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Gustavo Bueno

Mi re-presentación del libro de Alberto Cardín Detrás por delante

Texto de la intervención de Gustavo Bueno en el Homenaje a Alberto Cardín, organizado por el Instituto Catalán de Antropología, el Instituto de Humanidades de Barcelona y la Universidad de Barcelona, celebrado en Barcelona el día 6 de mayo de 1992


Me parece que fue un día de mayo de 1986 (los recortes de prensa que conservo perdieron la fecha) cuando tuve el placer de presentar en Oviedo, obedeciendo al requerimiento de su autor, la segunda edición del libro de Alberto Cardín Detrás por delante. La tendencia a la simplificación que es casi obligada en las reseñas periodísticas hechas a vuela pluma para llegar a tiempo antes del cierre de edición, y que además tienden (como es natural) a destacar los aspectos que, a juicio del periodista, pueden llamar más la atención de sus lectores, explican la selección de titulares que, bajo la fotografía del autor y del presentador, daban cuenta del acto: «El filósofo [por Bueno] elogió al antropólogo asturiano [por Cardín]. Bueno destacó la temática homosexual del libro Detrás por delante de Alberto Cardín.»

Mi propósito, en este día de mayo de 1992, es volver a presentar –a re-presentar– Detrás por delante, tratando de reconstruir los mismos argumentos de aquel día de mayo de 1986, en el que Alberto Cardín, según muestran las fotografías, escuchaba sonriendo, sin perder su actitud de permanente distancia crítica, mi análisis, en el que –y esto lo reseña el periodista– comencé subrayando mi voluntad de prescindir de cualquier «tipo de enfoque psicoanalítico», para atenerme a la interpretación del libro que presentaba como si fuese un «texto de laboratorio, en el mejor sentido de la palabra».

2. La pregunta que entonces, como ahora, dirigió mi análisis, era esta: ¿a qué «género literario» pertenecen estos nueve relatos –así los llama, en el Prólogo, su autor– que constituyen el libro? Pues es evidente que estos relatos –aunque carecen de un hilo argumental común, incluso se presentan como «textos narrativos» independientes– son especies (especies únicas, como los ángeles tomistas o como las culturas de los etnólogos) de un mismo género. Además, conviene subrayar que su autor –tanto en el Prólogo como en el Epílogo a esta segunda edición– intentó precisamente responder de algún modo a esta pregunta y, lo que es más importante, trató de ajustarse a su respuesta: «Para quien hubiere leído la primera edición de este libro –advierte Alberto Cardín a quien leyere–, sepa que no es del todo el mismo: han sido arrancados de él todos los textos no formalmente narrativos, es otro el orden de los que quedan...». En el Epílogo confiesa el autor: «La parte taimada de todo el proyecto radica sin lugar a dudas en el hecho de haberme erigido a la vez en paleógrafo y crítico de mis propios textos, so capa de una distancia y una enajenación con respecto a ellos». Y aquí clasifica, de pasada, Detrás por delante entre sus «libros de ficción» –aunque reconoce que, a veces (como en el caso de Fabiola) ha tenido que retocar algo para «verosimilizarlos y hacerlos coherentes con sus propias posibilidades internas». Pero no se nos dice cuales sean estas.

No dudamos que un relato-ficción está sometido a unas «leyes internas» muy precisas –Leonardo ya habló de la «exacta fantasía»–. Pero estas «leyes internas» están dadas en función del género literario: no son universales, comunes, homogéneas. No son las mismas leyes las que gobiernan un relato de historia ficción, que las que presiden un relato de cosmogonía-ficción o de psicología-ficción. Por tanto, clasificar Detrás por delante como un relato, incluso como un relato ficción, es casi como no decir nada. Y, por otra parte, las leyes del relato, si existen, son impuestas por el propio material relatado, no son arbitrarias, o lo son menos en proporción inversa a la calidad del relato (lo más importante es aquí advertir que las leyes que presiden los relatos de ciencia ficción son de la misma familia que las leyes que presiden a la ciencia correspondiente). Dicho de otro modo: el autor está sometido a ellas y no es él el mejor juez ni crítico para clasificar su obra. «¿Quién soy yo –decía Oscar Wilde a un director de escena que pretendía convencerle para que modificase una obra dramática suya– para corregir esta obra maestra?». Y aquí Cardín sonreía. Y quizás se irritó un poco su sonrisa cuando le repetí, aunque afectuosamente, el consejo que Goethe daba a los escultores: «Escultor, trabaja y no hables.»

