Gustavo Bueno
El bosque y la ciudad
1996
[ Prólogo al libro La reserva natural de Muniellos: flora y vegetación, de José Antonio Fernández Prieto y Álvaro Bueno Sánchez, Consejería de Agricultura, Principado de Asturias 1996, páginas 9-21. ]
1. He aquí un libro imprescindible para todo visitante “profano” de los bosques de Muniellos que, tras aún recientes años de explotación vergonzosa (talas homicidas de robles de 40 metros de alto y de 9 metros de perímetro) han logrado verse protegidos por la ley al ser reconocidos como “reserva natural”. Un libro admirable por la abundancia de información, rigor científico y claridad, escrito por J. A. Fernández Prieto, distinguido profesor de botánica de la Universidad de Oviedo y pionero en Asturias, junto con el profesor Tomás E. Díaz, en los estudios de fitosociología, y por A. Bueno, investigador del INDUROT y cuya pasión por la botánica conozco de cerca porque es hijo mío; hijo, y sin perjuicio de ello, también maestro de botánica, puesto que por él he sabido algo (muy poco) de lo que significan conceptos tales como “asociaciones vegetales”, “comunidades”, “biocenosis”, “series”, “geosigmetum”… Comprenderá el lector mi satisfacción en el momento de escribir estas líneas prologales que los autores me han confiado. Pero no tema el lector, por mi parte, dada mi relación con los autores y mi declaración de “profano en botánica” que acabo de hacer, ninguna descarga emocional o retórica. Mi propósito es transmitir al lector, al menos a aquel lector que sea profano en botánica, el juicio que sobre la utilidad y alcance que este libro pueda tener para los profanos se ha formado quien, siendo también profano en botánica, ha tenido el privilegio de leerlo el primero. Es evidente que estoy suponiendo que la comunicación de mi propio juicio sobre este libro a sus lectores ha de serles de utilidad: pero, naturalmente, son ellos quienes tienen que decirlo, y no podrían hacerlo si este prólogo no hubiera sido escrito y publicado.
Está el lector, en resolución, leyendo el prólogo a un libro de botánica que un profano en botánica escribe para lectores también profanos en botánica y, en concreto, “profanos en bosques”, pero dispuestos a visitar la Reserva Integral de Muniellos, en el extremo occidental del Principado de Asturias. Y, una vez dentro del bosque, ¿no sonará a contradicción la expresión “profanos en bosques”? Porque pro-fano significa “el que permanece fuera del templo”. Pero, ¿no son los bosques, lugares sagrados (Nemus, nemoris, bosque sagrado), los verdaderos templos naturales en los que habita la divinidad, las divinidades vivientes? Así lo creían los antiguos. Séneca, por ejemplo, siente en los bosques la presencia de seres numinosos. Más aún, los propios templos –al menos los templos góticos, si creemos a Mumford–, ¿son otra cosa sino un remedo del bosque germánico con sus columnas nervadas como árboles y sus vidrieras que tamizan la luz a la manera como la filtra el celaje del bosque? Si las catedrales góticas tendieron a recrear con recintos de piedra el clima del bosque sombrío, arcano y misterioso, ¿sería excesivo afirmar que quien se ha adentrado en Muniellos, aunque sepa muy poco de botánica, no es en modo alguno un profano? La admiración y el respeto que, una vez internado en el bosque, siente, impedirán considerarlo profano en el sentido más profundo del término.
2. Pero hemos supuesto que el visitante de Muniellos, que no es profano en sentido profundo, es sin embargo profano, no sólo en fitosociología sino también en sociología de organismos. ¿Importa algo este supuesto? ¿De qué pueden servir los conceptos de estas disciplinas a quien ya está apreciando la solemnidad del bosque? “Matemos al claro de luna con el resplandor de cien farolas eléctricas”, pedía Marinetti a principios de siglo, en nombre del “futurismo”. Pero, ¿no dan mucho más resplandor los conceptos científicos que iluminan las hojas y las flores del bosque? ¿Acaso los conceptos científicos no son un estorbo para quien siente la solemnidad del bosque? “Vale más sentir la compunción que saber definirla”, decía Tomás de Kempis, refiriéndose a Dios. Sentir al bosque, dejarse ingenuamente impresionar por las formas de sus árboles, de nombres desconocidos, esto es lo que importa a un visitante de espíritu religioso o estético. “Vale más sentir al bosque sagrado que saber definirlo”. ¿Qué añade a mi asombro ante este tronco imponente que se pierde ante mi vista saber que los expertos lo llaman Quercus petraea? ¿Qué le importa al pintor impresionista, o al poeta romántico, que busca “expresar sus vivencias nemorosas”, conocer la anatomía vascular de los árboles, la estructura molecular del polen o el envés invisible de las hojas? A un botánico le puede interesar (como le interesó a Luis Ceballos y Fernández de Córdoba) constatar que Don Quijote y Sancho recorrieron, sin duda, paisajes muy variados, y se fijaron en diferentes árboles, matas y yerbas, aunque manteniéndose siempre “dentro del dominio floral mediterráneo, donde correspondió, principalmente, el bosque esclerófilo de Quercus, como representante de la forma original de vegetación de la que se derivan los paisajes actuales”. Pero, ¿qué podrían interesarle estas constataciones a Cervantes, que no sólo no pudo saber lo que era el bosque esclerófilo de Quercus sino que acaso precisamente por no saberlo pudo aumentar la espesura de las selvas y la fragosidad de las gargantas, así como trasladar de un sitio a otro árboles y plantas, “para dar la pincelada artística”? ¿Necesitó Cervantes, para ser el más grande escritor de la lengua española, saber lo que era el bosque esclerófilo de Quercus para describir los paisajes imaginarios por los que discurrieron Don Quijote y Sancho? Tanto como necesitaba Antifón, el sofista, saber lo que eran las metonimias para construir sus discursos (un gramático había reprochado al gran orador su ignorancia gramatical: “¿Y cómo te atreves a pronunciar en público tus discursos sin saber qué es una metonimia?”, “No lo sé –respondió el orador al gramático–, pero escucha mi discurso y seguramente encontrarás varias”).
