Gustavo Bueno
Jesús Mateo. La determinación
(Matador, revista de cultura, ideas y tendencias, volumen quinto, La Fábrica, Madrid 1999, páginas 25-26.)
En Jesús Mateo creo ver un prototipo genuino de lo que podríamos llamar la voluntad artística. Dicho de otro modo, es la idea de “voluntad del artista” la que se nos manifiesta de un modo muy claro a través de un hombre cuya vida, en toda su primera juventud, se nos muestra como consagrada a la realización de una obra de arte de grandes vuelos, de una obra de proporciones gigantescas: El “envolvimiento interior”, mediante una inmensa pintura mural de 1.500 m², del templo herreriano de San Juan Bautista, ya desacralizado. Un templo que, con sus cinco siglos de existencia, mantiene, sin embargo, intacta la firmeza de su fábrica en Alarcón, en el centro de uno de los más imponentes paisajes que nos ofrece España por la parte de Cuenca.
Jesús Mateo concibió su proyecto poco después de cumplir los veintidós años. Pronto, sus primeros bocetos interesaron a muy diversas gentes –pintores, músicos, escritores, hombres de negocios, hombres cualquiera–, que se mostraron dispuestos a apoyar su proyecto. Muy pronto, también o, por lo menos, no muy tarde, consiguió el patrocinio formal de la UNESCO. Al cabo de casi siete años de trabajo esforzado parece que la obra de Mateo en Alarcón podría considerarse finalizada en el año 2000. La voluntad del artista es la que ha mantenido vivo tan sostenido esfuerzo de todos quienes le rodean, y, por tanto, de él mismo.
¿No sería preferible hablar, en lugar de la “voluntad artística”, de la “pasión artística de Jesús Mateo”? No necesariamente, y, por mi parte, prefiero hablar, en este caso, de “voluntad”. Porque, sin duda, hay artistas apasionados, creadores de grandes obras; a ellos tuvo Hegel en su cabeza cuando afirmó que “nada grande puede hacerse en la historia sin pasión”. Pero también es cierto que podemos encontrar a grandes artistas que no tienen por qué ser considerados como apasionados, al menos si entendemos el carácter de “apasionado” en su sentido más preciso, el que alcanza en la “teoría de los caracteres” (tan entretejida con la teoría antigua de los temperamentos). Para utilizar la conocida tipología de Heysmann, habría que decir que, además de los artistas apasionados, existen y han existido también grandes artistas flemáticos, o coléricos, o nerviosos, o sentimentales. Picasso fue, seguramente, un apasionado, pero Leonardo fue, al parecer, un sentimental, y Van Gogh un nervioso.
Según esto, lo importante en el artista, cualquiera que sea su carácter, es su voluntad artística, la que lo determinará inexorablemente, a través de su carácter, y mediante el gobierno del mismo, a mantenerse firme durante el largo proceso de la preparación y ejecución de su obra. La voluntad artística tendrá unas veces que enfriar, si es preciso, la pasión que pueda poner en peligro la obra arrasando sus proporciones, y tendrá otras veces que elevar la temperatura del flemático cuando éste tome excesivas distancias respecto de su proyecto. La voluntad artística tendrá que sujetar las fluctuaciones de un artista dotado de temperamento nervioso, y deberá moderar la ira atrabiliaria del artista con un temperamento colérico. En todas las situaciones es la voluntad artística la que determina al artista a mantenerse en su proyecto.
Y como la “creación” de la obra de arte implica operaciones referidas a entidades corpóreas, operaciones de separar y juntar las partes y componentes de un material corpóreo dado (¿o es que cabe hablar de obra artística incorpórea, intangible e invisible?), la creación artística habrá que considerarse como el ejercicio mismo del logos, es decir, de la razón compositiva y divisiva. La creación artística implica un proceso de estirpe lógica, apolínea, y por ello requiere la intervención de una voluntad práctica, de la voluntad artística, cuya naturaleza es lógica (para decirlo con palabras griegas) o racional (si queremos decirlo con palabras latinas).
En cualquier caso, la condición lógica, “apolínea”, que atribuimos a la voluntad artística en cuanto voluntad práctica o técnica que determina llevar adelante la obra, no excluye los presupuestos protológicos, “dionisiacos”, preferirían llamarlos otros, dentro de los cuales brotan los materiales que tendrán que ser moldeados por la propia voluntad artística. Estos materiales han de serles dados al artista, porque él no crea ex nihilo, y él mismo resulta de la confluencia de muy diversas corrientes, las que proceden de las fuentes de la subjetividad y las que proceden de las cosas objetivas mismas. En esta confluencia podríamos poner aquello que solemos designar como inspiración: Una “fuerza divina” o, por lo menos, previa a la misma voluntad humana, y no una técnica es lo que mueve al artista, a Ión. Una fuerza “parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llamó magnética y la mayoría heráclea”. Por cierto, que esta piedra, sigue diciendo el Sócrates platónico, “no sólo atrae a los anillos de hierro, sino que mete en ellos una fuerza tal que pueden hacer lo mismo que la piedra, o sea, atraer otros anillos, de modo que, a veces, se forma una gran cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A todos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra”. Una “fuerza divina” ha movido también, sin duda, a la voluntad artística de Jesús Mateo, y se ha transmitido a cientos de personas. Más de novecientos hombres y mujeres “repartidos por toda España y varios rincones del mundo” se han asociado en una gran cadena de anillos anudados para apoyar el proyecto de Alarcón, en un mecenazgo popular que tiene como divisa: “Lo haremos entre todos.” A todos les viene la fuerza que les sustenta de esa “fuerza divina”, y no de la técnica, que movió la primera piedra, al artista, a Ión, a Jesús Mateo.
