Gustavo Bueno
Migración y emigración
[ 1996 ]
El libro que el lector tiene en sus manos es un conjunto de ocho estudios que giran en torno a la emigración asturiana a Cuba durante los dos últimos siglos, y que se caracterizan por un extraordinario –por no decir sorprendente– rigor. Seleccionados y coordinados por Pedro Gómez, profesor de Antropología en la Facultad de Biología de la Universidad de Oviedo, nos ofrecen aspectos complementarios de la emigración asturiana, que nos permiten comprender muy de cerca el núcleo de tan complejo proceso así como algunos importantes efectos ligados al mismo, no sólo en el sentido que va de Asturias a América, sino también en el sentido inverso (por ejemplo, influencias de las remesas de capitales de los emigrantes a su tierra, o la influencia de los emigrantes triunfadores, de los «indianos», en la estética de los palacetes que edificaron en sus lugares natales).
Ahora bien, el interés de este libro no habría que ponerlo únicamente –ya sería suficiente– en lo que tiene de rapsodia o composición de seis estudios diferentes sobre otros tantos aspectos, época o lugares, de la emigración asturiana con destino a Cuba. Su interés principal reside, a mi juicio, en la misma diversidad de perspectivas gnoseológicas que estos seis estudios nos proporcionan; una diversidad que ni siquiera ha sido deliberadamente perseguida, puesto que probablemente ha sido el resultado de la concurrencia de los hábitos característicos de los respectivos autores. En efecto, si no me equivoco, cabría decir que el estudio de Pedro Gómez («Los asturianos que emigraron a América, 1850-1930») enfoca el análisis de la emigración desde una perspectiva eminentemente biológica (si se prefiere: zoológica, y, si se desea suavizar este adjetivo: etológica), como corresponde a su formación de antropólogo encuadrado en una división académica de Zoología. No importa que el objeto material de su estudio sea un trozo de la vida humana si logra ser analizado desde la formalidad de las categorías biológicas (zoológicas o etológicas). La extensa contribución de Francisco Erice («Los asturianos en Cuba y sus vínculos con Asturias») se mantiene en cambio rigurosamente en su estricta perspectiva histórica, la perspectiva de la historia social característica del materialismo histórico (se hacen funcionar categorías tales como «burgués», «esclavo del mostrador», «proletarios», «asociación de dependientes» o «batallón de voluntarios», y se tienen en cuenta relaciones características de índole político dadas en la inmanencia de un círculo histórico), y muy análogo punto de vista es el de Consuelo Naranjo («Presencia asturiana en Cuba: siglo XX»), si bien aplicado muy especialmente a estudiar un aspecto que, aunque suele ser muy descuidado, tiene importancia enorme para el análisis de los mecanismos de inserción de los emigrantes en la sociedad de destino. El estudio de Ignacio González Varas («La presencia de la sociedad española en La Habana») es también, desde luego, un análisis sociológico, pero llevado a cabo principalmente a partir de «reliquias» culturales y arquitectónicas –arquitectura parlante– de La Habana, sutilmente interpretadas como expresiones ideológicas; podríamos decir, por tanto, que su perspectiva está más cerca de las categorías culturales que de las categorías sociales (y esto dicho aun cuando demos por descontada la imposibilidad de disociar ambas disciplinas, sin perjuicio de reconocer la dualidad entre ambas): otro tanto habría que decir del trabajo de Covadonga Álvarez Quintana («Efecto de la emigración a Ultramar sobre Pola de Allande), cuya perspectiva es, en cierto modo, la inversa de la que adoptó González Varas: en un caso se trata de analizar la ideología de los habaneros y, en particular, de los emigrados asturianos, a través de los edificios que construyeron; en el otro, se trata de analizar la ideología de los emigrados que retornaron a través de los edificios que construyeron en su tierra de origen. Sólo algún discípulo fidelísimo de Destutt de Tracy –quien acuñó el término «ideología»– clasificaría el trabajo de los señores Mella y Vaquero, sobre la ideología del «grupo de Oviedo», en general, y de Altamira, en particular, dentro de la Zoología; se concederá acaso, sin embargo, que la perspectiva de este trabajo no es «biológica», sino «filológica».