3. ¿Quién, sino un necio, se atrevería a considerar todas estas cuestiones como vanas? Pues estas cuestiones, y otras muchas ligadas con ellas, se plantean en función de contrastes de experiencias reales y milenarias que, no sólo separan sino enfrentan la “visión ingenua, intuitiva, natural (precientífica) del bosque” a la “visión artificiosa, conceptual, del científico”; o bien la “visión contemplativa”, pura, cuasirreligiosa, a la “visión pragmática”, prosaica, del leñador o del maderero que mira a los árboles en términos de metros cúbicos de tablones industriales. Y todavía más: contrastes que ponen a un lado las “experiencias del bosque” (sean ingenuas, sean artificiosas) –las ciencias naturales, biológicas, físicas, químicas– y las “experiencias de la ciudad” –las ciencias humanas, culturales, sociales, políticas–, y que casi siempre implican la toma de partido por unas o por otras. “Los árboles y el sitio (dice Sócrates en el Fedro platónico) nada me enseñan, sino los hombres en la ciudad”. Ir al bosque será tanto, para muchos (Rousseau entre ellos), como escapar de la ciudad, de los hombres civilizados, “volver a la Naturaleza”, volver a la habitación primigenia, al paraíso selvático en el que vivieron nuestros progenitores antes del pecado original; pues, ¿qué otra cosa es el pecado original sino el nombre teológico que describe la salida que los padres de los hombres hicieron del bosque hacia los herbazales que los rodeaban y entre los cuales tuvieron que comenzar a erguirse sobre sus patas traseras para vigilar a las fieras depredadoras que se ocultaban en ellos, desarrollando sus paradas intimidatorias que hicieron posible su consolidación como hombres erectos? Pero, para otros, entre ellos Voltaire, permanecer en el bosque sería tanto como mantenerse “a cuatro patas”, renunciar a la civilización, a la civitas, a la cultura, a la vida espiritual: permanecer en la selva sería tanto como seguir siendo salvaje, y desear volver a ella desde la ciudad, aunque sea provisto de una guía, será tanto como obedecer a una nostalgia del salvajismo, ni siquiera a la nostalgia de la barbarie.
Las diferencias entre estos “círculos de experiencia” pueden darse, por tanto, por sabidas de siempre, como también es sabido que los hombres suelen preferir internarse en alguno de esos círculos mejor que en el opuesto. La verdadera dificultad habrá que ponerla en el momento de formular el lugar donde se encuentra la raíz de esas diferencias. Generalmente las formulaciones disponibles se mantienen encadenadas a la férrea disciplina del dualismo filosófico “metafísico”. Ya hemos insinuado algunas de estas fórmulas dualistas, la que opone Naturaleza y Espíritu o Cultura; o bien la que enfrenta la intuición a la razón (o al entendimiento), o el sentimiento al concepto, o, todavía más, el ver (el ver con los ojos) al pensar conceptualmente (que algunos llaman “ver con el ojo de la mente”). Estas formulaciones, herederas de una metafísica neoplatónica, aliada desde siglos con el cristianismo y reproducida por el idealismo clásico alemán, están en el fondo de nuestros actos cuando, por ejemplo, como es nuestro caso, buscan situar al bosque en el mapamundi de un universo que no se reduce a la Tierra o a la geografía. Así, los espiritualistas, fieles a la Cultura, tenderán a mirar al bosque como Naturaleza que, en todo caso, podría ser reducida a Espíritu por la vía del concepto, pero que, por sí misma, carecería de toda importancia. El joven Hegel, escribiendo a un amigo desde Suiza, en medio de selvas imponentes y de cielos estrellados, confiesa, como Sócrates, que nada le dice su aburrida monotonía; acaso esta monotonía “ante los ojos” sólo podría atenuarse, o volverse interesante, al ser desplegada ante el entendimiento de los conceptos, que germinan en la ciudad, en el laboratorio, y no en la Naturaleza, en el bosque. Se diría, aún más, en el límite, que el verdadero designio de la naturaleza en general y del bosque en particular estriba en convertirse en campo del concepto, en contenido del espíritu. Es lo que Pope, en su famoso proyecto de epitafio a Newton, había expresado un siglo antes: “El Universo yacía en la oscuridad. Dijo Dios: Sea Newton, y todo fue luz”. ¿Qué sería, en efecto, el sistema solar si Newton no hubiera establecido sus leyes? Una pululación caótica y sin sentido de luces y sombras, ocultadas más tarde en el mentiroso y poético juego de esferas aristotélicas o copernicanas girando en torno a la esfera de la Tierra.
