imperial) propia del siglo XVI, las posibilidades de su acción no son infinitas. Podríamos clasificarlas en dos grandes grupos. Subdividido a su vez, cada uno de ellos, en otros dos.

El primer gran grupo está constituido por aquellas posibilidades que se abren a quienes atribuyen actualidad plena a los conflictos históricos entre libertad y autoridad, en materia civil y religiosa; y aquí habrá que distinguir entre quienes “toman partido” por la “libertad”, o entre quienes “toman partido” por la “autoridad inquisitorial”.

En el segundo grupo, constituido por las posibilidades que se abren a quienes consideran que la oposición entre el libre examen y la autoridad inquisitorial es una oposición arcaica, que no puede tomarse hoy como perspectiva para construir las vidas del siglo XVI, caben también dos alternativas: la de quienes atribuyen el mismo valor “racional” a quienes defendían la libertad o la autoridad, y las de quienes niegan a ambos por igual esa racionalidad.

Me parece que hay que reconocer que no todas estas perspectivas tienen las mismas virtualidades en el momento de acometer una biografía novelada que mantenga un interés actual. Desde este punto de vista, las alternativas que hemos considerado en el segundo grupo, quedarían descartadas, desde luego. Son más propias para un análisis científico o filosófico.

Pero tampoco las alternativas del primer grupo son equivalentes, cuanto a su potencialidad para construir una biografía con interés actual. Es evidente que una biografía de Medrano hecha desde la perspectiva jurídica de alguien que simpatizase con la objetividad lograda por los Tribunales inquisitoriales (dejando de lado los procesos de prueba, de tortura o de castigo) sería aborrecida por el público lector de nuestros días, educado en el habeas corpus, y en los derechos humanos y democráticos.

En cierto modo, casi me atrevería a decir que no le queda al biógrafo otra alternativa que la primera: la que adopta la estrategia emic que se supone propia del biografiado, en tanto que se da también por supuesto que éste considera suya su vida, como efecto de su libertad, que no se arrepiente de ella, y que defiende sus actos, incluyendo a los errores, como llenos de sentido, puesto que es a través de estos actos, como su vida intentó mantener su destino frente a los vetos, barreras o persecuciones impuestas por las normas externas, tantas veces utilizadas al servicio de la perversidad o de los intereses de los demás hombres que le rodearon.

En cualquier caso habría más de una manera de interpretar la perspectiva emic de Medrano: podría vérsele como un cínico, como un epicúreo, incluso como un hombre “de buena fe” que busca la perfección de su propia vida.

Que esta es la perspectiva que adopta José Fermín Hernández Lázaro se advierte bien en la protesta que, en la introducción de su relato, pone en boca del propio bachiller (si es que esta introducción puede interpretarse, al mismo tiempo que como una confesión global del bachiller, como la “confesión” de la perspectiva adoptada por su biógrafo):

“Cumplí con Dios [dice que dice Medrano] como él me dio a entender [un dominico le había objetado: “debías haber cumplido con Dios, a través de su Iglesia, tal como ella te hubiera dado a entender”] y pocas palabras me quedan ya para dar testimonio de lo que quise alcanzar sin lograrlo. Las veces que me equivoqué no fui consciente de ello pues todo lo acometí en la vida con pasión desgarrada y anhelo de perfección.”

Otra cosa es hasta qué punto una interpretación intencionalmente emic de Medrano como la que en este libro se ofrece, pueda ser compartida, no ya por los historiadores, sino por el público en general, como una defensa de los hombres como Medrano (o de los hombres análogos de nuestro presente) ante la conducta de burócratas o inquisidores como los que le procesaron y torturaron (y cuyos análogos en nuestro presente son también obvios).

Lo más probable es “tomar partido” por la visión de una vida libre, “idiorítmica”, como la de Medrano, y valorarla como expresión de la “vanguardia del espíritu”, tanto en el terreno metafísico (se comenzará hablando de la “espiritualidad” de Medrano, o de la “espiritualidad” de la beata de Salamanca); como en el terreno histórico-político (se considerará a los alumbrados, erasmistas, &c. como los precursores de la Ilustración, como los pioneros de la “libertad de pensamiento”). Esta toma de partido en la interpretación, no sólo de los alumbrados, sino también del erasmismo y aun del luteranismo del siglo XVI es muy común entre quienes están influidos directa o indirectamente (si no nos equivocamos) por la visión de la historia de España moderna promovida por la Leyenda negra. En el terreno de la novela reciente, cabría citar aquí el caso de El Hereje de Miguel Delibes quien, hasta tal punto se identifica de hecho con sus alumbrados erasmistas de la Valladolid del siglo XVI, considerándolos como la “vanguardia” de nuestro presente, que llega al anacronismo de llamar “intelectuales” (se supone que de izquierdas) a aquellas elites marginadas, como si los auténticos “pensadores” del siglo XVI español no hubiera que buscarlos antes entre los dominicos como Vitoria o Bañez, o entre médicos de corte como Valles o Laguna. ¿Quién está más cerca de los “librepensadores” del siglo XVII y XVIII, Francisco Vitoria o Juan de Cazalla?

Más aún, y puestos a tomar como referencia (como por otra parte es obligado) figuras de nuestro presente, podríamos comparar la “espiritualidad” de aquellas beatas o alumbrados de Salamanca, Valladolid o La Alcarria, con la “espiritualidad” de las beatas, sensitivas, adivinas, clarividentes o amigas de los ángeles que pululan en nuestra sociedad y que regularmente comparecen en las pantallas de televisión para vergüenza de la razón y de la democracia.

Y nada de esto es tampoco ajeno a José Fermín Hernández Lázaro, como lo demuestra el cuidado que él se ha tomado, al final del libro tercero de su obra, en hacer decir a un “desconocido que hasta entonces no había abierto la boca” [en el conventículo reunido el 5 al 6 de julio de 1527 cuando Tovar y otros amigos de Francisca “cargados de fardos con libros que venían desde Alemania”, se disponían a salir hacia Valladolid]:

—“Y todo esto ¿qué tiene que ver con nosotros? Yo no creo en la infalibilidad de ninguno los dos, ni de Lutero ni de Erasmo. Nuestra Iglesia es la verdadera y basta cumplir sus leyes para llegar limpios hasta Dios.”

Gustavo Bueno