Cuatro categorías bien definidas –la etológica, la histórico-social, la histórico-cultural y la filológica– aparecen funcionando en este libro aplicadas al análisis de un mismo proceso, el de la emigración asturiana a Cuba.
¿Cómo puede tener lugar la confluencia de categorías tan diferentes? ¿Acaso más que confluencia habría que hablar de una yuxtaposición de efecto asegurado, dada la unidad del «objeto material» al que ellas se aplican? Pero ¿acaso este objeto material –la emigración asturiana a Cuba– es algo que pueda hacerse presente al margen de todas esas categorías? ¿No habría que decir que el concepto de «emigración», a secas, es una mezcla confusa de todas esas diferentes categorías, una mezcla que cada uno de los diferentes estudios habría purificado, en mayor o menor medida, al ejercitarlas por separado?
Sin embargo, es lo cierto que separar, en la medida de lo posible, la perspectiva histórico social, de la filológica, o ésta y aquella de la perspectiva histórico cultural, no nos deja fuera de la esfera antropológica. Y acaso por ello puede incluso parecer que exageramos al hablar aquí de categorías diferentes, dado que, por lo menos las tres perspectivas de referencia, se mantienen «a escala» del hombre en cuanto ser histórico. En todo caso, las cuestiones gnoseológicas aquí implícitas podrían parecer a algunos excesivamente sutiles y fuera de lugar en este prólogo; por ello no las suscitamos, a pesar de la riqueza de análisis que nos prometen trabajos tan logrados como los de Erice y Navarro, como los de González Varas y Álvarez, o como los de Mella y Vaquero. Pero esto no ocurre con la perspectiva «biológica», y esta es la razón que justifica que me detenga especialmente en el trabajo de Pedro Gómez. La «escala» característica de esta perspectiva, ¿no borra los significados específicos que constituyen un proceso histórico y social, antropológico? Sin embargo, parece que el análisis de la emigración asturiana, desde la perspectiva que hemos considerado «biológica», también nos ilumina aspectos característicos del proceso, aunque sea, por decirlo así, a una «luz ultravioleta». ¿De qué modo puede tener lugar esa iluminación?
La respuesta más expeditiva podría consistir en negar el supuesto, sentenciando sencillamente que el trabajo de Pedro Gómez no es, por fortuna, «biológico», sino «antropológico», y antropológico en el sentido de la Antropología cultural. Y se añadirá, acaso, a esta respuesta expeditiva: ¿a qué viene esa insistencia en distinguir aquello que se une en la práctica, y en la práctica del estudio de procesos tan concretos e indudablemente humanos, como son los de la emigración asturiana a América?
Sin embargo, la cuestión hay que plantearla de otro modo. No se trata de negar o de subestimar la confluencia efectiva «en la práctica de un estudio antropológico concreto» de la Antropología biológica (o zoológica) y de la Antropología cultural (o histórica); se trata, una vez reconocida esa confluencia efectiva, a fin precisamente de entender su alcance, de distinguir las corrientes que confluyen, puesto que si no lográsemos distinguirlas desaparecería la noción misma de confluencia. Y con ello se perdería también el sentido de la más importante cuestión filosófica que planea sobre nuestro tema, la cuestión de las relaciones entre los componentes «zoológicos» y los componentes «espirituales» de las empresas humanas, tales como la emigración de unos pueblos a tierras distintas de las que les vieron nacer. Cuestión cuya transcendencia sólo podrá advertirse cuando dejemos de lado los simplistas esquemas que nos dejó como herencia el dualismo escolástico (los componentes zoológicos son previos y genéricos, sin duda, pero sobre ellos se alzaría, como específico, el espíritu libre). Dicho de otro modo: quien no se da cuenta de la transcendencia de la cuestión es porque permanece prisionero del dualismo escolástico, y que de lo que se trata es de reconocer que los componentes zoológicos de nuestra conducta no actúan sólo desde un fondo biológico genérico previo (incluso pretérito), sino, por refluencia, en la misma superficie específica, «espiritual» y actual de esa conducta, y ello sin menoscabo del contenido espiritual. Porque la libertad o la espiritualidad de las empresas humanas no aparece en el momento en que quedan atrás los motivos deterministas o zoológicos (como si ello fuera posible), sino en el momento en que las causas deterministas y zoológicas experimentan, sin dejar de actuar como tales causas, un proceso de anamórfosis, un proceso en el cual no pueden dejar de refluir las mismas leyes biológicas genéricas que presiden las conductas zoológicas. La dificultad, en cada caso, estriba en afinar los instrumentos de análisis para poder sorprender las refluencias genéricas en las tramas más específicas del proceso de la emigración; y esta afinación sólo podrá llevarla a cabo quien, como Pedro Gómez, no sólo maneja las categorías genéricas del zoólogo, sino también las categorías específicas del historiador; quien no solamente sabe analizar los caracteres hemáticos de sistemas sanguíneos ABO, Rh, Kell; y determinar forámenes auditivos externos, puntos infraorbitarios y vertex, sino también sabe leer documentos paleográficos de archivos parroquiales o interpretar la disposición de los esqueletos que descansan en un cementerio medieval.
