logo Fundación Gustavo BuenoFundación Gustavo Bueno

Gustavo Bueno

La filosofía crítica de Gracián

[ Ensayo ofrecido como lección de clausura del congreso En el 400 aniversario de Baltasar Gracián, Oviedo, 24 de noviembre de 2001 ]


 
I. Sobre la «filosofía crítica» en general

1. Initium doctrinae sit consideratio nominis. En nuestro caso, se trata de la consideración del nombre «crítica». Nombre que, en el contexto del enunciado titular de este ensayo, funciona como un nombre adjetivo («filosofía crítica»), comparable a un genitivo objetivo («crítica de la política») o incluso a un sustantivo adjetivado («crítica política»). Sin embargo, el término «crítica» puede asumir en otros contextos la función de un nombre sustantivo: «la crítica». Examinemos sucesivamente el nombre «crítica» tanto en su sentido sustantivado como en los sentidos que mantiene en cuanto adjetivo o afines.

2. Como sustantivo, la «crítica», alude a una doctrina, institución o incluso a una sustancia corpórea que pueda ser considerada como capaz para actuar en calidad de canon o piedra de toque para contrastar («discriminar»), ordenar o recuperar, en un material dado, la presencia de unas partes que interesa destacar de otras que se rechazan, o, simplemente, se ponen de lado o se colocan en un puesto de la jerarquía y no en otro.

Podemos distinguir, sobre todo cuando nos referimos a la crítica sustantiva (aunque sin olvidar las acepciones adjetivas) dos géneros de material sometido a crítica que llamaremos: material P (material lingüístico, constituido por palabras que expresan opiniones, teorías, doctrinas expresadas en un lenguaje) y material Q (constituido por objetos reales, sean acciones, instituciones, &c.). De este modo, o bien hablamos de crítica a una opinión o a un proyecto parlamentario de ley (P) o bien hablamos de crítica a una obra arquitectónica, o escultórica (Q).

Asimismo, los instrumentos críticos desde los cuales llevamos a cabo la crítica, o bien son «instrumentos» consistentes en última instancia en lenguaje –hablaremos de críticas de tipo p– o bien son instrumentos reales, corpóreos –hablaremos de instrumentos críticos del tipo q (a los que Marx se refería al hablar de la «crítica de las armas», es decir, q, contraponiéndola en uno de sus quiasmos célebres, a las «armas de la crítica», es decir, de la crítica en sentido p).

Estas dos distinciones se cruzan y ello nos permite establecer cuatro situaciones a las cuales suele aplicarse aunque con distinto alcance el concepto de crítica:

(1) p(P), es decir, por ejemplo, «crítica de teorías mediante otras teorías», o de opiniones mediante opiniones opuestas. Hablaremos de crítica dialógica, en sentido estricto.

(2) p(Q), es decir, la crítica mediante palabras a «cosas reales», como puedan serlo las instituciones o acciones humanas. Podríamos hablar aquí de crítica logoterápica. Tal es el caso de la reprensión que un maestro o un psicoterapeuta dirige verbalmente a un alumno para disuadirle de una conducta determinada.

(3) q(P), la crítica mediante instrumentos reales a opiniones, doctrinas o teorías. Es la crítica del fuego inquisitorial, mediante la hoguera, la crítica de las armas, pero también, para utilizar una expresión del propio Marx, la «crítica de los ratones» a la Ideología alemana. Se trata de una crítica translógica.

(4) q(Q), la crítica de una acción, institución o realidad, Q, mediante otra acción o realidad, como pueda serlo la crítica a una sociedad mediante una acción bélica. Es la crítica ontológica, la «crítica demoledora» de una obra de arte, a través de la piqueta, pero sobre todo la idea médico hipocrática de crisis (extendida después a la política y a la economía –las crisis de superproducción, por ejemplo–) en la medida en que la crisis se entiende como una fase de un proceso mediante el cual un sistema o un organismo, lejos de mantenerse como inmutable, estacionario y al margen de toda crítica, se desequilibra y, o bien se destruye o bien (en la lisis) se recupera de algún modo.

Podría sostenerse, en los tiempos de «diálogo habermasiano» que corremos, que el concepto de crítica en su sentido genuino y propio habría de circunscribirse a la crítica dialógica, es decir, a los términos acotados por la fórmula p(P); las demás situaciones sólo por analogía de atribución, podrían considerarse críticas: así, p(Q) indicaría la crítica doctrinal frente a las conductas que defiende Q. Pero no queremos entrar en esta cuestión y nos atenemos a las acepciones de hecho «vigentes». Tan solo diremos que no nos parece pueda reducirse la crítica racional a los términos de una crítica dialógica, como si la crítica ontológica no pudiese también ser racional.

Hablamos de «la crítica» dentro de la fórmula p(P) para referirnos a la «institución» constituida por los comentaristas de obras de arte (música, cinematografía, televisión) que «enjuician» regularmente las producciones que los autores han ofrecido al público; en este contexto, «la crítica» es concebida de hecho como una entidad a la que se le atribuye la capacidad de juzgar, discernir valores, subrayar defectos. Pero también, el jaspe granuloso desempeña, en mano de los plateros, el papel de una crítica sustantivada, de una sustancia crítica, de tipo q(Q), cuando es utilizado como «piedra de toque» para contrastar (discriminar) los efectos que el ácido nítrico produce en las rayas que en ella han producido las muestras de oro o plata comparándolas con la raya producida por la barrita de prueba o canon. Y no puede decirse que Gracián no haya tenido en cuenta esta modalidad de la crítica, si recordamos que Gracián consideró el valor crítico de la «piedra lidia», si bien tuvo por conveniente sustituir esta piedra de toque de oro por el oro mismo cuando de juzgar a los hombres se trata: «Así es, pero la piedra de toque de los mismos hombres es el oro: a los que se les pega a las manos no son hombres verdaderos, sino falsos» I, XIII. Una criba (término con la misma raíz de crítica, kritein, juzgar) es también un instrumento crítico, no verbal del tipo q(Q), sustantivado, que sirve para clasificar los granos separándolos de la paja o por tamaños. Por otra parte, la valoración positiva de lo que Marx llamó «crítica de las armas» no le es ajena a Gracián. Baste recordar no sólo El político (en donde lamenta la debilitación del poder militar de la monarquía), sino su efectiva presencia en acciones militares como capellán y animador de las tropas.

Pero cuando nos referimos a materia doctrinal [p(P)], considerada desde una perspectiva filosófica, la «crítica sustantiva», por antonomasia, está representada por lo que se llama justamente «filosofía crítica» o «filosofía trascendental», cuyos fundamentos se contienen en las tres «críticas» kantianas: la Crítica de la razón pura (1781, 1787), la Crítica de la razón práctica (1788) y la Crítica del juicio (1790). En todo caso, habría que poner en tela de juicio la interpretación de las críticas kantianas como críticas del género dialógico, p(P), si nos atenemos a la circunstancia de que es Kant quien nos dice, en la introducción a su libro capital, que él no pretende hacer, a través de este libro una mera «crítica de libros», sino que pretende hacer una crítica de la razón misma. Traduciéndolo a la terminología recién presentada: que no pretende hacer tanto crítica dialógica, cuanto crítica logoterápica. Por nuestra parte, sin embargo, diríamos que aun cuando Kant se hubiera propuesto tal fin (finis operantis) lo cierto es que las críticas kantianas, consideradas según su finis operis, siguen siendo libros doctrinales (p) dirigidos contra otros libros de metafísica (P); es decir, la crítica de la razón pura es crítica dialógica («Hasta ahora los filósofos han querido conocer el mundo, pero de lo que se trata es de cambiarlo»).

En cualquier caso la filosofía crítica por antonomasia dio comienzo a una tradición filosófico-literaria que de un modo u otro toma como referencia a Kant, tanto por la materia criticada (una materia universal, no circunscrita a una opinión o a una escuela, sino cualquier materia capaz de entrar en el dominio de la sensibilidad del entendimiento o de la razón) como del instrumento crítico utilizado (el lenguaje verbal o escrito). La catarata de obras que a partir de entonces llevan en el rótulo en término «crítica» así lo demuestra: Crítica de toda revelación, Metacrítica, Crítica de la economía política, Crítica de la teoría del derecho de Hegel, Crítica de la crítica crítica. También habría que hablar aquí de la Criteriología que la neoescolástica del cardenal Mercier quiso oponer a la epistemología o teoría crítica del conocimiento de tradición kantiana, en la que se mantiene la crítica de la razón dialéctica de Sartre. La obra de Horkheimer, Teoría crítica (1973), y con ella la llamada Escuela de Frankfurt, se mantiene también en la tradición de la filosofía crítica kantiana.

Por lo demás no es posible olvidar que la filosofía crítica por antonomasia, la crítica trascendental, pretende ser algo más que una crítica de teorías, de libros y opiniones, y busca orientarse hacia la transformación de la realidad, por ejemplo, hacia la «reforma del entendimiento». Marx, en su famosa tesis sobre Feuerbach que hemos citado, seguramente se está refiriendo a los filósofos que, como hasta ahora, sólo han utilizado las armas de la crítica (aunque éstos, casi continuadamente, hayan pretendido «transformar la realidad» y no sólo conocerla, como Marx no podía menos de saberlo, puesto que él conocía perfectamente a Platón, a Epicuro o a Kant). Por tanto, lo que estaría insinuándose, en las famosas tesis sobre Feuerbach de Marx (al menos esta fue la interpretación leninista), sería otra cosa: que si los filósofos quieren en serio transformar la realidad deben utilizar la crítica de las armas, es decir, no pueden contentarse con las armas de la crítica en el sentido convencional.

3. Ahora bien, constituiría un grave error identificar la crítica, en general, con la crítica filosófica y ésta con la crítica sustantiva por antonomasia, con el criticismo de la filosofía trascendental. Ni toda crítica es crítica filosófica, ni la crítica filosófica ha comenzado con el criticismo kantiano, de suerte que la crítica trascendental de Kant hubiera de considerarse como el primer analogado de toda crítica filosófica.

Ante todo, damos por evidente que no toda crítica es crítica filosófica. Hay muchas formas de crítica que no tienen, por sí mismas, alcance directo filosófico, puesto que se mantienen en los límites de un recinto categorial o tecnológico; es el caso de la crítica política, de la crítica literaria, de la crítica de fútbol, de la crítica de toros o de la crítica científica. La crítica, en general, y sobre todo cuando se interpreta como adjetiva, no admite sustantivaciones. Su concepto es más bien de tipo funcional. El concepto de «crítica» contiene un componente dialéctico porque presupone algo dado (una opinión, un dogma, una teoría, una institución, un organismo o un sistema) y ha de referirse a él pero para negarlo o modificarlo de algún modo. Por ello, criticar, según la materia, equivale a rectificar, a reformar, a corregir, a censurar, a murmurar, a demoler, a derogar, a destruir, a triturar… Por ello también la crítica puede considerarse como si comprendiese dos momentos: uno negativo o destructivo, parcial o total, y otro positivo o constructivo que tendría lugar cuando el proceso crítico no se limita a destruir sino que tiende a sustituir en la materia criticada una parte por otra. La actitud crítica, respecto de algo, se opone a la actitud dogmática respecto de ese mismo algo. No tiene propiamente sentido hablar de una actitud dogmática, a secas, sin mencionar los «parámetros» del dogmatismo.

En cuanto operación dialéctica estricta, el ejercicio de la crítica no garantiza superioridad alguna por parte de quien la ejerce, y de sus criterios, respecto de la materia criticada. Suele muchas veces sobreentenderse que la actitud crítica es superior en general a la dogmática y que quien critica algo mantiene una superioridad de valor respecto de quien lo defiende. Se presupone que la actitud crítica es, en general, más refinada y profunda que la actitud dogmática considerada como ingenua o acrítica. Pero en el momento mismo que desestimamos la posibilidad de contraponer la actitud crítica, en general, a la actitud dogmática, en general, el presupuesto se derrumba. Pues es posible llevar a cabo crítica eficaz contra algo, desde algunos criterios k que permitan efectivamente demoler o rectificar ese algo, sin que por ello los criterios k sean por ello superiores (en relación a terceros) a los contenidos criticados. Desde la dogmática fundamentalista más estricta, la de los talibanes afganos, es posible criticar a las mujeres occidentales que no llevan el burka al caminar por las calles; pero esta crítica positiva y eficaz dentro de su territorio, no garantiza que los criterios talibanes sean los más valiosos. Puedo criticar al cristianismo desde el islamismo y recíprocamente; y los resultados de una crítica pueden a su vez ser criticados.

