Gustavo Bueno
Identidades y educación: la perspectiva de un filósofo
2001
Introducción
El enunciado titular que los organizadores de este Simposio han tenido a bien proponerme como tema de mi intervención en este acto inaugural obliga, desde luego, a confrontar dos ideas de larga tradición: la Idea de identidad y la Idea de educación. Pero no de cualquier modo: los organizadores del congreso –y sospecho que muy especialmente su coordinador, el profesor Friera Suárez– dan a entender que esperan que la confrontación se lleve a cabo «desde la perspectiva de un filósofo».
Ahora bien. Como quiera que yo me cuento entre aquellos que defienden la tesis de que a partir de un cierto nivel de desarrollo de la civilización, todos los hombres son filósofos (lo que no quiere decir que todos aquellos que se ocupan de la educación tengan que hacerlo desde una perspectiva filosófica, al menos explícita, si lo que les interesa es mantenerse en su perspectiva técnica o jurídica, o histórica, &c.) me creo obligado, por mi parte, a precisar cuál es la perspectiva filosófica desde la que voy a situarme al abordar el tema titular. Y no quiere ser otra sino la perspectiva académica (que habría que distinguir cuidadosamente de la filosofía universitaria, en la medida en la que ésta sea una filosofía «de profesores para profesores… de filosofía») que es la perspectiva de la dialéctica platónica, tal como es interpretada por el materialismo filosófico.
Pero la confrontación de las Ideas de identidad y educación, si nos atenemos a las prescripciones del platonismo, difícilmente podría llevarse a cabo tratándolas como si fueran dos Ideas «exentas» pero que habríamos decidido poner frente a frente. Las Ideas se nos presentan siempre en el contexto de una «sociedad de ideas», que tiene la estructura de una symploké; pero sólo a partir de tres ideas (y no de dos únicamente) podemos hablar de una «sociedad»: tria faciunt collegia.
Por mi parte supondré que las relaciones entre las Ideas de identidad y de educación se producen principalmente por la mediación de las Ideas de cultura y de personalidad. Como trataré de demostrar, la Idea de identidad se despliega en el terreno antropológico, según sus dos modalidades principales a través precisamente de la cultura y de la personalidad. En cambio, la Idea de educación sólo encontraría canalización precisa y propia a través de la Idea de identidad cultural. Esta asimetría puede ponernos ya sobre aviso de la dialéctica que, a nuestro juicio, actúa en la confrontación de las Ideas de educación y de identidad; una dialéctica que tiene mucho que ver con la dialéctica que media entre la «educación del hombre» y la «educación del ciudadano» (si utilizamos la fórmula que consagró la Asamblea Revolucionaria de 1789).
Sean suficientes estos presupuestos para dibujar los puntos principales en torno a los cuales discurrirá nuestra intervención en este Simposio.
En un primer punto (I) me ocuparé de las Ideas de cultura y de personalidad, como eslabones o términos medios elegidos para la confrontación que se nos ha propuesto.
En un segundo punto (II) esbozaré las dos principales modulaciones de la Idea de identidad más pertinentes para nuestro propósito: la modulación de la identidad esencial (que se expresa en el término griego isos) y la modulación de la identidad sustancial (a la que corresponderá el término griego autós).
En el tercer punto (III) analizaré las conexiones entre educación y la identidad cultural y personal.
Por último, en unas palabras finales señalaré las líneas más destacables, desde una perspectiva práctica en la dialéctica de la confrontación entre las Ideas de educación y de identidad.
I. Las Ideas de cultura y personalidad
1. Como el sintagma «cultura y personalidad», que nuestro planteamiento general del tema titular nos lleva a utilizar en la primera sección de nuestra exposición, es el rótulo de una ya clásica Escuela de Antropología (R. Linton, A. Kardiner, Erikson, &c.) tenemos que comenzar advirtiendo que nuestro tratamiento de los términos conjuntados en este sintagma no tiene directamente que ver con las directrices de la citada escuela, sin que ello quiera decir que haya que darle la espalda. Sencillamente se trata por mi parte, de bosquejar las líneas según las cuales consideramos que pueden ser dibujadas las Ideas de cultura y de personalidad, según sus propias dialécticas características.
2. Ante todo, nos parece imprescindible traer a primer plano, la distinción que media entre las ideas que, en otras ocasiones (El mito de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1997, 6ª edición, 297 págs.) hemos denominado Idea tradicional e Idea moderna de cultura.
El término cultura en su acepción de cultura subjetiva (cultura animi de Cicerón) funciona desde muy antiguo. La antigüedad de este concepto de cultura va asociada gramaticalmente a la condición adjetiva del término, que se utiliza como determinación de un sustantivo, generalmente en genitivo, en sintagmas tales como «cultura del espíritu» (la cultura animi de Cicerón), agri-cultura en Marco Porcio Catón, &c. He aquí una muestra castellana del siglo XV: «Por cuanto los del presente tiempo por detestable que las grandes e generosas personas en esto [i.e. scientifica e ystorial scriptura] se ocupen cuidando que los dedicados a la sciencial cultura no entiendan de las mundiales cosas e agibles tancto como ellos, e por esto los menosprecian, desejando de les encomendar administraciones activas…»{1}. Sólo a partir del siglo XVIII aparecen usos gramaticales sustantivados y exentos del término «cultura», refiriéndose de un modo más o menos confuso a la idea objetiva de cultura en general, en el sentido que adquieren expresiones actuales como éstas: «la cultura y el hombre», «¿qué es cultura?», «historia de la cultura» y «filosofía de la cultura». Se ha observado{2} que el uso sustantivo del término cultura aparece contemporáneamente a la sustantivación del término «arte» en 1734, a raíz de la obra de Winckelmann (anteriormente, el término «arte» iría siempre inserto en sintagmas tales como «arte de amar», «arte de la esgrima», &c.). Los rarísimos usos sustantivados del término anteriores al siglo XVIII no irían referidos, en todo caso a la idea de cultura en sentido objetivo sino al concepto más preciso de «culturas hortelanas», por ejemplo «las culturas [por cultivos] del concejo de Oviedo».
«Cultura», en efecto, es una palabra latina que tiene que ver con la palabra griega paideia, traducida ordinariamente por «educación», «crianza», «formación» (Bildung en alemán). Una persona «con cultura» (antes se decía: una persona educada) es una persona que se ha cultivado, y mediante este cultivo ha llegado a adquirir determinados conocimientos o modales que la distinguen de las personas rústicas, incultas, ineducadas, apaudetai (también este concepto se aplica a los pueblos y naciones, no solamente a los individuos). Este concepto de cultura es indudablemente muy útil en la vida cotidiana como concepto taxonómico o clasificatorio, pues permite distinguir con rapidez, cuando se dan los parámetros adecuados, a las personas, poniéndolas en una de estas dos clases: personas (o pueblos) incultos y personas (o pueblos) cultos. Hay que subrayar que para que esta clasificación tenga viabilidad han de presuponerse dados los «parámetros» de esa cultura, que varían según épocas y sociedades. Por tanto, no todo aquello que una persona llega a adquirir como fruto de una disciplina intelectual subjetiva, es decir, por aprendizaje (en el sentido convencional de los etólogos y psicólogos de nuestros días) le sirve para convertirse en una persona culta, en relación con los parámetros de referencia. En el siglo XVII Quevedo ridiculizaba a las «cultas latiniparlas», es decir, no consideraba –fuese por misoginia, fuese por lo que fuese– que el dominio del latín, aunque fuese a medias, sirviera para convertir a una dama en persona culta. Ni tampoco consideraba auténticamente culto a quien, «en un solo día» –como dice en su Aguja de mareantes– incorporaba a su vocabulario los últimos barbarismos (fulgores por resplandores, navegar por marear, &c.). Sin embargo, las burlas de Quevedo contra los «cultos», basadas en variar el propio término o sintagma (culta latiniparla, cultero, cultería, cultedad,…) sugieren que Quevedo empezaba a tomar en serio a quien en realidad llegará a ser «culto» (desde luego, en sentido subjetivo) tras una disciplina que exigía «más de un solo día»; y decimos esto porque otros escritores de la época (Lope de Vega) aplicaban su crítica también al propio término «culto», considerándolo él mismo como «culterano» (un neologismo que, como sugiere Corominas, habría acaso sido forjado en el molde del escabroso, a la sazón, término «luterano»). Durante los años en los cuales se generalizaron las guías telefónicas nadie llegó a considerar personas cultas (sino dementes) a aquellas que solían intentar memorizar, tras esforzadas vigilias, listas prolongadas de números de teléfono, con expresión de sus propietarios (a pesar de que, si aceptásemos la definición de cultura de etólogos y psicólogos –«cultura es el resultado del aprendizaje»– habría que considerarlas como tales).
En realidad, los parámetros del concepto «persona culta» se constituyen por motivos históricos o sociales (llamados «convencionales», de un modo, por cierto, muy superficial) y que deben ser analizados en cada caso. A finales del siglo XIX y primera mitad del XX, los parámetros que la pequeña burguesía utilizaba para definir a una «señorita culta» implicaban, en España, saber hablar castellano correcto (sin acento gallego, catalán o andaluz), escribir con letra picuda, hablar un poco de francés, tocar algo de piano, saber algo de modas e indumentarias, poder hablar de determinadas novelas, distinguir París de Londres, y acaso también un retrato de Aníbal de otro de Napoleón III, o acaso mejor distinguir un retrato de Cleopatra de otro de Eugenia de Montijo. Estos parámetros definían la cultura por antonomasia (llamada por sus críticos «pequeñoburguesa»), pero, sobre todo, permitían distinguir a las señoritas de las amas de cría, de las limpiadoras o sencillamente de las mujeres pueblerinas, aunque fueran amas de casa o labradoras ricas. Todavía en los años de la postguerra española, años de consolidación de la mesocracia pequeñoburguesa, justificaban muchas familias el que sus hijas fuesen a la Universidad a estudiar «filosofía y letras» bajo el pretexto de que esos estudios les darían cultura (la aristocracia no necesitaba entonces enviar a sus hijas a la Universidad para hacerlas cultas, y las clases populares, que no podían enviar a sus hijas a la Universidad, tenían la posibilidad de enviarlas a las academias de «cultura general», para adquirir ciertos conocimientos que les habilitasen para ingresar en el círculo de las incipientes profesiones urbanas, tales como cajeras, mecanógrafas o telefonistas). En efecto, la Facultad de Filosofía y Letras en aquellos años era la que ofrecía enseñanzas lo más parecidas a las de la cultura femenina burguesa «convencional»: historia, francés, latín, literatura, geografía (por desgracia, el cultivo del piano había que hacerlo por cuenta del profesor particular de la familia). En la España de los años 40 y 50 se decía que la Facultad de Filosofía y Letras era muy femenina. De hecho no se hubiera considerado adecuada para dar cultura a una señorita la carrera universitaria de Medicina o la de Química, o menos aún su ingreso en la Escuela de Ingenieros Industriales; ninguna de estas disciplinas daban cultura, sólo eran disciplinas técnicas, mecánicas, profesionales, propias para los varones de alto rango social y superior, distinto, sin duda, al de los varones que se entregaban a las disciplinas capaces de hacer de un hombre un fontanero o un peluquero.
Snow ha descrito muy bien esta situación referida a Inglaterra, observando la coexistencia de lo que él llama las dos culturas. Conviene advertir que esas dos culturas suelen ser entendidas, en principio, como dos especies de la cultura en sentido subjetivo; se trata, en este supuesto, de dos familias de parámetros de la misma idea subjetiva de la cultura (en esta línea ya Ortega pedía, antes que Snow, que se ampliase la extensión de la cultura a la física, a la astronomía, &c., pidiendo una «Facultad de Cultura»). También es verdad que Snow no deja de apelar a la idea de la cultura en el sentido objetivo que le dan los antropólogos («hablamos de dos culturas en un sentido similar a como se habla de cultura de La Tène, o de cultura de los trobriandeses»). Pero su interés va dirigido a la cultura subjetiva; la prueba es su propuesta de borrar las diferencias entre las dos culturas mediante una reforma de la educación, y él mismo propone a la Unión Soviética de los años 60 como un ejemplo a seguir al efecto.
En resolución, al concepto de cultura subjetiva hay que reconocerle una gran eficacia (dejando al margen sus significados etológico psicológicos) como concepto taxonómico en el terreno de las relaciones sociales, internas a una sociedad determinada, puesto que él es denotativo de diferencias de clase (baja, media, situación rural/urbana), o de estado (niño, adulto), una vez dados los parámetros cuya variabilidad relativa, sin embargo, no excluye su rigor discriminativo. Asimismo conviene subrayar el interés que, para la Sociología histórica, tiene siempre la determinación de las causas precisas por las cuales cristaliza, en una época y sociedad dada, un conjunto de parámetros y no otros, por qué el francés o el piano formaban parte de la dotación de una señorita culta y no el hebreo o el acordeón, y por qué se excluía de esa educación a la mecánica o a la medicina, consideradas propias para sus pretendientes, como futuros maridos, los ingenieros o los médicos. La «culta señorita», por tanto, no solamente tenía que saber bastantes cosas, tenía también que ignorar otras muchas, estaba obligada a ignorarlas. Le estaba prohibido leer a Ovidio o a Boccaccio; el acordeón era de mal gusto y, desde luego, la culta señorita no necesitaba saber nada de Aristóteles, de Plotino o de Newton. Veblen, en su clásico análisis, en una época y sociedad dada, de la «clase ociosa», ofrecía interesantes hipótesis sobre los criterios que delimitan los parámetros de la cultura, en sentido subjetivo: estos criterios tendrían que ver con la voluntad de distanciamiento con las clases trabajadoras, y por ello incluían habilidades tales como el cuidado de las uñas (que demostraban la ociosidad de sus manos) o hábitos «inútiles» tales como colección de botones antiguos o aprendizaje de lenguas muertas.
Nuestro interés se dirige, ante todo, hacia el análisis de la propia idea funcional (abstrayendo sus parámetros) de cultura subjetiva, en cuanto constituye la primera modulación, en el tiempo histórico, de la idea de cultura. Sería preferible, sin embargo, el uso del adjetivo «subjetual» en lugar del adjetivo «subjetivo», para designar a la cultura subjetiva, al menos cuando haya que evitar las connotaciones perturbadoras que suscita el término «subjetivo», en tanto que dice «íntimo», privado, espiritual, puesto que la cultura subjetiva también puede ser pública y corpórea, como por ejemplo la acción de cantar una canción popular o un aria de ópera; otras veces «subjetivo» arrastra armónicos peyorativos (tales como «inconsistente», «delirante», «inseguro» o «desprovisto de valor»). «Subjetual», en cambio, podemos referirlo estrictamente al sujeto corpóreo operatorio, al margen de otras connotaciones de signo axiológico negativo o positivo: la canción de un tenor, sea un jornalero, sea un profesional de la ópera, es subjetual, como subjetual es el éxtasis de un vidente cuando está siendo filmado, mientras balbucea descripciones de la Virgen que se le aparece; el habla (parole de Saussure) de un hispanohablante es subjetual frente a la «lengua española» (langue de Saussure) que es objetual. La cultura subjetual es necesariamente, por estructura, intrasomática, es decir, implica una modificación o moldeamiento –Ausbildung, dicen los alemanes– que el cuerpo adquiere tras un aprendizaje. Intrasomático no significa sólo, por tanto, «interior a la piel», sino simplemente algo que va referido al cuerpo operatorio, por oposición a la cultura extrasomática o también intersomática. La cultura intrasomática o subjetual no es, por tanto, cultura subjetiva íntima, en el sentido de invisible y sólo experimentable emic por el sujeto que «la incorpora», puesto que también un danzante, un gimnasta o un «culturista» son sujetos de cultura intrasomática, subjetual. Más difícil resulta, por ejemplo, la clasificación de los tatuajes, cuando los dibujos son los mismos que los que se utilizan en cerámicas, de suerte que la piel humana, como el barro, puedan ser interpretados como meros soportes. El término cultus, en latín de Velleius Paterculus, designaba ya al vestido, al porte externo de un individuo o «sujeto corpóreo». Cultus equivalía, por tanto, a arreglado, hermoso, como predicados subjetuales. Cuando decimos que esta cultura subjetual es estructuralmente intrasomática queremos subrayar que ella se resuelve en el cuerpo operatorio del sujeto (incluyendo su sistema de reflejos condicionados); pero no excluimos que, genéticamente, la cultura intrasomática esté determinada por modelos extrasomáticos (por ejemplo, la danza de un indio kwakiutls imitando la marcha del oso).
Pero afirmar que la cultura subjetual es la primera modulación de la idea de cultura es tanto como afirmar que esa modulación no se configura por oposición a las eventuales modulaciones ulteriores, y concretamente a la de la cultura objetiva (intersomática y extrasomática), aun cuando de ahí no pueda seguirse la recíproca (que la modulación «cultura objetiva» no requiera, para configurarse como tal, oponerse a la modulación «cultura subjetual»). Tampoco se sigue que, desde un punto de vista sistemático, la exposición de la modulación «cultura subjetual» no agradezca su contraste con la modulación «cultura objetiva».
En cualquier caso, la acepción del término cultura, en cuanto cultura subjetual, es la primera históricamente hablando; en realidad podríamos tomarla como un concepto categorial, propio de la Etología y de la Psicología, equivalente al concepto de aprendizaje, en tanto se opone al concepto de herencia. La acepción primaria se mantiene tenazmente y en el mismo escenario en el que se configuraron las modulaciones modernas de la idea de cultura, del mismo modo a como los peces siguen nadando aun después de la aparición de los anfibios, de las aves y de los mamíferos, es decir, de otras clases de animales que se formaron a partir de ellos. Y, desde luego, es fácil comprender que la modulación o modulaciones primeras, aun permaneciendo como tales, puedan recibir, cuando hayan logrado ser re-definidas en alguna modulación envolvente, determinaciones nuevas que fácilmente se confundirán con las originarias al superponerse con ellas.
