Gustavo Bueno
Sobre la eutanasia…, conversación con Carla Fibla
12 de agosto de 1999
«La ética va orientada a mantener la firmeza del cuerpo propio o ajeno. Cuando la firmeza ajena no puede mantenerse es muy difícil decir cuándo se ha llegado al límite.»
Radical y directo. A Gustavo Bueno, ex profesor de filosofía de la Universidad de Oviedo, le interesa la eutanasia desde hace muchos años, discute a menudo con médicos, abogados, profesores… sobre el tema. Antes de empezar la entrevista advierte que él tiene mucho que decir sobre la eutanasia. Dos horas después, la capacidad de relación de una mente despierta y rápida como la de este filósofo te obliga a reconocer que podría seguir relacionando pequeños aspectos de la eutanasia durante horas. En la primera parte de la entrevista no dio ni una vuelta al azúcar del café y no se inmutó ante el cambio de luz o el frío que empezaba a notarse. Prefería seguir argumentando sus ideas.
Una visión a veces angustiosa de la relación del hombre ante la muerte hace seguirle en razonamientos complejos, pero siempre documentados, sobre la evolución de las percepciones del hombre y las reacciones que han mostrado su incapacidad para aceptar una serie de cosas y ejecutar otras.
—¿El ser humano está en constante búsqueda de la felicidad?
—Las preguntas de este tipo no son muy precisas; porque no se sabe lo que es la felicidad…
—Pero se puede imaginar qué es…
—Hay muchas concepciones de la felicidad. Por ello, decir que se busca la felicidad es como decir que se busca equis. Por ejemplo, cuando Aristóteles habla de qué es la eudemonía, la felicidad, repasa una serie de alternativas posibles. ¿La felicidad es la riqueza? No. Va descartando: ¿Es el poder? Tampoco. ¿El placer? No (en los fragmentos de Heráclito leemos que si la felicidad fuera el placer, los más felices entre los vivientes serían los bueyes cuando comen guisantes). Al final, Aristóteles termina diciendo que la felicidad «es una forma de contemplación». La felicidad es el puro conocimiento y por ello Dios sería el ser más feliz, porque el Dios de Aristóteles no se ocupa en otra cosa que en conocerse a sí mismo. Y por eso el hombre no podrá ser feliz enteramente, porque no puede agotar su vida en conocer. Basta pues recordar a Aristóteles para saber que la pregunta, ¿la gente busca la felicidad?, es una pregunta oscura, confusa y que tiene el riesgo de encontrarse con demasiadas respuestas.
—Pero la felicidad está relacionada con la calidad de vida.
—Eso de la calidad de vida es una expresión, a mi juicio, absurda. La calidad de vida es un concepto inventado, entre otros, por Galbraith. En el contexto del capitalismo, la calidad de vida está definida según los patrones propios de un modelo social determinado, y, en el caso concreto de los teóricos americanos, estos patrones vienen dados por la «sociedad de consumo». Calidad de vida es, por tanto, un concepto cuantitativo, extraído sobre la base de un prototipo considerado como el mejor: tener tal número de cuartos de baño en la propia casa, disponer de un par de automóviles, de piscina, de renta… Un concepto totalmente discutible, porque discutibles son los valores presupuestos. La vida humana no es un concepto homogéneo. La vida humana tiene muchas dimensiones (vida biológica, vida familiar, vida artística, vida profesional, vida intelectual, vida política, vida religiosa…) y muchas situaciones (vida rural, vida urbana), o muchas condiciones (entre ellas el clima) o esferas (vida maya, vida musulmana…). El concepto de calidad de vida podría tener algún sentido preciso refiriéndolo a alguna dimensión (calidad de vida artística, calidad de vida intelectual) o esfera (calidad de vida maya), pero no tiene ningún sentido hacer un promedio de todas estas diferentes calidades, puesto que los grados de calidad varían en cada caso independientemente, y a veces son incompatibles entre sí. Un promedio semejante tendría el mismo alcance que la estadística de aquel soldado de Napoleón: edad, sesenta y cuatro años; número de hijos, ocho; años de servicio al emperador, siete; batallas en las que ha intervenido, catorce; heridas recibidas, cinco; total igual a noventa y ocho. Este año he participado en un congreso de médicos. Se hablaba de calidad de vida de los enfermos, algo que tiene relación directa con la eutanasia, porque si un enfermo terminal tiene poca «calidad de vida», habrá que reducir su cantidad de vida en años para que el cociente cantidad/calidad mantenga el nivel establecido. Con la calidad de vida pasa como con la felicidad: hay que definirla previamente, y generalmente la gente repite esquemas sin pensar en lo que dice. «Calidad de vida»: todo el mundo cree entender esta frase, pero porque cada uno la entiende en función de parámetros distintos e incompatibles. Para uno será tener tres coches, una renta correlativa, criados que le limpien los coches, &c.; y si es musulmán de pro, no podrá hablar de calidad de vida sin tener un harén a su disposición. Por eso la calidad de vida se convierte inmediatamente en un ideal moral y ético (o acaso inmoral y no ético). La calidad de vida, aplicada a la salud, es, hasta cierto punto, más controlable por criterios médicos universales. Para los médicos, la calidad de vida admite al menos una definición abstracta: número de enfermedades que tiene una población por año, posibilidad funcional de hacer cosas. Y aún así la calidad de vida en su sentido médico es una abstracción. La joroba de Kierkegaard, desde el punto de vista médico, dice poca calidad de vida, pero gracias a esa joroba Kierkegaard fue quien fue. En cambio, un individuo con un índice muy alto, según los criterios convencionales, en calidad de vida puede ser un completo majadero.