En la medida en que una crítica eficaz, cualquiera que sea su género, logra hacer «perder el equilibrio» a la materia criticada, podemos asegurar que la crítica tiene algo de proceso dramático. De este modo podíamos aproximar el concepto dialéctico general de crítica con el concepto de crisis, propio de la medicina hipocrática y extendido después, como hemos dicho, a la política y a la economía. Pues toda crítica eficaz tiene algo de crisis, aunque no toda crisis haya de considerarse siempre como una crítica, salvo oblicuamente (una crisis económica se produce no como «crítica», aunque tiene la connotación crítica contra quienes no la predijeron, estimando que el sistema en crisis era inconmovible). La función crítica es, en general, una función constante en cualquier sociedad compuesta por grupos o individuos en conflicto y su estructura lógica es la de una clasificación. La crítica significa el drenaje continuo, la confrontación continuada en distintos niveles de pretensiones, intereses, instituciones, opiniones, proyectos, &c., que se enfrentan unos a otros. Por ello el crítico no es, por sí mismo, superior al dogmático en la materia criticada, puesto que esa dogmática puede ser ella misma el resultado de una previa crítica a terceras referencias que se consideran superadas.

4. La función crítica es, en conclusión, más general y aún previa a la crítica filosófica; por nuestra parte añadiríamos que la crítica filosófica no puede entenderse originariamente, al modo kantiano, como una crítica trascendental, sino que procede siempre de una crítica particular positiva capaz, sin embargo, de desbordar el recinto categorial en que se ejerce. Pongamos por caso, la crítica platónica al racionalismo filosófico de los pitagóricos se habría originado en la crítica a las pretensiones de conmensurabilidad de la diagonal por el lado. También es cierto que no están siempre muy claras las líneas fronterizas que separan obras de crítica filosófica de otras obras de crítica literaria, histórica o política, como puedan serlo el Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, de Capmany (Madrid 1786-94), el Dictionnaire historique et critique de Bayle (1695) o las Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica, política y militar del mismo Capmany (Madrid 1807).

La crítica filosófica se caracteriza, entre otros rasgos, por el alcance de su pretensión que, en el límite, es universal o trascendental (pero no en el sentido kantiano, sino en el sentido de la «trascendentalidad positiva» de uso corriente en el lenguaje jurídico español). La crítica filosófica no puede circunscribirse a una materia bien delimitada (política, música, &c.) porque su campo es indefinido, y por ello es preciso que disponga de criterios de algún modo trascendentales (aunque sean positivos).

Ahora bien, aunque la función crítica no sea siempre filosófica, según venimos diciendo, en cambio la filosofía ha de ser siempre necesariamente crítica porque, de otro modo, no sería filosofía. La filosofía, en su sentido estricto (la filosofía de origen platónico) comenzó precisamente como crítica de la dogmática (antropomórfica o zoomórfica) de las religiones secundarias. Su condición crítica tomó la forma de la asebeia (de la impiedad); es obvio que la crítica al antropomorfismo y al zoomorfismo, cuando no acababa en nihilismo (en crítica destructiva total o escéptica) se resolvía en «sistemas del mundo» propuestos como sustitutos de la dogmática precursora; y estos sistemas del mundo (a saber, los «sistemas metafísicos presocráticos»), a su vez, estaban llamados a ser criticados, como ocurrió, sobre todo, desde la época de los sofistas.

Pero de lo que acabamos de decir cabe extraer un corolario de singular importancia para nuestro asunto: que la expresión «filosofía crítica» es en sí misma vaga por redundante, porque toda filosofía es necesariamente crítica y la filosofía más dogmática, si es filosofía y no meramente teología dogmática, ha de contar también con su dispositivo crítico. Por ello la oposición, de cuño kantiano, entre una filosofía dogmática y una filosofía crítica es, en general, vacía y sólo ofreciendo parámetros pertinentes puede adquirir algún contenido; porque la llamada filosofía dogmática es, a su vez, crítica respecto de otras filosofías, dado que el pensar (filosóficamente) es siempre pensar contra alguien o contra algo, es decir, pensar críticamente.

Lo que significa que cuando se designa al criticismo como filosofía crítica sin más, o cuando se habla de la «teoría crítica» de la escuela de Frankfurt como seña de una filosofía más consciente y menos ingenua que cualquier otra del presente, nada se dice en realidad sino mera propaganda. Será preciso determinar los parámetros de esas funciones críticas. Por ejemplo, si tomamos como parámetros la ontoteología de la filosofía moderna, cuyos sistemas se apoyen en las ideas de Alma, Mundo y Dios, entonces las críticas de Kant podrán ser consideradas como una filosofía crítica; pero a su vez la filosofía de Kant podrá ser sometida a crítica en cuanto filosofía dogmática, por ejemplo, por su doctrina de las dos formas a priori de la Sensibilidad, de las doce categorías del Entendimiento y de las tres Ideas de la Razón.

No cabe, según lo anterior, señalar algunas características doctrinales, o materiales; es preciso dar los parámetros. Quien acepte, por ejemplo, que la filosofía no puede considerar a la revelación como fuente suprema del saber (cualquier filosofía apoyada en una revelación, sea judía, sea cristiana, sea musulmana, será en principio una filosofía dogmática y no crítica), ni podrá considerar como filosofía a esas ideologías sometidas a una dogmática revelada, salvo que la revelación aceptada haya sido sometida a una interpretación filosófica tan enérgica que su materia se convierta en «materia heredada» que ha de ser asimilada. Tal sería el caso de los grandes teólogos católicos como Santo Tomás o Francisco Suárez. Tal es el caso de Gracián.

Sin embargo, cabe señalar características estructurales (o formales) ligadas a la misma naturaleza de la crítica filosófica. Como la crítica se ejerce sobre una materia (ilimitada en principio) y se ejerce desde unos determinados criterios, la crítica filosófica deberá contener en su ejercicio la «crítica de sus propios criterios», lo que no puede tener otra forma que su confrontación con los criterios opuestos. Y esto sólo es posible llevando adelante el propósito mediante tablas de clasificación de teorías, es decir, mediante «teoría de teorías». Es en este sentido en el que afirmamos que la crítica filosófica implica ante todo una clasificación. Las tablas de clasificación suponen una doctrina. Pero ésta habrá de quedar reflejada en la tabla, si es que no se trata de destruir la tabla entera.

Con esta característica podríamos acaso recoger el rasgo que parece vinculado desde el principio a la filosofía académica (platónica), a saber: la enumeración de opiniones, el sic et non, las antilogias, es decir, lo que se llamó dialéctica, al menos en su sentido dialógico. La denominación tradicional que hay que atribuir, por tanto, a la filosofía crítica es la de la dialéctica polémica que incluye necesariamente la dialéctica de la clasificación de las doctrinas enfrentadas y la reexposición más fiel posible de los respectivos argumentos.

5. La característica crítica de la filosofía la entendemos, por tanto, como una característica que en modo alguno ha comenzado con Kant, con la «filosofía crítica» por antonomasia. ¿Podría decirse acaso que Kant ha dado un nombre nuevo a lo que tradicionalmente se llamó «filosofía dialéctica»? Ni siquiera eso, porque –y esta es la tesis que aquí defenderemos– el nombre de «crítica» dado a una empresa filosófica no procede de Kant o de una tradición germánica, porque también existe una tradición escolástica española. Procede de hombres formados en la escolástica tradicional, hombres de Iglesia, formados en esa tradición, pero que precisamente reaccionaron contra los modos del discurso escolástico, tanto por sus métodos como por su contenido. Y es a esta filosofía, o a este modo de escribir filosóficamente desde una formación escolástica que buscaba «liberarse» de sí misma, a la que podríamos reconocer como la primitiva filosofía crítica moderna. Las figuras más importantes de esta tradición que aquí señalaremos serían las tres siguientes: en el siglo XVII a Gracián, el sacerdote jesuita, por El criticón (1651, 1653, 1657): casi un siglo y medio antes de las Críticas de Kant; a Feijoo, fraile benedictino, en el siglo XVIII (Teatro crítico universal, 1727-1739): más de cincuenta años antes de la «filosofía crítica» por antonomasia; y en el siglo XIX, a Balmes, sacerdote católico, por El criterio (1847).

¿Cuál es la diferencia más profunda que cabe establecer entre esta filosofía crítica de tradición española y la filosofía crítica de tradición germánica? Paradójicamente, para muchos, esta: que la filosofía crítica de Kant se mantiene más cerca de la estilística escolástica tradicional (las obras de Kant son las obras de un escolástico genuino) de lo que se mantiene la filosofía crítica española. No cabe medir esta distancia aplicando la distinción entre una filosofía académica (como sería la kantiana) y una filosofía mundana (como sería la española, contenida en las tres obras citadas). «Académico» significa, ante todo, lo que tiene que ver con el platonismo; lo que se llama filosofía académica es filosofía escolástica expuesta en muchos casos more geométrico, doctrinal, técnico, en terminología (por ello, entre los escolásticos, hay que introducir también a Espinosa). Lo que se llama «filosofía mundana» es un concepto muy confuso porque cubre tanto a la filosofía «espontánea», de los científicos, de los juristas o del «vulgo» (lo que Leibniz llamó la «filosofía vulgar») como al ensayo en román paladino, pero no vulgar, que puede ser escrito por alguien que «filosofa» tanto desde una formación literaria, como desde una formación escolástica (como la que tuvieron Gracián, Feijoo, Balmes… u Ortega). El concepto que luego estudiaremos de «filosofía cortesana», que Gracián parece querer acuñar para designar su propia estilística, quiere separarse sin duda de la filosofía vulgar o mundana; porque la filosofía cortesana hablaría en el román paladino pero por lo que éste tiene de román palatino, es decir, de lenguaje cultivado («conceptista», en nuestro caso) de la Corte (del Palacio), en cuanto se opone a lenguaje de la Iglesia en latín, y al lenguaje rústico o vulgar, al romance sin pulir.

 
II. El método «crítico-universal» de El criticón

1. Es comúnmente aceptado que El criticón no es simplemente una novela de viaje, una «novela literaria», escrita al correr de la pluma, sino que es la ejecución de un proyecto concebido en función de un método que estaría acaso expuesto explícitamente en Agudeza y arte de ingenio. Lo que ya no es comúnmente aceptado, o aceptable, son las formulaciones que suelen darse acerca de la estructura de este método; incluso cabe dudar de si el propio Gracián ofreció fórmulas adecuadas. Se acepta, eso sí, que se trata de un método propuesto en oposición al «método escolástico»; oposición que llevaría a Gracián a evitar incluso la denominación de «método», porque si éste se asocia en la tradición, a los silogismos y, en general, a los procedimientos de la ciencia o la filosofía discursiva (incluyendo aquí el Discurso del método de Descartes y la Ética more geométrico de Espinosa) los procedimientos que él quiere adoptar convendría no llamarlos siquiera métodos sino, por ejemplo, «arte del tropo» o «agudeza y arte de ingenio». Estos procedimientos podrían ponerse entonces en paralelo con las reglas cartesianas «para la dirección del ingenio», en cuanto contradistintas a las reglas del Discurso del método (publicado en 1637). Y no porque Gracián hubiera podido tener conocimiento de las «reglas del ingenio» cartesianas (se publicaron posteriormente, en 1701, más de cuarenta años después de la muerte de Gracián), sino porque abundaban en la contraposición entre el ingenio y la mera «razón silogística». Contraposición, por cierto, propia de la tradición española, desde el Examen de ingenios, de Huarte de San Juan, publicado en 1575, hasta El ingenioso hidalgo, de Cervantes. La cuestión estriba, por tanto, en la determinación de los criterios de diferenciación entre el método silogístico y el arte del ingenio.

Los criterios que han sido ensayados son muy diversos, y sin que la posibilidad de ensayos nuevos pueda considerarse agotada. Y encontramos en ellos demasiadas dificultades como para poder darnos por satisfechos en asunto tan importante en el momento de analizar el «método» de El criticón. Por lo demás, por nuestra parte, sólo esbozaremos en este lugar algunas ideas sobre el particular que hemos utilizado en otros lugares.

Ante todo comenzaremos hablando de método tanto al referirnos al método silogístico, como al referirnos al arte del ingenio. ¿Acaso los silogismos no eran también materia de tratados de un arte bien reconocido, que se llamaba Ars logica, que analizaba figuras y modos «artificiosos» y se enseñaba a los principiantes mediante las Summulae?

Lo que rechazamos, desde luego, por nuestra parte, son los criterios fundados en una supuesta oposición entre el «racionalismo» propio del método silogístico y el «irracionalismo» (a veces: «vitalismo» o «intuicionismo») que caracterizaría al arte del ingenio; oposición que habría que poner en correspondencia con la que media entre la filosofía escolástica, seca y dogmática, y la obra poética o literaria; o bien, la oposición entre el uso de los conceptos universales bien definidos, imprescindibles para el silogismo, y el uso de las metáforas (o de los tropos); o bien la oposición entre el interés por los conocimientos de las esencias universales y abstractas (propio de la ciencia y la filosofía aristotélica y escolástica) y el interés por el conocimiento de lo singular y concreto, reivindicado por la tradición nominalista.