Pero la independencia de la primera acepción del término cultura, la cultura subjetiva o subjetual, no debe entenderse como una independencia absoluta respecto de ulteriores modulaciones, como si fuera un concepto originario, exento, y susceptible de haberse formado por sí mismo. Por el contrario, el concepto de cultura, como cultura subjetual, es el resultado de la transformación (por metáfora) de un concepto objetivo muy específico, aunque ligado directamente a conceptos subjetuales; un concepto objetivo que además está circunscrito a una institución que más adelante podrá ser incluida en la cultura objetiva extrasomática, a saber, el concepto de agricultura. Agri-cultura es el cultivo del campo (del verbo colere = cuidado, práctica, cultivo); agricultura incluye, por tanto, no sólo las operaciones subjetuales propias del labrador (arar, sembrar, recoger, trillar, &c.) sino también los resultados objetivos, sobre todo los campos labrados, las huertas cultivadas, que algunos textos antiguos designan como culturas. La modulación primera del concepto de cultura, la idea de cultura subjetiva o subjetual, se habría formado como una metáfora del concepto de agricultura, la metáfora que se funda en la correspondencia del alma intacta, virgen o salvaje, con el campo sin cultivar, salvaje (selvático); y el alma cultivada, gracias al estudio, que traza en ella sus surcos, con el campo labrado por el arado. Esta correspondencia da pie a la transformación metafórica del concepto de «cultura del campo» (agricultura, y en particular viticultura o silvicultura) en el concepto de «cultura del alma» (individual o colectiva): habrá personas cultivadas y personas incultas; habrá naciones cultas y naciones salvajes. Y aunque el terminus a quo de la metáfora sea una situación objetual (la cultura del campo), su terminus ad quem nos pone delante de una situación estrictamente subjetual, a saber, la del alma cultivada. La transformación metafórica invierte, por tanto, el momento objetivo de la agricultura, en el momento subjetivo (subjetual) del alma en cuanto «campo (espiritual) cultivado». Dicho de otro modo, constituiría un grave descuido el intento orientado a considerar como una primera modulación de la idea general de cultura al concepto particular y objetivo de la cultura agri. Este concepto particular (agricultura) no puede considerarse como una modulación general de la idea de cultura, sino como el punto de partida tecnológico de la primera modulación subjetual de la idea general; lo que no excluye que, ulteriormente, el concepto particular de agricultura pueda considerarse precisamente como un caso particular (no como una modulación general) de la denotación de la idea general de cultura objetiva.
La idea de cultura objetiva, si nos atenemos a todo cuanto venimos diciendo, es una idea «moderna», y no cobra figura reconocible sino al final del siglo XVIII. Esta tesis es muy común aunque no sea universalmente compartida. Hemos intentado demostrar que las discrepancias entre quienes consideran a la idea de cultura como una idea «moderna» y entre quienes la consideran como una idea «antigua», de la tradición grecorromana, no es una discrepancia que pueda mantenerse únicamente en el terreno de la erudición histórica, en el terreno de la filología; es una discrepancia que está envuelta por la dialéctica de la oposición entre la «cultura subjetiva» y la «cultura objetiva». También hemos llamado la atención de cómo esta oposición no habría que entenderla como la oposición que pudiera corresponder a dos procesos o estructuras independientes, aunque acumulables o yuxtaponibles. La idea de cultura subjetiva es históricamente anterior a la idea de cultura objetiva, pero, una vez constituida ésta, aquella tenderá a ser re-expuesta desde la idea de cultura objetiva.
Ahora bien, la tendencia a reducir la cultura objetiva a la cultura subjetiva se mantiene, de manera incesante; sólo que ahora, una tal reducción equivale a una disolución de la idea de cultura objetiva. En cambio, la recíproca no se dará, porque la reexposición de la idea de cultura como «participación» en la cultura objetiva no implica tanto la disolución de la idea cuanto una reconstrucción de la misma. El peligro aparece en el momento de reinterpretar la «antigua» idea subjetiva de cultura en términos de la «moderna» reconstrucción de la idea de cultura. Pues una cosa es que, desde la idea moderna de cultura, esta operación pueda ser llevada a cabo, y otra cosa es que, no ya emic, sino ni siquiera en la posición etic de quien niega la idea objetiva de cultura, la idea de cultura subjetiva clásica haya de ser considerada necesariamente a la luz de la idea moderna de cultura. La prueba es que quien impugna esta idea puede seguir hablando de cultura subjetiva, no ya a título de participación en una idea considerada como inexistente, sino simplemente como cultivo de un individuo dado en campos tan diferentes como el arte, la poesía, el teatro, el atletismo o la conversación, cultivo que transformaría a ese individuo en individuo cultivado, «culto». Lo que importa pues es tener presente que la figura del individuo «cultivado» –frente al rústico, inculto, apaideutos– no supone de por sí una concepción global, orgánica, holística, de la cultura como un todo complejo constituido de partes entretejidas y dotado de una vida propia; sólo requiere la delimitación o circunscripción, en un material mucho más amplio, de un subconjunto de contenidos susceptibles de ser señalados como necesarios para un programa de cultivo, de educación.
Por este motivo, y en cualquier caso, la idea de cultura subjetiva tampoco puede hacerse equivalente, sin más, con el concepto etológico psicológico de «aprendizaje», en cuanto opuesto a «herencia genética». Sin duda, puede afirmarse la proposición de que toda cultura subjetiva requiere una disciplina, un aprendizaje; pero la recíproca no es admisible y no sólo en el terreno zoológico, sino tampoco en el antropológico. No porque alguien logre memorizar, tras férrea disciplina, las listas de los diez primeros números premiados en las loterías nacionales de los cien últimos años puede ser llamado «culto». El cultivo o aprendizaje que conduce a la cultura animi está seleccionado según criterios rigurosos; pero esta selección no se deriva de una idea de cultura subjetiva, sino de determinadas tablas ocasionales de valores vigentes en un grupo social «distinguido». La «cultura» se circunscribirá a él, y en el momento en que sus contenidos comiencen a ser compartidos por otras clases sociales inferiores el grupo distinguido, tendrá ese grupo que cambiar de contenidos para poder seguir distinguiéndose.
¿Hay alguna razón que explique por qué ni en la antigüedad, ni en la edad media, se conformó la idea de cultura objetiva o, dicho de otro modo, por qué los contenidos denotativos cubiertos por esa idea –herramientas, edificios, esculturas, obras literarias– permanecieron disociados, como disjecta membra? Para quienes consideran la idea de cultura como una idea efectiva, consistente, la pregunta tiene un sentido similar a esta otra: ¿por qué los matemáticos griegos clásicos no alcanzaron el concepto de «curvas cónicas»? Esta pregunta supone que el desarrollo de las necesidades de la sociedad antigua tenía suficiente con el manejo de los conceptos de elipse o de circunferencia. Sin embargo, para quienes consideren que la idea de cultura objetiva no es tan consistente como pueda serlo el concepto de curva cónica, la pregunta tiene que tomar otro sesgo, o incluso debe ser reformulada.
No procede iniciar aquí un análisis de este tipo de preguntas. Me limitaré en consecuencia a interpretar la pregunta propuesta como un modo indirecto de plantear la cuestión de hecho que comenzaremos refiriendo a la antigüedad: «¿hubo en la antigüedad una idea de cultura objetiva?» Desde este punto de vista la pregunta indirecta puede responderse de este modo: en la antigüedad no hubo idea de cultura objetiva porque las ideas que pudieran considerarse afines –no ya las que tienen que ver con la cultura subjetiva, de las que ya hemos hablado– no pueden ser confundidas con la idea de cultura objetiva; y aun cuando aquéllas puedan ser reinterpretadas desde ésta, el camino inverso está cerrado. Hasta un punto tal que podría afirmarse que las ideas antiguas de «técnica», «poesía», «pintura» o «arte», por ejemplo, o bien ideas tales como latinitas o urbanitas, bloqueaban la constitución de una idea de cultura en sentido objetivo.
En efecto, la técnica, las artes, la poesía, &c. habrían sido pensadas, en general, por los filósofos griegos (si dejamos de lado el angelismo que tampoco favorece la conformación de una idea de cultura) desde una perspectiva naturalista, y ello en dos sentidos: el que se concreta en la idea de instrumento (organon) y el que se concreta en la idea de imitación (mímesis).
Los útiles (herramientas, indumentos, casas) serán conceptuados como «instrumentos» de una naturaleza humana prefigurada, dentro de un orden viviente; por consiguiente, o bien los útiles humanos derivarán de un desarrollo tan natural como puedan serlo las telas de araña para las arañas o los nidos para las aves (y en algunas ocasiones –Demócrito, &c.– se atribuirá el origen de estos artificios humanos a la imitación de los animales) o bien, cuando vienen de arriba, lo harán para restaurar unas dotes naturales de las que los hombres habrían sido privados (citemos el mito de Prometeo). La visión instrumentalista de la tecnología, del arte, &c. presupone, en efecto, ya constituida una naturaleza humana y además a escala individual. Una naturaleza, por tanto, que lejos de constituirse o moldearse a través de las formas objetivas de la cultura resulta ser previa y anterior a ellas.
En cuanto a las artes no meramente «instrumentales», es decir, a las artes «liberales», o poéticas (aun cuando la poiesis se adscribía también a la creación de instrumentos: la téchne se define por Aristóteles precisamente en función de la poiesis) habrá que advertir también que su objetivo se ponía precisamente en la mímesis de paradigmas naturales (el arte, como imitación de la Naturaleza). Se ha dicho algunas veces que el término mímesis puede interpretarse como «imitación de la propia fuerza creadora de la Naturaleza»; si se aceptase tal interpretación, habría que concluir que esa fuerza creadora del hombre debiera figurar al lado de las fuerzas creadoras de otros animales (con lo que la «imitación» de esa fuerza, que se supone ya dada, estaría de más).
No pretendemos, con todo, insinuar que la extensión de la concepción instrumentalista fuese tan amplia que no dejara abierta ninguna posibilidad para reconocer la realidad de «estructuras objetivas envolventes» (de los individuos humanos que cooperan a su constitución). Estructuras objetivas de este orden –de cuya conceptuación podríamos esperar una mayor aproximación a la idea de cultura objetiva– fueron percibidas, particularmente, en el terreno político. «El todo (el Estado) es anterior a las partes (a los individuos)», dice Aristóteles (Política, 1253a); y en la Prosopopeya de las Leyes del Critón platónico, Sócrates nos presenta a las Leyes como entidades objetivas anteriores a los individuos, puesto que sólo por ellas sus padres se casaron, le engendraron y le educaron. Ahora bien, estas «estructuras envolventes» no fueron conceptuadas por Platón o por Aristóteles como contenidos de un «Espíritu objetivo», o de una «Cultura objetiva», sino como estructuras analógicas a las que constituyen los enjambres de insectos o los rebaños de herbívoros. En todo caso, estaban pensadas al margen del arte o de la técnica. En realidad, la contraposición antigua entre griegos y bárbaros obligaba, de un modo u otro, a circunscribir los homólogos posibles de la Idea de cultura objetiva, en su función de cultura humanizadora, a la esfera de la cultura griega. Los bárbaros carecían de cultura o, lo que es lo mismo, la idea de cultura, en el sentido del «todo complejo», en su dimensión distributiva, no estaba aún constituida. Por ello los conceptos objetivos que en la antigüedad podemos reconocer como más próximos al concepto moderno de cultura (al menos en el sentido «circunscrito» que esta idea hereda del humanismo renacentista) son conceptos particulares de su civilización. Conceptos que, coincidiendo con el comienzo de la hegemonía efectiva de Roma sobre los pueblos de su entorno, pudieron autopresentarse como los paradigmas de la cultura universal. Dos son los principales conceptos objetivos que «circunscriben» materiales sin duda objetivos, aunque particulares, y que sin perjuicio de su significación para una cultura animi, pueden ser citados al respecto: el concepto de aticismo (o el concepto de latinitas, que Cicerón presentaba como traducción, en realidad «calco», del primero) y el concepto de urbanitas. Aticismo (attikismos) –y acaso también helenismo (helenismos)– es el modelo [circunscrito] a un estilo de hablar, al que se atribuye una validez universal; lo importante es subrayar que si latinitas se ofrecía como paradigma universal era por no contener elementos extranjeros, es decir, precisamente por su pureza: «latinitas est quae sermonem purum conservat ab omni vitium remotum», dice un texto procedente del círculo de Escipión, inspirado en teorías estoicas al estilo de Diógenes de Babilonia.{3} En cuanto al concepto de urbanitas sólo subrayaremos que su «radio de circunscripción» es más amplio que el de latinitas, pues, según el «canon de Quintiliano» incluye también otras virtudes y en todo caso, urbanidad se opone al rusticismo o paganismo (de pagus = villa rural).
Tampoco es suficiente suponer la modernidad de una idea, como la idea de cultura objetiva (o, también por ejemplo, la idea de progreso), para vernos obligados a plantearnos la cuestión de su origen histórico en sentido estricto, siempre que nos consideremos en condiciones de dar cuenta de la génesis de la idea a partir de circunstancias sociales más que históricas, en el sentido estricto (porque, en sentido amplio, también las circunstancias sociales son históricas). Lewis Mumford, John Bury, o después Gunther S. Stent, suponen que la idea de progreso se organizó en la época de la revolución industrial, como ideología característica de la burguesía, considerada como nueva «clase ascendente»: podría decirse, por tanto, que la génesis de la idea de progreso es tratada por estos autores, que se apoyaban en el «hecho» efectivo del progreso industrial, desde una perspectiva sociológica; porque lo que se proponían era presentar una derivación de la idea de progreso a partir del «ser social» de los hombres de la época moderna (nos acordaríamos aquí de la tesis de Marx: «es el ser social del hombre el que determina la conciencia, y no la conciencia el ser social»). De otro modo, se procede aquí como si aceptásemos la tesis según la cual «las ideas brotan de los hechos». Obviamente estos puntos de vista serán adecuados cuando efectivamente los cambios sociales hayan sido de tal índole que hayan dado lugar a situaciones nuevas. Llevando al límite el punto de vista de Mumford, Bury o Stent: la idea de progreso apareció en el siglo XVIII porque, salva veritate, fue entonces cuando efectivamente apareció en la Humanidad el verdadero progreso, industrial y social.
Pero ¿puede decirse que sea este el caso de la idea de cultura? ¿Podría decirse que este sea también el caso de la idea de «gravitación» o de la idea de «evolución» en los siglos XVII y XIX respectivamente? ¿Acaso la gravitación no existía antes de Newton o la evolución antes de Darwin? Podrá no haber existido progreso industrial o tecnológico en la Edad Media, pero ¿acaso no existía la cultura objetiva (más exactamente: aquello que pretende ser denotado por la idea de cultura objetiva) antes de Herder o de Fichte, del mismo modo que existía la gravitación antes de Newton o la evolución antes de Darwin? Es desde la propia idea de «cultura objetiva» desde donde tenemos que responder; dudar de esa existencia previa es dudar también de la idea de cultura objetiva.
En estos casos, tendremos que buscar, no sólo los precedentes sino más bien las ideas homólogas (no ya meramente análogas) a partir de las cuales poder entender la génesis de la idea nueva. Pues ahora, de lo que tratamos es de dar cuenta de la manera según la cual «se hacen presentes», o se «representan», en el sistema ideológico, las realidades actuantes (o tenidas por tales) que habrán encontrado su formulación precisa en épocas posteriores. En el caso límite, esta presencia podrá tener un grado nulo. Por ejemplo, la evolución de las especies no sería «visible» a escala de la observación ordinaria accesible a una sociedad campesina inmersa en los procesos de reproducción uniforme de la vida dados en un intervalo amplio de tiempo, dado el número limitado de las especies vegetales y animales de su entorno. Otras veces, el grado de presencia habrá de ser mucho más alto: es la situación de la gravitación, y en estos casos es en donde la investigación de las ideas homólogas previas se hace más perentoria. De todos modos, es evidente que la idea de cultura objetiva no ha podido formarse ex nihilo, sino a partir de ideas precursoras. Precursoras no tanto en el sentido de «precedentes» (anticipaciones, &c.) cuanto en el sentido de lo que en Zoología son los órganos análogos de una especie respecto de los de otra posterior, es decir, órganos que, precisamente por su morfología característica, desempeñan una función similar en un organismo determinado no precisamente a título de «anticipación» de organismos ulteriores. En cualquier caso, subrayaremos la circunstancia de que la morfología de tales órganos se transforma muchas veces en otra distinta (a veces, incluso asume funciones nuevas si ha tenido lugar una evolución morfológica profunda del organismo hacia formas sucesoras, a la manera como las extremidades anteriores de los reptiles se transforman en las alas de las aves). En nuestro caso, «organismo» (de especie determinada) equivaldrá a «sociedad» (de una época determinada).
Nos situaremos, en resumen, en la situación de aquellas Ideas en cuya génesis no haya que poner únicamente al «ser social», sino precisamente también a otras ideas («órganos») característicos del «ser social» de las épocas precedentes. De este modo, la constitución histórica de la idea moderna de cultura tendría que ser explicada no ya tanto a partir únicamente del proceso de constitución de una nueva sociedad (la sociedad «moderna», la «burguesía industrial», &c.) cuanto a partir de la transformación de alguna idea que en la sociedad precursora de esta sociedad moderna pudiera considerarse como homóloga y análoga a la vez de la idea de cultura objetiva. La idea de cultura podrá ser presentada, entonces, como una idea que procede de la transformación (que comporta su desvanecimiento) de alguna idea anterior, sin por ello subestimar el papel que en la transformación misma pueda corresponder a los cambios sociales, económicos y políticos. A fin de cuentas, la transformación histórica de la idea precursora no podría ser explicada por sí misma sino en el contexto de las transformaciones de la sociedad en función de la cual la idea homologa-analoga precursora alcanzó su vida propia como Idea-fuerza. Será necesario, en cualquier caso, determinar cuál haya podido ser la «Idea homologa-analoga» precursora y qué aspecto de la sociedad moderna (en tanto que evolución de la sociedad medieval o del «antiguo régimen») ha podido ser el impulso formal de la transformación de tal idea. Sintetizamos al máximo nuestros resultados en estas dos proposiciones:
1) La idea homóloga (y análoga) precursora (en la sociedad medieval y en el «Antiguo régimen») de la idea «moderna» de «Cultura» es la idea de la «Gracia». Dicho de otro modo: la idea moderna de un «Reino de la Cultura» es una transformación secularizada de la idea medieval del «Reino de la Gracia», una secularización que envuelve, desde luego, la «disolución» de la idea teológica.