Por lo demás, las diferencias entre las «longitudes de onda» de estas diversas categorías, si son objetivas, se mantendrán «por encima de la voluntad» de quienes las utilizan. Lo cierto es que, cuestión de voluntad aparte, Pedro Gómez comienza su trabajo con la siguiente proposición: «La emigración europea a América ha supuesto cuantitativamente el mayor movimiento migratorio entre poblaciones de todo el tiempo de existencia biológica de la especie humana». Esta obertura tiene un sentido inequívocamente biológico: todas sus palabras clave (cuantitativamente, movimiento migratorio, población, existencia biológica, especie humana) forman parte del repertorio de la ciencia natural. La obertura va referida a la «especie humana»: pero, por «humana» que sea una especie linneana, no deja de ser la especie de un Género. De hecho, no cabe hablar propiamente de una «Historia de la especie humana», salvo que «Historia» se tome en el sentido antiguo de la Historia natural; y ello aunque no sea más que porque la «Historia de la especie humana» sólo podría comprender los tres o cuatro milenios últimos. La especie humana no tiene, como tal especie, historia, porque los cincuenta, cien o quinientos milenios anteriores a los tres o cuatro mil años de su historia, ya no constituyen materia de esta historia, sino de su pre-historia.
Pero no sólo es la obertura de la que hablamos la que está impregnada de esa tonalidad biológica; esta tonalidad se mantiene a lo largo del trabajo. «Podemos distinguir cuatro impulsos migratorios importantes: el primer ciclo, cuantitativamente el de menor nivel migratorio, se extiende desde el inicio del proceso que hemos situado a primeros de la década de los cincuenta hasta 1862. El segundo, después de una laguna de 22 años sin información, se inicia en 1884, hasta 1890, y puede prolongarse hasta 1904. El tercero, desde 1904 hasta 1918, en él se consiguen los máximos absolutos de emigración a América. El cuarto y último abarca desde 1918 a principios de la década de los 30». Este párrafo podría valer, cambiando las cifras o fechas correspondientes, para referirse a ciclos migratorios de aves, y precisamente en esa su capacidad, reside la potencia de su abstracción (gracias a ella se borra, por ejemplo, el intervalo de la guerra de la independencia cubana; 1898 deja de ser el inevitable –desde la perspectiva histórico política– símbolo del corte de las relaciones hispano cubanas, para quedar reabsorbido en la globalidad del segundo ciclo del proceso migratorio, el que se inicia en 1884 «y puede prolongarse hasta 1904»). El «ojo del biólogo» impone su mirada a lo largo del estudio: son categorías biológicas –sexo, edad, enfermedades, edades de mortalidad, grados de inmunidad, topografía (litoral, zona interior…)– las que se utilizan mayormente para organizar los datos. Sin duda, se da por descontado que estos datos forman parte también de instituciones políticas e históricas, y son significativas en función de tales instituciones (mercado laboral, matrimonios, servicio militar, aldeas o villas…); pero lo interesante es la tendencia a «destilar» los datos de esas instituciones en alambiques construidos con categorías biológicas, gracias a la formalidad desde la que se contempla el objeto material antropológico (lo interesante es la semejanza entre el «comportamiento» de las moléculas de agua contenidas en un recipiente cuando, al ser calentado, presionan sobre sus paredes hasta hacerlas estallar, y el comportamiento de los individuos contenidos en un teatro cuando, al iniciarse el incendio, se precipitan hacia sus puertas y ventanas haciéndolas estallar; lo interesante es que la semejanza «termodinámica» se mantenga aun cuando los «mecanismos» por los cuales las moléculas ciegas son lanzadas en líneas rectas expansivas sean muy diferentes a los «mecanismos» por los cuales los individuos escogen el «camino más corto» para escapar del recinto en llamas). Se dirá, en resumen, que la emigración de los asturianos a Cuba es analizada en lo que ella tiene de migración, en su sentido más general; o, correspondientemente, que las «oleadas de emigración» determinadas por los historiadores en función de hitos relevantes, son vistas como «ciclos migratorios» susceptibles de ser factualizados, sin reduccionismo, a las categorías biológicas pertinentes.