—La calidad de vida, ¿debe entenderse entonces como un concepto ético, más que médico o biológico?
—Aquí hay que hacer una distinción esencial entre «ética» y «moral». Algunos entienden la ética como «el tratado de la moral». Y así como la geografía es el tratado del terreno, la ética sería el tratado de la moral. Pero este modo de entender la distinción es absolutamente gratuito y carece de toda tradición. Es además muy peligroso porque supone que sólo aquel que reflexiona sobre la moral, el profesor de ética, es el que puede conocerla, con lo cual se crea una especie de élite, a veces llamada, con un término bastante ridículo, «comunidad ética». Nosotros hacemos la siguiente distinción, fundada en la tradición y en la etimología; una distinción que tiene, por cierto, una relación directa con la eutanasia. Ética se refiere a todo lo que concierne a la supervivencia de la vida del cuerpo, el mío o el de los demás. La ética no es por ello egoísta, pues tiene como objeto la vida de los cuerpos individuales, en general. Por ejemplo, si voy por la carretera y me encuentro a un niño desangrado y le atiendo, llevo a cabo una conducta ética. Por tanto, la conducta ética no es tanto algo que esté «dictado por mi conciencia interior», como si esta conciencia me inspirase normas autónomas y no heterónomas, como si la conciencia subjetiva, que se da leyes autónomas, fuese algo real y no sencillamente un residuo teológico luterano. La conciencia tiene que ser objetiva, razonada. La ética no es, por tanto, el conjunto de los mandatos o imperativos inspirados por mi conciencia. Las normas éticas no se definen por su origen, sino por su objetivo. A un individuo que está deprimido, enfermo o hambriento no puedes exigirle fortaleza. Primero hay que darle de comer. La fortaleza es la voluntad de seguir viviendo, pero esta voluntad está determinada no por la conciencia, sino por el código genético y por la acción de los demás. Cuando la fortaleza se aplica a uno mismo se llama firmeza, y cuando se aplica a los demás se llama generosidad. Si ves a un individuo hambriento y le das de comer, eres generoso y estás realizando una virtud ética. Las virtudes éticas son universales, porque los hombres tenemos unos cuerpos y unas necesidades básicas muy semejantes. Los derechos humanos, si se examinan los artículos punto por punto, están todos ellos referidos a contenidos que constituyen el campo de la ética. Pero a la ética se opone la moral. Las normas morales se refieren a la supervivencia del grupo, de la familia, del clan, de la tribu, de la nación, de la clase social, del partido político. Las normas del grupo son normas morales que muchas veces están en conflicto con las normas éticas. Por ejemplo, acaso el delito o pecado ético más grande sea, en principio, y salvo las situaciones de eutanasia, matar a otro. En cambio, desde el punto de vista moral, es a veces obligatorio matar a otro porque lo exige el grupo, como ocurre en el caso de la vendetta en Sicilia: el grupo familiar es el que recibe la ofensa cuando matan a uno de sus miembros, y la familia debe matar al asesino, o a un pariente del asesino.
—O en el caso de la pena de muerte.
—La llamada «pena de muerte» es desde luego un asunto de la ética, y hay que plantearla en el contexto de la eutanasia, de la buena muerte. Pero ¿qué es la buena muerte? En este contexto significa dos cosas. Primero, en un sentido psicológico-subjetivo bueno equivale a placentero, agradable, lo que produce euforia, o por lo menos lo que no es doloroso. Lo bueno es lo que te produce contento. Pero esta bondad es distinta de la bondad que consiste en atenerse a las normas éticas o morales (o en su caso, estéticas o lógicas). Alguien es bueno éticamente cuando es generoso; alguien es bueno moralmente cuando cumple con las normas de grupo. Y así como la ética es universal, la moral es particular y propia de cada grupo. En cada caso, la idea de lo bueno y de lo malo es muy distinta. Platón suscitó la cuestión del médico que nos produce dolor, nos opera, nos raja, nos administra purgas: este dolor es malo desde el punto de vista subjetivo, pero es bueno desde el punto de vista del médico y de nuestra salud; la profesión del médico es constitutivamente una profesión ética. No es que el médico «deba comportarse éticamente», es que si no se comporta éticamente no es médico. Cuando se supone que buena muerte es igual a eutanasia, suele sobreentenderse la buena muerte en el sentido subjetivo de un moribundo relajado, contento, incluso eufórico, porque le han puesto una inyección euforizante o porque le gusta morir: «Ven muerte tan escondida, que no te sienta venir, porque el place de morir, no me vuelva a dar la vida.» La muerte será mala moralmente para un oficial prusiano que muere ahorcado deshonrosamente; una buena muerte podría ser para él ser fusilado con todos los honores. En la época de Fernando VII había tres clases de pena de muerte en España. El garrote noble, por el que llevaban al preso montado a caballo, lleno de bandas, y con el patíbulo decorado con paños rojos: allí se moría con todos los honores. Luego estaba el garrote ordinario: los presos iban ahora montados en mulas. Y por último, el garrote vil, en el que los condenados eran llevados al patíbulo metidos en un serón. El garrote noble era una eutanasia, desde el punto de vista moral, con respecto al garrote vil, porque morir por garrote noble era más digno que morir por garrote vil. La Inquisición nos suministra otro ejemplo interesante. En los procesos de herejía se sentenciaba a veces al relapso a morir quemado vivo. Recuerdo el acta de un auto de fe de Logroño celebrado a principio del siglo XVIII: están ejecutando a un judío, con la pira preparada y a punto de encender la hoguera. Un fraile le pasa unas aliagas encendidas para que vea lo que le espera si no se arrepiente. En ese momento, el judío decide convertirse. Los frailes lo anuncian gozosamente al pueblo y se le conmuta la pena de hoguera por la pena de garrote. En este caso, la muerte por garrote equivalía a una eutanasia relativa, porque la terrible muerte por el fuego quedaba transformada en una muerte más dulce.