3. Voy a circunscribirme, en esta ocasión, al cuarto «relato» de Detrás por delante, titulado: «Fabiola, un drama originario». Los resultados de mi «diagnóstico», a propósito de este relato, podrían –en mi opinión– extenderse a los demás relatos del libro, y no por modo meramente homogéneo, sino a fortiori. Pues Fabiola es, de los nueve relatos del libro, el que se aleja más del arquetipo genérico al cual todos, según mi diagnóstico, se acogen (se concederá que las especies de un mismo género no tienen por qué ser monótonas repeticiones de una misma estructura: pueden encarnar el género común en grados diversos de plenitud y de complejidad). Si Fabiola se sitúa en las fronteras del género, los demás relatos, que ocupan su centro, lo encarnarán con mucha mayor perspicuidad o, como hemos dicho antes, al modo escolástico, a fortiori.

4. Fabiola es un relato dramático; más aún, está concebido como un guión cinematográfico (después de la enumeración de los dramatis personae, más de veinte, viene un Cartel: «En los últimos tiempos de la terrible persecución desatada por Diocleciano contra los cristianos»). Pero de ningún modo puede clasificarse este relato como una «reconstrucción histórica». Por ello, no teme a los anacronismos, como pudo temerlos Nicolás Wisseman. Fabiola –la Fabiola novelada– murió después de Teodosio, hacia el año 400 (según cuenta su maestro San Jerónimo). Alberto Cardín, que sabía esto, sin duda, perfectamente, la sitúa, sin embargo, en la época de Diocleciano. Entre las dramatis personae aparece también Sebastián (San Sebastián), que fue efectivamente jefe de la primera cohorte de la Guardia de Diocleciano; pero también aparece Mauricio, el jefe de la legión Tebana reclutada por el emperador Maximino, todavía en el siglo III, y Tarsicio (el futuro San Tarsicio), el acólito de San Lorenzo (quien efectivamente aparece en el relato en el momento de ser puesto en la parrilla), muerto a palos en la persecución de Valeriano del año 257.

Pero todos estos anacronismos no implican arbitrariedad en la selección de los personajes históricos: basta tener en cuenta que la selección podía estar fundada en criterios diferentes a los estrictamente históricos. Muchos personajes (Tarsicio, incluso Fabiola, por ejemplo, desempeñan el papel de simples rótulos o nombres de «cristianos» romanos en general). Además, en el relato desempeña un papel decisivo al menos la transformación que se supone experimenta la sociedad romana en el intervalo que se extiende desde la persecución de Diocleciano hasta el edicto de Constantino, preparado en las vísperas de la batalla del Puente Milvio, al que se refiere el último Cartel del relato de Cardín.

Podría decirse, por tanto, que los nombres de los personajes, cuidadosamente elegidos, no son propiamente nombres de personajes históricos, convocados anacrónicamente a un escenario de historia ficción; son, más bien, nombres de personajes que cabría considerar (desde el punto de vista antropológico) como sincrónicos, dentro de una escala adecuada para la cronología de la cultura de referencia, a saber, en este caso: la «cultura cristiana que, en el seno de la sociedad romana, estaba madurando, considerada antes y después, o en las vísperas, de su reconocimiento legal». Brevemente: Fabiola de Cardín sería un relato presidido por la «lógica interna» propia de la teoría explicativa de los motivos por los cuales una «cultura» que comienza siendo un embrión casi insignificante en el marco de una sociedad antigua, fundada en torno a la familia romana, al derecho de propiedad, al culto al emperador, &c., va creciendo y consolidándose, incluso a través de las mismas Legiones imperiales, hasta un punto tal en el que su fuerza expansiva tiene que ser reconocida por el propio Imperio en el cual va a comenzar a desempeñar funciones en adelante hegemónicas. Y es Fabiola, con visión clarividente –una mujer que ha accedido a la fe de Cristo, como ella dice «por el amor herido y el despecho»–, la encargada de explicar al propio Constantino el significado de las líneas por las que la nueva cultura habrá de cristalizar. El significado, principalmente del ágape cristiano, como una relación amorosa, eminentemente homosexual, entre los «varones elegidos» por un lado («cuida de Pancracio y Tarsicio –dice Lorenzo en la Parrilla a Sebastián–, ya nunca celebraremos el acto del amor hasta que el Señor nos resucite») y las «mujeres elegidas» por otro (como si fueran los dos hemisferios del Cuerpo Místico). La virtualidad de esta embrionaria –y revolucionaria– forma cultural de organización social, ya desde las Legiones (al menos, desde la Legión tebea), se nos revelaría retrospectivamente al analizar las hipótesis sobre los fundamentos que hicieron posible la constitución de una Iglesia militante, basada sobre la institución del celibato. «¿Cual es, pues, la diferencia entre el culto de Priapo o el de Attis?» pregunta Calpurnio, en función de filósofo estoico y consejero imperial [en el texto de Cardín, por errata, figura Torcuato, en vez de Calpurnio] a Torcuato. Y Torcuato (el falso cristiano esbirro de Corvino, el perseguidor de Pancracio) responde: «Una muy fundamental, que hace su fuerza, que de esta unión física aparentemente confusa sacan fortaleza, en vez de disolverse como en las fiestas priápicas o uranias, y viendo en esta misma unión el signo de su Dios, se hacen uno con él, y se elevan a lo eterno».