2) Como motor principal de la transformación del «Reino de la Gracia» en el «Reino de la Cultura» habría que considerar el proceso de constitución de la «sociedad moderna» en la medida en que precisamente esa constitución comporta la cristalización de la idea de Nación, en su sentido político, como núcleo ideológico característico de la consolidación de los Estados modernos. De otro modo: la transformación de los Reinos medievales, como Estados sucesores del Imperio romano (pero coordinados mediante un «poder espiritual» inter-nacional, representado por la Iglesia romana, bajo la cúpula del «Reino de la Gracia»), en Estados nacionales modernos, habría determinado la transformación de la idea del «Reino de la Gracia» (a través de la fragmentación de ese «Reino» consecutiva a la reforma protestante, en las Iglesias nacionales) en la idea de un «Reino de la Cultura».
El Reino de la Gracia es la gran idea teológica que irá tomando cuerpo a medida que la Iglesia católica vaya asumiendo las funciones de cúpula ideológica capaz de cobijar a los pueblos que han ido agregándose al Imperio romano, especialmente a partir del momento en el cual el Imperio reconoce al cristianismo como religión oficial. Se cita a San Pablo, es cierto, como el primer gran «teólogo de la Gracia»: «Habéis sido salvados gratuitamente por la fe, y esto no por vosotros, porque es un don de Dios, no por las obras, para que nadie se gloríe…» (Efesios 2,8-10); «no es que seamos capaces de pensar algo por nosotros… sino que nuestra capacidad es de Dios» (II Corintios 3,5); sobre todo en la Epístola a los Romanos (5,5: «La caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado»). Sin embargo, la idea de la Gracia está pensada aquí todavía en función de unos referentes que se reducen al ámbito intelectual y moral, a saber, los que giran en torno a lo que serán llamadas «virtudes teologales» (Fe, Esperanza y Caridad) y «dones del Espíritu Santo» (Sabiduría, Entendimiento, Ciencia, Consejo, Fortaleza, Piedad y Temor, según la enumeración inspirada en Isaías 11,2). Estos dones se llamaban también carismas (chárisma corresponde a Gracia), cuando se refieren a las gracias gratis datae.{4} San Pablo –que llama a veces a los carismas pneumata– subraya que los carismas son tan variables como las funciones del cuerpo natural y que –lo que aquí más nos interesa– aunque se dan a los individuos, les son dados para bien de la comunidad (Corintios 1,12). Habría sido, de todos modos, más tarde, en el curso de la consolidación de las responsabilidades educativas y administrativas que tuvo que asumir la Iglesia romana (frente a otras religiones y otras filosofías) cuando la idea de la Gracia incorpore una mayor cantidad de referentes mundanos, literarios, políticos, tecnológicos, arquitectónicos, artísticos, &c. En San Agustín, llamado el doctor de la Gracia, encontramos ya una concepción muy madura de la idea de un Reino de la Gracia, incluso de la idea de una Gracia externa, como conjunto de medios «extrasomáticos» –diríamos nosotros– tales como libros revelados, templos, &c., que son ofrecidos por Dios a los hombres para elevarlos a un estado superior, al estado de «gracia interna». El quebranto de la naturaleza humana causado por el pecado de Adán requiere la ayuda de la Gracia para que el hombre recupere incluso la plenitud de sus funciones naturales (y en este punto la doctrina de la Gracia recupera ideas platónicas del Protágoras). El Concilio II de Orange, aprobado por Bonifacio II en el año 529 –no deja de tener un cierto simbolismo la coincidencia de esta fecha con la del año en que el emperador Justiniano cerró la Escuela de Atenas– estableció, contra los semipelagianos, que la Gracia de Dios no se puede conseguir por la humana invocación sino que es la misma Gracia «la que hace que invoquemos al Señor»; y que «la Gracia de Dios es la que hace que podamos creer, querer, desear, esforzarnos y trabajar sólidamente…». Mutatis mutandis: contenidos de la «cultura subjetiva» (tales como creer, querer, &c.) aparecen aquí ya claramente envueltos en un Reino de la Gracia y determinados por ella.
La ideología «cósmica» del estoicismo imperial clásico se había quedado estrecha desde el momento en el que la experiencia directa del salvajismo de los pueblos bárbaros estaba haciendo perder la confianza en el lema «vivir conforme a la Naturaleza»; y esto, sobre todo, en el momento en el que los pueblos orientales y las religiones mistéricas estaban incorporándose al Imperio.{5} El emperador está a punto de perder su prestigio como fuente de justicia salvadora: es el amor, la caridad, lo único que puede salvar a los hombres. Por encima del emperador está el Espíritu Santo, «que del Padre y del Hijo procede»; y el Espíritu Santo está en función de la Iglesia universal, y algún hereje, como Sabelio, dirá que es la Iglesia misma. Es el Espíritu Santo, a través de la Iglesia fundada por Cristo, y no la naturaleza humana corrompida por el pecado, la única fuente de salvación.
La salvación de los hombres no podrá venir, en resolución, de la naturaleza humana, sino que vendrá de arriba, como un don gratuito o carisma ofrecido a los hombres y a su naturaleza corrompida. La naturaleza, por sí misma, no podría ponerse en pie aunque quisiera. Roma, fuera de la Gracia, es sólo Babilonia, dirá San Agustín{6}. Es la Gracia (como gracia medicinal) lo único que puede curar a los hombres de las heridas producidas por su caída; pero la Gracia no solamente restituye a los hombres a su estado natural, sino que los eleva (como Gracia elevante) por encima de su naturaleza animal, y, más aún, los pone en la presencia de Dios (como Gracia santificante). No por ello ha de creerse que la Gracia pueda venir a los hombres, y al mundo entero, en general, al margen de su naturaleza. La naturaleza debe estar dada, pero es la gracia quien no solamente la restaura, sino que también la eleva: Gratia naturam non tollit sed perficit. La Gracia es divina, pero no algo que haya que referir a la vida inmanente de Dios padre: la Gracia es increada, pero desciende a las criaturas constituyendo la habitación de la Santísima Trinidad en el alma justa. En la Edad Media, algún teólogo –como Pedro Lombardo, el «maestro de las Sentencias»– llegará a decir que la Gracia santificante es el mismo Espíritu Santo que se da a los hombres. Pero los dones del Espíritu no son, sin embargo, accidentes sobreañadidos, afines a los accidentes predicamentales, puesto que las formas sobrenaturales –en contra de lo que diría en su momento Domingo de Soto– no pueden contenerse en ninguna de las diez categorías en las que Aristóteles había dividido el ser natural. La Gracia afecta, aun siendo una cualidad, a la propia sustancia de los hombres («el segundo y más propio efecto suyo [de la Gracia] es hacer al anima graciosa y hermosa en los ojos de Dios», decía Fray Luis de Granada{7}). Por ello, los sitúa en un orden superior, en otro Reino, el Reino de la Gracia. La teología más radical, la de San Agustín en primer lugar, y la de los franciscanos «tradicionalistas» –como Roger Bacon– en segundo lugar, llegará a consolidar la tesis según la cual la Gracia es, en realidad, lo que hace que los descendientes de Adán, los hombres, estén situados en un plano superior a los animales, al Reino de la Naturaleza. El mismo Santo Tomás (Summa Theologiae, I,94,3) viene a conceder la conveniencia de que el primer hombre, Adán, si es que estaba destinado a ser «el maestro de todos los hombres», estuviera adornado de una «ciencia sobrenatural», efecto de la Gracia santificante. Adán pecó, su naturaleza quedó, si no destruida, sí gravemente quebrantada; pero, en todo caso, había sido Adán en el Paraíso, en estado de Gracia, quien había impuesto los nombres a las cosas: los lenguajes característicos que utilizan los hombres, aunque corrompidos tras el castigo de Babel, proceden en realidad del lenguaje primitivo que Dios reveló a Adán. Es como si se sobrentendiese que el lenguaje humano tiene un origen sobre-natural, como lo tenían las revelaciones del mismo Dios a Moisés, a los profetas, a los evangelistas (San Pablo, I Corintios 12,8-10 enumera nueve carismas o gracias gratis data y entre ellas ocupan un puesto relevante los carismas lingüísticos: «palabras de sabiduría», «profecía», «don de interpretar», «glosolalia»). El lenguaje procede, en resumidas cuentas, de la Gracia de Dios, pero también la sociedad civil: ¿acaso el poder no viene de Dios? (no estará de más recordar a las nuevas generaciones que todavía en 1975 las monedas españolas llevaban inscrita en torno a la efigie del Jefe del Estado la siguiente leyenda: «Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios»). Y también, desde luego, la familia, que sólo por el sacramento puede constituirse; la moral, la filosofía (¿acaso los filósofos griegos hubieran podido llegar tan alto si no hubieran copiado a Moisés?), incluso la capacidad artística que, ante todo, se habría aplicado a la construcción de los templos. Los cultos y ceremonias de los pueblos bárbaros, ¿no son ellos mismos restos degradados de la religión verdadera, o acaso parodias inspiradas por Satanás para burlarse de Cristo? Todavía no hace dos siglos el abate Gaume{8} advertía cómo «las Vírgenes de Rafael, la cúpula de San Pedro en Roma, las catedrales góticas, la música de Mozart, de Pergolesi, de Haydn, el canto del Prefacio, el Te Deum, el Stabat, el Lauda Sion, el Dies irae, todos estos portentos y otros mil, son hijos del culto católico… Al culto católico debemos los más hermosos instrumentos de música, el órgano y la campana…». De hecho, puede decirse que el domingo, el día del Señor, en el que el pueblo de Dios escuchaba esas obras maestras se transformará, en menos de un siglo, en el día del ocio, el día en el que el pueblo podrá ir al auditorio o acaso también al templo, pero convertido en sala de conciertos.
En conclusión, parece innegable que la idea de un Reino de la Gracia, en cuanto opuesto al Reino de la Naturaleza (todavía en la Monadología de Leibniz está viva esta división de la realidad en esos dos reinos{9}) cerraba el paso a cualquier idea que pudiera aproximarse a la idea de cultura objetiva universal. De este modo, así como en la antigüedad la idea de una naturaleza humana preestablecida no dejaba lugar alguno a una idea de cultura objetiva, en la edad media europea habría sido la idea de un Reino de la Gracia la que excluía toda posibilidad de pensar en un «mundo espiritual» que, sin necesidad de ser entendido como emanación milagrosa y gratuita del Espíritu Santo, pudiese, sin embargo, considerarse como característico y constitutivo del hombre, en cuanto ser sui generis, respecto de las naturalezas animales; un mundo cultural que, en cierto modo, podría también considerarse sobre-natural.
Por otra parte nos parece casi imposible dejar de advertir la analogía entre las funciones desempeñadas por el Reino de la Gracia frente al Reino de la Naturaleza y las que se encomendarán después al Reino de la Cultura respecto de ese mismo (en lo fundamental) Reino de la Naturaleza. Más aún, las doctrinas de los teólogos orientadas a ofrecer esquemas de conexión entre el Reino de la Naturaleza y el Reino de la Gracia se desenvolvieron siguiendo alternativas cuyo paralelismo con las alternativas doctrinales según las cuales los antropólogos o etólogos de nuestros días tratan de explicar las relaciones entre la Naturaleza y la Cultura no deja de producir asombro. Los historiadores de la teología suelen clasificar las doctrinas de referencia en dos grandes grupos, a saber: doctrinas naturalistas y doctrinas sobrenaturalistas. No deja de tener interés el constatar que las doctrinas «naturalistas» fueron consideradas, en general, como desviaciones heterodoxas de la doctrina «sobrenaturalista» de la Gracia propuesta por los Concilios, los Papas o los Doctores de la Iglesia.
Por lo demás, tanto el naturalismo como el sobrenaturalismo se ofrecieron ya en una versión moderada, ya en una versión radical. Así, por ejemplo, el naturalismo radical se habría abierto paso en el siglo IV, en la forma del «pelagianismo» (los monjes Pelagio y Celestio fueron condenados, no sólo por San Agustín, sino también por los papas Inocencio I y Zósimo, a principios del siglo V). El naturalismo moderado, es decir, el llamado «semipelagianismo», fue defendido por el abad Casiano, un monje de la Galia meridional que murió hacia el 435, que había negado la necesidad de la Gracia para que se produjera el primer movimiento hacia la Fe (la Gracia comenzaría, según él, a actuar una vez que hubiera tenido lugar ese primer movimiento). También la doctrina sobrenaturalista de la Gracia tuvo una versión radical (la doctrina de San Agustín contra Pelagio o, más tarde, la misma doctrina de Calvino según la cual la naturaleza humana, por sí misma, no puede acercarse a la Gracia, que es una asistencia que le viene de lo alto, constriñendo a su naturaleza pecadora) y una versión moderada (cuya expresión más madura tomaría forma en la doctrina de Santo Tomás de Aquino).
Ahora bien, ¿acaso carece de sentido afirmar que en los debates de los etólogos y antropólogos, las posiciones del «naturalismo innatista» de muchos «sociobiólogos de la cultura» guarda un estrecho paralelismo con el naturalismo radical de los teólogos de la Gracia? Un paralelismo que nos autorizará a hablar del «pelagianismo» de Konrad Lorenz o de Edward O. Wilson, como si estos fueran los Pelagios de la teoría de la cultura humana. Y, ¿no podemos considerar como «semipelagianismo etológico» (o antropológico) a la teoría de una preprogramación cultural, pero epigenética, en el hombre? Eibl-Eibesfeldt reproduciría, en otro escenario{10} los papeles que desempeñó en el suyo el abad Casiano: Eibl-Eibesfeldt sería el abad Casiano de la teoría de la cultura. En cuanto al sobrenaturalismo: ¿se dirá que carece de sentido ponerlo en correspondencia con el llamado «ambientalismo»? Las posiciones más radicales –Freud, Klages, Bandura– podrían considerarse como una suerte de agustinismo (también: calvinismo o jansenismo) cultural, incluso en el punto que establece que la cultura es represión de los instintos naturales, salvajes o pecaminosos, que necesitan de una rigurosa disciplina sobrenatural. Por su parte, las posiciones más moderadas, las del tomismo, encontrarían su réplica en posiciones tales como las de Skinner: el «refuerzo» que Skinner pide para que se mantengan los hábitos adquiridos, y que ha de proporcionar, desde arriba, el educador, corresponde a la «perseverancia» que el hombre necesita después de haber sido justificado por la Gracia de Dios.
En todo caso, la Gracia santificante, como Gracia medicinal y elevante, es lo que «justifica» al hombre en el mundo y le confiere su dignidad y elegancia propias. Son exactamente las mismas funciones que más tarde se asignarán a la Cultura. Por ello decimos que la idea de un Reino de la Cultura –de una cultura medicinal, «ortopédica», que remedia, como un conjunto de prótesis, la supuesta debilidad innata de la criatura, es decir de la cría humana, pero sobre todo de una cultura elevante y justificante– es la secularización de la idea del Reino cristiano de la Gracia, que también es medicinal, elevante y santificante. La «dignidad del hombre», que el cristianismo hacía consistir en la superioridad que la Gracia le había conferido por encima de los animales, y aun de los ángeles, podrá fundarse después, a través de la cultura, no ya tanto en su divinidad, cuanto en su humanidad. Las propias «ciencias divinas» –la Teología dogmática, la ciencia de la religión, &c.– terminarán convirtiéndose en ciencias humanas. Cicerón, en su Pro Archia, ya había señalado el «parentesco o unidad de todas las artes quae ad humanitatem pertinent». Probablemente estaba exaltando a los oradores o poetas (latinos o griegos) frente a los animales (si nos acordamos de Salustio: omnis homines…) y a los bárbaros, esclavos o siervos, dedicados a trabajos «manuales o mecánicos». La contraposición de Cicerón entre artes nobles y artes serviles, a través de la oposición ulterior entre las armas y las letras, llegará hasta la oposición de las dos culturas que formuló Snow. Pero precisamente la idea moderna de Cultura llegará a englobar tanto a las letras humanas como a las letras divinas.
La secularización en la que hacemos consistir el proceso de constitución de un Reino de la Cultura, en sentido universal, implica un eclipse de la fe en el Espíritu Santo. El eclipse de un Espíritu que, a través de la reforma de Lutero, había comenzado a soplar no ya a través de Roma sino a través del «fuero interno» de cada hombre (uno de los resultados de este nuevo «modo de inspiración» será la Psicología, considerada como disciplina introspectiva: el mismo término «Psicología» fue inventado por un escritor protestante, Goclenius, en 1590). Sin embargo, el nuevo cauce por donde el soplo del Espíritu llegará a los hombres de la nueva época será el cauce de las asambleas constituidas por los hombres de los pueblos más diversos. El Espíritu Santo, elevante y santificante, se transformará en el Espíritu de ese pueblo, y será conocido como Volksgeist. Es ahora cuando podremos hablar de una confluencia o «evolución convergente» de la idea del Reino de la Gracia (en tanto evoluciona hacia la idea del Reino de la Cultura) y de la idea de la Iglesia del Espíritu Santo (en tanto evoluciona hacia la idea de un Pueblo o Nación dotados de un Espíritu propio: la Santa Rusia, la Santa Alemania). La evolución de la idea de un Pueblo de Dios hacia la idea de Nación no sería disociable, según esto, de la evolución de la idea de un Reino de la Gracia hacia la idea de un Reino de la Cultura. Esto dicho sin perjuicio de que las fases de los cursos respectivos de estas evoluciones puedan mantener ritmos relativamente independientes. Sin embargo, sólo cuando atendemos a la génesis de estas ideas, la confluencia de estos cursos mismos cuando se constata como un hecho (por ejemplo, en el contexto de la idea del Estado de Cultura que ya hemos analizado) resulta inteligible. Pues estos cursos se realimentan mutuamente no sólo en el proceso de constitución del «mito de la cultura», en general, sino también en el proceso de constitución del «mito de la cultura nacional», en particular.
3. Pero no podemos dejar de lado la célebre definición que E. Tylor dio de la cultura, en cuanto campo de la Etnografía o de la Antropología.