—Pero en la eutanasia existe la posibilidad de elección de la persona. Es una petición de muerte.
—Ante todo, la eutanasia tiene que ver con la muerte cuando la muerte se entiende como «muerte sobrevenida». La muerte sobrevenida puede ser natural o violenta. La primera es la muerte de quien se muere en la cama rodeado de la familia, ya viejo. La segunda es la muerte de un individuo que muere en accidente o asesinado por los terroristas. Y puede ocurrir que una muerte sobrevenida, natural o violenta, sea eutanásica, es decir, que sea una buena muerte desde el punto de vista subjetivo, si el que muere «no sufre». Es el caso del cristiano que muere tras haberse confesado y comulgado, esperando ir al cielo. O el que ha muerto por los balazos de un pistolero de ETA de un modo instantáneo, y del que se dice a veces: «Por lo menos no ha sufrido, tuvo una buena muerte.» La primera vez que se aplica la palabra eutanasia a una muerte sobrevenida es en la biografía de Augusto. El emperador, sintiéndose envejecido y enfermo, preguntó a sus cortesanos qué opinaba el pueblo de su enfermedad. Se arregló el cabello y la cara para ocultar su demacración, reunió a todos sus amigos y les dijo: «Ha terminado la comedia de mi vida, si lo he hecho bien aplaudidme.» Se cubrió con el manto y murió. Suetonio dice: «Murió con buena muerte», eutanásicamente. Fue una muerte teatral, estéticamente digna, ya que él mantuvo la figura de emperador como si fuera un actor de teatro. Éste es el concepto de «eutanasia predicada», que es el concepto tradicional, el que da significado a la palabra griega «morir bien».
—¿Y qué ocurre cuando la muerte no es sobrevenida?
—Cuando es operada, producida por otro, y con intención de matar, entonces la eutanasia correlativa a esa muerte podrá llamarse una «eutanasia operada» u operativa. Es el concepto que inventó el canciller Francisco Bacon. Viene a decir: Ya está bien de que los médicos sólo se interesen por la muerte desde el punto de vista externo, deberían preocuparse también por proporcionar a los enfermos que sufren algo que les aliviase de sus dolores, y a esto, dice el canciller, le llamaría yo eutanasia externa. Bacon opone por tanto la eutanasia externa a la eutanasia interna, que nosotros identificamos con la eutanasia predicada. La eutanasia externa de Bacon es la eutanasia buscada y operada, y encomendada generalmente a los médicos, que tienen a su cuidado el enfermo. A esta eutanasia operada la llamamos nosotros eutanasia clínica o médica; aunque algunos médicos no están dispuestos a admitirla y niegan su naturaleza médica, porque la profesión médica jamás puede intervenir en un acto que conduce a la muerte.
—Cada vez lo niegan menos, por lo menos en la práctica de la eutanasia pasiva.
—Sí, pero en reuniones con médicos, hemos creído conveniente dejar de hablar de «eutanasia médica», y por eso hablamos de «eutanasia clínica», ya la administren los médicos o funcionarios especiales, para que el Colegio de Médicos no se enfade. Ahora bien, el concepto de eutanasia clínica tiene dos acepciones distintas, que llamamos eutanasia primaria y eutanasia secundaria. La distinción entre eutanasia activa y eutanasia pasiva nos parece una distinción superficial, porque igual se mata a uno al empujarle por un acantilado que al no arrojarle el salvavidas cuando está ahogándose. Pero la distinción entre eutanasia primaria y secundaria es más profunda, porque en la eutanasia clínica primaria lo que se buscaría es aliviar o dulcificar el sufrimiento del moribundo, de quien está desahuciado, en el caso límite, de un individuo inconsciente, en coma profundo. Pero la eutanasia secundaria no va dirigida directamente a la muerte de alguien, sino a su vida. Es la eutanasia aplicada a una vida, todo lo mala en calidad que se quiera, pero que no corre peligro de muerte. El tetrapléjico Sampedro no se iba a morir. Se le aplicó una eutanasia secundaria para aliviarle de la vida que él, o sus amigos, consideraban indigna, pero no para aliviarle en su trance de muerte. Las cuestiones de la eutanasia desde el punto de vista ético son muy distintas en un caso y en otros.