Y quien, aborreciendo este conceptualismo romántico como cifra misma de la pedantería burocrática, reivindique la necesidad de volver a la realidad, a la Naturaleza, a los sentidos, a la visión, a la intuición, no se habrá por ello liberado de los esquemas dualistas, aunque ocupe su lado opuesto. La alternativa, referida a nuestros bosques, se mantendrá intacta en sus extremos: o el bosque natural, y sus paisajes naturales, percibidos ingenuamente y sensiblemente, o el bosque artificial, como el del científico, disuelto en mil palabras en latín o en términos ininteligibles, en palabras científicas que nada añaden a la sabiduría. Todavía más: no porque esta alternativa sea tomada con ánimo conciliador y “complementario” (porque, para el común de las gentes, tanto importa ver como pensar, o tener rendimientos técnicos como admirar las formas naturales) desaparece como tal. Simplemente ha ocurrido que se han yuxtapuesto sus miembros, y que se ha concluido, por ejemplo, que el hombre no sólo es cuerpo (sentidos, vista, manipulación, técnica) sino también espíritu (entendimiento, conceptos, contemplación) y que ambas partes son necesarias para la “armonía del todo”.
Aquello que nosotros impugnamos son los propios esquemas dualistas. Ante todo, porque la alternativa que ellos establecen es ambigua y no permite ni siquiera discriminar a sus contenidos. Por ejemplo, la fascinación que a un poeta, como Villaespesa, le producían los nenúfares, ¿era una fascinación producida por un organismo vegetal, o bien la fascinación producida por un esdrújulo, una forma cultural? (se cuenta que Villaespesa, paseando con Unamuno delante de un lago con nenúfares pregunto: “¿cómo se llaman estas plantas tan extraordinarias?”. “Con el nombre que tú utilizas tantas veces en tus versos”, respondió Unamuno). Sobre todo, porque no basta con yuxtaponer, como miembros complementarios, partes previamente distinguidas: hay que borrar la distinción misma. Por ejemplo, habrá que impugnar la distinción dualista entre el ver con los ojos y el pensar con el entendimiento, como si fueran dos términos hipostasiables que pudieran ser ejercitados independientemente, sin perjuicio de una eventual posibilidad de concurrencia. “No pienses, ¡mira!”, recomendaba Wittgenstein; y, aplicando la recomendación a nuestro caso tendríamos: “Mira al bosque sin prejuicios, intérnate en él, recorre con el ojo sus formas o míralo en su conjunto; no hace falta que pienses en taxones, en nombres en latín o en teorías fitosociológicas”. Pero la predicación de semejante irracionalismo, o, simplemente, fideísmo, es, sobre todo cuando se aplica a nuestro caso, un acto apoyado en el vacío. Porque “mirar” (como “creer”) no es una acción que los hombres puedan llevar a cabo previamente o independientemente del “pensar” (o del “razonar”). No hay un mirar humano previo e independiente del concepto. Un tal supuesto mirar sería pre-humano, dado que el hombre sólo es hombre cuando conceptúa, y conceptuar no es otra cosa sino componer o separar las cosas “vistas” por los ojos (o percibidas por el tacto), ligarlas las unas a las otras. Conceptuar, desde una perspectiva materialista, no es un acto “mental”, que pueda tener lugar en un mundo inteligible distinto del mundo sensible. El “mundo inteligible” es la misma composición y recomposición de los contenidos dados en el mundo sensible. Y como es imposible ver un sólo contenido aislado y simple, porque todo lo que vemos ha de ser siempre complejo, extenso (jamás podremos ver un punto verde, aislado, porque es imposible que una sola terminación nerviosa de los bastones de la retina sea excitada aisladamente), por ello es imposible ver sin conceptuar. Galeno expresó esta idea, que era central entre los estoicos, en una fórmula lapidaria: “No es el ojo el que ve, sino la mente a través del ojo”. Dicho a nuestro modo: “ver” y “conceptuar” son en el hombre términos conjugados. ¿En qué queda entonces ese “ver ingenuamente el bosque” sin conceptualizarlo? Si ello tiene algún sentido es porque, en rigor, lo que estamos separando no es tanto el ver y el conceptualizar, cuanto el ver de un modo y el conceptualizar de otro modo, pero no en general. Estamos contraponiendo, por ejemplo, un ver conceptual primario, semisalvaje o precientífico y un ver conceptualizado, más refinado, incluso científico. El mirar conceptualizado propio de unos hombres educados en una conceptuación rudimentaria (aunque suficiente para sus necesidades) al mirar propio de otros hombres que, además, han tenido que partir de lo que sus antepasados vieron, según sus propios conceptos (las formas de las hojas de los árboles y sus virtudes culinarias, la disposición de un tronco para, una vez cortado y desbastado, servir de columna a una casa). Todas las sociedades primitivas tienen un inventario de plantas y animales recortados según nombres y relaciones características: ven conceptualmente, de acuerdo a su propio modo de conceptuar sus visiones; precisamente la etnobotánica se ocupa de reconstruir las “tablas prelinneanas” que utilizaron los hombres en esas sociedades primitivas. Pero la riqueza de esas “tablas prelinneanas”, con ser mucha, es desbordada por las taxonomías científicas que son capaces de incorporar a todas aquellas tablas primitivas, pero de ningún modo recíprocamente. La mirada conceptual de nuestro ojo presupone los resultados anteriores, pero no deriva internamente de ellos. Durante milenios han mirado los campesinos sus plantas de trigo, sus hortalizas, y durante milenios han sido ciegos para percibir las diferencias sexuales, aquéllas que en un solo curso aprende un estudiante de botánica. Y, si esto es así, ¿por qué exaltar las supuestas miradas de un ojo prístino, que además no existe, puesto que este ojo está ya al mirar conceptuando, aunque sea groseramente?