Lo que nos interesa es determinar el perfil de la idea de cultura que nos fue abierto precisamente por la Antropología clásica que pretendió ajustarse al formato de las ciencias nomotéticas del positivismo. Como tenemos que ceñirnos a lo esencial, nos limitaremos a analizar, y muy brevemente, la idea de cultura que nos ofreció, precisamente desde una perspectiva explícitamente gnoseológica, uno de los fundadores de la Antropología científica (según algunos «el fundador»), a saber, Edward B. Tylor, en 1871: «La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad»{11}. Esta definición, que es citada una y otra vez por las obras de «Antropología científica» –lo que demuestra su condición de referencia clásica– contiene, a nuestro juicio, las características más importantes de una idea de cultura delineada desde la perspectiva gnoseológica de la Antropología, en el sentido consabido. Las consideraciones que vamos a formular quieren mantenerse estrictamente en el terreno de esa correlación entre la idea de cultura y la ciencia que, con el nombre de Antropología, se propone, como campo propio de investigación, precisamente a la Cultura, en toda su globalidad.
Ante todo, conviene observar que la cultura a la que se refiere Tylor se ajusta mejor al concepto de «cultura objetiva» que a ningún otro. Es cierto que, en su definición, Tylor utiliza el término «hábito», un concepto tradicional, escolástico, evidentemente subjetual, ligado al concepto etológico psicológico de aprendizaje por «repetición de actos»; pero esta utilización está inserta a su vez en un contexto social («hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad»), lo que permite concluir que el sujeto humano es considerado más que desde su subjetividad intrasomática (etológica, psicológica o fisiológica) desde su condición de sujeto moldeable por unas pautas objetivas socialmente cristalizadas y, por tanto, vinculadas a la realidad no sólo intrasomática, sino también extrasomática. (En la definición, la cultura extrasomática sólo está representada, es cierto, por el arte y el conocimiento –si este es científico–, pues los otros contenidos citados –costumbres, derecho– son, a lo sumo, intersomáticos; sin embargo, bajo el rótulo «arte» cabe incluir también las tecnologías, como se comprueba, al margen de consideraciones filológicas, deteniéndonos en el contenido del libro). No pretendemos disimular el sesgo subjetivista que en la definición de Tylor impregna su idea de cultura; lo que queremos subrayar es cómo esta dimensión subjetual de la cultura, tradicional en el concepto, como hemos dicho, aparece de hecho, ya en la propia definición de Tylor, desbordada y envuelta (o «reabsorbida») en una idea ejercida de «cultura objetiva» cuya efectividad, al menos genética, con la «idea alemana» de cultura no sería tampoco conveniente disimular.
Esto supuesto, desde luego, lo decisivo es la utilización de la fórmula «todo complejo» (complex whole) en el inicio de la definición. Esta fórmula inicial es precisamente lo que nos indica que la idea de cultura que va a definirse es la cultura considerada desde una perspectiva logico-material, gnoseológica, puesto que la fórmula «todo complejo» nos remite, desde luego, a una idea de naturaleza lógico material (Tylor no ha dicho, apelando a fórmulas ontológicas, «la cultura es la expresión del espíritu» o bien «la cultura es un organismo viviente»). También es verdad que Tylor no era precisamente un filósofo de la ciencia, pero sí era un investigador que necesitaba «filosofar sobre la marcha» en sus empresas fundacionales. Queremos dar a entender con esto que, aunque la fórmula «todo complejo» aparezca utilizada en la definición de Tylor sin mayores explicaciones o, si se prefiere, en estado de indefinición (por no decir, de oscuridad y confusión), no por ello estamos legitimados a suponer que en ella no están actuando los componentes lógico materiales más característicos expresados en esa fórmula. En efecto, o la fórmula «todo complejo» es redundante y la «complejidad» no añade nada al «todo» (¿cómo un todo podría ser simple, es decir, sin partes?) o, si contiene algún sentido propio, será debido a que la «complejidad» no va referida tanto a las partes ya comprendidas en el concepto de «todo indiferenciado», sino a los propios «momentos del todo» que, según la definición, la cultura dice ser.
Pero sólo conocemos dos momentos o modos generalísimos del todo que, sin duda, y necesariamente, habrán de estar presentes en esta definición inaugural: el momento distributivo (característico de las totalidades distributivas, designadas por la letra 𝔗) y el momento atributivo (característico de las totalidades atributivas, designadas por la letra T){12}. Las partes de un todo distributivo se llaman partes lógicas o potenciales; las partes de un todo atributivo pueden ser partes integrantes, determinantes o constituyentes. Si representamos estas relaciones, cuando sea posible, en una matriz rectangular, podremos llamar «longitudinales» a las partes distributivas que figuren como cabeceras de columnas, y «transversales» a las partes atributivas que figuren como cabeceras de filas. Una totalidad distributiva, o totalidad 𝔗, es un género que se distribuye unívocamente en sus especies, o una especie que se distribuye unívocamente en sus individuos discretos, o un concepto analógico de proporcionalidad que se distribuye en sus inferiores (la clase distributiva de los poliedros regulares es la totalidad de las diferentes especies de poliedros –cubos, tetraedros, &c.– que, como partes lógicas son estructuralmente independientes entre sí). Una totalidad atributiva es una multiplicidad de partes integrantes, determinantes o constituyentes «concatenadas», y segregables de las multiplicidades constitutivas de su entorno (un poliedro regular, un cubo, es la totalidad atributiva de sus seis caras, ocho vértices y doce aristas segregables de otros poliedros, incluso del octaedro conjugado en el que el cubo puede inscribirse). Por lo demás, una totalidad distributiva puede darse en el contexto de constitución de una totalidad atributiva dada a otro nivel lógico material: la totalidad distributiva del género homo (respecto de sus especies) puede considerarse como un proceso que tiene lugar en el ámbito del desarrollo de la totalidad atributiva del phylum de los primates.
Si la definición de cultura como «todo complejo» no es redundante será debido a que «la cultura» es no sólo un todo T, sin duda, sino que también es un todo 𝔗. No puede afirmarse, a partir de la estilística de su enumeración, que Tylor hubiera querido referirse únicamente a la «cultura como totalidad T», atributiva; puesto que, si bien «conocimiento», «creencias», «arte», «moral», &c., pueden interpretarse como partes integrantes o transversales de una cultura dada (pongamos por caso, la «cultura maya»), también es evidente que Tylor se refiere a cada una de esas partes como «dispersas» en la distribución longitudinal de las diferentes culturas (la maya, la azteca o la cretense). Algunas veces los antropólogos hablan de «rasgos», «pautas», «miembros» y aun de «categorías culturales», por un lado, y de «círculos culturales» (en el sentido geográfico de los Kulturenkreisen de Ratzel) o de «esferas culturales», por otro. La distinción, frecuente entre antropólogos sociales, entre categoría social y grupo étnico (o social) no es sino el ejercicio de la distinción entre totalidades 𝔗 y totalidades T aplicada al material antropológico. En realidad, la primera serie de términos –rasgos, pautas, &c.– se mantiene en el plano de las partes integrantes (por tanto, de las totalidades T); la segunda serie –círculos, esferas– se mantienen en el plano de las partes distributivas (por tanto, de las totalidades 𝔗). Hablaremos aquí, a fin de atenernos a una terminología uniforme, de categorías culturales y de esferas culturales para designar respectivamente a las partes del «todo complejo» que suponen es la cultura, ya sea en sentido atributivo (T) ya sea en sentido distributivo (𝔗).
Concluiremos que la Idea de Cultura que se nos ofrece desde la perspectiva gnoseológica, es decir, la idea de cultura como rótulo del inmenso campo que ella misma abriría a la investigación positiva y científica (al margen, en principio, de toda «filosofía de la cultura»), es precisamente la idea de un «todo complejo» constituido por diversos círculos o esferas culturales, en principio distribuidos geográficamente (aunque también se contemplan distribuciones históricas y, a veces, de modo exclusivo, caso de Spengler) y por sistemas concatenados de categorías culturales (que, en principio también, se supondrán universalmente presentes en todas las esferas culturales, aunque ulteriormente se reconozcan categorías o subcategorías culturales –por ejemplo «escritura», «libro», incluso «religión»– que no son universales a todas las culturas).
Cuando el antropólogo habla de «las culturas», en sentido objetivo y sustantivo, suele referirse, en primer lugar, a las «esferas culturales». A veces, algún «subconjunto de culturas» suele ser designado, por sinécdoque, a través de alguna categoría distintiva (por ejemplo, «cultura del vaso campaniforme»). Esta costumbre ha conducido, por un uso cada vez más frecuente, a llamar «cultura-de» a determinadas categorías o rasgos particulares dados en el seno de una esfera cultural, acaso bajo la presuposición de que tales rasgos están concatenados con otros muchos y, por ello, pueden considerarse como «señas de identidad» de la cultura de referencia. Por ejemplo, cuando hablamos de la «cultura industrial», de la «cultura del automóvil» o incluso de la «cultura de las tarjetas de crédito». Snow, al exponer su distinción entre «las dos culturas», se refería ante todo a categorías culturales dadas dentro de la esfera de la cultura occidental; pero, sin embargo, gran parte del éxito de su conferencia se debió, creemos, a la acción del significado «distributivo» que Snow inyectaba a sus términos («utilizo cultura con el alcance de los antropólogos cuando hablan de ‘cultura de La Tène’, o de ‘cultura de los trobriandeses’»; o bien: «las dos culturas se miran desde lejos pero no se entienden»).
La importancia gnoseológica de la «complejidad» asignada por Tylor a la idea de cultura reside, a nuestro juicio, en que sólo por ella es posible planear una investigación científica de carácter positivo. Esta investigación sólo puede llegar, en efecto, a resultados mediante el método comparativo: es Antropología comparada (como lo fue ya la antropología raciológica de Blumenbach). Porque el «análisis científico de la cultura» que se puso bajo la bandera de la Antropología comenzó a partir del descubrimiento asombroso, no ya de los «pueblos extraños y lejanos» (de sus costumbres exóticas, de sus aldeas extrañas, tal como las describían viajeros, exploradores o conquistadores, en calidad de «etnógrafos») –como tantas veces se ha pretendido– sino de las analogías y paralelos entre esos pueblos exóticos y extraños y el pueblo de los descubridores, y entre los pueblos entre sí; en el descubrimiento de instituciones similares, al menos en apariencia (el totemismo de los indios algonquinos, descrito por John Long a finales del siglo XVIII, se veía «reproducido» entre los aborígenes australianos; y hacia 1870, McLennan «acuñaba» –inventaba– el concepto de totemismo como figura morfológica o institución general de la Antropología; el chamanismo de las tribus tunguses siberianas se veía reproducido entre los indios tupinambas o guaraníes). Estos son los descubrimientos constitutivos de la Antropología en tanto que Etnología o «Antropología etnológica».
Y lo que comportaba esa nueva visión no era tanto o sólo el «ver a los otros desde nosotros», cuanto «vernos a nosotros desde los otros» y, por tanto, a unos pueblos (etnias) desde otros pueblos. Ahora bien, para que esta visión etnológica fuese posible era preciso que tales pueblos o culturas (o etnias) se mantuviesen como círculos o esferas distintas (en sentido distributivo), porque sólo así tenía sentido su confrontación{13}. De otro modo, la Antropología, en cuanto Etnología (la Antropología etnológica, es decir, no una «Antropología sociológica», «etológica» o «filosófica»), debía mirar a su campo (el «material antropológico») como si estuviese distribuido en esferas relativamente independientes, aunque estructurado según categorías análogas.
Una organización semejante del campo antropológico no implicaba un «quietismo de las esferas», aun cuando, en un principio, podría alentar la tendencia a considerar a los «pueblos naturales» como «pueblos sin historia» (todavía Engels hablará, al modo hegeliano, de los Gesichtslosen Völker). Pueblos intemporales, cuya vida parecía transcurrir en un intemporal –ahistórico– «presente etnológico»{14}. Sin embargo, la organización distributiva del campo antropológico no excluía la posibilidad de transformaciones internas a esos mismos pueblos (aun cuando se tendiese a subrayar el paralelismo entre las transformaciones de las diferentes esferas, al modo del evolucionismo nomotético de Morgan, por ejemplo: salvajismo, con sus fases determinadas, barbarie, con las suyas, civilización). Tampoco quedaba excluida la interacción de los diferentes pueblos analizada a través de las categorías homólogas (según los presupuestos del difusionismo). El desenvolvimiento de los pueblos, su desarrollo demográfico y tecnológico en una superficie limitada, conducía necesariamente al desdibujamiento progresivo de las «fronteras esféricas». Esta tendencia se percibía tanto desde el evolucionismo (al presentar como última la fase de la civilización y, dentro de ella, la civilización universal) como, por supuesto, desde el difusionismo (sobre todo, cuando se reforzaba con los esquemas termodinámicos de la «entropía de mezclas»).
En una palabra, la perspectiva antropológica clásica estaba llamada a eclipsarse en el proceso mismo de dilución de las líneas o perfiles fronterizos distributivos de cada cultura en la supuesta civilización internacional (o cultura universal). En vano se querría mantener la «mirada antropológica» buscando en la «civilización cosmopolita» nuevas «islas distributivas» accesibles a los trabajos de campo (los suburbios, para la «Antropología urbana»; las zonas rurales o las etnias para la «Antropología de comunidades»). La Antropología clásica parece llamada a transformarse paulatinamente de «ciencia de campo» en «ciencia de gabinete»; el propio Lévi-Strauss ha terminado reconociéndolo{15}.
El análisis de las sociedades que se presentan hoy como subsistemas de una sociedad planetaria se presta mejor, en efecto, a los métodos de la sociología o de la economía política, o incluso de la historia, que a los de la antropología etnológica. Esto no obsta a que, de hecho, se continúe alimentándose, por motivos de inercia gremial, sobre todo, la ilusión de una «Antropología científica universal» entendida como «Ciencia del hombre» o como «Ciencia de la cultura». Pero semejante Antropología es sólo una ficción, un mito, un «fantasma gnoseológico». Porque esa supuesta «cultura universal» no es tampoco una esfera unitaria capaz de ofrecer legalidades universales susceptibles de ser establecidas por una ciencia distinta de la Sociología o de la Etología. A lo sumo, son diferentes disciplinas científicas las que podrían establecer legalidades o estructuras, no tanto en la esfera única de la cultura universal, cuanto en sus diversas categorías lingüísticas, económicas, tecnológicas, &c. La «Antropología general», a nuestro juicio, es un proyecto que debe ser abandonado en cuanto proyecto científico-positivo que pretendiera ajustarse al paralelismo, por ejemplo, de una Biología general (respecto de las diferentes ciencias biológicas) o al de una Física general (respecto de las diferentes disciplinas mecánicas, termodinámicas, ópticas, electrológicas, &c.). Una tal «Antropología general», o bien toma la forma de una enciclopedia de las más diversas disciplinas humanas o bien la forma de una antropología filosófica; lo que significa que el campo gnoseológico de la antropología, en sentido científico, tiene que ser redefinido. A nuestro entender, esta redefinición nos devolverá a la perspectiva distributiva, según la cual podemos analizar siempre el proceso de desenvolvimiento de los pueblos y de sus culturas en su «estado del salvajismo» o en su «estado de barbarie», para decirlo con palabras de Morgan.
4. En cuanto a la Idea de persona humana, nos permitiremos comenzar advirtiendo que, al menos desde una perspectiva histórica, no se trata de una idea «redundante» (como podría pensar quien dudase de la existencia de personas que no sean humanas). Bastaría recordar que fueron los Concilios de Nicea y de Éfeso, entre otros, los lugares en los que comenzó a constituirse la Idea de persona, y, por cierto, a propósito de las Personas Divinas (no humanas), del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Ahora bien, si la persona humana procede filogenética y ontogenéticamente, por evolución y desarrollo histórico o biográfico, de la evolución de los primates o de la maduración del cigoto, difícilmente podríamos transportar la «morfología de la persona humana» a otras situaciones en las que no nos consta, a menos en el presente, que haya tenido lugar un curso de desarrollo histórico comparable al que, en la Tierra, ha conformado esa «morfología».
La soberanía o autonomía absoluta de la persona humana en el universo se constituye, además, en gran medida, precisamente mediante esta negación, o «ignorancia» (en el sentido práctico de «no tener en cuenta») de todo sujeto personal no humano o infrahumano. Una negación o ignorancia que implica la negación recíproca de quienes se consideran implantados en un espacio personal praeterhumano o divino (no estará de más recordar a tantos defensores actuales de los «derechos humanos», desde posiciones religiosas, que la Declaración de los derechos humanos por la Asamblea Francesa de 1789 fue condenada por el papa Pío VI en un Breve de 1791: los «derechos humanos» parecían comprometer, en su fundamento, la idea misma de los «derechos cristianos»). Según esto cabría decir que, en la medida en la cual los hombres se mantengan en actitud de dependencia, temor o subordinación ante cualquier fauna constituida por sujetos numinosos (ya sean animales linneanos, ya sean no linneanos, sean angélicos, sean extraterrestres) que, sin embargo, de algún modo, se les muestran como envolviéndolos enteramente, en esa misma medida la idea de persona y la de su libertad quedará gravemente comprometida. Y en la medida en que esta referencia al eje angular del espacio antropológico no pueda considerarse jamás abolida, como si fuera exclusiva de las épocas prehistóricas, dada la actualidad que, para los hombres del presente, sigue teniendo el entorno animal (linneano o no linneano), también habrá que concluir que el «enfrentamiento» a ese entorno, real o virtual, no es meramente un enfrentamiento «arqueológico» o «doxográfico», que pudiera ser olvidado, sino un enfrentamiento que sigue siendo constitutivo de la morfología de la persona de nuestro presente.
Ahora bien, la circunscripción de la idea materialista de persona al «Género humano» y, por tanto, la polarización antrópica indudable de tal idea, no tiene por qué hacerse equivalente a la identificación en extensión del «Género humano» con la «Sociedad de personas». El componente evolucionista o histórico, en el que inscribimos la idea materialista de persona, permite la «polarización antrópica» de la idea de persona simultáneamente con el reconocimiento de situaciones en las cuales los hombres no son personas (por ejemplo, la situación que ya hemos mencionado anteriormente, de los hombres prehistóricos del Paleolítico inferior; no resultaría impertinente recordar aquí que Marx extendió el concepto de prehistoria de la humanidad hasta el advenimiento del comunismo).
En este contexto evolutivo de la «morfología de la persona», cobra una importancia de primer orden la cuestión del significado de la forma humana en la esencia del concepto mismo del hombre en cuanto persona. No bastará definir al hombre como animal racional, salvo que se dé por descontado que este animal racional ha de tener la forma humana: por mucho que un loro pronuncie discursos racionales (decía Locke) nunca llegará a ser considerado como hombre. Más aún, por mucho que un ordenador resuelva problemas algebraicos, traduzca lenguas extranjeras o mantenga «conversaciones», no podrá ser considerado como una persona humana, y no ya porque carezca de «conciencia», «sentimiento» o «alma», sino porque carece de cuerpo humano.