—Pero donde existe elección es en la eutanasia de Ramón Sampedro.
—A veces sí, porque la operación de la eutanasia tiene que ejecutarla otros, porque si lo hace uno mismo se llama suicidio. Pero en el caso de la eutanasia secundaria, donde hay una persona viviendo años, como Ramón Sampedro, en una situación en la que, en principio, puede seguir viviendo, parece que la eutanasia ha de ser operatoria y clínica, y buscada para aliviarle no el trance de morir, sino el de vivir una vida considerada indigna o de poca calidad. Desde el punto de vista ético, el consentimiento del afectado no es razón suficiente para propiciarle una eutanasia clínica: si alguien quiere morir es porque ha perdido su firmeza. Y entonces los demás no tienen por qué matarle, sino que tienen que procurar ante todo, por generosidad, devolverle la firmeza de la que carece.
—Entonces es una cuestión de resistencia a una situación depresiva.
—El caso de Ramón Sampedro es el de una persona deprimida que no tiene ganas de vivir, y que estando en la situación en la que él se encontraba (o en cualquier otra, como un caso de extrema pobreza, o de fracaso social) ha perdido la firmeza. A veces sólo es posible devolverle esa firmeza mediante una acción política. Aplicar la eutanasia por conmiseración es muy peligroso, porque acaso de lo que se trata es de un ejercicio de «compasión ante uno mismo». A raíz de la muerte de Ramón Sampedro hice unas declaraciones en la prensa, saliendo al paso de aquellos «intelectuales» que firmaron a favor de la exculpación de los que habían colaborado en su «eutanasia clínica secundaria». Estaban al parecer tan compungidos y compasivos ante su amigo Sampedro que daban la impresión de que lo que les mantenía unidos era el deseo de matarle por compasión, una versión nueva del Arsénico por compasión de Jardiel Poncela. Pero sabemos de que gente desprotegida, desde el punto de vista biológico, y con muy mala «calidad de vida», ha podido desarrollar una vida superior: el caso de Hawkins es el más célebre en estos años. Lo que deberían haber hecho esas personas tan compasivas ante su amigo Sampedro era darle firmeza, en lugar de compadecerle tanto. Además, parece que se puede comprobar que Sampedro cambió su actitud ante su enfermedad cuando tuvo un coro de gente que le compadecía. Incluso puede pensarse hasta qué punto ese corro de amigos no fue el que determinó su muerte o el deseo de que la muerte le llegara y se le planteara como un caso de conciencia. Porque la conciencia individual no existe. Existe la conciencia en cuanto está moldeada por los demás. De algún modo puede decirse que aquellos amigos y estos intelectuales son cómplices, ya sea del deseo mismo de morir de Ramón Sampedro, o incluso de su asesinato. Estos intelectuales vivían la forma luterana de la conciencia, si se quiere, acaso, en su forma kantiana.
—Y en el caso de la eutanasia primaria, ¿cómo la contempla?
—Para la eutanasia clínica primaria hay que tener en cuenta que el caso extremo de dolor puede considerarse hoy prácticamente eliminado. Los médicos tienen recursos para aliviar el dolor sin necesidad de causarte la muerte, con la cirugía del dolor. El dolor por sí mismo no es nada deseable, aunque como decía Nietzsche, el dolor «hace cantar a los poetas y cacarear a las gallinas». Además, cuando el dolor es muy intenso suele haber mecanismos biológicos que provocan el desmayo. El dolor tiene sus límites y nunca es insufrible.
—¿Qué debe hacerse en estos casos?
—Los antropólogos nos describen la institución del «des-penador» propia de algunos pueblos de América del Sur. Cuando el viejo decrépito comenzaba a resultar una carga demasiado pesada, se llamaba a una especie de chamán que le retorcía la cabeza y lo mataba. Le quitaba las penas. Es un caso de eutanasia operativa por vía artesanal. Y entre los chinos, cuando el viejo decrépito no terminaba de morir, acudían los parientes al rededor de su cama y ejecutaban actos teatrales terroríficos que constituían una especie de asesinato psicológico. Por lo tanto, lo que hay que hacer éticamente en estos casos, ante alguien que quiere morir porque no encuentra sentido a su vida, es procurar provocar la recuperación de su firmeza antes que quitarle la vida por compasión.
—¿Es posible recuperar siempre la firmeza?