Una conclusión de enorme trascendencia resulta de lo que acabamos de decir: que el bosque que vemos es siempre un bosque conceptualizado, y que las visiones llamadas prístinas, no son las más verdaderas, sino acaso las más borrosas, respecto de conceptualizaciones ulteriores capaces de envolverlas. Vemos más (no sólo pensamos más) cuanto mejor conceptualizamos. Y nuestra visión más penetrante, lejos de tener que envidiar a la visión precursora, tiene muchas veces que recusarla, junto con las prácticas que a tales visiones primarias solían ir ligadas. Una vez descubierto el sexo de las flores, ¿no habrá que considerar obscenas las ofrendas florales que los fieles ofrecen a la Virgen María? Lo que para una monjita inocente (inculta) eran las flores puras del campo, para el botánico serán los órganos genitales de una planta y, por tanto, una grosería ofrecérselas a una Virgen. ¿Y no es igualmente una grosería el que un caballero ofrezca orquídeas a una dama? Ahora bien, si el supuesto de la “visión pura” del bosque queda triturado, ¿qué diremos de esa supuesta posibilidad de “sentir el bosque” sin necesidad de definirlo? Que es una posibilidad fingida. Los “sentimientos” son las afecciones que en el cuerpo mismo del sujeto que ve (o que oye, o que toca) producen los objetos vistos (o escuchados, o tocados) y que, por tanto, no pueden ser reducidas a tales objetos. Luego si estos objetos están siempre conceptualizados, también los sentimientos lo estarán, y no podrán tomarse como expresión independiente y previa de una supuesta realidad absoluta. Concedamos que los sentimientos primordiales sean muy profundos. ¿Podemos permanecer aferrados a ellos? ¿Por qué habríamos de hacerlo? La dialéctica de nuestra vida es la que nos empuja a pasar de unos conceptos a otros, de unas visiones a otras, y con esto, a nuevos modos de sentir. ¿En nombre de qué habríamos de privilegiar a los primeros sentimientos? Por bellos o sublimes que ellos hubieran sido tendrían que dejar paso a sentimientos más refinados, a otro tipo de belleza o de sublimidad, la que corresponde a las nuevas y más penetrantes visiones conceptualizadas.
Visiones que vemos representadas en este libro, ante todo, por la prosa limpia y rica (en virtud de sus propios contenidos), pero sobria, a la que se presta el lenguaje botánico, un verdadero género literario, muy poco reconocido, por cierto, por los críticos, que deja en ridículo a tantas celebradas descripciones del novelista que no distingue acaso un roble de una encina. Un párrafo como el que citamos, extraído del texto, casi al azar, reduce las descripciones ignaras de nuestro novelista a mera retórica: “El roble albar es también conocido con el nombre de roble sésil; tan denominación hace referencia a que sus bellotas están dispuestas sobre cortos pedúnculos y ello permite distinguirlo del otro roble caducifolio frecuente en nuestras latitudes, el carbayo o roble pedunculado, caracterizado por sus bellotas dispuestas sobre largos pedúnculos”. Pero no sólo por esta prosa límpida, sino también por los dibujos que el libro contiene. Dibujos a plumilla, no fotografías: en esta contraposición se nos muestra otra vez la diferencia entre un representar conceptualizado y una representación física (la de la cámara) que, ella misma, aparece sin analizar (con esto no queremos significar que la fotografía “naturalista” represente a la realidad “tal cual es”: la mera escala del enfoque de la fotografía supone ya una selección, entre infinitas posibilidades, orientada por un análisis de las formas del mundo tal como aparecen a la percepción ordinaria). Porque la mano del dibujante está guiada no ya por el modelo sino por la mirada conceptualizada que analiza ese modelo. “No es el ojo quien ve, sino la mente a través del ojo”. Admiramos en este libro los dibujos elegantes de hojas de cerezo, de olmo de montaña, de chopo negro, de fresno, de plágano… Son obras de arte que presuponen no sólo las dotes específicas requeridas a un dibujante (que podrían aplicarse a otros servicios) sino un mirar profundamente conceptualizado: de hecho, su autor, el profesor Tomás E. Díaz, no sólo es un artista sino que lo es desde su mirada de botánico.