Pero el principio evolucionista que nos sirvió para delimitar el carácter antrópico de la idea de persona resultará ahora limitado por la propia idea de persona que él alumbró. Porque si la persona humana aparece como un valor supremo en el Universo, tendremos que declararlo también insuperable, aun cuando «recuperemos» el punto de vista evolutivo. De otro modo, prácticamente tendremos que poner todos los medios a nuestro alcance para preservar la forma humana, mediante la medicina, la eugenesia o cualquier otro recurso de ingeniería genética, de los peligros derivados de cualquier eventual transformación morfológica significativa (peligros hoy más reales que nunca en función de las posibilidades abiertas por la ingeniería genética). Mientras que las ciencias biológicas consideran al proceso de la evolución de las especies y de su transformación en otras como la regla general, incluso como un modo de cumplirse la «ley del progreso» de los vivientes, la Antropología se basa en la consideración de la figura del «hombre linneano» como un modelo definitivo. En lo que a su morfología se refiere no cabrá hablar siquiera de progreso, puesto que el límite superior se supone que ya ha sido alcanzado. Este límite lo señala precisamente la idea de persona humana. Se aceptará la evolución –incluso por algunos iusnaturalistas– en el tramo que va de los homínidas al hombre, pero se rechazará en cuanto se reconozca que la figura humana ha alcanzado el límite de su perfección anatómica y fisiológica.
Es desde esta perspectiva morfológica, propia del materialismo, desde donde cabe subrayar el significado de la forma anatómica (por ejemplo, de las manos, o de la laringe) en la constitución del logos, de la «razón» y, por tanto, del propio concepto de «animal racional». Es desde aquí desde donde se plantean los problemas actuales (no ya históricos o metafísicos) que giran en tomo a la relación del hombre (individuo humano) con la persona. En particular, no será suficiente considerar, en nombre de un humanismo espiritualista, como si fueran accidentales, por principio, a las diferencias de raza. Lo importante no será tanto «borrar» estas diferencias, como si fueran «malas», cuanto subrayar las semejanzas esenciales que derivan de la capacidad operatoria de las diversas razas, etnias o culturas, en tanto esta capacidad está determinada por las manos, por la laringe, es decir, por el cerebro humano.
II. La Idea de identidad y sus dos modulaciones fundamentales
1. El término identitas habría sido formado, en el bajo latín, para traducir al griego tautótes (ταυτóτης), a partir del término idem, por analogía a como entitas se formó a partir del término ens (el español identidad está registrado ya en el siglo XV, según Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispanoamericano). A su vez (Ernout-Meillet en su Dictionnaire étymologique de la langue latine), īdem (el mismo), idem (lo mismo) se habría formado en latín a partir de is + -dem (siendo -dem o -em una partícula de insistencia, enfática o redundante, que aparece en términos como ibi-dem o qui-dem) significando: «este precisamente», «el mismo» (ego idem = yo precisamente, yo mismo). Īdem o idem, por tanto, podría cobrar el valor de una respuesta de tipo deíctico (o acaso definicional), a preguntas tales como: «¿quién eres?», o bien «¿quién está ahí?», o bien «¿qué es esto?», en cuanto pregunta por la quiddidad. (La derivación, propuesta algunas veces, del término identitas, a partir de id+entitas, «esta entidad», no tiene en cuenta la dificultad de la concordancia de una forma neutra id con una femenina entitas.)
Sin embargo, este término (identidad) del bajo latín fue incorporado al lenguaje académico (o escolástico) aunque de un modo muy lento, compitiendo con ipseitas, con unitas, &c. Por ejemplo, dice Santo Tomás, en una ocasión (V Met., Lec. XI, n° 912): identitas est unitas; si bien, en otras ocasiones –y teniendo en cuenta que la unidad la interpreta, a veces, dentro de la categoría de la cantidad (y, entonces, es igualdad), y otras veces, dentro de la categoría de la cualidad (y, entonces, es semejanza)– parece inclinarse a considerar a la identidad como equivalente a la unidad de la sustancia: partes autem unius sunt idem quod est unum in sustantia (V Met., Lec. XI, n° 907). El término se utilizó, también, para rebautizar otras ideas ya en circulación; por ejemplo, traduciendo como identidad la cuarta de las cinco Ideas primordiales que Platón enumera en El Sofista (254-D y ss), a saber, la idea de tautón, que tradicionalmente se traducía por «lo mismo»; una idea que, por cierto, es presentada por Platón como un género, podríamos decir, de «segundo grado», respecto de los tres primeros, a saber, el Ser, el Reposo y el Movimiento, pues cada uno de estos géneros es Otro, respecto de los dos restantes, pero es el Mismo «respecto de sí mismo»: autó eautó tautón (αυτό εαυτό ταυτόν). El llamado «principio de identidad», tanto en su «versión ontológica» (ens est id quod est), como en lo que se conoce como su «versión lógica» (sobre todo en la doctrina proposicional de los predicables, entendidos como maneras de tener lugar la identificación del predicado y del sujeto expresada por la cópula est, y en la doctrina de los silogismos) llegó a ser considerado como uno de los primeros principios metafísicos (de la ontoteología) y lógicos (puesto que la lógica se entendía, al modo aristotélico, como mímesis de la metafísica); según algunos, como el primer principio. (Conviene constatar, sin embargo, que la consideración explícita del «principio de identidad» como «primer principio» es, más bien, propia de la neoescolástica: Zigliaria, Mercier, Maritain, Raeymacker…; vid. R. M. Verardo, O.P. «Primato assoluto del principio di identità», en Divus Thomas (1944-46), págs. 69-95. La escolástica tradicional consideró como primer principio al de no contradicción.)
En cuanto a la perspectiva ontoteológica de la cuestión: fue desde la Ontoteología desde donde se desarrolló, en la escolástica española del siglo XVI y XVII, la distinción entre la ciencia (divina) de simple inteligencia y la ciencia (divina) de visión; una distinción que se ceñía, casi por entero (sobre todo a propósito de los debates en torno a la ciencia media de Molina), al dominio del «principio de identidad divina». La célebre distinción propuesta por Leibniz entre la verdades de razón y las verdades de hecho –y que muchos historiadores consideran como un verdadero hito en el comienzo de la «filosofía moderna», al menos de la «filosofía clásica alemana»– no es sino una reelaboración de la distinción escolástica. En realidad, Leibniz habría interpretado ya el principio de identidad desde una perspectiva que nosotros llamaríamos gnoseológica, a saber, como principio que consiste en afirmar que toda «proposición idéntica» (por ejemplo: (a+b)² = a²+2ab+b²) es verdadera y que (y estaríamos ante el principio de razón) toda proposición verdadera (en la que el predicado esté contenido en el sujeto), es «virtualmente idéntica», sea explícitamente, en las proposiciones per se nota, sea implícitamente, quod analysis terminorum ostenditur (Couturat, La logique de Leibniz, pág. 127). Se admite, generalmente, que Kant moldeó su distinción entre juicios analíticos y juicios sintéticos sobre la distinción de Leibniz. Pero acaso habría que precisar más diciendo que la distinción kantiana, básica en la «filosofía trascendental», es una distinción escolástica «secularizada», y aun podría advertirse en el mero reconocimiento de un tipo de juicios analíticos, como juicios primeros o, por lo menos, independientes de los juicios sintéticos, la huella del primado de la ciencia de simple inteligencia o, si se quiere, para decir al modo leibniciano, la huella del primado de las verdades de razón («para Dios todas las verdades son ‘verdades de razón’», Discurso de metafísica, §13).
La tradición escolástica (académica) de las cuestiones sobre la identidad llega hasta nuestros días en reelaboraciones de las fórmulas de Leibniz, de Kant o de Espinosa, de Schelling o de Hegel, por no hablar de Locke o de Hume. Subrayemos que en la «Lógica simbólica» la idea de identidad suele ser tratada, o bien como una regla, o bien como una constante, definida por la mediación de una reflexividad que suele entrar en la composición de la relación de igualdad. Por nuestra parte, hemos discutido estos planteamientos en el tomo 1 de la Teoría del cierre categorial (págs. 145-184) a los que nos remitimos. Consideramos allí como «originarios» a los juicios sintéticos (por tanto, a las identidades sintéticas), propugnando la necesidad de reducir los juicios analíticos a la condición de límites dados en un proceso dialéctico (ya sean como límites de una metábasis, ya sean como límites de una anástasis. Vid. «Sobre la Idea de Dialéctica y sus figuras», El Basilisco, 2ª época, n° 19).
Ahora bien, por motivos sin duda muy precisos (pero cuya investigación corresponde a la sociología del conocimiento, a la Filología o a la Historia de las ideologías), el término «identidad» ha experimentado en nuestros días, prácticamente al margen de la tradición académica, un asombroso incremento. A fin de cuentas, el término identidad no fue en su origen, según hemos recordado, un término emanado de la tradición académica, que no habría hecho otra cosa sino desplegar y reformular una idea utilizada en el bajo latín, pero sin que pueda asegurarse que esta reformulación, no ya no agotó la idea implícita originaria, sino que, ni siquiera, acaso la mejoró. Simplemente, la aplicó a contextos específicos.
Esta afloración de determinaciones mundanas de la identidad que se viene produciendo en las últimas décadas, podría ser interpretada no tanto «en clave de degradación», sino también «en clave de enriquecimiento»; en cualquier caso, como testimonio de que los conceptos que tienen que ver con la identidad, lejos de poder ser circunscritos en el recinto de un sistema académico ya cristalizado, gozan de una gran vitalidad y desbordan cualquier contexto convencional. Por ejemplo: la identidad es el rótulo de postulados prácticos (ético-psicológicos) de enorme trascendencia para la teoría de la conformación de las personalidades individuales (un pedagogo dirá: «¡Mantén tu propia identidad personal!», «¡Sé tú mismo!») y no digamos, sobre todo a partir de los años setenta, para la conformación de programas y planes políticos que pretenden guiar la vida de muchos pueblos («¡Defendamos nuestra identidad cultural –vasca, kurda, armenia, afgana, guaraní…– frente a quienes intentan contaminarla o diluirla!» Ver: El mito de la cultura, cap. VII). No solamente interviene la idea de identidad como una Idea-fuerza reivindicativa que parece canalizar los «impulsos» de autoafirmación de los individuos o de los grupos frente a otros: también interviene la idea de identidad como un «ideal impuesto» a los individuos (o a los grupos) que viven en el seno de sociedades organizadas como alternativas al liberalismo y muchas veces próximas al fascismo o al comunismo, según las líneas tecnocráticas investigadas, propuestas y encarecidas, por la ideología positivista. Adorno (Prismas, trad. esp. Ariel 1962, pág. 102) llegó a hablar de una sustitución del ideal de la igualdad (que la Gran Revolución unció a los ideales de la libertad y de la fraternidad) por el ideal de la identidad (engranado, ahora, a los ideales de comunidad y estabilidad); cabría añadir que el papel que la igualdad desempeñaba respecto de la libertad lo representaría ahora la identidad respecto de la comunidad, el modo de entender la conexión del individuo libre, con la Sociedad, de la composición de sus partes mutuas, o la del individuo parte con el todo comunitario (el «mundo feliz» de A. Huxley) que lo determina y con el cual se identifica. También interviene la idea de identidad en contextos tecnológicos («es preciso identificar la composición físico-química de estos residuos radiactivos»), o científicos (programas de investigación antropológica sobre la «identidad o etnicidad» de determinados pueblos) y, por supuesto, policiaco-administrativos. En España, por ejemplo, la antigua «cédula personal» se ha transformado en el «documento nacional de identidad», DNI, vinculado, además, a otros documentos administrativos tales como el documento de «identificación» fiscal: la identidad del individuo, en su identificación, resulta ahora estar realizada, como un trámite técnico más, por el Estado, por la gran empresa o, simplemente, por la policía. Mi identidad, a través del número 7.604.825, que es una singularidad esencial, única, se establece operatoriamente como una relación sintética entre el documento que conserva la policía y la copia que yo llevo encima; y no cabe decir que este procedimiento de identificación se establezca «burocráticamente» como una relación externa entre «papeles extrasomáticos» ajenos a la realidad corpórea de mi persona, porque la huella física de mi dedo, propia y exclusiva mía, constituye, junto con los documentos, una unidad sinalógica causal (no sólo isológica) sobre la que se funda la identificación simbólica.
Ocurre como si en los contextos mundanos en los cuales se utiliza hoy el término identidad, ésta tendiese a ser entendida, no tanto como un predicado, sino como un sujeto. Cuando la policía pregunta: «¿Quién es éste?», lo que busca es su identidad como sujeto, a través de alguna determinación suya, como «seña de identidad» (principalmente el DNI). En todo caso, parece que podríamos concluir de esta visión panorámica, para decirlo en una sola frase expresiva, que la «identidad no es idéntica», que no es un concepto unívoco, o que «la identidad se dice de muchas maneras» (para utilizar la célebre construcción que Aristóteles aplicó al Ser). Cuando un ciudadano se identifica ante otros ciudadanos, ya sean policías, inspectores de hacienda o, simplemente, recepcionistas de hotel, mostrando el número de su DNI (en lugar de decir: «yo soy el que soy», o bien «yo soy yo y mi circunstancia», dirá «yo soy el ciudadano 7.604.825») está utilizando un concepto de identidad bastante diferente de aquel que utilizan quienes, en una manifestación pública, gritan por las calles, corroborando la consigna que llevan escrita en las pancartas: «exigimos que se reconozca nuestra propia identidad» –como vascos, como kurdos, &c.). Parece como si el término «identidad», que requeriría, en cuanto término sincategoremático, la determinación en cada caso de la materia-k a la que afecta («identidad de lengua», «identidad de religión», «identidad de raza», «identidad de cultura»…) al utilizarse de modo hipostasiado, comenzase a aludir, confusivamente, a diversas materias-k, es decir, por tanto, a diversas «identidades», polarizadas, acaso (en contextos pragmáticos), en la misma realidad o ser determinado del sujeto o del grupo de sujetos que la utiliza con una intención inequívocamente «reivindicativa»; como si por el mero hecho de que alguien «esté siendo lo que hace» (operari sequitur esse) pueda reivindicarlo como valioso precisamente mediante la expresión de su «identidad»: «lo que yo quiero simplemente es que se reconozca mi identidad», dice un cantante primerizo, espontáneo, sincero, ineducado, incluso abyecto.
Pero ninguna de estas acepciones pragmáticas del término «identidad» es exactamente equivalente a las que el término adquiere en expresiones como las siguientes: «la elipse, la hipérbola o la parábola constituyen una estructura idéntica en la Geometría Proyectiva», o bien «la estrella de la tarde es idéntica a la estrella de la mañana» (consideradas como descripciones definidas con una misma referencia); o bien, «la masa de inercia es idéntica a la masa de gravitación». Nos parecería ridícula una manifestación de ciudadanos que avanzase por las calles corroborando con sus gritos una consigna inscrita en sus pancartas que dijera: «exigimos la identidad de la masa de inercia y de la masa de gravitación».
La simple constatación de la variedad de acepciones del término «identidad» demuestra que estamos ante un término sincategoremático, es decir, que no tiene significado aislado o exento, que es un término que hay que entenderlo siempre vinculado a otros que, por otra parte, pueden ser incompatibles entre sí, como es el caso de los términos reposo y movimiento. Y esta es, precisamente, la paradoja que propuso Platón en el pasaje de El Sofista que hemos citado (254-D y ss): la identidad, es decir, «lo mismo», tanto cubre al ser inmóvil de Parménides, como al río en perpetuo movimiento de Heráclito. «Nadie se baña dos veces en el mismo río»: luego, la identidad de ese río que fluye (si se quiere, de un modo estacionario), poco tiene que ver con el reposo, porque consiste en su mismo cambio. E. Meyerson, en un momento en el cual, sin duda, se había olvidado de El Sofista de Platón y, por tanto, de la ironía envuelta en su «paradoja de la identidad», después de presentarnos el principio de la inercia como una obvia determinación del principio de identidad, «por el cual se guía nuestro espíritu», ofrece la formulación de este principio propuesta por D’Alembert. Pero esta formulación lo desdobla, por decirlo así, en dos leyes, y tales que se corresponden puntualmente con las dos ideas opuestas que Platón citó en El Sofista, a saber, precisamente el Reposo y el Movimiento. «Primera ley: un cuerpo en reposo persistirá en el reposo, salvo que una causa extraña lo saque de él. Segunda ley: un cuerpo puesto en movimiento por una causa cualquiera, debe persistir siempre en él uniformemente y en línea recta» (E. Meyerson, Identidad y Realidad, trad. de J. Xirau, Madrid 1929, cap. 3, pág. 127). Meyerson, al re-producir la fórmula de D’Alembert, rompe el principio de identidad y ofrece en su lugar dos principios heterogéneos, antes que desdoblar un supuesto principio previo (la unidad entre el reposo y el movimiento, cuando se entiende como una unidad conjugada de conceptos, no puede resolverse en la unidad de una identidad unívoca, porque implica una pluralidad de movimientos paralelos vinculados, no sólo isológicamente, sino también sinalógicamente. Véase, nuestro artículo «Conceptos conjugados», El Basilisco, primera época, n° 1){16}. No nos parece descaminado el intento de interpretar los principales debates en torno al «principio de identidad» (desde Suárez hasta Hegel, o también desde Heidegger hasta Deleuze) desde la «paradoja platónica» de El Sofista, si es que estos debates giran, fundamentalmente, en torno a la cuestión de si el principio de identidad enunciado en toda su generalidad (es decir, aplicado a términos que quieren designar a todas las cosas, como puedan serlo el término ens o el término A: omnis ens est ens, de Antonio de Andrea; «A=A», de Fichte o de Schelling) es, por sí mismo, o tautológico, o vacío (o ambas cosas a la vez), o efectivo. Porque, ¿qué quieren decir quienes sostienen que el «principio» es tautológico o vacío? (como lo dice Suárez, disp. III, III,4: la fórmula de Andrea es identica et nugatoria; o Hegel, Lógica, Lib. II, II,A, nota 2: «el principio A=A no es más que la expresión de una vacua tautología»). Sin duda, que el «principio», así formulado, en una ontología no monista, es un sinsentido como principio. Pero ¿porque de él nada puede derivarse o porque de él puede derivarse todo (en cuyo caso el principio, por superabundante, sería inconsistente y, por tanto, no sería principio)? Ahora bien, la paradoja de Platón sugiere que la idea de identidad es, en su generalidad, precisamente superabundante, y no tanto tautológica, cuanto vacía como principio; por consiguiente, que sólo interpretando el principio en términos de diversidad (la que media, por ejemplo, entre el reposo y el movimiento) cabrá devolverle algún sentido. Y esto podría conseguirse de muchas maneras, por ejemplo, postulando que el «principio de identidad», cuando se aplica al «Ser», se aplica a través de la idea de unidad, porque la unidad dice indivisión, es decir, negación de división, por tanto, referencia al «no-Ser» (con lo que el «principio de identidad» resulta estar presuponiendo al «principio de no contradicción»). Por ello nada resuelven quienes pretenden inclinar la cuestión a favor del primado del «principio de identidad», distinguiendo su «forma positiva» de su «forma negativa», como si estas dos formas no presupusiesen ya la apelación al «no-Ser». O bien, a través de la idea de esencia (Suárez, loc. cit.: omne ens habens essentiam; Hegel, loc. cit.: «la esencia es simple identidad consigo misma»), en cuyo caso, y puesto que la esencia dice no ser relativo a otras esencias, primeras o segundas, la identidad sólo alcanzará dialécticamente su sentido en función de la diferencia o de la distinción con otras esencias (la distinción se entendía tradicionalmente como negación de la identidad, aunque no por ello la identidad pudiera ser reducida a negación de la distinción, si es que se admiten situaciones en las cuales la identidad sustancial, por ejemplo, no implica una negación de su distinción respecto de los accidentes).