—Casi siempre, pero no solamente por métodos psicológicos, sino que habrá que recurrir a métodos médicos o farmacológicos. Por eso es tan peligroso el «testamento vital». ¿Y si digo en mi testamento vital que solo moriré tranquilo si sé que cuando yo muera debe morir fulano? Es la expresión de mi voluntad. Pero ¿qué es eso de mi voluntad? Hace dos años, a raíz del asesinato de Miguel Ángel Blanco, se suscitó la cuestión de la pena de muerte. Yo defendí la «eutanasia procesal» para los asesinos probados. Además de la eutanasia predicativa, y de la eutanasia operativa clínica, yo defendí el concepto de una eutanasia operativa específica, que denominé «eutanasia procesal». Podría ser considerada como una institución de inspiración ética, en cuanto puede ser presentada como un resultado de la generosidad; pero también es una institución jurídica y política, por su vinculación con la libertad. La eutanasia procesal no es por tanto lo mismo que la pena de muerte. No es nada evidente suponer que la muerte pueda ser una pena. Para muchos, la muerte es una liberación, o un acto de servicio. En cualquier caso, la expresión «pena de muerte» es contradictoria: la pena implica al sujeto que la recibe, pero si la pena consiste en destruir a este sujeto, ¿quien puede recibir la pena? Salvo que se crea en la supervivencia del alma y, por tanto, en la posibilidad del «alma en pena» al haber perdido su cuerpo, la pena de muerte es un concepto mal formado. No es una pena, sino algo diferente. Se trata de justificar la ejecución capital correlativa a un crimen horrendo, no como pena, sino de otro modo. Si un individuo ha cometido un crimen horrendo, ese crimen no puede ser incorporado a la libertad de una persona. Suponemos que la libertad de la persona no reside en un simple «acto de elección», sino en la capacidad de sus actos para poder ser integrados en el proceso global de su vida personal. Por eso, los actos que ejecuta una persona libre han de integrarse en su biografía sin que la persona pueda arrepentirse nunca de ellos. Podrá rectificar sus errores, pero no podrá arrepentirse. Hay actos que son crímenes horrendos y que no es posible disociarlos de tu personalidad. Los actos son tuyos en virtud de tu libertad, no puedes arrepentirte psicológicamente: el único arrepentimiento objetivo que cabe reconocer es el suicidio. No hablo de situaciones utópicas. Hablo de estos individuos, como los que vemos estos días en Estados Unidos, que asesinan cometiendo crímenes horrendos y luego se pegan un tiro, es decir, se arrepienten objetivamente. Saben de hecho, con Espinosa, que el arrepentimiento no es virtud porque no sale de la razón, y el que se arrepiente de lo que ha hecho es doblemente miserable por haber hecho un mal y por arrepentirse de lo que ha hecho.
—Entonces, una persona que comete un crimen horrendo siempre es consciente de lo que está haciendo y debe penarse por ello.
—Si el autor no fuese «consciente» de que su acción deliberada no es un crimen horrendo, sería un imbécil moral. No tiene capacidad de valorar lo que hace y se sitúa en la posición de un chimpancé. Y desde el punto de vista personal, sentimientos aparte, es un chimpancé, porque la persona sólo se constituye en función de las normas éticas y morales; si se mantiene al margen de ellas «más allá o más acá del bien y del mal», por enfermedad terminal se le puede, según algunas legislaciones, administrar la eutanasia clínica. Curiosamente algunas organizaciones internacionales que atacan violentamente la eutanasia procesal, la «pena de muerte», en cambio defienden la «eutanasia clínica», en la que también se le quita la vida a una persona. ¿Por qué? Porque no consideran persona a un individuo que está descerebrado, pero al criminal horrendo le consideran persona. Sin embargo, el crimen horrendo degrada a la persona que lo ha cometido mucho más de lo que lo degrada una enfermedad desintegradora. Y lo degrada hasta su límite, el límite de la persona cero. Muchas veces, el criminal se arrepiente objetivamente y admite que debiera suicidarse, pero que no se atreve a hacerlo. Es entonces cuando la sociedad, al advertir la carga de la culpa que pesará toda la vida sobre él, por generosidad le aliviará de esa carga mediante la eutanasia procesal. Según esto, la eutanasia procesal no sería tanto una pena cuanto un acto de generosidad. Pero en cualquier caso, la eutanasia procesal no va dirigida a disuadir a otras personas de la comisión de crímenes horrendos, sino que va dirigida a trazar la frontera de lo que es tolerable y de lo que es intolerable en una sociedad de personas; una frontera que, por lo demás, cualquiera podrá siempre traspasar, en nombre de su libertad, pero sabiendo lo que el traspasar la frontera significa.
—¿Y sirve para algo realizar la eutanasia procesal que usted menciona?