Es cierto que «migración» y «emigración» son términos intercambiables en gran número de situaciones; pero, desde luego, y si tenemos en cuenta otras situaciones también muy numerosas, habrá que concluir que no son términos enteramente sinónimos (¿acaso existen los términos sinónimos?). En efecto, cabe observar una tendencia acusada a reservar el término «migración» para referirse a los desplazamientos, generalmente regulares, de bandas de aves o de mamíferos: las «migraciones» son migraciones de animales o, dicho de otro modo, «migración» es un concepto etológico. En cambio, el término «emigración» se utiliza con más propiedad, sobre todo para referirse a desplazamientos de hombres: «emigración» es un término antropológico, más que etológico. Es cierto que también hablamos de «migraciones» de bandas humanas, principalmente cuando nos referimos a grupos prehistóricos (por ejemplo «migraciones de hombres cuaternarios» siguiendo a las manadas de herbívoros que, en primavera, emigraban de la España seca a la España húmeda, «y las sendas utilizadas por los herbívoros para su éxodo anual –subraya un historiador, Gonzalo Anes– acabaron siendo vías pecuarias recorridas por los herbívoros domesticados»). Y todo esto es posible dada la amplia zona de intersección que media entre las conductas zoológicas y las conductas humanas, entre la Etología y la Antropología. (¿Acaso no existe una Antropología etológica o una Etología antropológica, es decir, un análisis de las conductas humanas, en tanto son, a la vez, conductas coespecíficas zoológicas?). Pero la cuestión que se nos abre es la siguiente: ¿es siquiera posible referirnos a las emigraciones del campo antropológico. en tanto que campo distinto e irreducible al campo etológico, aun cuando consideremos «cogenéricamente» a aquel? ¿Es posible siquiera circunscribir el término emigración al campo antropológico, como si él expresase algún concepto formalmente distinto (no sólo materialmente distinto) al de migración? A lo sumo, habrá que decir que las emigraciones no son otra cosa sino las migraciones de una especie determinada de animales, la especie homo sapiens sapiens, pero no con más alcance que el que pudiéramos dar al término pro-migración, convencionalmente circunscrito, pongo por caso, a las migraciones de aves anidadas.
No es este el caso, y mantener el sentido de la diferencia es de la mayor importancia filosófica en el momento de formar un juicio sobre las relaciones entre los hombres y los demás animales. El campo antropológico tiene características propias, no genéricas, ni coespecíficas, sino transgenéricas, propiedades ontológicas indisolublemente asociadas a las características diferenciales de los procedimientos o métodos de tratamiento conceptual, gnoseológico. En efecto: bastaría reconocer que el concepto de «emigración» no se aplica propiamente a los desplazamientos de animales, de rebaños, por ejemplo, ni tampoco de hombres, de unos lugares a otros, determinados o indeterminados, de la superficie terrestre, porque en estos casos, hablamos de «migración». Cuando el concepto de «emigración» se utiliza propiamente es, seguramente, cuando se aplica a los desplazamientos de grupos de hombres (y aun de hombres individualmente tomados) hacia lugares que suponemos están ya ocupados por otros hombres, y por otros hombres considerados como específicamente tales. Si esto fuera así, el concepto de «emigración» se estaría utilizando en el «ámbito cerrado» o inmanente del campo antropológico. Pues las emigraciones (o sus recíprocas, las inmigraciones) no dirían meramente traslados de unos humanos de un lugar a otro lugar, sino a otro lugar ocupado ya previamente por otros hombres. Lo que significa –remitiéndonos al espacio antropológico– que la «emigración» es un concepto estrictamente «circular», mientras que la «migración» es un concepto «radial» (emigración de las aves de Finlandia a África) y aún «angular» (emigración de hombres siguiendo rebaños de renos).