Estos criterios, y otros análogos, no son discriminativos salvo asumir determinados dualismos que pueden a su vez ponerse en tela de juicio. Por ejemplo, el dualismo conceptos/metáforas (¿acaso las metáforas no encierran conceptos?), o el dualismo entre el universal y el singular (¿acaso es posible un concepto universal al margen de sus referencias singulares?), o el dualismo entendimiento/percepción (¿acaso la percepción no implica ya una conceptualización, como vio ya Galeno: «no es el ojo el que ve, sino el alma a través del ojo»?), o el dualismo doxa/episteme. ¿Y cómo dar por supuesto que la filosofía (o la ciencia), según Aristóteles, se refiere a lo universal, mientras que la poesía tendría por objeto lo singular? ¿Cómo olvidar el texto de la Poética 1451b en el que Aristóteles contrapone la poesía a la historia, diciendo que la poesía es más filosófica y esforzada empresa que la historia «ya que la poesía trata sobre todo de lo universal (ta katholou) y la historia, por el contrario, de lo singular (ta kath-ekaston)»? Añade Aristóteles: «y háblase en universal cuando se dice qué cosas verosímil dirá o hará tal o cual por ser tal o cual, meta a que aspira la poesía, tras lo cual impone nombre a personas; y háblase en singular, cuando se dice qué hizo o le pasó a Alcibíades». Según esto, el intento de contraponer, por medio de criterios supuestamente aristotélicos, el método de Gracián al método aristotélico-escolástico, asignando a El criticón el objetivo de «sumergirse en lo singular y concreto», es un intento descabellado. Gracián, en El criticón, en cuanto obra poética, no se ocupa de lo singular, sino de lo universal, «tras lo cual impone nombre a personas», es decir, inventa los nombres de personas tales como Andrenio o Critilo. Y cuando incorpora nombres singulares, tomados de la historia –como Lastanosa o Don Juan de Austria– lo hace de tal forma que su singularidad histórica queda desvanecida al presentárnoslos no como personajes que haya que referir a un tiempo y lugar, y circunscribirlos a él, sino como «héroes» intemporales a los cuales la fama ha transformado en figuras universales.

Con todo esto no pretendemos insinuar que no existan diferencias entre el método o arte silogístico (la razón por antonomasia, en cuanto habitus conclusionis) y el método o arte ingenioso (que también es conceptual, aunque no necesariamente deductivo, puesto que puede ser inductivo y no por ello irracional). Sería conveniente poner en paralelo estas definiciones de Gracián con las distinciones que hacia 1652 Pascal comenzaba a establecer entre el esprit de finesse y el esprit géométrique (pues hay que tener presente que esprit era término con el que solía traducirse al francés el ingenium latino). La dificultad sigue estribando en encontrar criterios eficaces de distinción. Y estos criterios acaso no se encuentran en el terreno psicológico, como si el ingenio hubiese en todo caso de entenderse como una facultad o habilidad intelectual o cerebral que permitiera distinguir, al modo cartesiano, por ejemplo, la razón común, «repartida entre todos los hombres», y el uso de ella.

Por nuestra parte preferiríamos, para delimitar el significado del ingenio, atenernos a sus referencias objetivas, técnicas, es decir, a los ingenios o máquinas construidas por los ingenieros (que, en el siglo XVI, comenzaban ya a diferenciarse de los arquitectos). Referencias que Covarrubias, por ejemplo, toma en cuenta al definir el ingenio citando a Juanelo Turriano, «segundo Arquímedes». Dicho de otro modo, alguien podrá ser llamado ingenioso en la medida en que haya construido dispositivos o ingenios objetivos (que, por lo demás, acaso han resultado de la cooperación de dos o más individuos); dispositivos que se extienden también a tramas, ardides de movimientos o tácticas militares, debidos a la «industria» o «solercia» de las gentes. Esto es, lo «ingenioso» del alcaide de una fortaleza que sabe urdir «maquinaciones» rápidas y eficaces y, muchas veces, con la connotación de extrañas, raras, imprevistas, «locas» –como las del «ingenioso hidalgo»–; pero urde ingenios no porque sea propiamente ingenioso, porque su ingenio está en función de los ingenios urdidos (y acaso estos ingenios no han sido ni siquiera obra de un individuo particular sino de dos o tres personas).

Ahora bien, como característica diferencial de estos ingenios –respecto de los discursos silogísticos abstractos– habría que poner los mismos componentes morfológicos (perceptuales, corpóreos, figurativos, constitutivos) de los ingenios técnicos o políticos. No se trata de que estos componentes sean individuales o singulares (que lo son, sin duda, pero en cuanto repetibles, y por tanto universales, como las grúas o cabritillas que Juan Herrera nos describe en el llamado «Manuscrito de Simancas», Architectura y Machinas). Lo decisivo es que se conformen como dispositivos corpóreos, como máquinas «armadas» de un modo que puede ser muy complejo y con resultados algo paradójicos (sacar calor del hielo, hacer que el agua corra hacia arriba). Sobre esta distinción se irá ensanchando la oposición, en el proceso de la revolución industrial, entre los físicos teóricos y los ingenieros.

Pero la diferencia entre físicos e ingenieros es rigurosamente análoga a la diferencia entre discursos escolásticos abstractos doctrinales y figuraciones doctrinales escénicas. Solo que, ahora, las figuraciones tendrán lugar, principalmente, a través de la introducción de sujetos corpóreos (animales, como las fábulas esópicas, o humanos); y esto de dos modos principales, a saber, el modo que podríamos llamar de la personalización (consistente en presentar los discursos a través de los sujetos que los pronuncian, generalmente frente a otros sujetos) y el modo que llamaremos de la personificación (hipóstasis o prosopopeya) consistente en hacer que determinadas ideas abstractas se comporten ante otras como si fueran personas. Estos dos modos no son los únicos, porque las figuración subjetual pueden ser impersonal, sin dejar de ser ingeniosa, como ocurre con el dispositivo del «asno de Turmeda» (o de Buridán), dentro de los debates escolásticos sobre la libertad.

Desde la teoría del cierre categorial habría que poner en conexión las diferencias entre los «silogismos escolásticos» y los «ingenios conceptuales» con las diferencias entre las construcciones α-operatorias (en las cuales tiene lugar la segregación del sujeto) y las construcciones β-operatorias (en las que se mantiene el sujeto operatorio, ya sea en materia prudencial, ya sea en materia técnica o tecnológica). Lo que nos llevaría a reconocer, si se acepta la prioridad genética de los procesos β-operatorios, que las construcciones escolásticas (silogísticas, «racionales») no proceden de fuentes que emanan «de lo alto» (por ejemplo, de un Entendimiento Agente Universal) sino de los mismos procesos operatorios, cuando haya sido posible segregar a los sujetos operatorios, presentando la «concatenación de los conceptos y proposiciones» como un proceso objetivo y abstracto. Y abstracto respecto de los sujetos operatorios, no respecto de las percepciones figuradas; circunstancia que podría ilustrarse, por ejemplo, con los Elementos de Euclides cuando suprimen a Pitágoras por un número de orden –«Teorema 47»– pero no suprimen las figuras dadas a la percepción, necesarias para la demostración ni, eventualmente, la ingeniosa composición de estas figuras. Una composición artificiosa que es necesaria para la demostración aunque ella misma no sea derivable de una demostración sino efecto de la «solercia» o del «ingenio». Posteriormente será refundida en el «discurso deductivo» como si hubiera brotado de su mismo flujo interno; pero se trata de una mera apariencia que se produce en el proceso de la exposición dialógica (escolástica, escolar) cuando, una vez ensambladas, mediante el ingenio, las figuras (o las premisas pertinentes del silogismo, mediante la solercia) se ofrece el curso final del «discurso» en el cual el ensamblaje de las partes o de las figuras, ya establecido, se desvanece ante el flujo mismo del discurso global que trascurre a su través.

Es muy importante plantear la cuestión de la reducibilidad del «plano doctrinal silogístico» al «plano doctrinal ingenioso». Supondremos, desde luego, que el arte del ingenio no se reduce a la condición de una mera aplicación o adaptación técnica, didáctica, de la doctrina abstracta (una cosa es la teoría termodinámica y otra cosa es la invención del termostato). Más bien supondremos que los ingenios implican siempre, de algún modo, un escenario en el cual las morfologías que en ellos juegan no son siempre meras «encarnaciones» de conceptos o ideas previamente definidas, puesto que o bien ofrecen el proceso de nuevas conceptualizaciones –aunque sean similares a otras ya conocidas– o bien, en todo caso, introducen un orden «transversal» de relaciones entre figuras, muchas de las cuales no tienen por qué estar recogidas en el plano abstracto. Los paleontólogos que analizaban los restos de los grandes saurios en el plano de los conceptos abstractos propios de su ciencia han reconocido hasta qué punto la puesta en escena de estos reptiles, en la película de Steven Spielberg, Parque jurásico, dio lugar a planteamientos de problemas nuevos y aún insospechados. El ingenio, en todo caso, tiene siempre un componente de artificio que lo diferencia (según el propio Gracián) del genio, que tendría más que ver con un «don natural».

¿Cómo interpretar desde estas premisas el alcance del método o arte de ingenio conforme al cual Gracián habría escrito El criticón?

Desde luego, como una alternativa al método escolástico; lo que es tanto o más significativo cuando se tiene en cuenta que Gracián explicó regularmente (además de Escritura) filosofía y teología escolástica en Gandía, en Lérida, en Huesca… El criticón, por tanto, no tiene por qué ser interpretado como «una obra de ficción» que hubiera sido escrita por un autor ignorante de la escolástica o que, aun conociéndola, la hubiera circunscrito a su vida profesional, dedicándose, en sus momentos de ocio, a la «creación literaria». Gracián ha insistido una y otra vez en el alcance filosófico de su obra; y en el título de su segunda parte (1653) ya se formula explícitamente este alcance: «El criticón. Juiciosa cortesana filosofía».

Y, en todo caso, el método figurativo de Gracián no es inaudito en la tradición filosófica. En realidad fue el método exclusivo que utilizó Platón, que personificó, en el Critón, la Idea de Las leyes, y que personalizó, prácticamente todas sus ideas, en sus Diálogos. Es también el método de Calderón, personificando en sus autos sacramentales y dramas una muchedumbre de ideas abstractas que ofrecen (como Antonio Regalado ha puesto de manifiesto) una concepción filosófica original (y en modo alguno una mera ilustración escénica didáctica de ciertas ideas ya tratadas por la escolástica española coetánea).

Ahora bien: mientras que los Diálogos de Platón, como los Autos de Calderón, se consagran «monográficamente» a una idea (o a unas pocas ideas) –y por ello el lugar de incorporación puede ser un escenario, la casa de Calias del Protágoras, por ejemplo–, El criticón, dadas sus pretensiones enciclopédicas de filosofía universal (universal, no sólo en referencia a su alcance «distributivo» hacia todos los hombres, en cuanto lectores potenciales, sino también en referencia al alcance atributivo comprendido por la «totalidad de las cosas», la omnitudo rerum), no cabe en un escenario. Requiere el Mundo, o si se quiere, una serie o concatenación ininterrumpida de escenarios, lo que impide a los protagonistas permanecer «estacionados» en el escenario y al público en la cávea, puesto que para contemplar el discurso de los protagonistas le será necesario desplazarse sucesivamente de unos escenarios a otros, al menos de un modo intencional; y por ello el único método disponible para una figuración de tales características será el método del viaje.

También es verdad que el viaje en el cual viene a resolverse el método de El criticón es, no sólo un viaje fingido, aunque viaje verdadero por su forma, como el Viaje a la Luna de Cyrano de Bergerac, que precisamente apareció publicado en París en 1656, casi a la vez que la tercera parte de El criticón (y esto sin perjuicio de que ya en la crisi VI de su primera parte, publicada en 1651, Gracián hubiera ofrecido la crítica contra quienes padecen «esa locura que busca encaramarse en los cuernos de la Luna olvidando que la Tierra, y no el cielo, es su patria»: palabras que a muchos pudieran haber sonado como piarum aurum offensiva).