—Uno de los argumentos que dan los abolicionistas es el de que las penas de muerte no suprimen el porcentaje ordinario de criminales en una sociedad. Pero la institución de la eutanasia procesal no buscaría formalmente la disminución de tal porcentaje, porque en la libertad de cada cual podrá aparecer siempre el proyecto de asesinar a otro en condiciones determinadas. La institución de la eutanasia procesal trata de definir una frontera que establezca de la única forma real posible los límites de lo que no puede ser traspasado en una sociedad de personas. Cuando existía Dios padre, que daba las normas, los criterios de la conducta estaban objetivamente establecidos. Ahora, en una sociedad atea, o, al menos, en una sociedad en la que no es invocado Dios padre para regir la vida ética, moral o jurídica, tampoco sería posible atenerse a la conciencia de cada cual, como algo soberano, y que en cualquier momento puede ser perdonado, como si alguien tuviese derecho a perdonar siempre. Una conciencia así, desde el punto de vista materialista, no existe. Es preciso establecer otras normas objetivas, históricamente establecidas, con fronteras simbólicas claras y solventes. Una sociedad tendrá que decir: «Este individuo que ha cometido crimen horrendo no puede convivir con nosotros porque ha dejado de ser persona y tiene que ser separado de la sociedad de personas» (sólo mediante esa separación definitiva las personas pueden conocer real y prácticamente lo que significa el crimen horrendo). No es posible recuperar a los autores de crímenes horrendos. Yo no puedo sentarme a la mesa con un asesino «arrepentido» y «reinsertado» y decirle: «Qué mal momento tuviste». «Sí, maté a tres mujeres después de violarlas y me ensañé con sus cadáveres, pero ya estoy arrepentido y no voy a volver a hacer nada de esto.» «Te comprendo, ¿me pasas la mantequilla?» Un individuo ha matado a su padre desplegando una conducta taimada, con saña y con desprecio, ¿cómo será posible reinsertarle después de su «arrepentimiento» sentimental aunque tengamos la seguridad de que no volverá a cometer ese crimen? Pero ¿cómo podrá un individuo olvidarse de ese crimen horrendo? Y si lo «perdonasen», ¿no estarían con ello afirmando que el crimen horrendo es a fin de cuentas un episodio accidental de la persona que puede ser olvidado? ¿Qué idea tan metafísica de persona tienen estos teóricos que conciben la posibilidad de reconocer la dignidad de una persona independientemente de que haya cometido crímenes horrendos? El crimen horrendo se incorpora a la biografía del criminal, y no hay ningún derecho a olvidarlo ni pueden olvidarlo quienes tienen que convivir con él. Kant, invocado tantas veces como símbolo de la conciencia ética más pura de la sociedad moderna, dice en su Crítica de la razón práctica y en su Filosofía del derecho: «Supongamos que una sociedad, asentada en una isla, decide democráticamente disolverse, marchándose sus miembros a otros sitios (se supone que nadie puede vivir solo). Pero antes de marcharse los ciudadanos de la isla –dice Kant– tendrían que cuidar de la ejecución de aquellos que hubiesen sido condenados a muerte, porque si no los ejecutasen el crimen de éstos recaería sobre las futuras sociedades que se formasen.»
—Entonces no es posible el perdón para los que quizá cometan un error, ¿no existe el arrepentimiento?
—La idea del abolicionismo es un efecto del romanticismo y suele ir asociado a un escepticismo radical. Los ideales románticos se alían muy bien con nuestra sociedad de consumo. En ella, el romanticismo se trivializa y se convierte en subjetivismo individualista. Pero cuando la única referencia es el sujeto del idealismo subjetivo, la ejecución capital ya no puede ser justificada de ninguna manera. ¿Quién podría sentenciarme a muerte? Nadie, porque todos reconocerán que yo, como cualquiera, he podido tener un mal paso. Un individuo corto de inteligencia y atontado por la propaganda es feliz cuando compra el piso a plazos, tiene un coche y dos hijos que se han graduado y quiere disfrutar de los bienes de consumo. Este individuo estándar de la sociedad capitalista no quiere la eutanasia procesal.
—Pero eso es contradictorio, porque en muchos lugares de Estados Unidos se mantiene la pena de muerte y se vive en esa sociedad de consumo que describe.
—Es que la sociedad americana acaso no busca la eutanasia procesal sino, precisamente, la pena de muerte. El otro día hablé con unos de Amnistía Internacional y me dijeron que éramos enemigos porque yo, conculcando los derechos humanos, defendía la pena de muerte. Les respondí que yo no defendía la pena de muerte, sino la eutanasia procesal, que puede hacerse derivar, precisamente, de los derechos humanos. Porque hay un derecho humano a imponer la eutanasia procesal al individuo que por su crimen horrendo ha traspasado la frontera que ninguna persona puede traspasar. Puede considerarse como un derecho humano fundamental disponer de un procedimiento real y positivo capaz de mantener viva la evidencia de que una persona que se ha degradado hasta su límite no tiene derecho a vivir entre las demás personas, y que los demás tienen obligación de segregarle de la sociedad de personas como único modo de reconocer que existen acciones intolerables. Con esto no se trata de disuadir a nadie de sus actos; se trata de saber «empíricamente» que hay actos que implican la propia aniquilación, y que a nadie se le puede prohibir el derecho a suicidarse.
—Entonces hace usted una distinción en la ejecución capital entre los que la merecen, pero no lo hace en el caso de la eutanasia con personas que lo hayan solicitado porque no pueden seguir viviendo, ¿qué cambia en su reflexión?