La identidad presupone siempre otras referencias contextuales que, por lo demás, pueden determinarse con mayor o menor precisión, a partir del análisis de cada caso. Cuando un grupo de afganos (que reconocemos como tal) grita: «exigimos sea reconocida nuestra propia identidad», entendemos de inmediato que esa identidad tiene que ver con algún atributo del pueblo afgano, aunque no estemos en condiciones de definir en qué consiste tal atributo (y, acaso, ni siquiera los manifestantes sabría definirlo, aunque alguno de sus teólogos sí sería capaz de decirnos: «más vale sentir la identidad que saber definirla»). A pesar de lo cual, podemos barruntar que la identidad reclamada ahí es del mismo tipo lógico que la identidad reclamada por un grupo de manifestantes vascos que gritan: «queremos que se reconozca nuestra identidad». Por lo demás, esta «identidad» entre las identidades dadas dentro de un mismo tipo lógico, no significa que estas mismas se reduzcan a una identidad única, porque la materia (o los parámetros) de esas identidades a quienes atribuimos un mismo tipo lógico son diferentes y, en ocasiones, incompatibles.
Por ello es obvio que hablar de identidad, enunciarla, expresarla, proclamarla o reconocerla, implica multitud de supuestos, implícitos o explícitos, que es preciso analizar y, si es posible, sistematizar (El Basilisco, 25, 3-6).
2. Las modulaciones más pertinentes de la identidad que aquí consideraremos serán, como hemos dicho, las modulaciones de la identidad esencial, de la identidad sustancial, así como de la identidad dada como invariante de un grupo de transformaciones.
La interpretación sustancialista de las identidades autológicas, así como la interpretación esencialista (específica, genérica) de las identidades isológicas, encierra un gran peligro cuando se sobrentiende, de acuerdo con la metafísica sustancialista o esencialista, que la identidad sustancial agota al individuo singular de una especie que, a su vez, tendrá que ser entendida al estilo megárico. Desde las coordenadas del materialismo filosófico, las identidades sustanciales no agotan al individuo, sino que constituyen solamente una determinación de su unidad, por medio de una identidad material k. Por ello, cada individuo, o cada singularidad individual, no es tanto una unidad-sustancia, cuanto una identidad seleccionada dentro de una symploké de identidades constitutivas de su unidad. Por ello, la identidad sustancial de un ente cuya unidad sinalógica se mantiene (autológicamente) en sus transformaciones morfológicas (por ejemplo, en la metamorfosis del gusano en mariposa desaparece la mayor parte de las relaciones de isología entre partes homólogas, pero subsiste la continuidad sinalógica sucesiva de sus partes transformadas las unas en las otras). Por ello, la identidad sustancial no tiene por qué ser siempre pensada al modo aristotélico, como la identidad estática invisible que permanece debajo, invariante en el cambio, sino como la identidad global de la unidad sinalógica del organismo en sus fases sucesivas. El caso opuesto a esta identidad autológica global es el de la identidad autológica de la identidad estructural singular (no específica) del barco de Teseo (Pausanias, II, 31.1) que es invariante en su morfología global, pero ha mudado todas sus partes formales (su singularidad se manifiesta en la imposibilidad de poner frente a frente, como si fueran dos barcos numéricamente distintos, los diferentes conjuntos de piezas empleados).
En cualquier caso, la igualdad autológica, en cuanto igualdad interna, no ha de confundirse con la igualdad isológica. Aquella deriva de identidades autológicas (la que se expresa mediante el término mismo, en cuanto traduce al autós griego); identidades autológicas que no tienen por qué ser sustancias en el sentido aristotélico (si se las llama sustancias es por pura ampliación del término), sino unidades sinalógicas reflexivizadas, a través de una isología, entre los momentos de su desdoblamiento. Como ejemplo, podríamos citar el caso de la identidad autológica entre el cateto de un triángulo rectángulo y la base del cuadrado construido sobre él. Decimos que el segmento de recta que constituye el cateto es el mismo (es decir, idéntico autológico, autós) que el que sirve de base al cuadrado de referencia; de otro modo, que el triángulo rectángulo y el cuadrado de referencia intersectan en un mismo segmento de recta y se identifican autológicamente a través de él (mientras que la identidad entre el lado base del cuadrado y cada uno de los otros lados es, salvo el punto de intersección, sólo identidad isológica, es decir, igualdad). La intersección entre cateto y lado base es una unidad sinalógica, pero desdoblada (reflexivizada) por estar incorporada simultáneamente a dos estructuras diferentes, el triángulo base y el cuadrado. Este desdoblamiento, además, incluye una isología establecida entre el segmento-cateto de la recta al que pertenece y el mismo en cuanto lado del cuadrado: la reflexividad, como desdoblamiento, no es, por tanto, sólo noética (resultante de la repetición de la operación con un término en sí mismo considerado), sino objetiva, porque tiene lugar mediante la inserción de este mismo segmento de figuras objetivas diferentes.
La identidad se modula también de muchas maneras a través de las operaciones. Por de pronto, a través de las operaciones que explícitamente se ordenan a la construcción de términos idénticos como puedan serlo las operaciones idempotentes o, en general, las autoformantes (véase, «Operaciones autoformantes y heteroformantes (I y II)», El Basilisco, primera época, n° 7-8) y las transformaciones idénticas. Pero, sobre todo, a través de las operaciones (incluidas las heteroformantes) que, en su condición misma de operaciones, tienen que ver con la identidad por razón de su naturaleza. En efecto, una operación (a diferencia de la mera acción) es un proceso proléptico-teleológico constatable ya en sujetos animales y, por supuesto, humanos (que añaden a los procesos operatorios una determinada normatividad) orientada a obtener determinados objetivos, a través de la ejecución de actos intermedios (medios), unívocos o plurívocos, equifinales, causalmente concatenados. Una operación, en realidad un sistema de operaciones, implica siempre una estrategia (o simplemente un «truco»). Por esto, carece de sentido la operación al margen de un fin proléptico (el curso automático, sin plan ni programa, de una «operación de cálculo», no puede llamarse propiamente operatorio).
Ahora bien, la idea de fin proléptico, cuando desistimos de analizarlo desde coordenadas metafísicas (las causas finales aristotélicas) o, simplemente, mentalistas (el fin como acto de un espíritu libre capaz de crear objetivos que ulteriormente pondrá en ejecución) e intentamos analizarlo desde coordenadas materialistas, parece poder resolverse en la idea de identidad (ver, «Estado e historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama)», El Basilisco, 2ª época, n° 11). Partimos de la tesis de que una prolepsis, lejos de «emerger creadoramente» de la mente del sujeto operatorio, procede (o «emerge positivamente») de anamnesis correspondientes. De un modo muy grosero cabría decir, para aproximarnos al asunto, que la prolepsis está propuesta como una re-producción (con las modificaciones pertinentes) de la anamnesis. Por ello, la relación entre anamnesis y prolepsis, en la que hacemos consistir el fin (finis operantis) de la operación, es una relación peculiar de identidad y, por tanto, una modulación de la identidad. Otra cosa es que este finis operantis se ajuste en su ejecución a las líneas previstas, y no por motivos extrínsecos, sino en razón de que la misma concatenación de medios y fines conduzca al proceso hacia un término (finis operis) no representado en las prolepsis e incluso contrario a sus objetivos.
En cualquier caso, las concatenaciones objetivas (automáticas) que hay que suponer implicadas en la ejecución de una operación proléptica podrán incorporarse a operaciones más complejas; operaciones que contarán, como medios interpuestos, con automatismos de diferente grado de complejidad, desde el cepo de los cazadores primitivos hasta un ordenador programado para un cálculo o para regular el vuelo de un misil autodirigido.
El carácter automático no operatorio de las secuencias incorporadas a la estrategia de un sistema de operaciones no significa que la operación haya sido segregada o neutralizada, como proceso β-operatorio que supone la intervención del sujeto operatorio (aunque los automatismos puedan seguir funcionando separados del sujeto). La segregación o neutralización de las operaciones en los resultados α-operatorios tienen otro sentido que no implica tanto su superación cuanto su disociación respecto de los sujetos operatorios. La disociación permite en algunos casos transferir, sin antropomorfismos, el orden objetivo teleológico a las mismas secuencias objetivas, siempre que este fin, como finis operis, sea interpretado como un fin lógico y no proléptico; tal es el caso de los límites de las sucesiones o series matemáticas cuando se consideran como fines de resolución a los cuales tienden dichas sucesiones o series. La función A=n/2(n+1) arroja valores distintos según los valores enteros atribuidos a la variable n, valores que se acumulan en un conjunto o agregado desordenado, si los valores de la variable n se dan al azar. Pero si se eligen según el orden creciente, también los resultados quedarán ordenados de forma tal que, automáticamente, se aproximarán cada vez más al valor 1/2, de suerte que, si pasamos al límite para n→∞, podemos establecer la identidad (expresada como ad-igualdad): (n/2n+1 = 1/2, para n→∞). (El Basilisco, 25, 17-18 / 27-28).
3. La identidad cultural y la identidad personal
La expresión «identidad cultural», en su sentido ideológico, se abre camino, con éxito creciente, después de la Segunda Guerra Mundial, y alcanza su mayor floración a partir de los años setenta{17}. Va referida, desde luego, no ya a una «parte longitudinal» (rasgo, nota, carácter, &c.) de la cultura, sino al «todo» de esa cultura, pero no ya de la cultura tomada en la universalidad de su extensión (como «cultura humana») sino en tanto está distribuida en «esferas», o «círculos de cultura» (naciones en sentido canónico, etnias, pueblos, &c.) capaces de encabezar una «línea transversal» de la matriz que venimos tomando como referencia. Más sencillamente: «identidad cultural» no es expresión que suela ir referida a la identidad de un rasgo cultural exento –por ejemplo, la identidad de un tipo de ventana, la identidad de una lengua o la identidad de una ceremonia de investidura– sino que es expresión que tiene como referencia un círculo o esfera de cultura integral. A su través, la ventana, la lengua o la ceremonia de investidura podrán volver a intervenir en la estructura de la identidad generalmente como «señas de identidad», no se sabe bien si como propiedades distintivas o como propiedades constitutivas{18}. En resolución, sobrentendemos que la expresión «identidad cultural» va referida a sustratos tales como «cultura helenística», como «cultura maya» o como «cultura extremeña».
Cualquiera que sea la referencia material concreta de esta expresión, lo cierto es que ella sitúa tanto a quien la dice con convicción, como a quien la lee o escucha, en virtud del mismo carácter abstracto y arcano de los términos que constituyen el sintagma («identidad» y «cultural») en una especie de «cumbre intelectual», porque la elevación ontológica y el prestigio o dignidad de los términos abstractos de que consta parece recaer sobre el sustrato al que se aplica, pidiendo sin duda el principio. De este modo, cuando un político, un antropólogo, un periodista o un clérigo hablan de «identidad cultural maya» o de «identidad cultural vascongada» parecen ponernos delante no ya de unos materiales mayas o de unos materiales «vascongados», delimitados para ser descritos etnográficamente, sino ante unas extrañas raíces o troncos que parecen dotados de una suerte de eterna fecundidad según pautas perennes cuyo valor ontológico parece garantizado precisamente por su ajuste al formato del sintagma de referencia. La aplicación de tal sintagma, «identidad cultural», a un material dado ejerce, por tanto, sobre ese material empírico, un efecto análogo al que, ante el mero paseante, ejerce el botánico o el zoólogo sobre la hierba o sobre el insecto del campo cuando le impone el «nombre eterno» de un taxón linneano: lilium candidum o termes lucifugus. Esa «eternidad» o «perennidad», que apreciamos como un «coeficiente» de esas formas de expresión, no se circunscribe al terreno estético o poético-especulativo, sino que tiene una intencionalidad pragmática muy definida: la de un inequívoco «postulado de conservación» de esas entidades cuya identidad nos es revelada. Ocurre al hablar de la identidad de la cultura maya o de la identidad de la cultura vascongada como si se estuviese pidiendo la preservación de su pureza prístina y virginal, garantizada por el hecho mismo de su identidad. La preservación implica también su recuperación (cuando suponemos que se encuentra en situación de adulteración, de postración o de desmayo) y no propiamente en el Museo, sino en el campo; del mismo modo que, desde la concepción ecologista-conservacionista del mundo, se exige que ese lilium o ese termes sigan viviendo en su propio habitat y no pegados en el herbario o clavados en el insectario. Dejar que se destruyan o que se contaminen tales esencias sería algo equivalente a un sacrilegio, constituiría la aniquilación irreversible de una realidad esencial que, por serlo, se nos presenta como incondicionalmente valiosa en el «concierto de los seres» y digna de ser conservada a toda costa y en toda su pureza.
Pero, en rigor, el motor de ese anhelo por la pureza y la preservación de las «identidades culturales» no es otra cosa sino la voluntad de las élites que proyectan la autonomía política de los pueblos o etnias en cuyo entorno viven. La identidad cultural es sólo un mito, un fetiche. Un mito práctico que presta, sin duda, grandes servicios en orden al reconocimiento tanto de «áreas culturales» inmensas (continentales) como de comunidades pequeñas, dotadas de algún grado de organización social, reabsorbida en otras unidades más amplias. No es lo mismo fundamentar o justificar las «fiestas de moros y cristianos» en motivos estéticos, lúdicos o económico-turísticos, que fundamentarlas en la «identidad cultural de la comunidad valenciana»; ni es lo mismo fundamentar la protección del ansotano en motivos científico-filológicos o folklóricos que en la «identidad cultural de la etnia altoaragonesa». La «identidad cultural» delimita un horizonte sui generis muy característico para sus postulados político-voluntaristas, unas relaciones con terceros, de alcance muy distinto a los que tendría si se le insertase en otros sistemas de postulados. Lo que aquí nos interesa es dibujar las líneas principales por las cuales se organiza ese «horizonte objetivo» de los postulados voluntaristas en tanto éstos están determinados precisamente por la idea confusa de la «identidad cultural». MC 157-160.
III. Educación e identidad cultural y personal
1. Al analizar la Idea de educación, acaso fuera muy conveniente, como también ocurre con otras muchas Ideas, comenzar distinguiendo momentos o aspectos suyos inseparables, desde luego, pero disociables; momentos que designaremos como «momento formal» y «momento material» de la Idea de referencia.
La disociabilidad (no siempre recíproca) de estos dos momentos, que no es arbitraria, sino fundada en la efectividad de cursos de relaciones objetivas propias de cada momento o aspecto (como ocurre con la disociabilidad de los ritmos circadianos, respecto de los ritmos semanales, mensuales, o anuales, a pesar de que los días sean inseparables de las semanas, como éstas lo son de los meses y éstos de los años) puede, sin embargo, conducir una y otra vez a procesos de sustantivación o hipóstasis de estos momentos de la Idea que consideramos inseparables; y esto explicaría la gran probabilidad de los tratamientos formalistas de la educación (derivados principalmente de la metodología psicológica, imprescindible por otra parte), en tanto organiza distributivamente el campo de la educación en torno a los sujetos individuales, como elementos de una clase estadística, en los que resaltarán «magnitudes» tales como edad, motivación, retención, velocidad de reacción, «efecto Zeigarnik» y otros muchos susceptibles de ser correlacionados entre sí. Menos probabilidad tendría la disociabilidad de momentos materiales de la educación o, si se prefiere, de las materias que intervienen en el proceso de la educación (entre ellas, las materias enseñables, pero no únicamente) respecto de las formalidades en las que necesariamente han de quedar envueltas; aunque sin embargo, es fácilmente constatable en todo tiempo y lugar, la tendencia a atenerse exclusivamente a los contenidos concretos que constituyen la materia práctica y empírica de la educación, en tanto entraña una metodología propia, rutinaria o creadora, pero dispuesta para ser utilizada.
Podemos distinguir, según esto, dos grandes enfoques extremos en la consideración y tratamiento de la Idea de educación, que llamaríamos el enfoque formalista, y el enfoque materialista, pero siempre que demos a esta distinción un alcance análogo al que Max Scheler dio a su célebre distinción, en el terreno de la Ética, al oponer el formalismo ético (representado por la concepción kantiana) y el materialismo ético (representado por su propia «ética material de los valores»). En cualquier caso es obvio que el formalismo no ha de confundirse con la constatación de la efectividad del momento formal de la Idea de educación y con la posibilidad y aun necesidad para el análisis de los enfoques formales (por ejemplo, psicológicos); ni el materialismo, en el sentido dicho habrá de confundirse con la efectividad del momento material de la Idea de educación y con la posibilidad y aun necesidad de la consideración de los contenidos materiales con estructuras propias, incluso idiográficas.