Que nadie se ampare, por tanto, para excusar la conceptualización de la visión directa, con las excelencias de las visiones efecto de la ignorancia que de los bosques pudieron tener los grandes poetas de la antigüedad o los grandes pintores de la edad moderna. Porque tales excelencias quedarán puestas en tela de juicio si se oponen a nuestros conceptos verdaderos, sencillamente porque entonces habría que concluir que, en tales casos, aquellos “sentimientos sublimes” que conmovían el ser no fueron determinados propiamente por los árboles del bosque, ni por el bosque en su conjunto, sino por otras causas que, en principio, no tendrían por qué no poder ejercer su influjo fuera de cualquier umbría (sería suficiente ingerir, en nuestra propia habitación, una dosis adecuada de droga psicodélica).
4. Nuestro recelo a una separación en el hombre entre una supuesta parte sensible y una parte racional, o bien, entre un espíritu artístico o poético y un espíritu científico, no significa que no le reconozcamos profundos fundamentos. Sólo que estos fundamentos no los situamos tanto en el hombre (en el sujeto humano, en cuanto supuestamente compuesto de cuerpo y espíritu) cuanto, lo que es aún más grave, en el propio mundo real (en el objeto o conjunto de objetos que constituyen el campo de acción de las operaciones subjetivas). Es en el mundo real, en efecto, en donde tenemos que diferenciar la superficie en la que se conforman los fenómenos que se presentan al alcance de nuestra vida práctica, de nuestras operaciones, y los transfondos de esta superficie en donde habrá que situar las estructuras o esencias profundas que controlan a los fenómenos. La distinción es imprescindible en el momento de entender una actuación crítica. Sobre una tal distinción se edificó la filosofía de Platón; pero esta distinción está viva entre quienes se ocupan de los procesos de la vida. ¿Qué otra cosa es, sino una consideración particular de la distinción entre fenómeno y esencia, la distinción biológica, en un cuerpo viviente, entre su fenotipo y su genotipo? La dificultad estriba en alcanzar una formulación aproximada de la naturaleza de esta distinción. Pues sin duda no son dos partes del organismo, a la manera como puedan serlo el tronco y las extremidades. Un fenotipo no es tanto una “parte” que el organismo posee en sí mismo, cuanto la configuración que ese organismo asume cuando se hace presente a otros organismos capaces de percibirlo “a lo lejos”. De donde cabe inferir que, por su fenotipo, el organismo viviente se nos determina como un organismo rodeado por otros que lo acechan, lo vigilan o lo exploran, es decir, un organismo que se nos hace presente en un horizonte eminentemente práctico, operatorio, en un horizonte dado a la misma escala en la que se nos dan las mismas formas naturales centradas en torno a esas operaciones prácticas (garras o manos, hocicos, bocas, ojos, oídos, olfato…). Los fenómenos vivientes (sus fenotipos) están constituidos a escala “organoléptica”. Sin duda, tras la figura fenoménica de un organismo están actuando estructuras profundas, de la misma manera que tras los espectros coloreados del átomo de hidrógeno actúan orbitales electrónicos ocultos a la vista. Tras los fenómenos o rasgos fenotípicos del viviente actúan estructuras genotípicas, fisiológicas o anatómicas, que ya no son visibles “a simple vista”, que requieren incluso la utilización de un microscopio electrónico. Ahora bien, es esta diferencia, dada en la propia realidad objetiva, entre fenómenos y estructuras, aquélla que podría tomarse como fundamento de los dualismos que, proyectados en el sujeto, venimos considerando críticamente. Se concederá que los fenómenos se adscribirán a la vista (o a los sentidos, en general) antes que las esencias, que quedarán a cargo de los conceptos del entendimiento. Sin embargo, estas coordinaciones también habrán de ser impugnadas, si, como hemos dicho, la visión de los fenómenos es ella misma conceptual, es decir, si el entendimiento no actúa ante las esencias en sí mismas, sino en tanto se nos dan a través de los fenómenos. Cabría añadir también que aun cuando demos por cierto que las esencias o estructuras controlan por sí mismas los fenómenos (las secuencias de ADN del genoma controlan la forma de las hojas de este roble) sin embargo, y desde un punto de vista práctico, es sólo a través de los fenómenos como podemos llegar a las esencias. Éstas, por sí mismas, no podrían ser controladas, ni siquiera percibidas. De otro modo, si las percibiéramos, nuestra propia conducta comenzaría a ser impracticable e incluso insoportable. Un relato de Santiago Ramón y Cajal ilustra muy bien este punto: un médico, desesperado por la limitación del poder resolutivo de sus ojos (comparativamente a la de un microscopio óptico) pide a un genio que le aumente ese poder. El genio atiende su deseo; pero entonces el médico queda incapacitado, por ejemplo, para comer un filete de carne por la repugnancia que le producen las células o las bacterias que en él advierte; tampoco puede acercarse a la boca de su novia percibiendo en sus labios miles de asquerosos microorganismos. El relato acaba con la petición del médico al genio para que le restituya a su natural estado de limitación de su sentido de la vista. Ocurre como si esta limitación fuese correlativa a las conformaciones fenoménicas perceptibles.