—Para los casos de eutanasia clínica no me atrevería a dar juicios universales. La eutanasia clínica no solo afecta éticamente al que la padece, sino que repercute en el que la aplica, y no veo la razón por la cual, en algunos casos determinados, haya que suponer, dada la disyuntiva entre lo que es ético y lo que no es ético, pues puede que la ética no tuviera nada que decir en esos casos. A veces la eutanasia clínica no sería ética, pero tampoco sería ético el dejar de aplicarla. Estaríamos ante un juicio ético indeterminado, y habría que recurrir a la moral o al derecho para decidir. La ética va orientada a mantener la firmeza del cuerpo propio o ajeno, por firmeza o por generosidad. Cuando la firmeza ajena no puede mantenerse es muy difícil decir cuándo se ha llegado al límite. Recuerdo cuando murió mi madre de una leucemia; me encontré ante su cama administrándole una botella de oxígeno. Estaba muriéndose; cuando le daba a la llave seguía respirando. Estaba en coma. Yo opté por administrar el oxígeno hasta el final. ¿Era aquello un acto ético? Lo era sin duda por la intención, en el sentido de que yo procuraba mantenerle la vida, porque si yo cerraba la llave el resultado era irreversible. ¿Era un acto ético el mío o era un ensañamiento terapéutico? Acaso no era ni una cosa ni la otra, dado su estado de inconsciencia. Cuando he reconsiderado mi conducta de hace cuarenta años creo que puedo llamar ética a esta conducta por su intención, aunque no lo fuera por sus resultados.
—¿Cómo valora usted el debate actual sobre este tema centrado por parte de unos en que la vida es un valor absoluto y por otros en el testamento vital?
—«La vida es un valor absoluto» es, a mi juicio, una proposición totalmente equivocada. Como si el objetivo de la vida fuese únicamente el seguir viviendo. No, el objetivo de la vida humana es seguir viviendo de un modo y no de otro. La vida biológica no es un valor absoluto, porque por encima de la vida está la libertad. Y aunque la vida sea la condición necesaria para la libertad, no es condición suficiente. Lo dijo la Pasionaria en aquella famosa frase pronunciada en las Cortes: «Más vale morir de pie que vivir de rodillas.» Y no sólo Dolores Ibarruri. También dijo algo equivalente, en aquella legislatura, Calvo Sotelo: «Vale más morir con honra que vivir con vilipendio.» La consideración de la vida indeterminadamente como un valor supremo es propia también del romanticismo escéptico y próximo al nihilismo. Precisamente por eso condena la pena de muerte o la eutanasia procesal. Pero no señor, la vida absoluta está al servicio de la libertad y de otros valores. No cabe poner como principio supremo el principio negativo de «no matar». ¿Quién estableció este principio? Lo dijo Moisés. Y ¿a mí qué me importa que lo dijera Moisés? En cualquier caso, un principio sólo tiene capacidad de tal cuando va acompañado por otros principios. Y así el principio «no matar» podrá ir acompañado del principio «debo defender mi vida», y por ello el principio «no matar» no es absoluto, pues si alguien quiere matarme, entonces yo puedo matar a quien atenta contra mi vida en legítima defensa. Además, el principio «no matarás», como principio abstracto, compuesto con otros principios que contemplan la posibilidad de la degradación de la persona hasta un valor cero, podrá subordinarse a la norma de la eutanasia procesal. La teoría de la eutanasia procesal, tal como la vengo defendiendo, no es por otra parte algo inaudito, sino que tiene algún precedente, y he encontrado uno muy interesante en un escolástico del siglo XVI español, Domingo de Soto, en su libro De Iustitia et Iure. Soto rebate a quienes afirman que no es legítimo matar a nadie, porque lo dijo Moisés, y que ni siquiera sería legítimo matar a los animales. Domingo de Soto reivindica el derecho de los hombres a matar a los animales, sea para alimentarse con ellos, sea para defenderse de ellos. Y añade que un asesino perverso equivale a un animal feroz, porque se encuentra en la situación de un hombre que ha perdido la razón, que ha dejado de ser animal racional (diríamos nosotros, que se ha transformado en persona cero).
—Y los que reivindican la dignidad de una muerte en el derecho a la eutanasia.
—La dignidad es un concepto que no viene a cuento aplicado a estos casos; puede ser estético, ético o moral. Por ejemplo, se habla de la dignidad de don Rodrigo en la horca. El conde duque de Olivares movió el proceso que le condujo al patíbulo. Pero, una vez en el tablado, don Rodrigo Calderón, con toda dignidad, dio permiso al verdugo: «Podéis empezar vuestro trabajo», le dijo. Estaba entero, no tuvo que arrastrarse ni tuvieron que arrastrarlo, ni necesitó auxilios. Murió dignamente. La muerte de Cristo en la cruz ¿era una muerte digna o indigna? Sin duda era una muerte indigna desde el punto de vista de los ojos humanos, de los ojos que se regían por el Derecho romano. Pero era la más digna para sus discípulos, porque de esa muerte sin honor iba a resultar la salvación del hombre. Algunas veces, los cristianos creyeron conveniente pasar a un segundo plano la escena de la crucifixión de Cristo, y sobre todo la circunstancia de haber sido crucificado entre dos ladrones, que era la circunstancia más indigna para los romanos. Pero desde el punto de vista de la teología posterior, ésta fue la circunstancia que confirió a la muerte de Cristo el colmo de su dignidad, porque, mediante ella, la muerte de Jesús, querida por Él, culminaba como un sacrificio y como una expiación de su vida en beneficio de la salvación humana.
—De todas maneras, en temas tan complejos como la eutanasia, siempre se intenta encontrar una solución o raíz, ¿cree que en este caso podría ser que la muerte es algo desconocido?