El viaje de El criticón es un falso viaje, si damos por supuesto que el viaje, en su sentido positivo, se mantiene siempre entre dos lugares intencionalmente reales del Mundo, un terminus a quo y un terminus ad quem, que han de estar ya sea en la Tierra ambos, ya sea en partes definidas del Mundo, en la Luna, en Marte o en cualquier otro planeta. Todo viaje positivo es «revolucionario», en el sentido astronómico, en la medida en que el viaje describe un círculo, el periplo de un marino, o el circuito de un periegeta. Pero el viaje no se da entre un lugar real y un lugar irreal o utópico, como ocurre con los viajes al otro Mundo, con los viajes trascendentes, el itinerarium mentis in Deo, de San Buenaventura, por ejemplo (que, sin embargo, nos ofrece ya una suerte de «fenomenología del espíritu» cristiano medieval). El viaje de El criticón no es un viaje trascendente, no es un itinerarium mentis in Deo, puesto que se mantiene intencionalmente en la inmanencia de la Tierra. El viaje como método (método = camino) de El criticón tiene como modelo antes que el homo viator del itinerario de San Buenaventura un homo viator asociado a Ulises; itinerario cuyo terminus ad quem es una Ítaca terrestre, aunque intemporal. El propio Gracián es consciente de este modelo. El librero de la Corte sugiere a los viajeros Critilo y Andrenio que una guía mejor para los tiempos que corren en Madrid que Galateo es la Odisea: «digo que el libro que habéis de buscar y leerlo de cabo a rabo es la célebre Ulisiada de Homero». Cabría incluso señalar un paralelo entre la relación Ulises / Telémaco y la relación Critilo / Andrenio [Andrenio, Telémaco], paralelo fundado en relaciones entre el padre y el hijo o, generalizando, en las relaciones entre las generaciones. Critilo y Andrenio no simbolizan según esto tanto los «lados» de una misma vida humana individual, cuando la estructura histórica del «discurso de la vida». Y esto dicho sin perjuicio de que podamos acordarnos aquí de lo que más tarde se llamaría «ley de la recapitulación» de la filogenia en la ontogenia; ley que, por cierto, habría comenzado a concebirse como un requerimiento pedagógico: «que cada individuo humano recorra en el desarrollo de su formación las etapas por las que ha pasado la Humanidad».

En todo caso, esta recuperación, «revaloración», o reconstrucción de Ulises, como Regalado ha señalado, se encuentra también en Calderón (Los encantos de la culpa); una reconstrucción de un Ulises cristiano de la contrarreforma española que tendría más que ver, por su probabilismo moral, más con el Ulises cínico (el Ulises polytropo de Antístenes) que con el Ulises de Racine, en su Iphigenie, por ejemplo.

Y, sin embargo, el viaje de El criticón, a pesar de su inmanencia, no es un verdadero viaje, no porque no sean reales, al menos intencionalmente, los términos ad quo y ad quem del mismo, sino porque ellos no coinciden, ni siquiera intencionalmente. Sin duda, por no reconocer el peso que tiene esta circunstancia y por considerar sin más a El criticón como «un libro de viajes» (en el que lo importante son las cosas vistas y el relato que de ella nos hacen los viajeros), no se ha prestado acaso la atención debida a las naturalezas de los términos a quo y ad quem del viaje de los personajes de El criticón, Andrenio y Critilo. Naturaleza que no es otra sino su carácter que podríamos diagnosticar como «insular» de los dos términos del viaje.

El viaje en el que consiste El criticón da comienzo, en efecto, en una isla real, situada en el Atlántico, la isla de Santa Elena; situación que no es arbitraria ni gratuitamente escogida por Gracián, seguramente, si se tiene en cuenta que esta isla ha podido ser elegida en su calidad de «centro del Mundo», en el contexto de los viajes de circunnavegación que tenían lugar después del descubrimiento de América. De esta isla, en efecto, parten los dos viajeros protagonistas de la obra. Y después de entrar en el «mundo de las personas» (que viene a coincidir prácticamente con Europa) y de recorrerlo, «rinden viaje» en otra isla, la «isla de la inmortalidad» en la cual, por cierto, podía divisarse, aunque oscura, la tan nombrada «cueva Donga del inmortal infante Pelayo, más venerada que los dorados Alcázares de muchos de sus antecesores y aún descendientes». El viaje de El criticón comienza por tanto en una isla, y termina en otra isla; no es un periplo, sin contar con que los viajeros no son tanto navegantes como periegetas. En todo caso la isla final no es trascendente, no está situada en el Cielo sino en la Tierra. Pero en todo caso no es una isla real, sino inexistente como tal isla. Por ello decimos que el viaje de los protagonistas de El criticón es, no sólo fingido, como viaje falso, sino un falso viaje, por cuanto no se ajusta al canon que suponemos define a los «viajes positivos» (puede verse una ampliación de este análisis del viaje en el prólogo al libro de Pedro Pisa, Caminos reales de Asturias, Pentalfa, Oviedo 2000, titulado «Homo viator. El viaje y el camino»).

El simbolismo de la isla (la isla de la que se parte y la isla a la que se llega) es múltiple, pero en El criticón parece actuar sobre todo el simbolismo del «aislamiento» (respecto del Mundo) de los protagonistas. Porque éstos no se consideran propiamente como «vecinos» del «mundo», como integrados en el «mundo» que recorren. De hecho, Gracián los considera como transeúntes, como peregrinos que «van de vuelo» (diríamos en palabras de San Juan de la Cruz). En esto se diferencia la díada de Andrenio y Critilo de la díada Don Quijote y Sancho. Don Quijote y Sancho entran en el Mundo no para recorrerlo como peregrinos sino para intervenir en él desfaciendo entuertos, socorriendo viudas, y utilizando, si menester fuera, la razón de las armas, la violencia. Don Quijote y Sancho no pretenden ir a ninguna parte porque donde quiera que sea el lugar que pisan lo consideran como suyo propio («vale más camino que posada»); y si Sancho se dirige a la Ínsula Barataria no es por designio propio sino por engaño. En cambio, Critilo y Andrenio viajan al modo como prescribía Platón, que es el modo teorético; no se comprometen con el mundo que atraviesan, pasan de largo, sólo quieren conocer, explorar y discernir lo que ven con las armas (construidas por el ingenio) de la razón.

2. El método de los peregrinos de El criticón es sumamente original y el significado de sus pasos hay que buscarlo en su final, porque allí se revela el motor verdadero del viaje, la inmortalidad. Según esto, la cuestión de las analogías (aducidas sobre todo en forma de precedentes) que puedan tener nuestros viajeros con otros viajeros literarios, por importantes que sean, son secundarias y pueden encubrir, más que descubrir su sentido. Por ejemplo, lo que importa no será tanto quedarse en subrayar las analogías de la díada Critilo/Andrenio y la de Don Quijote/Sancho (analogías evidentes, por ejemplo en cuanto en ambas se da el contraste entre el hombre cultivado y el rústico) cuanto en advertir las diferencias diametrales que hemos podido creer señalar; lo importante no es tanto quedarse con las analogías parciales que median entre Andrenio y Hayy (el «filósofo autodidacta» de Abentofail) cuanto en subrayar las diferencias diametrales entre ambos: Hayy simboliza el buen salvaje, que «por su razón natural», y mediante el análisis de los fenómenos que experimenta en su mundo consigue elevarse a los principios del trasmundo (alma, Dios, &c.); pero la analogía, en cuanto buen salvaje, encubre la diferencia esencial entre Andrenio y Hayy. Andrenio es, sin duda, el hombre, pero un hombre que no hay que verlo como inmerso en una naturaleza fenoménica que pueda llevarle al mundo real, sino precisamente como un hombre que no es persona. Andrenio no sólo vive en la naturaleza, como un buen salvaje con talento. Andrenio ha salido de una cueva, que es imposible no vincular a la caverna platónica; y los fenómenos que él contempla no puede descifrarlos con la ayuda única de su razón, porque necesita ante todo aprender a hablar un lenguaje universal, como pueda serlo el español. Y éste ha de serle enseñado por otros hombres que ya sean personas. Quien le enseña el lenguaje es Critilo, persona ya formada pero que ha naufragado, viniendo de América, en el océano y ha logrado renacer al ser salvado por Andrenio en la isla que éste habita. En consecuencia, Andrenio no es una reedición de la figura de Hayy, ni tiene nada que ver con él en el terreno filosófico. Andrenio no es el símbolo del Buen Salvaje capaz de elevarse, mediante su razón individual (como si estuviese insuflado directamente por un «Intelecto Agente Universal» averroísta) a la condición de persona, sino que por el contrario es el símbolo del hombre que, nacido como bestia, sólo puede lograr ingresar en el mundo cuando está guiado e instruido por otras personas de ese mundo civilizado y sólo así puede llegar a morir como persona, y alcanzar la inmortalidad (III, XI).

3. Propiamente, sólo por la apariencia formal del relato, el método de El criticón puede considerarse como un viaje convencional. De hecho los dos viajeros que recorren el Mundo –en realidad, el «mundo de las personas»: España, Francia, Italia y Alemania– no ofrecen relatos de tierras, de costumbres o de hombres, sino de «experiencias filosófico-antropológicas» que van acumulando a lo largo del viaje, es decir, en certera expresión de Gracián, en el «discurso de su vida». En este sentido el viaje de Andrenio y Critilo, que además están siempre acompañados por diversos personajes que van saliéndoles al paso (Egenio, Quirón, Argos, El Discreto, el Descifrador, la Muerte… el Cortesano), no es otra cosa sino un desplazamiento en el tiempo, a través de sus experiencias, viajando por un Mundo, no tanto geográfico cuanto histórico, y una expresión de diferentes visiones de la realidad humana que ellos van recapitulando. El viaje de Andrenio y Critilo se nos muestra más cerca del viaje (Erfahrung, experiencia) que Hegel nos relatará en su Fenomenología del espíritu. El «viaje» de Andrenio y Critilo, El criticón, como obra filosófica habría que considerarla ante todo como una peculiar fenomenología del espíritu. Es la exposición del discurso de la vida, tanto a escala individual («ontogenética»), como a escala histórico-social («filogenética»).

El criticón no es por eso, tampoco, la obra de un moralista que «fustiga las costumbres» de los hombres de su época. Su perspectiva se parece más a la de un «filósofo naturalista», pero de un naturalismo que no hubiera perdido el sentido del juicio valorativo que le permite asignar un puesto en la jerarquía de los seres a la variedad de plantas, de animales y de hombres que describe. De este modo, el viaje ejerce una crítica por clasificación que no parece orientada propiamente a la finalidad de «corregir», sino más bien de «analizar» la variedad de situaciones humanas y, en este terreno, su voluntad «enciclopédica» sería uno de los rasgos más dignos de ser señalados como característico de El criticón. Bastaría constatar la cantidad y variedad de nombres propios que cita (valorándolos de algún modo), desde las siete maravillas del mundo hasta diversos accidentes geográficos, catálogos de libros, nombres de reyes, de escritores, magnates, pintores, jurisprudentes, filósofos, vinos, verduras, batuecos y chichimecas. En sus enumeraciones los juicios de valor son constantes: condena por ejemplo a Maquiavelo porque «abrasa las costumbres y quema las repúblicas» y exalta más aún que a Isabel (no en vano Gracián era aragonés) a Fernando el Católico, porque «purificó España de moros y de judíos». El mismo Gracián es consciente de esa voluntad enciclopédica: «—¡Oh plausible Enciclopedia!, que a ti se reduce todo el plático saber, tu mismo nombre de Humanidad [referencia a las Humanidades] dice cuán digna eres del hombre» (II, XII).

El criticón, podría también decirse, es un tratado de homine, la exposición del discurso de la vida del hombre Andrenio (ander = hombre) que sólo puede pasar de su estado de bestia al estado de persona, recapitulando la realidad enciclopédica de la génesis de la Humanidad, gracias a la asistencia de otros hombres, singularmente Critilo, que le acompaña durante todo el camino, después de haberle enseñado a hablar. Pero en modo alguno El criticón puede considerarse como una obra que anticipe lo que un siglo después llamará Kant «antropología pragmática», y menos aún lo que otro siglo más tarde se llamará «antropología cultural» (cuyos precursores fueron, aparte de los etnógrafos griegos como Hecateo y Posidonio, los escritores de Indias y después los etnógrafos del siglo XVIII, como Laffiteau o De Brosses). El criticón constituye más bien una filosofía del hombre, de la persona, y por ello se interesa muy poco por las cuestiones etnológicas por las que se interesaban, por ejemplo, los cronistas de Indias como Fernández de Oviedo o Bernal Díaz del Castillo. El viaje de Andrenio y Critilo es el método que Gracián adopta para exponer una concepción del hombre, un de homine profundamente crítico con la visión tradicional cristiana del homo viator. El criticón nos ofrece la visión de un homo viator, sin duda, pero de un viajero a lo largo del tiempo que no trasciende el horizonte de la Tierra sino que permanece dentro de él. Quien escribe este viaje universal no puede quedar situado en presencia de sus protagonistas, si es que éstos han de recorrer todo el discurso de la vida. El autor parece obligado por tanto a situarse de algún modo fuera del Mundo, es decir, de los escenarios concatenados y de las cáveas correspondientes. No por ello cabría asegurar que estilísticamente Gracián haya adoptado simplemente la llamada «perspectiva omnisciente», porque su perspectiva es, si no nos equivocamos, más determinada. A saber, precisamente aquella perspectiva desde la cual los teólogos de su época (y de su orden, Molina, por ejemplo) se situaba Dios en cuanto sujeto, no ya de la ciencia de simple inteligencia, sino de la ciencia de visión y aún de la ciencia media. Sólo así cabría desarrollar proporcionadamente una «fenomenología del espíritu humano» capaz de ofrecernos dramáticamente, y con intención totalizadora, el curso del desarrollo de las experiencias propias del «discurso de la vida». Diríamos pues que Gracián, para escribir El criticón, ha adoptado la perspectiva que correspondería sobre todo a una ciencia de visión de la historia de los hombres, y de lo que los hombres pueden experimentar, pero no ya a título de experiencia idiográfica o exclusivamente histórica, sino más bien nomotética. Esto implica:

(1) que en la narración, los cursos dramáticos experimentados por los personajes habrán de ser presentados estilísticamente como algo que ya ha sucedido, incluso en el momento mismo de su realización, pues es la ciencia de visión de ellos, y no ellos mismos lo que se nos ofrece. Así, cuando Egenio (un hombre dotado de un sexto sentido) en la crisi XII de la primera parte, se decide a acompañar a Critilo en busca de Andrenio que se ha extraviado, va interpretando lo que ven (grandes acémilas atadas unas a otras, &c.) diciendo: «de ningún modo –respondió Egenio– esto son, digo eran, grandes hombres, gentes de cargo y carga…».