Ahora bien, si cuando miramos a los árboles del bosque o a sus ardillas, a sus culebras, sólo podemos percibir, aunque sea conceptualmente, fenómenos, y no esencias, ¿no tendríamos también que rebajar la importancia que habíamos concedido inicialmente a la visión científica? Si lo que nos es accesible es una visión fenomenológica de la Naturaleza, ¿acaso las visiones precientíficas, artísticas o literarias, no nos proporcionan ya visiones fenomenológicas, altamente conceptualizadas, en todo caso, que incluso pudieran ser preferidas por quienes, al margen de los intereses profesionales de los científicos, desean internarse en los bosques de Muniellos?
Sin duda, esto es así. Pero otra vez, con tales planteamientos, incurriremos en la errónea dicotomización de la realidad en un orden de fenómenos y en un orden de estructuras o de esencias. Porque el orden de los fenómenos tampoco es estable, fijo, invariable. Sus contenidos y su morfología cambia en el curso mismo de la evolución humana, y precisamente en función de las transformaciones de las estructuras subyacentes que la actividad científica determina. No se trata, por tanto, puesto que no pretendemos en nuestro paseo por el bosque alcanzar una visión científica, de regresar a cualquier tipo de visión fenomenológica. Se trata de situarnos, guiados por los científicos, en una escala fenomenológica que pueda, en el presente, estimarse como la más ajustada. Se trata de evitar recaer en un modo de mirar primitivo, mitológico, aunque se denomine como natural y prístino. Pero para que un profano pueda ajustarse a la escala de este enfoque necesita “educar su mirada” de la mano de un científico, del mismo modo que quien desea escuchar música necesita “educar su oído” de la mano de un maestro de música. El libro de José A. Fernández Prieto y de A. Bueno nos proporciona este instrumento preciso. No tenemos que buscar en este libro, por tanto, una exposición científica de las estructuras profundas que gobiernan el ritmo de la vida de los bosques y de sus animales; pero no porque este libro sea una “divulgación científica” del sistema científico que sólo puede alcanzarse tras larga disciplina. Pues este libro no es una divulgación de un “saber científico de las estructuras” puesta al servicio de un público profano, aunque interesado. Este libro es una representación fenomenológica (es decir, en el plano de los fenómenos) conformada en función de una ciencia estructural subyacente, en la medida en que ella puede y tiene, que ser representada en el plano de los fenómenos de los que ella misma salió, de unos fenómenos que pueden ser justamente reconocidos por el público profano que sea capaz de dejarse guiar por el libro que tiene en sus manos.
5. Seguramente, las más interesantes estructuras fenomenológicas que este libro puede enseñar a ver a quienes se internen en el bosque de Muniellos se encuentran al nivel sociológico, es decir, más allá del nivel en el que se configuran las figuras de los organismos individuales que se “asoman” siempre a través de los taxones linneanos, específicos o genéricos, que es el nivel en el que se mantienen los caminos conceptuales que tradicionalmente se ofrecen a los taladores y también a los simples paseantes. Pero la perspectiva sociológica que este libro nos puede ayudar a alcanzar es una perspectiva nueva, es decir, posterior a Linneo. Sin perjuicio de ilustres precedentes, la perspectiva sociológica sólo en nuestro siglo ha logrado constituirse científicamente y fijar una terminología común (por ejemplo, en el Congreso de Botánicos de Estocolmo de 1950 y en el Congreso de París de 1954). Es importante advertir al profano que la nueva “mirada sociológica” de la vida natural fue ejercitada desde muy temprano en España, e incluso antes de la recepción de las ideas darwinistas. El Discurso de entrada en la Academia de Miguel Colmeiro, en 1860, todavía defendía la tesis de la “estabilidad de las especies en el reino vegetal” (Darwin había publicado el Origen de las especies por medio de la selección natural el 24 de noviembre de 1859, el mismo día en que se vendieron los 1.250 ejemplares de que constó la primera edición). Es cierto que es posible mantener la “mirada sociológica” de los seres vivientes que viven en el bosque al margen de las ideas evolucionistas, y ya en 1804, Simón de Rojas Clemente, inspirado por Alejandro Humboldt, había tanteado la nueva perspectiva en sus estudios sobre la distribución altitudinal de la vegetación del Mulhacén. Pero también es cierto que las ideas darwinistas –la idea de la evolución de las especies y la idea de la selección natural determinada en la lucha por la vida– estaban llamadas a desempeñar un papel decisivo en el nuevo modo de enfrentarse a la Naturaleza. Curiosamente, los países del continente europeo cultivaron la nueva sociología de la vida antes y más intensamente que los anglosajones (que, sin embargo, últimamente, van cediendo poco a poco a las nuevas ideas). Con todo, España está, en este orden de cosas, en primera línea, y dentro de España (he de decirlo aun arriesgándome a que la modestia de los autores de este libro intente taparme la boca) la Universidad de Oviedo.