Me parece evidente que Alberto Cardín no estaba componiendo una simple «ficción dramática», literaria, sino que, a la vez, estaba formulando una especie de «teoría energética» explicativa del origen –no solamente inicial, sino continuo (no solamente en la línea de la génesis, sino en la línea de la physis)– de la «fuerza oceánica» que pudo desarrollar la Iglesia católica, surgida en el seno del Imperio, gracias a la «canalización», a través de la institución del celibato (es decir, mediante la disolución de la familia romana, al menos en el ámbito de las capas de los elegidos, que serían los puntales de la institución de la confesión auricular, clave de la futura organización social) de una energía que de otra suerte se «derramaría» en fiestas priápicas... o en la propia familia tradicional. No era preciso suponer, sin embargo, por la teoría, que se trataba de extirpar de la nueva sociedad proyectada la estructura cultural de la familia romana; ésta habría de mantenerse, puesto que, a fin de cuentas, de ella habrían de salir los elegidos. A los simples mortales –a «las clases de tropa», como dirá siglos más tarde el Santo fundador de una nueva «Legión Tebea»– no sólo se les permitirá formar familias, sino que se mirará con simpatía que las constituyan, con la misma simpatía hacia los «simples» con la que Santa Teresa de Avila miraba a las buenas familias labradoras entre cuyos hijos pensaba reclutar a las nuevas monjas y a los nuevos frailes del Carmelo.

5. ¿Sería justo decir que semejante teoría energética de la «cultura cristiana» es gratuita (salva veritate), una mera ficción literaria? No digo que sea una teoría científica; pero tampoco creo que su autor pretendió que fuera una mera «ficción teorética», una «teoría ficción», enteramente gratuita. Por el contrario, el relato parece que tiende más bien a formular «opiniones probables» (éndoxai) –y no meras «interpretaciones» (hermeneusis) o «ejercicios de comprensión» (Verstehen)– sobre proposiciones contradictorias, como lo son los informes dispersos, fragmentarios, y no pocas veces contrapuestos, que nos llegan de una sociedad real determinada. Estos «informes», en nuestro caso, son bien conocidos y no pudieron haber escapado a la erudición de Alberto Cardín: de esto podemos estar seguros, sin necesidad de que él nos los recordase por medio de citas en forma canónica. Que los apologistas cristianos hayan considerado como calumnias a estos «informes» no suprime su condición de tales, de «materiales dispersos y contrapuestos» ofrecidos a la reconstrucción teorética. Sobre todo: para Alberto Cardín estos «informes» no tenían por qué resultar necesariamente injuriosos. En un documento del siglo II, la llamada Carta a las Iglesias de Lyon y Viena, su redactor habla de las «calumnias» que los paganos levantan a los cristianos a propósito de unos «convites tiesteos [sin duda por referencia a Tiestes, el hijo de Atreo] y uniones edipeas» que ellos celebrarían regularmente. Así los denomina el redactor «para dar nombres tolerables a los oídos». ¿Acaso no conocía muy bien Cardín el Informe de Cecilio, el personaje pagano del diálogo Octavius, de Minucio Félix (hacia el año 180)?: «Allí, después de bien hartos, cuando los convidados entran en calor y el hervor de la embriaguez encendió la pasión incestuosa, echan un pedazo de carne a un perro que tienen atado a un candelero y, apagada la luz, que pudiera ser testigo, entre impúdicas tinieblas, se unen al azar de la suerte y con no decible torpeza». No menos a mano tenía Cardín el Informe de Celso, transmitido por Orígenes en el libro VI de su Contra Celso: «Otra [calumnia de Celso, dice Orígenes] que, cuando los que profesaban la doctrina de Cristo querían cometer pecados tenebrosos, apagaban la luz en sus reuniones y cada uno se ayuntaba con el primero que topase».