Pero, no por ello el artista es creador. Ni el impulso inicial es suyo, en tanto que no ha sido creado por él, ni es creación suya ex nihilo su obra. El impulso inicial le es dado como una Gracia, que le confiere la energía y la fe suficiente para emprender su obra; pero la obra no es algo que él “lleve dentro”, como esa estatua que tantos escultores dicen llevar en su interior, a la espera de darla a luz, de sacarla fuera de sí mismos. Ni la escultura, ni la pintura, pueden alojarse en un interior humano porque sólo existen fuera del artista, precisamente en el mundo exterior que le rodea.
A este mundo exterior ha de ir orientada toda actividad del artista. Las morfologías que él descubra no serán morfologías creadas, sino obtenidas a partir de materiales dados al artista. Por ello, la fe inicial del artista en su proyecto, una fe inspirada, como hemos dicho, por la Gracia, nada puede significar al margen de las obras realizadas a partir de las otras obras de partida. Sólo las obras son las que justifican o salvan al artista cuando este comience a actuar movido por el impulso inicial de un conocimiento práctico de lo que puede llegar a ser dependiendo de su propia operación. Algo así enseñó sobre la ciencia media un ilustre teólogo compatriota de Jesús Mateo, nacido también en Cuenca, Luis de Molina. El artista, en calidad de demiurgo, no puede tener una ciencia perfecta de la obra que está creando, porque ésta depende de sus propias operaciones; ni puede tampoco esperar a que la obra acabe, para conocerla. Debe tener de ella una “ciencia media”, en algún sentido. Por ello, podría decirse que en la obra de arte, como ocurre con las obras de ciencia, solamente cuando los resultados hayan sido “justificados”, podremos hablar retrospectivamente de su “descubrimiento”: No puede hablarse del descubrimiento de una verdad hasta que esta verdad haya sido justificada, demostrada. La Teología católica venía a enseñar algo similar. La fe del artista en su obra, antes de que ésta haya sido realizada, sólo a través de la “ciencia media” de su propia obra, puede constituirse como fe efectiva, y como Gracia eficaz.
Es, por tanto, la voluntad del artista, como voluntad práctica, técnica y lógica, la única palanca que puede hacer suyo ese impulso inicial. Esto es lo que queremos decir al afirmar que la voluntad artística, en cuanto voluntad práctica, constituye la sustancia misma de la personalidad del artista. Sólo la voluntad, como impulso práctico, técnico o racional, puede lograr que los materiales que le son dados al artista tomen la forma de la obra de arte. Aunque los materiales estén ya dispuestos antes de recibir la forma, nada tienen todavía que ver con la obra terminada, y es la voluntad el único motor que determinará que los materiales acumulados, preparados acaso de un modo sobreabundante, puedan transformarse en una obra efectiva, una obra realmente nueva. Y, precisamente, porque no es una creación, sino porque parte de obras maestras ya conformadas. Obras que el artista tendrá que comenzar por destruir para proporcionarse, con sus fragmentos o partes formales, los materiales a partir de los cuales podrá ir tomando forma la obra proyectada.
Por eso, la voluntad del artista tendrá que vencer, ante todo, la resistencia que las obras maestras oponen a ser trituradas, y trituradas o analizadas en sus partes formales, enteramente nuevas, porque nadie, ninguna “ciencia divina”, pudo haberlas previsto con anterioridad. Son partes formales imposibles de definir antes de que la obra haya sido despiezada. La silueta de una víscera, y aun la propia víscera, es indeducible del embrión inicial del organismo del que forma parte.
A la resistencia del todo a ser descompuesto en partes formales indeducibles habría que añadir la resistencia que los intérpretes de las obras maestras opondrán a todo aquel que se atreva a triturarlas, y aun a modificarlas. Sólo una voluntad firme podrá remontar esas resistencias.
Jesús Mateo, se dice, “sigue un proceso casi alquímico para desrealizar, para deformar, hasta el extremo deseado” las morfologías que le han sido ofrecidas. Sólo una firme voluntad, como la que Mateo nos demuestra, puede evitar el naufragio del artista en el caos que él mismo habrá producido al “desrealizar” el mundo del que ha partido, al deformarlo a fin de extraer de él los materiales que habrán de servir para su propia obra.