Ahora bien, el ámbito de estas relaciones circulares entre grupos humanos puede dar lugar a la formación de una «escala» de conceptos irreductibles a los conceptos genéricos (a los que acaso es reducible cada grupo). Por ejemplo, entre dos grupos humanos pueden surgir relaciones características (por ejemplo, de índole política) que sean irreductibles a las relaciones genéricas entre grupos humanos cualesquiera. En particular, mientras que las «migraciones» explican muy bien los procesos de distribución prehistórica del homo sapiens (migraciones de bandas de homínidos a partir de la patria africana a otras regiones asiáticas o europeas despobladas, vírgenes, jamás pisadas por otros hombres) las «emigraciones» explicarán, si no todas, sí una gran porción de los procesos de redistribución histórica de las poblaciones humanas: las emigraciones de los pueblos germánicos (las Völkerwanderungen de Toynbee) desde las selvas europeas hasta los territorios ocupados por los romanos, atraídas «como las polillas a la luz», habrían determinado la ruina del Imperio de occidente hacia el 476, aunque acaso sólo actuaron como los buitres dispuestos a roer la carroña de un organismo moribundo; las emigraciones de los pueblos turcoasiáticos, un milenio después (hacia 1476), habrían determinado la caída del Imperio de oriente. En ambos casos, hay emigraciones estrictas: desplazamientos de unos pueblos a territorios que ya estaban ocupados por otros pueblos, por tanto, «encuentro» de pueblos con otros pueblos y culturas diferentes en territorios que no son res nulius. Según esto, el concepto de «emigración» se perfila y se cierra cuando se circunscribe a un movimiento de pueblos (o de individuos) cuyo destino, o terminus ad quem, es el territorio ocupado por otros pueblos; la emigración implica, según esto, atravesar unas fronteras y entrar en un recinto acotado, por tanto, inmigrar (lo que pone en cuestión nada menos que el concepto de «propiedad territorial» de los pueblos ocupantes: ¿acaso por ser los primeros tienen los pueblos un derecho mayor que los invasores? ¿quién pudo darles tal derecho? ¿Dios padre? ¿la Ley natural? ¿pero cómo se diferencia esta ley natural de la ley del más fuerte? Otras veces ocurrirá que las líneas fronterizas no serán siempre evidentes; en ocasiones, entrar en otros territorios significa sólo una «invasión virtual», retrospectivamente percibida por los historiadores, pero no por los interesados.
En todo caso, al situarnos en esta perspectiva, no queremos plantear como problema principal la cuestión jurídica de la «legitimidad» de la invasión, o de la repoblación, frente a la legitimidad de los primeros ocupantes, legitimidad siempre discutible (aun suponiendo unas fronteras establecidas por un pueblo en un territorio inmenso, cuyo interior tenga bolsas desiertas inexploradas de gran extensión, ¿por qué título el pueblo que controla las fronteras ha de arrogarse la propiedad del desierto interior inexplorado?).
La emigración, en su sentido circular, se mantiene por tanto a una escala diferente de las migraciones, en tanto implican relaciones políticas, diplomáticas, lingüísticas, mapas y normas que no podemos encontrar en el reino animal. La «distancia cultural» (no sólo geográfica) entre los círculos en los que la emigración tiene lugar, es muy variable, y estas distancias determinarán tipos de emigración muy diferentes: desde una emigración considerada «interna» (respecto de un país, de una nación o de un Estado de referencia) hasta una emigración «externa» (al «extranjero»), con todo el esquematismo de esta distinción. La emigración de los españoles a Cuba en los siglos XVII, XVIII y XIX era interna desde el punto de vista político, puesto que Cuba formaba parte de la corona de España; a partir de 1898 la emigración habrá de considerarse externa, pero esta diferencia no tiene gran importancia sociológica, dadas las relaciones de parentesco, idioma, entre la población cubana y la española. (Conceptos tales como repoblación, deportación, éxodo, diáspora, traslado de pueblos, &c. son estrictamente antropológicos.)
