Gustavo Bueno
El fútbol en Asturias
[ 16 marzo 1997 ]
Un ilustre ovetense, Ramón Pérez de Ayala, habló así del fútbol-espectáculo (que distinguía del fútbol-deporte), por contraposición al espectáculo de la corrida: «Los toros son la lucha con la naturaleza ciega, con la muerte, con el destino. El fútbol es la lucha del hombre con el hombre, lucha obstinada a puntapiés, para… apuntarse un gol. Los toros podrán ser bárbaros… el fútbol, en cambio, es fundamentalmente estúpido, como lo son las luchas de hombres contra hombres, por naderías, no de mayor entidad que meter, por fin, una pelota en una red. Los toros podrán ser crueles y patéticos, pero no son tristes, como el fútbol.»
Estas palabras de Pérez de Ayala son, a mi juicio, certeras y de entera actualidad, en lo que al núcleo de su diagnóstico central, que traducimos para el día de hoy, de este modo: el partido de fútbol en el estadio, en tanto no puede ser considerado como un deporte (acaso en el estadio hay cien mil personas, pero sólo veintidós «juegan», y ni siquiera deportivamente, puesto que son «profesionales», y aun «trabajadores»), habrá que verlo como una lucha del hombre con el hombre (una relación circular, no angular, como la de los toros). Pero, aplicadas a nuestros días, las palabras de Pérez de Ayala están profundamente equivocadas, por lo menos en estos tres puntos: en considerar al partido de fútbol en el estadio bajo la categoría de «espectáculo» (que no sea deporte no significa que sea espectáculo), en valorarlo como «fundamentalmente estúpido», y en dar por supuesto que los hombres que luchan, sin duda, en el estadio, luchan en su condición o formalidad genérica de tales hombres. En descargo del escritor asturiano, habrá que tener en cuenta la fecha de sus palabras, publicadas en la revista Estampa el primero de enero del año 1929, cuando el fútbol no se había convertido todavía (ni en España ni en Europa) en una «cuestión nacional», es decir, cuando todavía no había incorporado plenamente las funciones que hoy desempeña en el ámbito de las democracias industriales capitalistas. ¿Cabría decir que Pérez de Ayala estaba viendo al fútbol de masas en sus inicios, en su etapa «de Laboratorio», examinándolo desde una perspectiva análoga a la de aquel campesino receloso que contemplaba la barra de platino iridio expuesta, como un fetiche, en la oficina de Sèvres, el metro patrón, sin poder ver la importancia que se atribuía a un objeto de proporciones tan gratuitas y, en sí mismo considerado, tan «estúpido»? Pero es evidente que la importancia del metro-patrón no se deriva de las características intrínsecas de la barra, aunque ellas han de darse por supuestas, sino del hecho de haber sido adoptado como unidad de medida en un sistema métrico universal, a través del cual iba a ser posible la comparación de las más heterogéneas magnitudes físicas y el descubrimiento de estructuras objetivas imprevisibles. Así también, la importancia del fútbol sólo podrá ser advertida a medida en que el «juego original» fuese convirtiéndose en un metro-patrón para medir la «voluntad de poder» de muy diferentes magnitudes sociales, que precisamente sólo a través de estas mismas medidas, computadas, no en metros, sino en goles, podrían comenzar a compararse y, en parte, a co-determinarse. Unas medidas objetivas que permitirán poner entre paréntesis otros muchos componentes del fútbol, y no sólo cualitativos (estéticos, artísticos), sino también cuantitativos, pero dados a otra escala, por ejemplo, el número de «contactos promedio por minuto» que los jugadores de un equipo puedan mantener con el balón, un número que, por alto que sea, no está correlacionado con el número de goles capaces de dar la victoria. Pero el objetivo de cada equipo es el gol y este objetivo, más que un simbolismo sexual, «freudiano» (el simbolismo encarnado mejor en la cesta del baloncesto), tiene un simbolismo voluntarista, «adleriano», el simbolismo de allanar la puerta del contrario, de entrar en su territorio, demostrando que su poder desborda a sus defensas.
El fútbol de masas de nuestros días no es un deporte, pero tampoco es un espectáculo. El público que llena las gradas o las butacas de televisión, no es un espectador, sino un actor, que toma partido, anima, grita, insulta a los jugadores (verdaderos ejecutores del proceso), a la vez que se identifica con las normas del juego que hace suyas (el público actúa como pueblo, como poder legislativo) vigilando simultáneamente al árbitro, en funciones de juez, que debe ser capaz de aplicar las normas de modo inmediato y convincente. El fútbol de masas no es un deporte ni un espectáculo. ¿Qué es entonces? Algunos presidentes de club parecen haber encontrado en las últimas semanas la fórmula mágica (sobre todo cuando se les aprieta para que justifiquen sus inversiones multimillonarias): «El fútbol es cultura.» Es evidente, sin embargo, que esta fórmula mágica es, por su genericidad, una fórmula oscurantista, porque cultura es todo: una corrida de toros, una misa –al menos para el que no es católico– o la silla eléctrica.