¿Y cómo un profano podría explicar brevemente a otros profanos en qué consiste el nuevo modo de mirar conceptualizado a las plantas y a los animales de un bosque, como el de Muniellos? Desde luego es un modo de mirar fenomenológico, y en este punto cabría ya mantener la distancia entre el modo de mirar sociológico y la llamada “sociobiología”, por quienes pretenden cultivarla, sobre todo, como Dawkins, a escala genética. Es un mirar que no se dirige a cada árbol –a esos árboles que tapan el bosque– pero que tampoco planea sobre el bosque, a esa masa global y borrosa en la que se reabsorben los árboles, ocultándose también. Es una mirada que se dirige a los árboles, a los arbustos, matas o hierbas individuales, pero en tanto que están asociados unos a otros. Una asociación que no se reduce a la acumulación de los unos al lado de los otros, en poblaciones de organismos de la misma especie (muchas veces son las semillas de una misma planta, transportadas por el viento o por los pájaros, precisamente las que crecen más lejos unas de otras) sino, sobre todo, de individuos de especies, géneros u órdenes distintos que se agrupan en comunidades características; comunidades en las cuales conviven además organismos animales, también de especies o géneros diversos. Una convivencia de animales que es posible precisamente por la mediación de las plantas, así como también la convivencia de éstas tiene lugar por la mediación de los animales. Biocenosis es el nombre que ha ido decantándose para designar a estas “sociedades más o menos delimitadas” de vegetales y de animales, por no citar también a los hongos y a los protoctistas… Una comunidad, una biocenosis, no es por tanto un organismo, como tampoco es un superorganismo. Y acaso lo más decisivo en la conformación de la mirada fitozoosociológica comenzaría en el momento en el que, supuestas ya estas comunidades o biocenosis, se logre ver que las asociaciones de individuos de especies o géneros diferentes (de plantas o de animales) no son aleatorias, como si fueran el resultado del azar (o del capricho estético de quien organiza su jardín) sino que están determinadas por motivos muy precisos, que no son sólo geográficos, sino también ecológicos, “sociales” e “históricos” (adaptaciones y co-determinaciones seriadas). Las proporciones según las cuales se combinan los diferentes organismos no son enteramente arbitrarias, sino que están internamente codeterminadas, dentro de unos límites de máximos y mínimos; cabría hablar también aquí de una “ley de las proporciones definidas”, de una “ley de Dalton de la Biología”, para cada tipo o modelo de comunidad o de biocenosis. Hay modelos susceptibles de repetirse distributivamente (nomotéticamente) en otros lugares o teselas; hay modelos individuales (“idiográficos”) que, tanto por la fórmula de composición de los organismos, como porque también a veces tienen algún organismo propio (es el caso de Muniellos) sólo existen en un lugar determinado, sin que esto signifique que no son a su vez comparables con otros “individuos sociales”.
En todo caso, la unidad de convivencia constituida por estas comunidades o biocenosis no es tampoco una unidad inmutable, estacionaria. En gran medida, debido a que esa unidad de convivencia es, sin duda, una unidad armónica, pero con la armonía propia de la vida natural que resulta, no sólo de la pacífica coexistencia de los vivientes sino de su competencia incesante, que implica muchas veces (desde luego, en toda la vida heterótrofa) la necesidad de destruir, en lucha a muerte, al enemigo; esta misma variación tampoco es aleatoria, sino que transcurre según un orden seriado, para cada caso, cuyo análisis constituye uno de los objetivos más interesantes de la moderna ciencia natural.
Podemos internarnos, con la ayuda de nuestro libro, en el bosque de Muniellos con la seguridad de que nuestra vista no va a derramarse en borrosas miradas ni a concentrarse en microscópicas tareas propias del especialista. Podrá alguien incluso temer la posibilidad de “engolfarse” en el bosque, si se siente afectado por la máxima socrática que antes hemos recordado: “los árboles y el sitio nada me enseñan, sino los hombres en la ciudad”. Puede alejar ese temor. Precisamente los árboles y el sitio, el bosque, con sus plantas y sus animales, cuando lo miramos conceptualmente de este modo nuevo, lejos de invitarnos a volvernos de espalda a la ciudad de los hombres, como si quisiéramos olvidarnos de ella, se convierte en una imagen inesperada que nos recuerda una y otra vez la ciudad, y aún nos permite interpretar muchas de las líneas filosóficamente más significativas de las mismas sociedades humanas. Es cierto que, desde siempre, los “reinos naturales” han sido utilizados para interpretar los “reinos culturales” o sociales: el “árbol de las ciencias”, el “enjambre de abejas”, que le sirve a Virgilio para ofrecer a Augusto una imagen del puesto que ocupa en el Imperio, o a Mandeville para construir toda una teoría de la sociedad humana. Y, en general, y ya con pretensiones científicas, los organismos individuales vivientes, referencia constante para el análisis de la sociedad de los hombres (Spencer llegó a tomar en serio la analogía entre el cerebro de un vertebrado y el gobierno de una nación, entre el sistema de sus fibras nerviosas y el sistema de cables eléctricos que acababan de ser instalados en los Estados más avanzados). Pero también es cierto que todas estas analogías se basaban en un fatal error de principio, porque, sencillamente, una sociedad no es un organismo, porque organismos son ya los individuos que la integran; ni siquiera una sociedad puede ponerse en correspondencia con un conjunto enjambrado de organismos, porque el enjambre, como el hormiguero, está constituido por individuos de la misma especie: son poblaciones.