En general distinguiríamos dos modos principales de tener lugar las emigraciones:
(1) Un modo que, desde el punto de vista individual, es muy próximo, por alguna de sus líneas, con las migraciones: es el tipo de las emigraciones globales, de grupos o bandas o naciones enteras que entran en otros recintos habitados, pero de modo no individual, sino colectivo, grupal. Obviamente, entre esos recintos globales puede haber diferencias que van desde la mínima distancia cultural (las provincias de una nación) hasta la máxima, el «extranjero» más lejano. Aquí, sin embargo, el encuentro es la relación específicamente antropológica.
(2) El modo que, al menos individualmente, es específicamente humano: el de la emigración personalizada, la emigración de individuos dotados de nombre propio. El emigrante personalizado no por ello es sin embargo más libre de lo que pueda serlo una cabeza de ganado; porque el emigrante personalizado puede definirse como una parte que, procedente del exterior (por ejemplo, del extranjero) entra en una comunidad, bien sea a través de alguna parte individual suya (de alguna persona concreta, que hace de sustrato receptor), es decir, por la mediación de esa parte, bien sea sin mediación de parte alguna. Estas dos situaciones podrían conceptuarse sirviéndonos del concepto de «función», en tanto es una aplicación de los elementos de un conjunto origen a los elementos de un conjunto de destino (aplicación unívoca a la derecha). La emigración personalizada tiene, según esto, dos versiones límites. En efecto:
(a) Las emigraciones de individuos personalizados y además adscritos a una «parte individual» (también personalizada, de la sociedad receptora), podrían ser llamadas emigraciones aplicativas, pues se comportan como una función, en el sentido de que el desplazamiento es el de un individuo personalizado (con nombres, apellidos y filiación) cuyo desplazamiento tiene un destino también personalizado. Esta situación sólo es definible teniendo en cuenta los niveles lógicos que en ella intervienen: el nivel lógico de la clase y el nivel lógico del individuo. La emigración aplicativa se definiría, así, como el ingreso de un individuo personalizado en una clase a través de un individuo también personalizado que actúa como receptor o sustrato. El trabajo de Consuelo Naranjo ofrece interesantes precisiones en esta línea: «la tradición jugó una baza importante en aquellas zonas como Asturias, Galicia, Cantabria, Canarias o Cataluña donde la existencia de vínculos [personales] con Cuba se mantenía a lo largo del tiempo. Vínculos familiares que influyeron en la toma de decisión de marchar y que, a su vez, constituyeron la pieza clave para el mantenimiento del sistema emigratorio y del grupo».
(b) Las emigraciones no aplicativas, emigraciones individualizadas, sin duda, en su origen («más de 8.500 asturianos solicitaron pasaporte [de 1859 a 1862] casi todos para destinos de Ultramar; de ellos, 9 de cada 10 se dirigieron a Cuba», leemos en el estudio de Erice), pero no necesariamente en su destino: aventureros, fugitivos, polizones, &c.
La distinción entre emigraciones aplicativas y las no aplicativas no es siempre nítida, dadas las gradaciones que es posible advertir en la personalización del receptor y en la efectividad de su papel de mediador, que puede tener también muchos grados. A veces, el receptor no es ni siquiera una persona individual sino una «persona jurídica» (una empresa con la cual el emigrante tiene suscrito un contrato de trabajo); otras veces, el receptor es una persona muy concreta, que reclama al emigrante (en el límite: el cónyuge). Otras veces el receptor es a la vez una persona individual y una persona jurídica, como es el caso de un patrono que a la vez es amigo del emigrante y dueño de la empresa. Y a veces será simplemente el amigo de un amigo a quien el emigrante ha sido recomendado o encomendado; en estos casos, puede borrarse prácticamente la diferencia entre la emigración aplicativa y la no aplicativa, pero por reducción de la situación aplicativa a la no aplicativa, dado que quien ha entrado en el otro país, y tras la visita de rigor a su teórico protector, se encuentra en la calle él solo y sin conexiones concretas, como un «individuo flotante».