Pero tampoco el fútbol de masas es estúpido. Por lo menos, si hablamos en términos de «coeficientes intelectuales», puede afirmarse que sólo a partir de una inteligencia altamente desarrollada, al nivel de una sociedad urbanizada e industrializada, el fútbol de masas puede desenvolverse. El público que interviene en el fútbol tiene que retener docenas de nombres y de números, nombres de jugadores, de ciudades, de entrenadores, tiene que saber aplicar las reglas del juego, conocer lo que es el average, y tiene que saber discutir sobre ello; un «estúpido» no puede seguir la Liga o la Copa.
Pero, sobre todo, el fútbol de masas, aunque gira en torno a la «lucha de unos hombres contra otros hombres», no lo hace tomando a los jugadores bajo la formalidad genérica de tales, y ello sin perjuicio de una curiosa terminología muy extendida entre nosotros: «los hombres de Benito Floro…» o «los hombres de Juan Manuel Lillo…» (una terminología que resultaría extravagante aplicada a los jinetes del hipódromo o a los jugadores de ajedrez). Porque quienes juegan son hombres, sin duda, pero en calidad de «profesionales», incluso de trabajadores sindicados y con derecho a huelga. Sobre todo: los jugadores, aunque son hombres, no figuran tanto bajo la formalidad de «sujetos de los derechos humanos», cuanto bajo la formalidad de «sujetos de los derechos del ciudadano» o de los derechos de los pueblos. Para decirlo rápidamente: los jugadores de los equipos de fútbol de masas no representan formalmente «a los hombres en general», cuanto a los «ciudadanos de una ciudad» o al pueblo de una nación en particular.
El fútbol de masas, en efecto, tal como ha ido cristalizando a lo largo del siglo que acaba, se ha constituido en un sistema de medida y de conformación llevada a cabo a través del propio proceso de la medición de ciertas unidades sociales y políticas que actúan, mezcladas con otras, en las democracias capitalistas posteriores a la segunda guerra mundial; con otras unidades sociales o políticas que, en principio, parece que también podrían intervenir como tales en la confrontación y en la medida del sistema métrico futbolístico. En concreto, los clubes de fútbol, al menos los que pertenecen a la primera jerarquía, representan a las unidades políticas que conocemos como ciudades y como naciones; pero sólo encontramos clubes que representan a empresas privadas en tercera división y en ningún caso conocemos clubes representativos de colegios profesionales, de clases sociales o de sindicatos de trabajadores o asociaciones de empresarios. No existe un club de fútbol, y no por incapacidad económica, denominado «Comisiones Obreras de Asturias FC» o «Federación de Empresarios Asturianos FC». Tampoco existen clubes de fútbol representantes de partidos políticos, no existe un PSOE FC, un IU PC o un PP FC y podría haberlos: esta ausencia demuestra que las confrontaciones de la Liga y de la Copa dan lugar a medidas aplicables a determinadas unidades sociales y políticas y no a otras. Incidentalmente, los equipos de fútbol parecen querer representar, si no al hombre en general, si a alguna raza humana en particular, como ocurre con el Celta de Vigo; pero no existe un club que se identificase como el Ibero de Valencia o el Fenicio de Badalona.
Lo que en realidad representan los equipos de fútbol de masas, y en esto hacemos consistir su verdadero interés social y político, son, no clases sociales, o razas, o partidos políticos, sino ciudades (Valencia, Sevilla, Oviedo) o naciones-Estado (España, Francia, Alemania) o, a veces, vergonzantemente, ambas cosas a la vez: el Barça, hasta tanto que no exista un club Catalunya FC, parece querer representar a la vez a una ciudad y, por lo menos, a una nacionalidad, o un futuro «Estado asociado». Y si esto es así, habrá que tenerlo en cuenta para determinar el significado del fútbol de masas en la sociedad contemporánea, sobre todo en la sociedad europea.