—¿Desconocido? Creo que la muerte es un proceso perfectamente conocido, de las cosas más sencillas que existen. La muerte es algo muy sencillo, aunque es cierto que se puede complicar; por ejemplo, cuando se introduce la relación con la cuestión de la supervivencia del alma.
—Pero ¿por qué se la teme?
—Como se temen tantas cosas, las tinieblas del bosque. Pero la muerte es la transformación de un organismo viviente en cadáver. No es aniquilación, porque el individuo se transforma en cadáver, y el cadáver permanece durante un intervalo de tiempo más o menos dilatado. En cambio, la persona no muere, sino que fallece. No es posible encontrar un «cadáver de la persona», solo encontramos un cadáver del individuo. En general, el conocimiento que tengo ahora de muchas personas vivas es prácticamente el mismo que el que puedo tener de muchas personas muertas. Por ejemplo, cuando el conocimiento que tengo de las personas vivas es indirecto, a través de sus escritos o de sus obras. Cuando murió Martín Heidegger, yo, que leía sus obras cuando él estaba vivo, no encontré ninguna diferencia. Puedo escuchar de un modo parecido a Cabezón, que está muerto, y a Stockhausen, que todavía vive, según tengo entendido. El miedo o la aversión a la muerte no es en todo caso injustificado. Es cierto que, como decía Epicuro, yo no puedo tener miedo a la muerte porque cuando ella existe (es decir, cuando existe el cadáver) yo ya no existo. Pero el cadáver, entre otras cosas, huele mal, y por eso hay que enterrarlo, ocultarlo o embalsamarlo. Este sencillo efecto explica mucho de la razón por la cual muchas sociedades consideran la muerte con un signo negativo.
—Porque me imagino que considerará romanticismo el temor a la muerte por apego a la vida.
—Sí, porque eso le ocurre a todo el mundo. A la vida no te puedes apegar porque eres tú mismo.
—En las conversaciones que ha mantenido con médicos, abogados, ¿ha percibido que les suponga un cambio demasiado radical plantearse la eutanasia?
—Entre los médicos, el rechazo frontal a la eutanasia no es tanto una cuestión de ética, sino una cuestión de moral. El médico se rige por el llamado juramento de Hipócrates: «No darás a nadie medicinas que puedan producirle la muerte.» Un médico no puede matar porque su arte no consiste en eso, sino en ver cómo puede prolongar la vida del enfermo, incluso con encarnizamiento terapéutico. El Colegio de Médicos expulsa en principio de su seno al médico que, en lugar de transformar al enfermo en individuo sano, se dispone a transformar al individuo enfermo en cadáver.
—¿Qué opina de la forma de enfocar la del gobierno holandés, que recientemente anunció la posibilidad de reducir la petición de la eutanasia a los dieciséis años?
—Opino que eso es una expresión del autodesprecio y del nihilismo propio de un pueblo luterano. Usted puede advertir que las posiciones que yo mantengo en relación con la eutanasia clínica o procesal están muy cerca de las posiciones del catolicismo tradicional. Son posiciones que aún se mantenían en el Catecismo de Juan Pablo II, aunque muchos obispos, menos papistas que el papa, porque de hecho se han pasado al luteranismo, han logrado suprimir la llamada pena de muerte.
—Todas estas figuras que están saliendo a la luz, como el «doctor muerte», ¿hasta qué punto cree que influyen en el debate actual?
—Pueden influir mucho cuando dan normas de vida, y ofrecen modelos precisos de conducta, a veces modelos nuevos ante la muerte. El otro día asistí a un funeral en Gijón. Era la primera vez que asistía a una ceremonia funeral de carácter civil. Tuvo lugar en el tanatorio municipal. Había unas cien personas. El acto estuvo profundamente planteado: un breve concierto de violonchelo, que creó un clima insospechado entre los asistentes; lectura de Jorge Manrique, y por la tarde se arrojaron las cenizas al mar leyéndose para terminar un texto de Séneca. Fue un ceremonial inventado para la ocasión por los hijos de la difunta, pero muchas personas vieron en esto un modelo que podría ser imitado. Nunca dejó de sorprenderme el hecho de que en Asturias, después de cantar los himnos de rigor, cuando moría un líder del Partido Comunista de la época de la Tercera Internacional los militantes y simpatizantes acababan siempre en la iglesia del pueblo. Pero me han dicho que en Sevilla han fundado una empresa de servicios fúnebres que ofrece funerales de todo tipo, y que está teniendo una gran aceptación. Los modelos pueden propagarse a gran velocidad a través de los medios de comunicación actuales. Por ello hay que aplaudir la audacia y el acierto de las personas que han logrado ofrecer un modo de hacer algo distinto, mejor de lo que se hace por mera rutina.
(Entrevista realizada el 12 de agosto de 1999 en su casa de campo de Niembro, Asturias.)
[Se sigue el texto publicado en Carla Fibla, Debate sobre la Eutanasia, Planeta, Barcelona 2000 (mayo), páginas 211-230. Tras la conversación que mantuvieron en Niembro el 12 de agosto de 1999, la entrevistadora hizo llegar al entrevistado el borrador de su texto el 20 de septiembre, devuelto tras ser revisado por el entrevistado el 26 de septiembre de 1999.]