La conclusión que queremos subrayar, desde el punto de vista antropológico, es esta: que las emigraciones personalizadas (tanto las aplicativas como, desde luego, las no aplicativas) son procesos específicamente antropológicos, por inhumanos que hayan sido tantos desplazamientos que tienen que ver con el exilio o con la diáspora. En cambio, las emigraciones no personalizadas (sobre todo las compulsivas, como las deportaciones o las exportaciones-importaciones de esclavos) están mucho más próximas de la Etología. Por tanto, es la historia la que ha ido preparando las condiciones para que unos pueblos puedan emigrar según patrones típicamente antropológicos, y no la «inteligencia individual» de los emigrantes respecto de los animales (la razón de que un gallego, pongamos por caso, emigre a Méjico recomendado a un amigo de su padre, no es la de que tenga más inteligencia que un ave –que la tiene, sin duda– sino que pisa sobre estructuras previas históricamente dadas). Dejamos aquí de lado las semejanzas o identidades en el terreno de las causas que mueven a emigrar a hombres y animales: sabemos que en muchos emigrantes (no sólo en el siglo XVI sino en el XX) la decisión de emigrar no estaba siempre impulsada por la necesidad de subsistir, como en los animales que se desplazan en busca de pasto o de caza. Porque, a veces, la necesidad que impulsa a los hombres a emigrar es más bien una necesidad de revancha, de ambición, de voluntad de poder sobre los convecinos, como sería el caso de tantos conquistadores extremeños del siglo XVI, sin negar con esto paralelos en las hordas de babuinos en las cuales los jóvenes tienen que optar por permanecer sometidos o marcharse fuera del grupo. Desde el punto de vista de los motores de la emigración la proximidad entre las migraciones y las emigraciones es muy notable. Lo humano está sobre todo en el modo, en los mecanismos según los cuales tiene lugar la emigración, según hemos dicho. Sin embargo, sería un grave error sobrentender que la diferencia entre los métodos de la Antropología y los de la Etología consiste en que aquellos se ocupan de conductas personales y éstos de conductas impersonales; o, dicho de otro modo, que la Antropología utilizaría métodos idiográficos y la Etología métodos nomotéticos. Pero no es así. De hecho, el tratamiento estadístico que en el trabajo de Pedro Gómez es clave, recupera de nuevo el nivel nomotético al tabular las trayectorias personales de emigración aplicada y al reconvertirla en clases estadísticas («tantos individuos de Pola de Allande», «tantos individuos de 17 años»…). Lo interesante es como, sin perjuicio de su perspectiva antropológico-genérica, Pedro Gómez ha utilizado los recursos de la Antropología cultural. Su procedimiento no consiste en abstraer o eliminar los componentes culturales a fin de deslindar, para atenerse a ellos, los componentes genéricos, al modo de los sociobiólogos, sino en penetrar en el mismo terreno histórico cultural (para lo que es preciso poseer los instrumentos, la paleografía o el latín, para explorar los archivos) a fin de reencontrar en ellos, otra vez, los contenidos antropológicos genéricos que refluyen a través de los canales más estrictamente histórico culturales. La perspectiva nomotética vuelve pues a recuperarse, cierto que las clases o conjuntos obtenidos estadísticamente, o por otros procedimientos, sólo tienen una realidad conceptual (no son conjuntos compactos, atributivos, es decir, masas o rebaños de asturianos de 17 años que vayan a Cuba); pero no porque sean más libres. El determinismo es similar, sólo que actúa mediante otros procesos. Pero la presencia causal no es menos sutil. Son conjuntos «fantasmagóricos», «irreales» (por comparación con los conjuntos compuestos por los cuerpos expedicionarios, por ejemplo), como puedan serlo los «asturianos muertos de fiebre amarilla», o los «jóvenes asturianos de 17 a 22 años»; pero en ellos el determinismo causal era igualmente implacable, aunque obrando por vías individuales, como igualmente fatal es el destino del agua de un lago de montaña cuando, tras una depresión del terreno, se abre una vía por la que se precipita hacia el valle o cuando se abren múltiples vías en un amplio frente por las que va destilándose, en gotas individuales, el mismo agua que busca su destino.
[Prólogo al libro De Asturias a América. Cuba (1850-1930), la comunidad asturiana de Cuba, coordinado por Pedro Gómez Gómez, Asturias 1996, págs. 17-28.]