(2) que los personajes concretos con los cuales se encuentran Critilo y Andrenio aparecen únicamente en la medida en la cual están encarnando alguna figura arquetípica o situación presentada como característica del curso de la vida, de un curso que pasa por diversas fases o círculos, que cambia o que se reproduce. Unas veces representa esa figura o situación el Duque del Infantado, otras veces, don Vicencio de Lastanosa. Pero, a diferencia de los personajes que, antes de Gracián, Dante presentó como figuras fijadas en el mundo trascendente del infierno, del purgatorio, del paraíso; o a diferencia de los personajes que después Hegel citará en su Fenomenología como figuras fijadas en el curso único de la historia universal (como, por ejemplo, Napoleón como «Espíritu del mundo montado a caballo») los personajes de Gracián encarnarían más bien a la vez figuras cíclicas propias de la vida, y no propiamente bestias que no han llegado a ser personas; sus personajes aparecerán en un pretérito intemporal y perfecto, contemplado desde la presencia eterna de una ciencia de visión. Por ello Andrenio y Critilo pueden ver a Julio César y Augusto a la par que a don Juan de Austria o al Duque del Infantado.

El método del viaje de El criticón, en todo caso, podría ajustarse al prototipo clásico del viajero que observaba y luego relataba lo que había visto y contrastada. A los viajeros de este género los llamaban los griegos theoroi, teóricos, viajeros que «van para ver» y después para contar lo que han visto. Platón, que viajó mucho, ofreció en el libro XII de Las leyes una doctrina sobre el viaje que Gracián parece haber observado puntualmente: «… a nadie que sea más joven de 40 años le está permitido en modo y manera el salir de la ciudad… pero si hay entre los ciudadanos quienes deseen examinar las cosas del resto de los hombres con algún detenimiento, que nadie se lo prohíba» (950d). El método de Gracián es el método propio del viajero teórico cuyos intereses están más cerca del «naturalista», en sentido amplio, que del «moralista».

 
III. Sobre Gracián, como filósofo crítico

1. La voluntad crítica, por no decir la obsesión crítica, de Gracián en su obra capital se manifiesta ya en tres momentos denominativos de la mayor significación, porque son aquellos en los que el autor impone nombres a componentes esenciales de su proyecto:

a) Ante todo el nombre o título mismo de la obra: El criticón. En su forma aumentativa puede advertirse una intención universal, pues no se limita a anunciarnos que en su obra se van a encontrar juicios discriminativos o valorativos referidos a costumbres u opiniones particulares, sino que se nos anuncia un libro y unos personajes caracterizados precisamente por su actitud crítica e incesante ante todo; incluso podría apreciarse en este aumentativo un matiz despectivo contra los críticos de todas las cosas; y, en cierto modo, una autocrítica, de acuerdo con el aforismo 135 de su Oráculo manual: «no tener espíritu de contradicción».

b) También el título de los capítulos en los que se dividen cada una de las partes de la obra: los denomina crisi (contraponiéndola a crisis, como forma plural); pero krisis equivale a resolución, determinación, elección o juicio con el que termina un proceso, orgánico o judicial. La primera parte se desarrolla a lo largo de trece crisis; la segunda, comprende, trece crisis y doce la tercera parte. En total El criticón consta de 38 crisi.

¿Qué es por tanto cada «crisi», es decir, por qué llamó «crisi» a cada uno de sus capítulos? Podría haberlos llamado –puesto que estamos, al menos desde un punto de vista literario, en una modalidad de libros de viaje– episodios (epi-odos, camino), trancos (zancadas o pasos largos) o jornadas. El hecho de presentarnos cada uno de estos episodios, pasos o jornadas, como crisis nos sugiere la acepción médica del término, como si cada episodio del viaje fuese una crisi, es decir, un paso de una situación anterior más o menos definida o estabilizada a un desequilibrio resuelto finalmente en una lisis. A la luz de esta hipótesis habría que estudiar cada episodio muy detalladamente, porque sólo así podríamos concluir algo sobre la estructura de la materia interna de la obra.

c) Por último, el nombre que asigna al protagonista más maduro, el «guía espiritual» de Andrenio, es también un nombre acuñado sobre la misma raíz griega: Critilo. Este nombre demuestra cómo Gracián ve a su héroe, ante todo como una persona llamada a desempeñar un papel crítico (según parámetros que la misma crítica irá desvelando).

2. Se comprende, de acuerdo con estas consideraciones, que el proyecto de Gracián pueda definirse como un proyecto de crítica universal de los tópicos o lugares comunes sobre el hombre vigentes en su época. Pero su época, sin embargo, no habría que verla tanto como una circunstancia circunscrita a una minúscula sociedad afectada, por ejemplo, por las modas conceptistas del Barroco que habrían envuelto a un jesuita que vivió casi toda su vida sin salir de las proximidades del valle del Ebro. La época de Gracián habría que comenzar a verla como una «época universal», la época de plenitud del imperio católico español (que ya comenzaba a decaer), la época en la que, dice Gracián «entrambos mundos han adorado el pie a su universal monarca, el católico Filipo». Así es como comienza El criticón, esta es su plataforma, esta es la época que entonces podía verse aún como el centro del mundo: «veo –dijo Andrenio mirando a Madrid– una real madre de tantas naciones, una corona de dos mundos, un centro de tantos reinos, un joyel de entrambas indias [las Indias orientales a través de Portugal], un nido del mismo Fénix y una esfera del Sol católico coronado de prendas en rayos y de blasones en luces» (I, XI).

Pero esto significa que los tópicos o lugares comunes de su época, que van a ser sometidos a crítica, no son costumbres lugareñas o prejuicios aldeanos, sino los tópicos o lugares comunes del Mundo, del Imperio (de un Imperio que arrastra con él «a toda la Historia», a la antigua –griega y romana– y a la moderna). Y por ello, la crítica universal, no puede interpretarse, sin más, como la crítica de un moralista «que fustiga las corrupciones de su época», sino la crítica o discernimiento de las complejidades del mundo, para lo cual necesita asumir una perspectiva de algún modo histórico universal. «Pues yo veo –dijo Critilo [a continuación de lo que Andrenio acaba de leer, como tópico o lugar común de la época imperial, a Madrid como centro del mundo]– una Babilonia de confusiones, una Lutecia de inmundicias, una Roma de mutaciones, un Palermo de volcanes, una Constantinopla de nieblas, un Londres de pestilencias y un Argel de cautiverios». Todo esto lo está viendo Critilo en el centro del imperio y no precisamente al modo de un moralista que fustiga la penetración en Madrid de ideas y prácticas extranjeras (como lo ven tantos intérpretes), sino al modo del «filósofo de las épocas» que advierte en el Imperio universal en que vive la recapitulación de los imperios universales que se suceden en la «rueda del tiempo». Critilo reproduce aquí acaso, ante Andrenio, la misma actitud que Escipión el Africano mantuvo ante Polibio, cuando contemplaba la grandeza de Roma ante las ruinas de Cartago: «Después de meditar por largo tiempo sobre el hecho de que no sólo los individuos sino también las ciudades, las naciones y los imperios, todos deben llegar inevitablemente a un fin, citó las palabras de Héctor en la Iliada de Homero: llegará el día en que la sagrada Troya caerá y el rey Príamo y todos sus guerreros con él». Y cuando Polibio, que estaba con él, le preguntó que qué quería decir, se volvió y le cogió por la mano diciéndole: «Este es un momento glorioso, Polibio, y sin embargo estoy sobrecogido de temor y presiento que el mismo sino caerá sobre mi propia patria».

3. En todo caso, el proyecto crítico de Gracián, no sólo es universal por su intención enciclopédica sino porque quiere ser mantenido desde una perspectiva filosófica. Esta circunstancia puede quedar enmascarada antes quienes interpretan El criticón, apoyados en su lenguaje «conceptista», como un literato, un artista, olvidando que Gracián, por su profesión hablaba siempre desde una formación escolástica rigurosa (Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Suárez, Molina) y que su lenguaje literario en román paladino (aunque fuese cortesano y no vulgar) constituye ya el ejercicio de una crítica al modo de exposición escolástica que, en el siglo XVII, prefería el latín. Pero la crítica ejercitada contra la escolástica no significa volver las espaldas a la filosofía. No sólo porque mucho del saber escolástico que Gracián enseñaba en sus cursos está detrás de sus palabras en romance (dice, por ejemplo, el Virago, III, IX: «principio es muy asentado entre los sabios que el bien ha de constar de todas sus causas…»; con lo que el Virago no hace sino traducir la sentencia: bonum ex integra causa; malum ex quocumque defecto), sino porque continuamente a lo largo de su obra indica que su perspectiva es filosófica. Ya en el A quien leyiere de la Primera parte comienza refiriéndose Gracián (García de Marlones) a su obra como «filosofía cortesana». «Filosofía cortesana» se opone a «filosofía escolástica» sin duda; y aunque esta oposición haya de ponerse en relación con la distinción de Kant entre la filosofía académica (desafortunada denominación de Kant que contribuyó a la confusión entre la filosofía platónica y la filosofía escolástica o universitaria) y la filosofía mundana, sin embargo no puede reducirse a ella. Tal como Kant la presenta, la «filosofía académica» es el producto de los «artistas de la razón» que se inspiran en la filosofía mundana, considerada como la auténtica «legisladora de la razón». El fondo de esta distinción, aunque no de su denominación, sigue la oposición tradicional (escolástica, pero aceptada por Leibniz) entre el rústico, que razona espontáneamente y vulgarmente pero correctamente sin necesidad de representarse las reglas del silogismo, y el escolástico, que representa esas reglas naturales del buen razonar y acaso se equivoca en su aplicación. La distinción de Kant, como la de los escolásticos no implica en todo caso una crítica a la filosofía escolástica, o académica. Pero la «filosofía cortesana de Gracián (que ya no quiere ser, por ello mismo, ni vulgar ni rústica, ni mundana) constituye el ejercicio de una crítica a la filosofía escolástica, pero no a la académica (Gracián declara una y otra vez su devoción por Platón). No se trata de una mera cuestión de formas de expresión.

La filosofía cortesana de Gracián no es filosofía rústica o vulgar sino refinada y cultivada, y su román paladino es propiamente un román palatino, el que se habla en la corte y se opone al que se habla en la iglesia. Y, por supuesto, en la aldea. Es un román palatino solo que tiene su vista puesta en los fenómenos del mundo entorno, aún sin olvidarse de Dios, pero un Dios que ha experimentado ya la «inversión teológica». Si esta filosofía es mundana lo será, no por su origen popular en el sentido kantiano de la ilustración (¿cómo podría Gracián, que desprecia a la plebe, tomarla como legisladora de la razón?) sino por su objeto, el mundo de los fenómenos. La filosofía cortesana de Gracián se opone por tanto a la filosofía escolástica, pero no desconociéndola, sino como de vuelta de ella y aún desde ella, en la medida en que esa filosofía se ocupe, aun reconociendo que todo lo que está en el entendimiento estuvo antes en los sentidos, de las esencias transmundanas, metafísicas, de las propiedades trascendentales del ser, de las segundas intenciones, o de las inteligencias separadas. La filosofía cortesana, una vez formada en la tradición escolástica quiere volver a los fenómenos. Por ello es crítica, y no lo sería si fuese filosofía vulgar o mundana. Es crítica de la filosofía vulgar y también de la escolástica, crítica «de los sabios en latín y de los necios en romance» (II, IV). También Feijoo habló del «vulgo que sabe latín». ¿Qué significa propiamente «crítica al método escolástico»? Sin duda una crítica vinculada a los contenidos dados a través de este método, y no sólo una crítica a la forma escolástico-silogística de la exposición. Pero con todo esto no quiere decirse que la perspectiva filosófica cortesana pueda tomarse como una perspectiva que garantiza la exactitud de los juicios. Muchos filosofan, como el Malvezi de III, IX, para que esto asegure la verdad de sus sentencias. El correr de los tiempos nos ha dejado modelos perdurables de filosofar: el «divino Platón», ante todo. Pero ni siquiera estos modelos ofrecen una misma filosofía: Heráclito, que llora ante todas las cosas, nos orienta en sentido contrario a Demócrito, que de todo se ríe. Parece como si Gracián, al reivindicar la naturaleza filosófica de su proyecto crítico, no pretendiera referirse a alguna ciencia unívoca, cristalizada, a la que fuera posible acudir como a un Tribunal Supremo, sino más bien a una disciplina que, tras haberse orientado en las grandes filosofías del pretérito ha de ser ejercitada por cada uno hasta la medida de exigencia crítica que le haya sido dada.