Estos materiales formarán el nuevo organismo, pero nada valen por sí mismos. Su valor sólo podrá ser recobrado a partir de la reconstrucción o recomposición de los materiales que el artista debe llevar a cabo. La reconstrucción, a la vez, abre un largo camino, penoso o gozoso, que sólo la voluntad del artista puede remontar. La obra no está en el caos; y la obra permanecerá infecta incluso cuando el caos empiece a organizarse mediante un proceso que no tiene por qué ser lineal: Senderos imprevistos, conexiones inesperadas, se le ofrecerán al artista y pondrán en peligro las partes mismas que ya hayan sido moldeadas. En esto residirá su libertad-de respecto de las formas que le han sido dadas, y de ahí brota el placer, y el goce creador del artista. Porque la libertad-para de su voluntad ha de mantenerse determinada o dirigida por la obra misma que está en proceso.
El artista experimentará acaso –dice Mateo– “el placer de dar vida con colores, con formas elegidas y que al mismo tiempo te eligen a ti”. Casi nada podrá haber quedado, en efecto, de las ideas iniciales a partir de las cuales comenzó a ponerse en marcha el gigantesco proyecto de Alarcón y es aquí donde sólo una voluntad de hierro puede mantener el rumbo. ¿Hasta cuándo habrá que seguir destruyendo, reconstruyendo? Todo dependerá del valor que a la obra se le atribuya en cada momento, y en relación con su culminación. Pero, ¿cómo medirlo? Es aquí donde el artista, en virtud de su libertad, se encuentra solo, por más que se sienta asistido por esa cadena de entusiastas que ha ido formando alrededor. Porque es el artista quien asume la total responsabilidad de la obra. Desde el momento que él sabe que puede alterar lo que ya está hecho en parte o en todo, según las existencias objetivas de la obra misma, no podrá alcanzar la evidencia de que la Gracia, que sólo puede proceder de la obra perfecta, le ha sido concedida para poder salvarse como artista. Deberá seguir trabajando, esforzándose, día tras día, mes tras mes, año tras año, arrastrando andamios, manteniendo las manos ágiles, cuando el aire helado comience a ascender hacia las bóvedas.
Lo decisivo es esto: Que ni la fe en sí mismo, ni el esfuerzo, ni el trabajo tenaz, ni el goce de la “creación”, justifican por sí mismos la obra. Porque ese esfuerzo, ese trabajo, ese dolor, puede ser vivido por un artista “aún no reconocido por su propia obra”; son sentimientos genéricos que desbordan incluso la esfera del arte, y se extienden a cualquier actividad humana, y aun más allá del hombre: “El dolor hace cantar a los poetas y cacarear a las gallinas.” Ni el dolor, ni el goce, ni el trabajo subjetivo, ni la duda, ni la fe, son justificantes: La justificación sólo puede venir de la propia obra, y con ella la salvación del artista en cuanto tal. De la perfección de una obra que haya alcanzado un punto de madurez tal que sea ya capaz de impedir al artista rectificar nada. Entonces, el artista, liberado de su libertad de elección, perderá su libertad para cambiar cualquier detalle de lo que ha hecho y se verá obligado a decir a cualquier crítico que le sugiera la conveniencia de alguna variación: “¿Y quién soy yo para modificar esta obra maestra?”
Hasta que llegue este momento, si llega, sólo su voluntad de acero puede mantener al artista a flote en el oleaje agitado del nuevo mundo en embrión. El artista sabe que no basta el reconocimiento que él pueda haber obtenido, o seguir obteniendo de las personas que confían en él, que tienen fe en él, y que lo juzgan favorablemente. Sabe que el reconocimiento sólo puede proceder de la obra misma que él ha creado, y de la cual habrá tenido que segregarse de un modo muy parecido (aunque desde luego no igual) a como el geómetra que, tras tortuosos caminos personales, ha logrado demostrar un teorema y mediante esa demostración él mismo queda segregado de su propio descubrimiento o invención. ¿Acaso el teorema de Pitágoras necesita seguir recordando a Pitágoras una vez que fue definitivamente demostrado? Euclides ni siquiera lo presentará en sus Elementos como “Teorema de Pitágoras”; simplemente lo designará por un número de orden, en la serie de sus demostraciones, como “Teorema 47”. Y, sin embargo, a pesar de todo, Pitágoras, segregado de la Geometría, por su teorema, volverá a ser asociado a ella por los demás hombres. El artista, segregado de su propia obra, cuando ésta haya alcanzado su perfección, volverá a ser vinculado a ella por todo aquel que sea capaz de admirarla.
Esperamos que el artista de Alarcón, Jesús Mateo, culmine muy pronto su obra y se libere de ella. Sólo cuando esto ocurra podremos comenzar los demás a encadenarlo de nuevo a ella, como su autor propio.
[En la versión de este texto recogida en Pinturas contemporáneas de Jesús Mateo, Centro de Arte Pintura Mural de Alarcón, Cuenca 2018, págs. 43-51, en las últimas dos frases del párrafo “Estos materiales…” (página 49), se ocultan los matices de “libertad” al desaparecer las especificaciones precisas “libertad-de” y “libertad-para”.]