2. La consideración de la educación desde sus momentos o aspectos formales tiene mucho que ver con la consideración de los momentos o aspectos genéricos que puedan ser determinados en los diversos procesos específicos, heterogéneos entre sí, de la educación, con los cuales efectivamente nos enfrentamos en la práctica. La perspectiva genérica (que tampoco es unívoca, porque tan genérico es el punto de vista de la Psicología de la educación como el de la Sociología de la educación), en la medida en que sea capaz de neutralizar los contenidos o circunstancias específicas (materiales) a través de las cuales tiene lugar un proceso educativo, instaura, por sí mismo, en el análisis, un enfoque formal del que fácilmente podrá resultar un enfoque formalista. En todo caso, y una vez que ha tenido lugar la disociación entre los momentos formales y los contenidos específicos, no es nada sencillo dar cuenta de los cauces internos de «recomposición» de ambos momentos que puedan encontrarse en cada caso, cuando deseamos lograr que esa recomposición sea algo más que una yuxtaposición empírica.
A la Idea de educación, en su momento formal, referiremos las siguientes características, que consideramos fundamentales:
a) Ante todo, la estructura distributiva (respecto de las «clases» constituidas por los sujetos educables) del proceso de su ejercicio o administración. Esta es una característica muy genérica, sin duda, que la educación comparte con otros procesos e instituciones entre las que señalamos principalmente a la alimentación y a la Medicina. No se alimenta a una población, porque los alimentos han de aplicarse o distribuirse por cada uno de los individuos; no se practica la Medicina ni se administran los medicamentos a una población, sino a cada uno de los individuos enfermos (o sanos, si se trata de Medicina preventiva). El concepto de «medicina social» es, según esto, confuso y habrá que referirlo a la organización y administración de los servicios médicos más que a la Medicina propiamente dicha. Pero la misma administración colectiva de las atenciones sanitarias (a una población afectada por una epidemia, por ejemplo) sigue estando orientada a la distribución individual de estas atenciones (y sin que esta distribución individual deba de ser idiográfica, «individualizada» suele decirse, puesto que precisamente por serlo es nomotética, es decir, universal distributiva, es decir, llevada a efecto en virtud de criterios objetivos en principio repetibles). Tampoco se educa a una población sino a los individuos que la componen; sin perjuicio de que grupos de individuos puedan reunirse en una escuela para recibir distributivamente una educación universal.
El carácter distributivo de la educación, que la asimila a la Medicina o a la alimentación, sirve sin embargo para establecer las diferencias entre la educación y otras instituciones (incluyendo las políticas) cuya administración ya no tiene lugar a escala individual distributiva, sino a escala atributiva (lo que no significa que las unidades individuales desaparezcan). Los edificios de una ciudad, por no decir sus leyes, no están planeados a escala distributiva-individual, únicamente, sino también a escala atributivo-colectiva: la asamblea o la iglesia, por ejemplo, si se trata de edificios públicos; la familia si se trata de casas vivienda que no estén destinadas a monasterios (otra cosa es que, una vez re-partidos los espacios edificados por grupos o por familias, la redistribución se continúe, aunque no de un modo precisamente homogéneo, mediante una distribución a escala individual).
Ahora bien, la característica genérica de la distributividad que es esencialmente constitutiva de la educación es compartida también por el aprendizaje entendido en su sentido etológico. También el aprendizaje es distributivo respecto de los diferentes sujetos animales por él afectados. Y característica común al aprendizaje animal y a la educación humana es también el fundamento de algunas otras notas que aproximan de tal modo aprendizaje y educación, que parecen justificar a veces su identificación. El aprendizaje (incluyendo aquí la domesticación, cuando el aprendizaje del animal está controlado por el hombre) no sería algo distinto esencialmente de la educación, ni la educación sería algo distinto del aprendizaje (la educación no sería otra cosa sino una suerte de domesticación). Como consecuencia de esta distributividad, común al aprendizaje y a la educación, podía considerarse la importancia que ambos procesos tienen para la supervivencia de aquellos patrones de conducta de los individuos, animales u hombres, que no dependan de la herencia genética; y, con ellos, de la supervivencia de los grupos sociales, constituidos por esos individuos (aun cuando las características estructuras de tales grupos no puedan derivarse íntegramente de las pautas de conducta distribuidas entre sus individuos). Tanto si los procesos de aprendizaje o de educación son «dirigidos» (como cuando las aves enseñan a volar a sus crías), como si son «difusos» (como cuando la cría de chimpancé aprende a construir su lecho de hojas observando unas 2.000 veces las maniobras de su madre) se admite (una vez que, después de Weissman, se abandonó la posibilidad de contar con la herencia de los caracteres adquiridos), que estos procesos son imprescindibles para que pueda tener lugar la continuidad efectiva del grupo social o de la especie.
Esta conclusión se cumple, con mucha más intensidad, en la esfera de la educación humana que en la esfera del aprendizaje animal, debido a que la proporción de los contenidos que han de ser transmitidos por aprendizaje (respecto de los que se transmiten por herencia genética) es mucho mayor en el terreno de la educación que en el del aprendizaje.
Y es también esta misma característica la que nos permite advertir cómo se abren los cauces por los cuales puede producirse el deslizamiento hacia las posiciones inequívocas del formalismo más desaforado. Será suficiente, en efecto, circunscribirse a la formalidad de esta necesidad del aprendizaje y, sobre todo, de la educación, para la continuidad y la supervivencia del grupo social, cualquiera que sea, o de la especie, cualquiera que sea, para que esta necesidad cobre la figura de fin por sí mismo, del fin que el grupo o la especie habría de asumir como objetivo fundamental de su supervivencia. He aquí una colección de lemas utilizados frecuentemente como reivindicaciones y definiciones de objetivos de los más diversos partidos políticos o «movimientos humanísticos» que pueden considerarse formulados bajo la influencia inequívoca del formalismo tal y como lo hemos presentado: «todos los problemas humanos pueden resolverse por medio de la educación»; «aprender a aprender: este es el objetivo fundamental del humanismo»; «todo cuanto se destina a los presupuestos generales del Estado o de la UNESCO a la educación, será siempre insuficiente». «La educación ayer, hoy y siempre» es el lema de una prestigiosa asociación de profesores. Citemos por último el conocido Informe Jacques Delors, presidente de la Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI, como paradigma del formalismo que ahora toma el aspecto de la ingenuidad más inocente que nadie podría imaginar (bien es verdad que este formalismo podría hasta cierto punto considerarse como resultado de la composición «cosmopolita» de la citada comisión: una profesora jordana, consejera de la reina Noor; un profesor japonés; el presidente de la televisión independiente de Portugal; una exministra de Zimbabue; un profesor USA; una profesora de química de Eslovenia). Pero las recomendaciones que esta comisión ofrece al siglo XXI son de este tenor:
1) Aprender para el futuro. [Pero no se dice cuál es el futuro; por ejemplo, ¿cuál es el idioma del futuro?: en los años 60 se decía en Estados Unidos que los optimistas, pensando en el futuro, aprendían ruso; y los pesimistas, pensando también en el futuro, aprendían chino].
2) Tender al desarrollo y fructificación integral de las capacidades de todas las personas, y
3) Mundializar las culturas, que todos sean ciudadanos del mundo [suponemos, por nuestra parte, que «sin perder sus propias esencias y culturas»: yanomanos, botocudos, bororos, &c.].
b) Pero también su carácter normativo. Es esta una característica formal a todo proceso de educación, en cuanto proceso de educación humana, característica en la que podemos poner la diferencia con el aprendizaje etológico, que en cualquier caso, hay que considerar siempre y en todo momento incorporado a los procesos educativos: todo proceso de educación implica un proceso de aprendizaje, aunque no recíprocamente. Todo quien se educa aprende, aunque no todo el que aprende se educa. La razón la ponemos en la diferencia que media entre las rutinas y las normas y en la concepción de la norma, no como modelos «llovidos del cielo» o «emanados de la conciencia pura», sino como rutinas victoriosas en el proceso de confrontación en el gran grupo social de las rutinas propias de los pequeños grupos, bandas, hordas, componentes.
Todo proceso educativo implica, según esto, la «elección» entre rutinas y luego entre normas; por ello la educación implica siempre una disciplina y esfuerzo y aún un «castigo» (castus facere; el castigo significa también, en español, el obligar a encajar en alguna norma algo, frente a otras alternativas posibles): «no hay caminos reales para aprender Geometría». Y en la medida en que una norma implica ya por sí misma la disposición a una orientación práctica operatoria entre otras, podría concederse que la asimilación de una norma por un sujeto no es jamás un proceso neutro, sino que está afectado siempre de un «coeficiente axiológico», de un valor preferido.
Desde este punto de vista, cabe también concluir que las llamadas, tan frecuentes en estos días, a la «educación en valores» es meramente redundante y formal, porque toda educación, por el hecho de serlo, ya es una educación en valores, y no puede ser jamás una educación neutra (quien aprende las reglas de la ortografía, se educa también en los valores lingüísticos, estéticos, sociales o de clase entrañados por la propia ortografía). Desde este punto de vista, el movimiento «educación en valores» tiene mucho de ideológico por su carácter formal. Porque lo que en realidad ese movimiento estaría propugnando no serían los valores, en general, sino determinadas tablas de valores frente a otras: por ejemplo, los valores de la tolerancia y del diálogo ante cualquier opinión ajena (de carácter político o religioso); los valores del pacifismo frente a los valores de una educación militar tradicional; los valores que se cotizan en la bolsa, frente a quienes predican contra el capitalismo, desde determinadas perspectivas de valores religiosos o políticos. Y con todo esto no pretendo decir que un proyecto de «educación en valores» sea siempre superfluo, ni tampoco que pueda existir un proyecto que esté exento de esa formalidad, por cuanto la educación en valores estaría ya embebida en la educación en contenidos o bienes cualesquiera. Pretendo decir que la «educación en valores» debe definir la tabla de valores que se toma como bandera, debe definir aquellas tablas de valores a las que se enfrenta, incluir a las que no tolera, y, sobre todo, debe aplicarla a la reorganización y sistematización de los propios materiales y contenidos capaces de encarnar la tabla de referencia.
3. La consideración de la educación desde sus momentos o aspectos materiales nos pone inmediatamente en presencia de los contenidos específicos (o materia) de los procesos educativos. Estos contenidos son, por su propia naturaleza, diversos, heterogéneos y muchas veces incompatibles entre sí o, en todo caso, no acumulables (y esto dicho frente a los ideales de una educación politécnica o enciclopédica). Sin embargo, la clasificación más profunda, a nuestro entender, de la totalidad de estos contenidos materiales de la educación, dada la característica formal-distributiva que hemos reconocido como esencial en la educación, será la que toma en cuenta precisamente las circunstancias requeridas para que pueda tener lugar el proceso educacional-distributivo.
Estas circunstancias, o bien se refieren a los contenidos normados distribuibles, o bien se refieren a los propios individuos (sujetos corpóreos) susceptibles de «asimilar» aquellos contenidos. Ahora bien: como los contenidos normados distribuibles son, íntegramente, contenidos culturales (por tanto, contenidos que forman parte del «todo complejo», aunque no lo «agoten», puesto que muchas de las partes de ese todo complejo no son distribuibles), y como los individuos susceptibles de asimilar aquellos contenidos son, por institución jurídica de nuestro presente, personas (sujetos de derecho), podremos clasificar la materia de la educación (o, si se prefiere, la educación desde la perspectiva material) en dos grandes rúbricas.
a) La «educación cultural», o educación del individuo en el seno de determinados contenidos culturales que, a su vez, pueden ser clasificados, o bien como categorías culturales (agri-cultura, lengua, política, matemáticas, transportes…) o bien como esferas culturales (cultura clásica, cultura azteca, cultura hispánica; más aún: «cultura catalana», «cultura gallega»…).
b) La «educación personal», o educación del individuo en el proceso de su constitución como persona.
(No entramos en la cuestión de la posible correspondencia entre estas dos rúbricas y la oposición habitual entre «instrucción» y «educación».)
4. Hay que tener presente que las relaciones entre los aspectos formales y los materiales de la educación, así como las relaciones entre los aspectos culturales y los personales, no son relaciones meramente «analíticas» (como pudieran serlo si se tratase de meras aplicaciones de las unas en las otras), sino «dialécticas», es decir, que implican conflictos e incompatibilidades.
El paso de la educación, en su sentido formal a la educación en su sentido material no se reduce, en efecto, a una mera aplicación o determinación de un sentido genérico al específico; implica, sobre todo, el enfrentamiento de unos contenidos específicos respecto de otros o, en todo caso, la necesidad de optar o de tomar partido (omnis determinatio est negatio). Las diversas respuestas que podrían darse a la pregunta práctica: «Educación ¿para qué?», no se dirimen en el terreno de la Idea formal de educación, sino en el terreno de la Idea material. No es lo mismo responder: «Educación orientada prioritariamente a conseguir una formación técnica de los ciudadanos», o bien «Educación orientada prioritariamente a conseguir una formación humanística»; ni es lo mismo responder: «Educación orientada prioritariamente a la impregnación lingüística de los ciudadanos españoles en inglés», que «educación orientada a conseguir prioritariamente la impregnación lingüística de los ciudadanos catalanes en catalán o de los ciudadanos paraguayos en guaraní».
La cuestión central, en todo caso, no es la de si cabe hablar de una educación en sentido formal puro, o de si esto no es posible, para quien supone, como es nuestro caso, que toda educación es material y que únicamente en el proceso de la educación material pueden aparecer los momentos formales propios del proceso educativo, que podrán llegar a disociarse, según sus propiedades y ritmos característicos, de los contenidos específicos.
La «cuestión fundamental», dentro de la educación formal, se desdobla principalmente en estas dos cuestiones: Primera, la cuestión de si cabe establecer una educación universal (en contenidos) para todos los hombres, o si sólo es posible una educación particular determinada a alguna materia cultural (a alguna categoría o a alguna esfera cultural). Y, establecida esta distinción entre una Idea de educación material y universal y de una educación particular, la segunda cuestión fundamental la plantearíamos de este modo: ¿Cabe pensar en una educación de la «persona» que no tenga precisamente la estructura de una educación universal? O, lo que es lo mismo: ¿Habrá que considerar al mismo tiempo a toda educación particular, como una educación técnica determinada, «profesional» (cultural, por tanto) más bien que como una educación de la persona?
Conviene advertir que esta segunda cuestión fundamental, como la llamamos, la encontramos ya claramente planteada en el Protágoras de Platón, mediante la oposición entre Protágoras (que formula su visión como orientada a la empresa de «enseñar a ser hombres») y Sócrates (que duda de la posibilidad de semejante empresa: «¿Acaso los atenienses que intervienen en la Asamblea no son ya hombres, antes de que tú vengas a enseñarles a serlo?»). Sócrates opone a Protágoras, en efecto, la realidad de la educación determinada, cultural o profesional, frente al carácter vago de una educación universal («Si quieres aprender escultura, vete a Fidias; si flauta, a Ortágoras de Tebas; si Medicina, a Hipócrates; pero ningún maestro podrá enseñarte a ser hombre»).
Sin embargo, la cuestión planteada por Platón se mantiene en el contexto de una cultura única, o considerada como tal, a saber, la cultura griega clásica; la cuestión no se plantea en el contexto de la multiplicidad de culturas (incluyendo en esta multiplicidad a las «culturas bárbaras»). Dicho de otro modo: ocurre como si Platón plantease la cuestión fundamental en el supuesto de quienes habían nacido ya en el seno de la cultura helénica, que por ello mismo les hacía hombres y, por tanto, no necesitaban aprender a serlo; más aún, sólo siendo ya hombres, cabría la educación en materias determinadas. No podemos olvidar que las dos primeras cosas que Platón agradece a los dioses fueron éstas: haber nacido hombre y no animal, y haber nacido griego y no bárbaro.
5. Y es ahora cuando podemos comenzar a enfrentarnos con los problemas que se encierran en el enunciado titular, a saber, los problemas de la relación entre la identidad y la educación.
En efecto: identidad, si nos atenemos a la exposición que antes hemos resumido, puede significar en este contexto, o bien identidad esencial (la que resulta principalmente como invariante de los grupos de transformaciones) o bien identidad sustancial.
Ahora bien, cuando confrontamos la Idea de educación con la Idea de identidad, por la mediación precisamente de las Ideas de cultura y de personalidad, y, por tanto, cuando analizamos los procesos de educación desde la Idea de identidad, acaso los resultados más importantes puedan ser los siguientes:
1) Que la identidad, en el sentido de la identidad esencial, tiene su cauce de aplicación propio en el terreno de las identidades culturales; y estas identidades culturales se abren camino, si no exclusivamente, si principalísimamente, a través de las invariantes que, como contenidos isológicos de la identidad cultural, resulten de los procesos de educación, siempre que estos procesos puedan ser interpretados en términos de la teoría de los grupos de transformación, mediante los cuales determinados rasgos, partes o contenidos culturales, en su más amplio sentido, se re-producen en los individuos gracias precisamente a las operaciones que sobre ellos llevan a cabo otros individuos en función de «educadores», ya sea por vía reglada, ya sea por vía difusa. No se trata con esto de defender la tesis según la cual la identidad de la cultura (de una cultura), en su integridad, sólo encontrase la posibilidad de su constitución a través de la educación; y no porque apelemos a oscuros mecanismos de «herencia genética de caracteres adquiridos». Bastaría reconocer que la influencia peristática de la cultura extrasomática (ciudades, máquinas, libros, instituciones y otras estructuras «logomorfas») sobre los individuos puede moldearlos en su condición de partes integrantes de esa cultura por vías diferentes a las que corresponden a una educación en sentido estricto. Sin embargo, a la educación, en cuanto implica esa «acción distributiva» de la que hemos hablado, de unas personas sobre otras, seguirá correspondiendo una cuota importantísima en el proceso de la constitución de la identidad de una cultura o, para decirlo en términos usuales, en el proceso de la reproducción cultural y social.