La idea de una «filosofía cortesana» que Gracián insinúa en los prolegómenos de su obra da la clave de por qué pone en sus dos últimos episodios, en boca de un peregrino a quien denomina precisamente el Cortesano, y que es acompañante de Critilo y Andrenio en sus pasos finales, las consideraciones filosóficas acaso más profundas y originales sobre la muerte y la inmortalidad con las que se cierra El criticón y que constituyen algo así como la cúpula de toda la construcción de su concepción del hombre. Al dejar a cargo del Cortesano la exposición de estas ideas sobre la muerte y la inmortalidad, Gracián no estaría haciendo otra cosa sino «firmar» estas ideas, es decir, suscribirlas y reivindicarlas como propias.

4. ¿Y cuáles fueron los límites, para Gracián, de esta exigencia crítica? Como límites objetivos es necesario tener en cuenta aquellos límites impuestos por la norma de la época, y manifestados a través de la Iglesia católica, de las órdenes, de la Inquisición y del Estado. Esto no significa que Gracián se mantenga enteramente en el terreno «precrítico» previo a aquel al que dio paso la Ilustración con su «crítica agresiva» a toda revelación (desde Volney o Voltaire, hasta Reimarus o Fichte), en realidad la crítica de toda revelación en el siglo XVII era inviable en España, como lo era en Francia, en Italia, en Inglaterra o en Alemania. Tan sólo en Holanda pudo madurar el «primer crítico a toda revelación» que fue, por cierto, español de origen, Benito Espinosa en su Tratado teológico-político. Todas las críticas «de hecho» tuvieron que hacer público su acatamiento a la teología dogmática, aun dejándola «al cuidado de los teólogos», como hizo Descartes. Y el propio Espinosa también se vio obligado en 1670 a hacer una reverencia desde el mismo título de su obra a la piedad y a la autoridad vigentes: Tractatus theologico-politicus continens dissertationes aliquot, quibus ostenditur libertatem philosophandi, non tantum salva pietate et reipublicae pace posse concedi, sed eamdem nisi cum pace reipublicae, ipsaque pietate tolli non posse. Gracián también declara que va a escribir «después de haber hecho la salve [Espinosa dirá: salva pietate] a la sagrada teología (verdaderamente divina pues toda se consagra a conocer a Dios y a rastrear sus infinitos atributos» (II, XII). Por cierto, que la aclaración de este paréntesis de Gracián es sospechosa porque justifica la calificación de «divina» a la teología más que por su condición etiológica de «revelada por Dios» por su condición temática de «ocupada en rastrear los atributos divinos». De hecho Gracián fue considerado como un heterodoxo, y muchas de sus exposiciones pueden considerarse como situadas al margen de los dogmas cristianos e incluso en contra de ellos. Nos referimos principalmente al final de El criticón en el que se describe la isla de la inmortalidad.

Pero sería excesivo interpretar a Gracián como un precursor de la Ilustración, como un Espinosa peninsular, aunque probablemente Espinosa está mucho más cerca de Gracián de lo que podía estar Kant o Fichte. Sin embargo, Gracián parece mantenerse en las coordenadas del creacionismo cristiano. Dios es el creador del mundo, pero su Dios aparece vuelto íntegramente hacia el mundo (inversión teológica) y su símbolo es el Sol, centro del mundo. Hay indicios en efecto en Gracián de esa inversión teológica que cristalizaría en el siglo XVII, una inversión facilitada, por cierto, por el cristianismo católico, que subrayaba los componentes humanos de la Segunda Persona y celebraba como fiesta principal de la cristiandad el Corpus Christi, la fiesta de Dios hecho carne; por tanto, una «fiesta de la carne», antes que una «fiesta del espíritu», o si se quiere, del espíritu hecho carne, antes que de la carne hecha espíritu.

En todo caso, aún sin una ruptura formal y violenta con la revelación, habría muchos modos de mantenerse liberado de ella, con la posibilidad, por tanto, de filosofar mediante la interpretación teológico-dogmática de los dogmas. No es necesario, por tanto, imaginarse a Gracián como un criptoilustrado, como un cura Meslier del siglo XVII; y no sólo por el anacronismo que esa imagen supondría, sino porque ese anacronismo demostraría la incapacidad de entender cómo un creyente católico puede «vivir» sus creencias más extraordinarias (como la creencia en el Corpus Christi) de un modo racional gracias a la teología dogmática que lo caracteriza y lo distingue del creyente en una religión mitológica, «secundaria». La teología dogmática católica, en efecto, exigió, desde muy pronto, el concurso de las Ideas filosóficas mejor acuñadas por la tradición «académica» y, en nuestro caso, la teología tomista de la transustanciación eucarística exigía las ideas del hilemorfismo de Aristóteles. Y, lo que es más importante, el concurso de las Ideas filosóficas heredadas en la reconstrucción teológica de los dogmas no se reducía simplemente a un mecanismo de «encubrimiento» del dogma praeterracional en una ideación filosófica. La creencia experimentaba una transformación, desde su condición de creencia propia de una religión primaria o secundaria, hasta su condición de creencia propia de una religión terciaria; pero también, y esto es lo más interesante para nosotros, las Ideas filosóficas utilizadas (por ejemplo, el hilemorfismo aristotélico) se transformaban precisamente para poder abarcar el datum de la creencia, que, en todo caso, tampoco tendría por qué considerarse irracional en términos absolutos sino, a lo sumo praeterracional, respecto de las coordenadas racionales de referencia. Sólo así podíamos entender la contribución que la teología católica y, en particular, la teología eucarística, representó en el curso de la filosofía y aun en el curso de la ciencia moderna (puede verse Materia, Pentalfa, Oviedo 1990, págs. 60, 70 y sigs.). Si el hilemorfismo, en manos de los teólogos musulmanes, no condujo a ninguna de las Ideas que llegarán a ser propias de la ciencia o la filosofía de la época moderna, es porque no experimentó las transformaciones que debió experimentar en manos de los teólogos católicos, a fin de acoger en él principalmente el dogma de la Trinidad, el dogma de la Encarnación y el dogma del Corpus Christi. Y paradójicamente acaso la liberación de hecho podía ser mucho mayor en quienes mantenían las formas de la sumisión que en los ilustrados que se declaraban agresivamente insumisos, como Rousseau o Kant, quien, sin embargo, seguía creyendo en Dios y en la inmortalidad del alma y seguía explicando el origen del hombre sobre el guión del Génesis aunque muy libremente interpretado.

5. En todo caso las críticas que el autor de El criticón desprende, a lo largo del relato de lo que sus viajeros han podido ver y experimentar, son de muy diverso orden y, además, sólo algunas son explícitas mientras que otras, y no las menos importantes, son implícitas.

Hay críticas a opiniones, creencias; pero críticas que no tienen el sentido de una «refutación escolástica» cuanto el de un análisis (ideológico, diríamos hoy) de los intereses que actúan tras esas opiniones, creencias, lugares comunes o dogmas de fe, por ejemplo, las creencias que las «naciones», España, Francia, Italia y Alemania, suelen mantener sobre sí mismas. Y hay un intento de juicio comparativo y objetivo fundado sobre los efectivos «rendimientos» históricos de esas naciones. Otro tanto habría que decir de la crítica a opiniones, proyectos, &c., que se aparecen como ilusiones determinadas por intereses debidos a la edad o al temperamento (por ejemplo, la busca de la felicidad). Estas críticas de opiniones, ideales o creencias, no están formuladas (insistimos) desde la perspectiva del moralista que fustiga buscando una reforma de las costumbres o de las opiniones de los hombres; la perspectiva es la del filósofo que constata y contrasta, que «descubre leyes naturales» y que cree saber que sus críticas tendrán muy poca fuerza de convicción para quienes están sometidos a la acción de las causas que determinan tales creencias, opiniones, planes o programas. Una de las creencias dogmáticas más arraigadas entre los hombres, una creencia sobre la que se fundamentan instituciones sociales y reglas de conducta casi universales, es la creencia en la inmortalidad del alma (creencia que sólo los ilustrados más radicales o «saduceos», como Voltaire, considerarán innecesaria, para el desarrollo de una vida moral: Rousseau o Kant seguirán presentando a la creencia en la inmortalidad del alma como condición necesaria de una vida humana digna de tal nombre). Gracián, obviamente, no ataca explícitamente esta creencia. Se limita a no nombrarla. Pero, sin embargo, ofrece una versión inmanente (no trascendente) de la creencia en la inmortalidad, en los episodios finales de El criticón, al dibujar precisamente la naturaleza de la «Isla de la inmortalidad»; dibujos que de haberse traducido al método escolástico le habrían conducido no sólo al ayuno a pan y agua, sino a la hoguera.

Hay una crítica cuasi explícita, expresada a través de los juicios puestos en boca de Critilo o de algún mentor excepcional, a determinadas concepciones antropológicas vigentes en la época y, desde luego, con las debidas transformaciones, en el presente. Señalaríamos principalmente, la crítica al calvinismo, que en su época representaba un peculiar humanismo en el modo de juzgar a los hombres, como sujetos que debieran ser considerados disociados de sus obras. Porque la disociación del hombre respecto de sus obras conducía al calvinismo y a las sociedades calvinistas, a una renuncia a juzgar a los hombres a fin de no interferir con el único juicio legítimo, el de Dios. Pero el modo escéptico del humanismo calvinista (cuya alianza con el fideísmo y con el fanatismo fue puesta de manifiesto por Max Weber) se transformará paulatinamente en un modo dogmático del humanismo calvinista, que sigue disociando al hombre de sus obras poniendo la dignidad del hombre y su justificación, y aun posteriormente la fuente de los derechos humanos, en el hecho mismo de «ser hombre» cualesquiera que sean sus obras (las obras del criminal más horrendo no afectarán a la sustancia de ese hombre, siempre recuperable y «reinsertable» como dicen hoy los jurisperitos); las formas de vida –las culturas, decimos hoy– de los hombres han de ser respetadas por el simple hecho de ser obras del hombre. A lo sumo, se mantendrá el criterio de la buena intención hacia la obra, no hacia la obra misma, el criterio (kantiano) de la buena voluntad. Pero El criticón de Gracián nos parece ante todo una crítica constante a este humanismo metafísico que disocia al hombre de sus obras y que identifica al hombre con la persona humana. Gracián, como Cervantes, mantendrá la perspectiva crítica desde el «operacionismo católico», según el cual, en palabras de Don Quijote, el hombre es «hijo de sus obras» y hay que juzgarle por ellas y ni siquiera por sus intenciones. Porque el hombre no es, por sí mismo, fuente de derechos, sino sobre todo de deberes, y no todos los hombres ni todas las naciones son iguales. Contra este humanismo metafísico o acrítico, que nuestro presente ha reivindicado ampliamente, habría escrito Gracián El criticón. Hasta el punto de que Gracián, en contra de todo humanismo, ni siquiera considera personas a los hombres por el hecho de serlo. Por de pronto, sólo cuando hablan y de cierto modo, pueden las bestias convertirse en personas.

En tercer lugar, El criticón, ejercita implícitamente, como hemos dicho, la crítica al método escolástico doctrinal de establecer la doctrina De homine, en cuanto además presupone la doctrina De Deo y la doctrina De Natura. Y esta crítica al método escolástico no puede ser sólo formal: está enteramente intrincada con la materia de referencia. Si el hombre, como persona, sólo puede juzgarse in media res, a partir de sus obras, poco sentido podrá tener el descansar en proposiciones generales del estilo de aquellas que llenaban los libros De anima que, a partir de Christian Wolff, constituirán la Psicología racional. El único método practicable sería el que parte de sus obras, es decir, del análisis de aquello que los hombres han realizado históricamente como tales hombres e inmersos en sus naciones respectivas. En este sentido, cabría afirmar que El criticón mantiene antes que una perspectiva psicológica una perspectiva histórico política.