El fútbol de masas vive de hecho respirando en una atmósfera política, sea ciudadana (polis = ciudad) o nacional, o ambas cosas a la vez. Según esto, un fútbol «puro», ese fútbol al que utópicamente dicen aspirar muchos aficionados «apolíticos», es decir, un fútbol al que se le suprimiese esa atmósfera política, se extinguiría como se extingue la vida de un pájaro en una campana de vacío. El fútbol de masas, por motivos históricos precisos, se ha convertido en un fractal de la sociedad democrática capitalista que huye de la guerra y que quiere constituirse en unidades llamadas ciudades y estados nacionales, que mantienen sin embargo una perpetua confrontación o lucha para ocupar un puesto definido en un espacio simbólico, definido por los goles, rigurosamente jerarquizado (primera, segunda a y b, tercera división…), una jerarquización equiparable a aquella según la cual se disponían los coros angélicos: serafines, querubines, tronos, dominaciones, arcángeles, ángeles… Es esta atmósfera política, en la que el fútbol de masas vive, en sus jerarquías más elevadas, la que explica que a lo largo de la Liga o de la Copa ondeen las banderas locales o nacionales, suenen los himnos, acudan los jefes de Estado o los alcaldes a la confrontación de los equipos. Una confrontación permanente orientada a buscar un puesto lo más elevado posible en la «humana jerarquía», a través de unos procedimientos que tienen muchas semejanzas con los procedimientos de la confrontación capitalista (hay que ofrecer «obras competitivas» bien hechas; no basta la fe calvinista para salvarse) pero que deja siempre un margen al azar. A través de este sistema de confrontación transcurre el tiempo laico de las sociedades democráticas industriales; estas sociedades, al margen de sus calendarios laborales, miden su tiempo por el calendario de la Liga o de la Copa, un tiempo de ciclo anual, pseudomórfosis del ciclo litúrgico, del tiempo que moldeó a las sociedades precursoras aun hace muy pocas décadas, pero en el cual el Corpus o la Ascensión se habrán transmutado en la final de Copa o en la final de Liga. Y a través de estas confrontaciones incesantes, de ciclo anual, los ciudadanos, o las naciones, van conociendo la existencia de otras ciudades y de otras naciones, se visitan mutuamente, y miden constantemente sus fuerzas relativas, la fuerza (como algunos dicen) de su identidad, muy vinculada, desde luego, con su capacidad económica (para contratar mercenarios: solamente algunos equipos que quieren representar razas acuden a la cantera).
Se comprende, según esto, que los más inseguros en lo que concierne a su identidad sólo puedan encontrar su seguridad en un primer puesto de la jerarquía, porque en la Copa, recibida como un copón, percibirán el lugar en donde puede tener lugar el proceso de unión hipostática entre su ser y su existencia: sólo para quienes no están seguros de su esencia, existir es existir el primero, y la celebración desbordada del triunfo en la Copa equivaldrá al Te Deum de la victoria.
Asturias no tiene tales problemas de identidad. Asturias tiene la conciencia de estar bien asentada en los fundamentos mismos de España («Asturias es España y lo demás es tierra conquistada»). Y acaso por ello tampoco necesita convencerse cada año de la realidad de su existencia mediante la consecución del primer puesto en la Liga o en la Copa. Puede mantenerse a cierta distancia del mundo del fútbol, sin que ello implique, desde luego, darle la espalda. Carecería de sentido que Oviedo, la ciudad que Alfonso II fundara como capital del nuevo imperio, llegará a sentir la necesidad de ganar la copa de España como único medio de demostrar a todos los demás en el Te Deum u orgía-latría correspondiente que ella puede comenzar a existir. Oviedo existe ya, como ciudad real, desde hace bastante más de mil años, y puede mantener sus distancias con su equipo; no necesita del fútbol para saber quién es, y lo único que necesita, eso sí, puesto que su equipo ha de ser un «Real Oviedo», un equipo azul, es mantener, por decoro, el puesto que debe tener en la primera división; acaso por ello la estrategia de su club no suele ir orientada a ganar a toda costa, sino a mantenerse, a no perder (Oviedo –dice un comentarista– juega bien atrás, tiene dominio de la pelota, y el contrario tiene menos posibilidades de hacer gol). Pero Asturias, además del Real Oviedo cuenta también con otro equipo de primera división. Un equipo que ya no es azul, sino roji-blanco, alentado por Gijón, una ciudad todavía más antigua que Oviedo, y en la que los romanos jugaron ya seguramente al harpastum. Pero ni siquiera pone el nombre de su ciudad en su mote o empresa, ni tampoco pone un rótulo representativo de la raza, sino un nombre genérico, sobrio, ligado a los orígenes, no ya de la ciudad, sino del renacimiento británico del juego romano. Un nombre utilizado por una ciudad cosmopolita que dedica un monumento a Fleming de la misma manera que dedica una calle a Carlos Marx. Oviedo y Gijón mantienen una confrontación indefinida, una confrontación dioscúrica. Ambas ciudades saben que para que una esté más arriba en la humana jerarquía la otra debe estar más abajo; pero también saben, y por ello la sangre no llega nunca al río y las confrontaciones callejeras tienen siempre aquí un aire teatral y no místico (como ocurre en Zaragoza o en Barcelona) que estar más arriba o estar más abajo no compromete la seguridad de su existencia. Nadie puede comprometer la evidencia de que los ovetenses tienen como equipo de primera división el Real Oviedo, nadie puede enturbiar la evidencia que los gijoneses tienen de que en su equipo no les va la vida: ¿acaso no llaman a su equipo el Sporting?
[Texto solicitado por el dominical Magazine (editado por el Grupo Godó, de Barcelona, distribuido por varios periódicos de España) y publicado sólo parcialmente bajo el título “Asturias. Dos ciudades y una identidad” (páginas 46 y 48): el original suma 2433 palabras, la mutilada edición basura suma 1102 palabras.]