2) En cuando a la identidad, en el sentido de la identidad sustancial, tendremos que circunscribirnos principalmente al terreno de la construcción de la personalidad de cada individuo. La idea misma de la «personalidad» de alguien se resuelve prácticamente en la idea de una identidad sustancial, en virtud de la cual cada «persona» resulta ser a la escala de su morfología, irreductible a cualquier otra, «responsable de sus actos», libre, &c. (Decimos «a la escala de su morfología» teniendo en cuenta que esta identidad sustancial individual –sin perjuicio de que a veces respecto de sus componentes pueda reducirse a la condición de un «barco de Teseo»– no es exclusiva de las personas, en la medida en que puede atribuirse también a las células, de acuerdo con la «teoría de los genes selectores», defendida por Antonio García Bellido, que llega a enfrentar su concepción con la visión anterior «que sostenía que las células no tienen personalidad»).
6. La dialéctica de la educación humana como sistema de operaciones mediante las cuales se constituyen las identidades culturales podría ser derivada del hecho de la pluralidad de las categorías culturales y de las esferas culturales, en la medida en que muchas de éstas (categorías, esferas) sean mutuamente incompatibles en cuanto a su distribución en los individuos.
La educación en una categoría cultural determinada implica la ineducación estricta en otras muchas categorías culturales. La educación, en cuanto a la identidad estricta, ha de conducirse por especialidades (por ejemplo, profesiones) y la educación consiste aquí, sobre todo, en reproducir idénticamente en los aprendices las normas propias establecidas en cada categoría, profesión o especialidad. El ideal de educación politécnica o enciclopédica es utópico y nadie en nuestro presente puede ser simultáneamente soldador, médico, arquitecto, sacerdote y futbolista.
Pero el ideal enciclopédico nunca se abandona del todo, por contradictorio que él sea. Se intenta más bien «atenuar» la contradicción rebajando el nivel de las especialidades a la escala de una «educación general básica»; solo que esta educación no pueda llamarse básica, en su sentido riguroso (el cimiento sobre el que descansa toda superestructura ulterior), porque con esta denominación no hacemos sino encubrir la situación real, apelando a unas bases imaginarias de cada especialidad y de su conjunto, como si ellas constituyeran un estrato previo a toda edificación ulterior que se hubiera hecho apoyándose en ella. Lo que era básico en la enseñanza de la Química hacia 1850, dejó de serlo en 1950. Lo que se ofrece como contenidos básicos no son otra cosa, en realidad, sino contenidos seleccionados y simplificados de resultados, en los que necesariamente habrá debido suprimirse toda peculiaridad técnica. Y estas peculiaridades son las que constituyen las fuentes de esos saberes. Al ponerlas entre paréntesis, corremos el peligro de transformar los llamados «contenidos básicos» en fragmentos de un relato mítico («érase una vez el protón, el neutrón y el electrón»; «érase una vez el big-bang»). El funcionalismo de una «educación general básica», común para todos los ciudadanos, acaso pudiera cifrarse en lo que ella tiene de ofrecimiento de unos contenidos comunes que permitan establecer un espacio de referencias compartidas, capaces de aportar esquemas de identificación mutua y «localización» necesarias, antes para la socialización de los individuos y de los grupos, que para ofrecer las supuestas «bases» en las que toda edificación ulterior pudiera asentarse.
En cualquier caso, la dialéctica de la educación humana, en el contexto de las diversas identidades culturales, puede formularse a partir del hecho de la multiplicidad, y aun de la incompatibilidad frecuente, entre contenidos de diversas categorías culturales y, sobre todo, de las diversas esferas culturales. Esta es la razón de la paradoja de que la educación intensa en «identidades culturales» pueda incrementar las divisiones e incompatibilidades entre los hombres tanto o más que facilitar su sociabilidad. Las dificultades para «integrar» en la sociedad occidental a las etnias que en su espacio se conservan (pongamos por caso etnias mixtecas, guaraníes, mayas, &c.) se aumentarán en la misma proporción en la que se incrementen los millones de dólares que la UNESCO u otras instituciones destina a educar a los niños pertenecientes a estas etnias en sus culturas propias.
Pero no hace falta recurrir a referencias tan lejanas. En la España de las Comunidades autónomas, las barreras entre las comunidades administrativas y las comunidades históricas que apelan a sus propias identidades culturales de hecho, como objetivo prioritario de sus planes y programas educativos, serán tanto o más profundas cuanto mayores inversiones se destinen al incremento de las ikastolas o simplemente al incremento de la impregnación lingüística en los respectivos idiomas vernáculos.
Podríamos expresar con absoluta generalidad la raíz de esta dialéctica aprovechando un resultado, muy conocido en la teoría de los conjuntos, que establece el carácter disyunto de los subconjuntos resultantes del cociente del conjunto global por una relación de equivalencia que fuese universal, pero no conexa, en ese conjunto. La congruencia, por ejemplo, es una relación de equivalencia dada entre conjuntos de números enteros; relación que es universal a esos conjuntos (todo elemento de ese conjunto está vinculado con otro por esa relación, pero sin ser conexa porque la relación no vincula a dos elementos cualesquiera del conjunto); de donde resultan subconjuntos disyuntos precisamente a partir de esa relación de congruencia módulo k. En nuestro caso, podríamos tomar a la población humana (a los seis mil millones de hombres del presente) como un conjunto sobre el cual fuera posible establecer alguna relación universal (como pudieran serlo las relaciones lingüísticas) cuyos módulos o parámetros k estarían ahora representados por los diferentes idiomas naturales. La relación lingüística es universal (por cuanto afecta a todos los hombres, respecto de otros), pero no es conexa (dos individuos humanos cualesquiera no están vinculados por una relación lingüística k). De aquí se deduce que el «cociente» de la «Humanidad» por la «relación universal lingüística» («todos los hombres hablan») determina un conjunto de subconjuntos disyuntos (con las excepciones correspondientes a las personas bilingües, trilingües, &c.) el incremento de cuyos patrones de identidad acrecentará la disyunción entre los subconjuntos. Y como quiera que en estos casos no se trata meramente de disyunciones lógico-abstractas o matemáticas, sino sociales, podemos concluir que, en muchos casos, las disyunciones se convierten en incompatibilidades respecto de cualquier proyecto de «socialización humanística universal».
La única salida posible, respetuosa con todos los módulos de identidad existentes, sería la educación de todos los ciudadanos en el poliglotismo total. Pero esta salida es imposible. Un individuo promedio no llega de hecho a dominar más de dos o tres lenguas (incluyendo la suya natural propia). ¿Qué significa esto? Que la universalidad lingüística sólo puede alcanzarse de hecho tomando partido por una lengua que pueda ser proclamada como lengua universal de relación; y esto significa que este partido sólo podrá llegar a ser victorioso tras la aniquilación práctica de otras identidades lingüísticas que también podrían pretender asumir la función de lengua universal de relación. Pero lo mismo que decimos de la educación en las identidades lingüísticas hay que decirlo de las identidades religiosas, o morales, o políticas, o estéticas. El ideal de la coexistencia pacífica, como un clima de tolerancia efectiva total de todas las esferas y categorías culturales es una simple utopía que encubre, unas veces el proyecto de propagación constante de determinados elementos entre los diversos contenidos culturales en su «lucha por la vida», o simplemente las definiciones de líneas de disyunción cada vez más profunda entre grupos humanos que coexisten pero sin mezclarse realmente.
7. Por lo que se refiere a la doctrina de la educación orientada a la identidad personal, nos limitaremos a señalar la contradicción que media, en general, entre un proyecto de educación que implica la reproducción de patrones de identidad y el proyecto de educación de una personalidad que, por definición, no puede concebirse como «reproducción» de cualquier otro esquema de identidad previamente dado, puesto que se trata de la construcción de un esquema nuevo e irrepetible.
No cabe aquí, por tanto, considerar como viable cualquier proyecto de educación de la personalidad. O si se quiere, de cualquier proyecto de educación del hombre en cuanto a su personalidad se refiere; tan sólo parece posible la educación del hombre en cuanto ciudadano, en cuanto individuo que pertenece, desde luego, a una ciudad-Estado, a un Estado, sociedad o cultura determinada (desde cuya perspectiva los objetivos de la educación serán enteramente distintos).
La oposición entre Sócrates y Protágoras, a la que nos hemos referido antes, se mueve, con toda seguridad, en este terreno. Sócrates sostiene la imposibilidad de educar al hombre, y ofrece como justificación de su propia «actividad educadora» la tesis de la mayéutica, según la cual él no puede pretender educar a nadie sino ayudarle, a lo sumo, a que desarrolle por sí mismo su propia «identidad». Protágoras sostiene, en cambio, la posibilidad de enseñar a «ser hombre»; pero si puede defender este proyecto es acaso porque ha identificado previamente al hombre con el ciudadano. Por eso la posición de Protágoras parece plausible cuando nos situamos en la perspectiva del más estricto relativismo cultural y, además, cuando se da por establecida la posibilidad de coexistencia pacífica de las diferentes identidades culturales. Pero deja de ser plausible cuando los conflictos entre estas identidades se mantengan vivos, y cuando se pretenda establecer un «modo de educación del hombre» que, asentándose por ejemplo en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, quiera mantenerse más allá de la división de los hombres en ciudadanos pertenecientes a Estados, sociedades o culturas diferentes. Este modelo de educación del hombre en cuanto persona universal tiene todas las características propias de ser un modelo utópico y, desde luego, no parece que fuera Sócrates quien pudo proponerse un objetivo semejante.
Final
Subrayaré en estas palabras finales el que considero resultado principal del análisis que hemos podido llevar a cabo al proyectar sobre el proceso de la educación las luces procedentes de la Idea de identidad.
Este resultado no es otro sino la constatación de la naturaleza dialéctica, no armónica, polémica, no pacífica o irenista, problemática, y no resolutiva, de la educación en la medida en que ella se guía, como no podría hacer de otro modo, por los patrones de la identidad.
Dicho de otro modo: la educación se nos manifiesta, después de este análisis como una de las estrategias principales mediante las cuales los conflictos entre las sociedades (digamos, de los hombres en cuanto ciudadanos), y los conflictos entre los individuos humanos, en cuanto personas, se incrementan, se sistematizan y, al ir definiendo sus límites, toman «conciencia de sí mismos», es decir, de las potencialidades que puedan corresponder a cada cual.
De esta conclusión podría desprenderse, entre otros, un corolario de naturaleza crítica, que establece la inanidad de los proyectos de la llamada «educación humanística» como proyecto orientado precisamente a la «educación de los hombres en cuanto personas y sujetos de los derechos humanos». Sujetos que, como dice el artículo primero de la Declaración de 1948, habrán de considerarse al margen de sus determinaciones de raza, sexo, idioma, religión y otras formas de discriminación. Pues una tal educación necesariamente tiene que llevarse a efecto desde las coordenadas de alguna cultura o sociedad ya establecida, de una sociedad dotada de una cultura y de un idioma consolidado en su propia identidad; no es posible educar humanísticamente a nadie al margen de sus determinaciones de raza, cultura, sexo, idioma, &c. Con lo que volveremos a entrar en el sistema dialéctico de las identidades que se encuentran en conflicto real con otras y que luchan por su «supervivencia», por su modo de vida (que es a la vez cultural, económico y social).
La idea de unas humanidades capaces de ser cultivadas y constituidas en contenidos adecuados para una educación capaz de alcanzar una identidad universal, sólo puede tener el sentido que encontramos ya claramente dibujado en Cicerón cuando, en su oración en defensa del poeta Archias, afirma que todas las artes, que pertenecen a la Humanidad, tienen una suerte de vínculo común y que entre ellas media una especie de parentesco de sangre (Etenim omnes artes, quæ ad humanitatem pertinent, habent quoddam commune vinculum et quasi cognatione quadam inter se continentur).
Pero ¿cuál es la materia de estas artes que «pertenecen a la Humanidad»? ¿cuál es el contenido de estas humanidades? Fundamentalmente es la posesión del latín y del griego, con todo lo que esta posesión implica y comporta. Las artes liberales que pertenecen a la Humanidad, son artes, sin duda, que permiten establecer las diferencias entre los hombres y los animales; pero también entre los hombres libres y los esclavos y, sobre todo, entre los hombres libres (los ciudadanos romanos) y los bárbaros. Las artes que «pertenecen a la Humanidad», según los creadores de educación humanística, las artes a través de las cuales los individuos pudieran encontrar su propia «identidad de hombres», no proceden según esto «del fondo esencial y desnudo del hombre» contemplado por la Declaración de Derechos Humanos, de un hombre no determinado por circunstancias de raza, sexo, idioma, religión o cultura. Proceden del fondo de una sociedad histórica, con una cultura ya determinada, que habla latín y que se considera en condiciones de proponerse, o de imponerse, como canon de humanidad, a todos los demás hombres, considerados como pueblos bárbaros.
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{1} Enrique de Villena (1384-1434), en la Carta dedicatoria de su traducción de La Eneida (1428).
{2} Alois Dempf, Filosofía de la cultura, Revista de Occidente, Madrid 1933, pág. 19.
{3} Véase Manuel C. Díaz y Díaz, «Latinitas, sobre la evolución de su concepto», en Emérita, vol. XIX, págs. 35-50, Madrid 1951.
{4} Ver Santiago Ramírez, De Donis Spiritus Sancti, en Opera Omnia (tomo VII), CSIC, Madrid 1974, pág. 21.
{5} Puede verse el importante libro de Gonzalo Puente Ojea, El fenómeno estoico en la sociedad antigua, Siglo XXI, Madrid, 1995 (4ª ed.).
{6} Véase nuestro ensayo «Lectura filosófica de ‘La Ciudad de Dios’ (variaciones sobre un tema, 35 años después)», en Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, págs. 285-345.
{7} Introducción al Símbolo de la Fe, III Parte, 11.
{8} J. Gaume, El catecismo de perseverancia, tomo VII, Librería Religiosa, Barcelona 1857, págs. 21-ss.
{9} Leibniz, Monadología: «87. Del mismo modo que antes hemos establecido una Armonía perfecta entre dos Reinos Naturales, el de las causas Eficientes y el de las Finales, debemos señalar aquí también otra armonía entre el reino Físico de la Naturaleza y el reino Moral de la Gracia, esto es, entre Dios considerado como Arquitecto de la Máquina del universo y Dios considerado como Monarca de la ciudad divina de los Espíritus»; traducción española de Julián Velarde, en la edición trilingüe, con una introducción de Gustavo Bueno, de Pentalfa, Oviedo 1981, pág. 153.
{10} Irenäus Eibl-Eibesfeldt, El hombre preprogramado (1973), Alianza, Madrid 1977.
{11} Edward B. Tylor, Primitive culture, Chicago 1871. Edición española, Cultura primitiva, Ayuso, Madrid 1977.
{12} Véase nuestro artículo «Ganzes/Teil» en la Europäische Enzyklopädie zu Philosophie und Wissenschaften, Felix Meiner, Hamburgo 1990, tomo 2, págs. 219-231. También Teoría del cierre categorial, Parte I, 2, 2, Artículo V: «El marco holótico mínimo para un tratamiento gnoseológico de la doctrina de las categorías» (volumen 2, págs. 498-559).
{13} Reviste, desde este punto de vista, un extraordinario interés el libro de Aurora González Echevarría, Etnografía y comparación. La investigación intercultural en Antropología, Universidad Autónoma de Barcelona 1990.
{14} Hemos tratado estos asuntos más ampliamente en Gustavo Bueno, Etnología y utopía. Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Etnología? (1971), 2ª edición (aumentada con un «Epílogo»), Júcar, Madrid 1987, 234 págs.
{15} Véase la entrevista de Alberto Cardín: «Lévi-Strauss: el maestro en su custodia», en Antropologies, n° 2 (noviembre 1989); incluida en Lo próximo y lo ajeno. Tientos etnológicos II, Icaria Antrazit, Barcelona 1990, págs. 127-140.
{16} Para la distinción isológico/sinalógico, conceptos conjugados y, en general, para la consulta de cualquier concepto, idea o acepción propia del materialismo filosófico, remitimos a: Pelayo García Sierra, Diccionario Filosófico. Manual de materialismo filosófico. Una introducción analítica (de próxima publicación).
{17} He aquí una muestra casi al azar: Esperanza Molina, Identidad y cultura, Madrid 1975. José Acosta Sánchez, Andalucía: reconstrucción de una identidad, Barcelona 1978. José Jáuregui Oroquieta, Mecanismos de identidad del navarro, Madrid 1980. Mario Sambarino, Identidad, tradición, autenticidad: tres problemas de América Latina, Caracas 1980. César Enrique Díaz López, Cultura, territorio e identidad en Galicia, Madrid 1982. Belisario Betancur, La identidad cultural de Colombia, Bogotá 1982. H. Aguessy, La afirmación de la identidad cultural y la formación de la conciencia nacional en el África contemporánea, Barcelona 1983. Andrés Barrera González, La dialéctica de la identidad en Cataluña: un estudio de antropología social, Madrid 1985. José C. Lisón Arcal, Cultura e identidad en la provincia de Huesca (una perspectiva desde la antropología social), Zaragoza 1986. Eduardo A. Azcuy, Identidad cultural, ciencia y tecnología, Buenos Aires 1987. Manuel Ángel Vázquez Medel, La identidad cultural de Andalucía, Sevilla 1987. María Teresa Martínez Blanco, Identidad cultural de Hispanoamérica, Madrid 1988. Jorge J. E. Gracia & Iván Jaksic, Filosofía e identidad cultural en América latina, Caracas 1988. Rosario Otegui Pascual, Estrategias e identidad: un estudio antropológico sobre la provincia de Teruel, Teruel 1990. Leopoldo Zea, Descubrimiento e identidad latinoamericana, Méjico 1990. Alba Josefina Zaiter Mejía, La identidad social y nacional en la República Dominicana, Madrid 1992.
{18} Remitimos al lector a nuestro prólogo a la Guía de la Cultura Asturiana de Francisco G. Orejas (Cañada editor, Gijón 1982, págs. 7-20), «Hacia un concepto de cultura asturiana» (recogido en el libro Sobre Asturias, Pentalfa, Oviedo 1991, págs. 21-37). Se tocan también estos problemas con relación a la sidra asturiana en nuestro ensayo «Filosofía de la sidra asturiana», en El libro de la sidra, Pentalfa, Oviedo 1991, págs. 33-61.
[ Conferencia inaugural del XII Simposio internacional de didáctica de las ciencias sociales, Oviedo, martes 3 de abril de 2001. En Identidades y territorios: un reto para la didáctica de las Ciencias Sociales, Oviedo 2001, págs. 5-55. ]