 
IV. El contenido crítico-doctrinal de El criticón

1. Si nos atenemos a lo que venimos diciendo acerca de la naturaleza del método crítico de Gracián en su obra capital, tendremos que reconocer que el objetivo de esta última sección de nuestro Ensayo, tal como se expresa en su rótulo («El contenido doctrinal de El criticón») no puede ser otro sino el de intentar «traducir» las ideas de Gracián al «discurso doctrinal» escolástico. Intento que podrá parecer vano y aún absurdo, desde la perspectiva de Gracián, si es que tales ideas sólo pueden ser expuestas a través del método que se juzgó proporcionado a ellas. Ello no significaría que la única forma de proceder fuese la de la lectura y relectura de la obra maestra, porque siempre estaría abierta la posibilidad de las paráfrasis y de los comentarios.

Sin embargo, no por ello habría que condenar a priori, como absurdo o vano, el intento de una traducción de resultados obtenidos por el método dramático a proposiciones ofrecidas según un método disertativo; es suficiente que esa traducción no sea enteramente gratuita. Aunque sea empobrecedora, incluso distorsionada, si no son arbitrarias todas las correspondencias que esa traducción establece, algo tendrá que significar el empeño, aunque no sea más que la acentuación del contraste entre ambos métodos que nos son presentados como inconmensurables.

2. Las primeras «correspondencias» que consideramos necesario establecer son las que puedan mediar entre las materias tratadas en El criticón y las materias tratadas en las obras de filosofía «sistemática» y, ante todo, las de las obras coetáneas, como puedan serlo los tres tratados de filosofía especial que desde Francisco Bacon (que recogía por lo demás, tradiciones precedentes, incluida la Summa Teológica de Santo Tomás) se denominarían durante algún tiempo De Homine, De Natura y De Numine. San Agustín ya había declarado que sólo le interesaban dos cosas: Dios (es decir: De Numine) y el alma (es decir, De Homine); pero su mismo interés le llevaría a ocuparse también por la «obra de los seis días», es decir, por la Naturaleza, puesto que sólo a través de ella la relación entre Dios y el hombre, en cuanto criatura, podía ser establecida. La distribución de la Realidad en torno a estos grandes núcleos es propia del creacionismo cristiano (y de sus antecedentes judíos); es ajena a las «distribuciones de la Realidad» practicadas por las diversas escuelas griegas. Santo Tomás consolidó esta estructuración trimembre de la Realidad y Francisco Bacon no hizo sino conferirle un estatuto peculiar como «filosofía particular» que, sin embargo, habría que entender como envuelto por una «filosofía general». Una «filosofía general» que, por otra parte, procedía también de la época medieval, de Gundisalvo, muy principalmente y, a la vez, anticipaba lo que poco después se denominaría ontología o metafísica general.

Es obvio que en El criticón no encontramos materia susceptible de ser puesta en correspondencia con la «filosofía general». La materia de El criticón se corresponde principalmente con la materia del De homine de Bacon (que, por cierto, también mantuvo una voluntad «naturalista» que le impulsaba a interesarse tanto por las situaciones monstruosas, por las miserias de lo humano, como por las situaciones de excelencia o prerrogativas). Andrenio, en efecto, es el hombre (ander); sólo que un hombre que por sí solo no puede desenvolverse porque necesita otros hombres, es decir, por estar inmerso en grupos o naciones o repúblicas constituidas por gente de diferente edad, que son las que ofrecen la materia de la historia.

Pero esto no significa que El criticón pueda mantenerse al margen de la Naturaleza o de Dios. Gracián, en su «estudio del hombre» presupone constantemente y aun explícitamente una «doctrina sobre Dios» y una «doctrina sobre la Naturaleza». Lo que ocurre es que estas doctrinas están concebidas desde el Hombre. Nosotros diríamos: desde el espacio antropológico. Gracián no comienza por la teología y por la filosofía natural: comienza in media res, como ya hemos dicho, por el hombre, y por el hombre ya maduro (Critilo). Pero es el círculo de lo humano el que le lleva en el regressus a tomar en cuenta a la Naturaleza y a Dios. Pero ese Dios y esa Naturaleza no serán consideradas como si fueran entidades previas al hombre, sino como realidades «antrópicas» que se nos imponen desde el proceso mismo del discurso de la vida humana, desde el espacio antropológico que el materialismo filosófico considera estructurado según tres ejes: circular, radial y angular. Ahora bien, si el De Homine de Gracián puede ponerse en correspondencia con el eje circular y el De natura, con el eje radial, en cambio el De Deo (al menos el Dios de la ontoteología) no se corresponde ya con el eje angular, porque el eje angular comprende sólo númenes finitos, y por ello, el tratado sobre Dios, la teología natural, no tiene nada que ver con la religión (al menos cuando nos mantenemos en las coordenadas de El animal divino). La religión (primaria o secundaria) no puede definirse en el contexto de las relaciones de «religación» entre el Hombre y Dios (el Dios de la teología natural), sino en el contexto de las relaciones de los hombres con los númenes corpóreos finitos. Y esto nos obliga a poner en correspondencia con el eje angular todo cuanto Gracián pueda decir acerca del Corpus Christi. Pues es aquí, en donde lo numinoso aparece en figura corpórea y finita. La interpretación del dogma de la Eucaristía es por ello el mejor criterio para establecer la diversificación que la Reforma estableció entre las Iglesias protestantes (y el cartesianismo arrastrado por ellas) y la Iglesia católica. El dogma de la Eucaristía no puede ser considerado como cuestión de teología dogmática ajena a la filosofía escolástica; semejante consideración podría mantenerla el creyente con la «fe del carbonero». Pero lo que caracteriza a la Iglesia católica es la teología, y en particular, la teología de la Eucaristía, es decir, la interpretación del pan divino a través de una ontología capaz de asimilarlo, transformando con ello, sin duda, su contenido mítico, pero a la vez incorporándolo a una ontología materialista ejercitada que además dará paso a la ciencia moderna, según hemos dicho antes. El análisis de El comulgatorio de Gracián, que Fernando Pérez Herranz nos ha ofrecido en estas mismas Jornadas, corrobora y profundiza esta interpretación. El protestantismo, o el cartesianismo, intentaron resolver la contradicción representada por la Eucaristía negando, sin más, la naturaleza divina del pan y vino eucarístico, por medio de la teoría de las especies intencionales; pero con esto demostraban que la ontología desde la que operaban no era tanto de signo materialista cuando espiritualista-idealista. Sólo quienes presuponían en serio la presencia real de Cristo en la Hostia consagrada tendrían que «ensanchar» su ontología a fin de poder dar cabida en ella a una evidencia –la presencia real– que se realimenta y se transforma con esa nueva filosofía.

3. Las ideas sobre Dios y sobre la Naturaleza que parecen estar actuando en El criticón no son extrínsecas a su material propio (el De Homine) sino que contribuyen a su constitución como tal materia concebida como un proceso dado en desarrollo y, por cierto, no tanto lineal cuanto cíclico, «revolucionario» (la rueda del tiempo).

Si mantenemos la confrontación de las ideas de Gracián, según las cuales se estructura El criticón, con la organización de la filosofía moderna cristalizada en el De augmentis de Bacon (y posteriormente de Wolff), acaso tendríamos que concluir que la filosofía general o la ontología general habría que ponerla en correspondencia, precisamente, con la teología natural, precisamente, con la Idea de Dios tal y como Gracián la trata. No encontramos en Gracián indicios de una disposición hacia la Metafísica general al estilo escolástico (Suárez o Hurtado de Mendoza), tampoco podemos afirmar que el tratamiento de la Idea de Dios en El criticón sea el acostumbrado en las exposiciones escolásticas de la teología natural. Y, entonces, la crítica filosófica implícita a la escolástica que en El criticón estaría ejercitándose, sería, ante todo, la crítica a esta Metafísica general en cuanto separada de la Teología. Crítica que, por otra parte, estaría en línea con la doctrina suareziana de la analogia entis, a saber, la interpretación de la analogía del ser («ser común») en términos de analogía de atribución, cuyo primer analogado será Dios, que es quien comunica el ser a todos los demás seres, en cuanto son criaturas suyas. Por tanto, un Dios que, en cuanto ser, sólo puede manifestarse en su progressus hacia el Mundo (lo que equivale a ejercitar la inversión teológica). Desde este punto de vista podríamos ver a Gracián como un crítico que está enfrentándose principalmente con las tendencias neoplatónicas, presentes en el creacionismo cristiano (y que se desarrollaron en la teología musulmana) y que se orientaba a la inmersión del mundo y del hombre en la Divinidad (es decir, en el espiritualismo idealista que Berkeley, y en parte Malebranche, expusieron en su forma más radical). Un idealismo que, en cuanto negaba la existencia del mundo exterior pudo ser considerado (por Jacobi y otros) como nihilismo. La crítica de Gracián al método escolástico tendría que ver, entonces, con la crítica a la Metafísica general abstracta que diluye a Dios, al Mundo y al Hombre en el Ser; tiene que ver con una inversión teológica, que concibe a Dios en cuanto creador del Mundo, como si fuese un Dios aristotélico que se hubiera transformado en creador de un Mundo que ya está proyectado por él y, sobre todo, de un Dios trinitario capaz de hacerse hombre, es decir, carne, en el Corpus Christi: un hombre que, por ello mismo, habrá que situar en la jerarquía del mundo en un puesto superior al que corresponde a los ángeles y a los arcángeles, a los querubines, a los serafines. Un Dios que, en todo caso, está más próximo al Dios de Espinosa que al Dios de Descartes. Pero, en todo caso, un Dios único, que permitía seguir alimentando una visión monista de la Realidad, y no una visión materialista en el sentido del materialismo ontológico general.

El Dios que actúa en El criticón es el Dios creador, autor de la Naturaleza y del Hombre; no es el Dios de la revelación, el Dios de la Gracia (en El criticón no se cita jamás ni a Adán ni a Cristo). Es un Dios muy próximo a ese Dios moderno que ha experimentado la inversión teológica. En todo caso el Dios de Gracián no interviene en el mundo ni en el hombre, porque en cierto modo es el mundo y el hombre mismo, o por lo menos está en conexión continua con ellos. En realidad, la ciencia de visión, a la que hemos aludido anteriormente, constituye una apelación a ese Dios que está contemplando «intemporalmente», desde lo eterno, al mundo y al hombre; un Dios que viene a ser Gracián mismo, si no omnisciente, sí dotado de la ciencia de visión de la que hemos hablado. Un Dios que, en cuanto autor de la Naturaleza, se constituye en garante de su misma estabilidad.

Porque la Naturaleza que Dios ha creado no parece ser efímera, casi una nada, res nata, tal como la vería, pocos años después, su paisano Miguel de Molinos, sino una realidad inabarcable. Todo parece como si Gracián hubiera compartido la visión tomista de una Naturaleza creada sin duda por Dios pero, si no ab eterno, sí desde el principio de los tiempos y con una duración indefinida asegurada: es decir, la visión más próxima posible, desde el creacionismo cristiano, a la visión pagana de Aristóteles.

4. El hombre, tal como es visto por El criticón, no es por tanto un ser desgajado de la Realidad; pero las realidades que lo envuelven, Dios y la Naturaleza, parecen estar a su vez concebidas de manera que sus intervenciones particulares en el curso del desarrollo cíclico de los hombres puedan quedar reducidas a cero. Los hombres se despliegan en la Naturaleza, en la Tierra, calentada e iluminada por el Sol, que parece haber sido creado ab eterno por Dios. Pero su despliegue es inmanente puesto que los hombres se mueven siempre en el recinto que les es propio y cuando alcanzan (no todos) la inmortalidad no por ello se elevan al Cielo, saliendo fuera de la Tierra, sino que se transforman en ciudadanos de la Isla de la inmortalidad, que parece estar situada más cerca de la Tierra que del Cielo. En cualquier caso, esta Isla de la inmortalidad no tiene nada que ver con las ínsulas utópicas de Tomás Moro o de Campanella. La Isla de la inmortalidad que Gracián nos presenta no es el ideal de una sociedad feliz y justa del futuro ofrecida a los hombres, sino que representa sólo el ideal para los individuos humanos que quieren alcanzar la inmortalidad. Pero esta inmortalidad tampoco tiene nada que ver con una vida trascendente, puesto que mantiene su «fidelidad a la Tierra». Es una inmortalidad que se sustancia y se resuelve en el seno mismo de la humanidad mortal, y existe a través de ella. Es la inmortalidad de la fama. En el último episodio de la obra (III, XII) el Inmortal explica claramente cuál es la diferencia entre la vida humana, tan breve, y la vida larga de otros vivientes, plantas o animales, a los que el hombre podría envidiar, como el roble o la palma, o el águila y el cuervo. Descontento, el hombre llegó a dar quejas al Hacedor supremo y este respondiole: «¿y quién te ha dicho a tí que no te he concedido yo muy más larga vida que al cuervo y que al roble, y que a la palma?… Advierte que está en tu mano el vivir eternamente. Procura tú ser famoso obrando hazañosamente, trabaja por ser insigne, ya en las armas, ya en las letras, ya en el gobierno; y lo que es sobre todo, se eminente en la virtud, se heroico y serás eterno, vive a la fama y serás inmortal. No hagas caso no de esa material vida en que los brutos te exceden, estima así la de la honra y la fama. Y entiende esta verdad, que los insignes hombres nunca mueren».