¿Y acaso, se dirá, las sociedades humanas no son también poblaciones? Sin duda, cuando se las considera desde una perspectiva genérica. Pero en este caso, la comparación rigurosa, unívoca, de las sociedades humanas con las poblaciones vegetales o animales no tiene poder para rebasar el nivel genérico en el que está construida. Desde el punto de vista de su estructura lógica, la complejidad específica de las sociedades humanas, considerada desde las sociedades vegetales o animales, corresponde precisamente a la complejidad de las biocenosis, de las “comunidades” (siempre que a este término se le otorgue su significado ecológico estricto, es decir, siempre que “comunidad” no se tome en el sentido antropológico, como término contradistinto, desde Tönnies, a “sociedad”). De otro modo, la correspondencia entre las sociedades de organismos vegetales y animales de tipo comunidad o biocenosis y las sociedades o las culturas humanas (una tribu, una nación, una confederación de naciones) habrá de establecerse no en sentido unívoco, sino analógico. ¿Y cuáles pueden ser los términos que, para esta analogía, en las sociedades humanas habrán de corresponder a las diversas especies o géneros vegetales y animales de las sociedades naturales, de las biocenosis? No ya las razas humanas (porque, sin perjuicio de sus diferencias, siguen siendo de la misma especie mendeliana), pero sí los componentes estructurales de una sociedad que ya es específicamente humana, a saber, por ejemplo, las diversas instituciones, las diversas lenguas, las diferentes profesiones y tecnologías desplegadas ya en el ámbito de una misma nación, y cuya trama ya puede, por su complejidad, compararse con la trama compleja de individuos de distinta especie que constituyen las biocenosis. Tylor, el fundador de la Antropología, ya entrevió esta correspondencia: “el arco y la flecha forman para el etnólogo una especie, la costumbre de deformar el cráneo de los niños es una especie, el hábito de agrupar los números en decenas es una especie”.
Provistos de esta poderosa analogía, el paseo por el bosque (en Muniellos, por los bosques de los que, en realidad, se compone la Reserva) puede comenzar a representar, además de una “vuelta a la naturaleza”, una preparación para comprender muchos “misterios” de las sociedades humanas, de las ciudades de las que habíamos salido de excursión. Desde los bosques, que se encadenan en una compacta unidad conjunta, constituida por organismos vegetales y animales (que se necesitan unos a otros para su subsistencia y reproducción), podemos medir bien el error de quien cree entender la unidad de las sociedades humanas asimilándolas a la armonía que rige las partes de un organismo. Podemos comprender críticamente el alcance de las pretensiones de tantas naciones que, limitadas por fronteras artificiosas, proclaman su identidad inmutable. Y no porque dudemos de la realidad de esa identidad, sino porque ésta, por analogía con las identidades propias de las partes de una biocenosis, podremos verla como la identidad propia de una parte que se continúa por otras partes del todo y contiene en sí misma a otras partes más pequeñas. Las naciones, las regiones, las nacionalidades que la constituyen, o las confederaciones continentales de naciones, se entenderán mejor si las vemos como vegetaciones o comunidades que, sin perjuicio de su evolución implacable, pueden mantenerse armónicamente en un estado estacionario durante largos intervalos; pero según una armonía que se funda en la desigualdad, en la jerarquía de las cadenas de depredadores vinculados por la competencia y por la muerte. El bosque, con toda su belleza, nos dice que la naturaleza, en su armonía, no es justa ni es democrática, como tampoco lo son las sociedades humanas “realmente existentes”, aun aquéllas que se organizan según las normas constitucionales más progresistas; porque en ellas se mantienen las injustas diferencias de clases, de religiones, de razas, de lenguas, de profesiones e incluso de individuos dentro de una misma profesión.
Ojalá que este libro se difunda y llegue a ser considerado tan imprescindible para internarse en los bosques de Muniellos como es considerado el bastón o las botas. Porque no se trata de que quienes visitan los bosques lleguen a ser biólogos, a convertirse en especialistas en ciencias naturales, en científicos; se trata de que, gracias a la ayuda de éstos, lleguen a ser sabios.