Sin embargo, se diría que Gracián, cuando está hablando en estos términos, se refiere a la condición necesaria de la fama, como si sobreentendiera la definición consabida clara notitia cum laude. La fama requiere como condición necesaria el cum laude; el nombre sin laude de un asesino o de un vil artista, es popularidad, no fama. Pero el cum laude es para Gracián, parece, sólo condición necesaria de la fama que confiere la inmortalidad, pero no es condición suficiente, porque se necesitan además quienes den la clara notitia. Y para esto es preciso recurrir a un licor admirable y maravilloso. La inmortalidad se consigue en efecto mediante este licor que se vende en una botica que no llevaba letrero y que es frecuentada por hombres tan famosos como Alejandro, los dos Césares, Julio y Augusto, y otros de esta parte, y los modernos «el invicto señor don Juan de Austria». Leemos en la crisi XII de la primera parte: «Mucha gente solicitaba este licor. —Decidme señor ¿no habrá para nosotros siquiera una gota? —Si la habrá, conque deis otra. —¿Otra de qué? —De sudor propio, de tanto cuanto uno suda y trabaja, tanto se le da de fama y de inmortalidad». Y poco después nos revela la composición de este licor eterno, que Critilo ha logrado recoger en una redomilla: «Y cuando creyó sería alguna confección de estrellas o alguna quintaesencia de lucimiento del Sol, o trozos de cielo alambicados, halló que era una poca tinta mezclada con aceite». Quiso arrojarla, pero el genio le dijo: «No hagas tal y advierte que el aceite de las vigilias de los estudiosos y la tinta de los escritores, juntándose con el sudor de los varones hazañosos y tal vez con la sangre de las heridas, fabrican la inmortalidad de su fama. De esta suerte, la tinta de Homero hizo inmortal a Aquiles, la de Virgilio a Augusto, la propia a César, la de Horacio a Mecenas, la del Jovio al Gran Capitán, la de Pedro Mateo a Enrique IV de Francia». Y por ello, cuando en el último episodio (III, XII) el Inmortal muestra a Critilo y a Andrenio un mar de aguas negras y oscuras en cuya orilla está el Templo de la Fama, vuelve Gracián a remachar su idea diciéndonos que está muy lejos este mar de ser el Golfo del Olvido (en donde desagua el Leteo) por cuanto es el mar de la memoria, y perpetua. Sus aguas están tan denegridas «porque ese color proviene de la preciosa tinta de los famosos escritores que en ella bañan sus plumas… y es tal la eficacia deste licor que una sola gota basta a inmortalizar a un hombre, pues un sólo borrón que echaba en uno de sus versos Marcial pudo hacer inmortal a Partenio y a Liciano (otros leen Liñano) habiendo perecido la fama de otros sus contemporáneos porque el poeta no se acordó de ellos».

Es muy probable que Gracián esté ironizando críticamente en torno a la naturaleza de esa Inmortalidad de la fama a la que, al parecer, aspiran los hombres insignes. Pero lo cierto es que, con ironía o sin ella, Gracián está ofreciéndonos de hecho lo que, a su juicio, sería la única inmortalidad efectiva («positiva»), la inmortalidad de la fama. De la inmortalidad sustancial o metafísica nada nos dice, salvo que queramos leer entre líneas un desprecio epicúreo por esa «material vida [más duradera que la humana] en que los brutos te exceden».

Y aún en el supuesto de que Gracián se mantuviera firmemente arraigado en las creencias cristianas sobre la inmortalidad, su crítica podría considerarse dirigida contra todos aquellos que ven en la inmortalidad una vida en la que las figuras de la Tierra habrían de desaparecer (incluso los sexos, en la tradición de Máximo el Confesor) ante el Leteo luminoso de la presencia divina. Lo que Gracián estaría entonces diciéndonos es que la vida eterna no podía concebirse como una vida «vuelta de espaldas a la Tierra» y liberada de ella, sino que tendría que contener también la vida temporal, tal como se contiene en la ciencia de visión y en la ciencia media divinas. Porque si los hombres resucitan con sus cuerpos y almas, también en la eternidad tendrían esos cuerpos de algún modo que estar presentes, con todos los demás cuerpos que les rodean y, entre ellos, el cuerpo de Cristo que está en la Hostia terrenal de modo real, y no sólo como signo o significante alegórico, sino como significado, como subrayaron enérgicamente también, frente a los anglicanos o a los cartesianos, todos los grandes pensadores españoles de la contrarreforma, entre ellos Suárez y Calderón.

3. La concepción filosófica del hombre que le cabe atribuir a Gracián en El criticón, sobre todo cuando habla por boca del Cortesano, sólo puede parecer pesimista –algunos dirán: una muestra más del pesimismo de aquellas generaciones de españoles que, en los días en que ya veían la declinación del Imperio, subrayaban la doctrina heredada del pecado original de la tradición judaica y pensaban, con Segismundo, que el delito mayor del hombre es haber nacido– a quienes con ojos cristianos contemplen el mundo como la obra maestra que Dios ofreció a los hombres para su disfrute, sin olvidarse de que el pecado original ya encontró remedio en el agua del bautismo.

Sin embargo, si contraponemos la filosofía cortesana de Gracián al nihilismo de Molinos –para quien el mundo y el hombre realmente existentes son inmundicia o, diríamos por nuestra parte, basura– la interpretación pesimista de Gracián parece que ha de ser enérgicamente corregida. El criticón no nos ofrecería tanto una visión pesimista de la vida humana cuando una visión crítica de aquella tradición optimista que iba a encontrar, ya en 1666 (por cierto el año del incendio de Londres), pocos años después de la publicación de la tercera parte de El criticón (1657), su expresión más radical y desaforada en el optimismo metafísico de Leibniz (Dissertatio de arte combinatoria… Praefixa est Synopsis totius Tractatus, & additamenti loco Demonstratio existentiae Dei, ad Mathematicam certitudinem exacta, 1666).

El hombre vive entre apariencias, ilusiones, mentiras; pero en todo caso vive ante la realidad de la muerte. Gracián parece tener en cuenta muchas de las consecuencias que estarían contenidas entre estos dos aspectos de la vida humana, porque la prolepsis de la muerte es lo que en cierto modo convertiría automáticamente todo proyecto de la vida en ilusorio y vano: «Plausible resolución fue la del rey Néstor de quien se cuenta que habiendo consultado los Oráculos acerca de los plazos de su vida y habiéndole sido respondido que aún había de vivir mil años cabales, dijo él: pues no hay que tratar de hacer casa. Instando sus amigos que no sólo casa, pero un palacio, y no sólo uno, sino muchos, para todos tiempos y pasatiempos, respondió: ¿Para solos mil años de vida queréis que me ponga ahora a fabricar casa? ¿Para tan poco tiempo un palacio? ¡Eh! Que bastará una tienda o una barraca donde me aloje de paso, que sería calificada locura tomar el vivir de asiento». Difícilmente, diríamos por nuestra parte, podría encontrarse a la muerte una razón formulable en términos de la ciencia divina de simple inteligencia: «muere el hombre cuando había de comenzar a vivir, cuando más persona, cuando ya sabio y prudente, lleno de noticias y experiencias, sazonado y hecho, colmado de perfecciones, cuando era además utilidad y autoridad a su casa y a su patria: así que nace bestia y muere muy persona. Pero no se ha de decir que murió ahora, sino que acabó de morir, cuando no es otro el vivir que un ir cada día muriendo».

Ahora bien, el hecho de que la muerte parezca absurda, aunque sobrevenga a todo el mundo, a roso y a velloso, de modo aleatorio (es un error, observa Gracián, coincidiendo con una observación de Montaigne, hablar de «muerte natural» refiriéndola a los viejos, puesto que el mayor número de muertes se produce entre niños y jóvenes), no quita que sería mucho más absurda si afectase únicamente a determinadas edades, viejos o jóvenes, o a determinadas condiciones, ricos o pobres, sanos o enfermos. Al ser aleatoria, habrá que contar con ella como un constitutivo natural, como una ley, que sólo desde presupuestos pesimistas (aquellos desde los cuales Schopenhauer leía a Gracián) conducirán a la consideración de cualquier proyecto de vida como efecto de una representación ilusoria de una Voluntad metafísica. Y no parece que Gracián se sitúe en esta perspectiva. ¿Cómo explicar, si no, sus referencias a Epicuro, a quien considera junto con Platón y aún con Demócrito (el que ríe) uno de los más grandes hombres que merezcan recordación? Pero Epicuro –y Gracián no podía ignorarlo, aunque pudiera mucho menos manifestarlo– es el gran hombre que nos ofreció un tetrafármaco en el que figuraba el célebre remedio: «Recuerda que cuando la muerte existe no existes tú, y cuando tú existes, no existe la muerte». Gracián añadirá otro fármaco inesperado, orientado a aplazar indefinidamente esa existencia de la muerte: es el licor de la inmortalidad, licor que, por cierto, no consiste en agua bautismal, sino en esa mezcla de tinta y aceite que forman parte del recado de escribir.

Luego la vida humana, aun siendo mortal, es algo más que una nada, res nata; las apariencias ilusorias que la envuelven son parte intrínseca suya, son su circunstancia, pero no constituyen su sustancia. El siglo no es de oro, sino de lodo, de inmundicia, de basura, de muladares dorados: al cabo todo hombre es barro. Sin embargo, no carece de valor. Además, el «discurso de la vida» tiene una ley interna de desarrollo sometida a la Rueda del Tiempo. Unas naciones suceden a otras en esplendor y en poder pero ello no les confiere una primacía absoluta; todo puede cambiar y volver en un eterno retorno, según la Rueda del Tiempo.

Esta ley del desarrollo del «discurso de la vida» contiene algo similar, como hemos dicho, a lo que más tarde definiremos como «ley de la recapitulación» de las edades de la Humanidad en las edades del individuo humano, que también nace bestia hasta que consigue hablar, sin que por ello el hombre deje de ser lobo para el hombre (Gracián sigue aquí a Plauto, no a Hobbes). Aunque el ritmo de estas edades es establecido, a lo largo de la obra, según diferentes criterios (septenarios, siglos…), prevalece el ritmo cuaternario que es el ritmo de las estaciones del año (primavera, verano, otoño e invierno) y el ritmo de las edades (infancia, juventud, madurez, vejez) que Gracián refunde, como tantas veces se han refundido antes y después de El criticón. La misma estructura de la obra está organizada según estas cuatro fases encubiertas por la división editorial en las tres partes que se publicaron sucesivamente en 1651, 1653 y 1657. Pero habría que tener en cuenta que en la primera parte se comprenden las dos primeras épocas del «discurso de la vida» (contadas desde la perspectiva de Andrenio, porque Critilo, que le acompaña desde el principio, vive ya en una fase de madurez); y que la segunda y tercera parte fueron inicialmente proyectadas para un único volumen.

Por último: ¿quiso llegar Gracián en El criticón a ofrecer una «crítica a toda revelación», en la línea de Espinosa, ofreciendo una visión de los hombres como si ellos estuvieran movidos únicamente por causas naturales, y no sobrenaturales? Por nuestra parte, nos atrevemos a responder afirmativamente, sin por ello entrometernos en un juicio relativo a las creencias subjetivas del propio Gracián, a sus juicios sobre la influencia que la Gracia sobrenatural pudo tener, a través de la teología dogmática, en el «discurso de la vida»; y sobre todo habría que tener en cuenta hasta qué punto la incorporación de los dogmas aparentemente más irracionales del catolicismo por la teología dogmática y por la filosofía a que ella abrió camino ofrecían un concepto de Naturaleza mucho más amplio que el de Naturaleza mecánica cartesiana, un concepto de Naturaleza que estaba mucho más cerca de Newton (del Newton que concibe al espacio como «sensorio de Dios»).

Aun suponiendo que Gracián hubiera mantenido vivas sus creencias religiosas, podríamos entender su proyecto crítico naturalista a la luz de una regla que él mismo hace suya en su Oráculo manual, la regla 251, una regla que dio San Ignacio. Y que se aplica, por cierto, muy bien, a los procedimientos característicos de la teología dogmática propia del catolicismo: «Hay que usar los medios humanos como si los divinos no existieran, y los divinos, como si no existieran los humanos». Y dice Gracián: «Es una regla de un gran maestro. No hay que añadir comento». Es, entre los trescientos aforismos del Oráculo, el único sin glosa.

Gustavo Bueno Martínez

[ Versión corregida de la publicada en Baltasar Gracián: ética, política y filosofía, Actas del Congreso “Ética, Política y Filosofía. En el 400 aniversario de Baltasar Gracián” (Oviedo, 23 y 24 de noviembre de 2001), Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2002, páginas 137-168. ]