El relato de Cardín, en suma, no es un relato de ficción, absolutamente gratuito; es un relato inserto en una teoría energética explicativa de los motores de unas formas culturales que van a cristalizar en una sociedad determinada partiendo de unas «condiciones iniciales» dadas; es una teoría energética sobre motores culturales que –puestos a buscar un término de comparación– cabría analogar, por su estilo teorético (no ya literario) a la que Francis Fukuyama nos propone en su libro (recién traducido al español) sobre El fin de la Historia para definir la inminente cultura que abrirá camino al «Estado universal homogéneo». Fukuyama, en efecto, pretende dar una teoría sobre el futuro Estado universal homogéneo apelando a los motores que, al parecer, estarían suficientemente alimentados a partir de la energía liberada en los procesos de «reconocimiento mutuo», indefinidamente ejercitados; Cardín se atenía a la cultura de la sociedad cristiana, ya en su fase, se supone, terminal, cuyos motores se alimentarían también de una energía liberada y canalizada por las instituciones del celibato de una Iglesia homogénea envolvente de los estados heterogéneos sucesores del Imperio romano. La comparación que hacemos entre la esquemática teoría de Cardín y la prolija teoría de Fukuyama tiene un alcance relativamente preciso que reducimos a los siguientes puntos: (1) que ambas son teorías explicativas energéticas sobre los motores energéticos de estructuras culturales in statu nascens a partir de sociedades preexistentes, pero de ámbito universal; (2) que ninguna de ambas teorías es una teoría científica, ni puede llegar a serlo (sin perjuicio de ser una teoría explicativa); ni alguna de ellas está más fundada, ni menos, que la otra; (3) que ninguna de ambas teorías es, al menos intencionalmente, una teoría «histórica»: la de Cardín porque se refiere a situaciones más bien intrahistóricas de las sociedades humanas; la de Fukuyama, porque se refiere a una situación posthistórica, la que tendría lugar tras el fin de la historia.

No por ello ambas teorías tendrían que ser especies de un mismo género. La «teoría energética» de Fukuyama es una teoría político-sociológica. ¿De qué género sería la teoría de Cardín? Sospechamos que es una teoría del género antropológico (verdadera o errónea, poco fundada o bien fundada, es otra cuestión que hay que suscitar ante esta teoría como ante tantas otras teorías antropológicas), al menos si nos atenemos al concepto de antropología que el mismo Cardín ha dibujado en uno de sus últimos libros, en la Coda de sus Tientos etnológicos.

6. «La distinción fundamental de la que parte la Antropología es la que opone Cultura y Sociedad», dice Cardín. «Sin esta distinción –añade– no hay antropología cultural, esto es, antropología surgida de la experiencia de lo exótico». Pero, ¿hay algo más exótico, desde nuestro presente –desde la Batalla de Jena, si se prefiere– que la cultura cristiana que se incubó en los siglos II y III de nuestra era y que llegó a formar parte, en el siglo IV, a raíz de Constantino, del Imperio y de sus sucesores (un Imperio que, al menos jurídicamente, si creemos a Kojève-Fukuyama, habría acabado en 1806, con la Batalla de Jena)?

Cardín ha ofrecido en su relato el embrión de una teoría antropológica explicativa, no científica, sin duda, sobre los «motores energéticos» de la cultura cristiana. Pero una teoría antropológica (no sociológica, ni psicológica, ni económica, &c.) –dice él– no es una ciencia, ni siquiera en el sentido débil, idiográfico o in fieri de la palabra, «sino una disciplina dialéctica». «Disciplina» porqué está academizada desde hace un siglo y dispone de una tradición temática, nocional y metodológica, aunque sea conflictiva. «Dialéctica», porque su discurso no es demostrativo, sino dialógico: porque no puede pretender establecer un saber definitivo, sino evaluar la probabilidad de lo contradictorio, proponiendo, a lo sumo, conclusiones provisionales (desde el punto de vista de la teoría del cierre categorial las teorías científicas deben rebasar el sector dialógico del eje pragmático para asentarse en el sector esencial del eje semántico, si quieren ser demostrativas).

Una teoría antropológica debe reducirse, en suma, según lo entendía Alberto Cardín, a formular opiniones probables sobre proposiciones contradictorias, los dispersos, fragmentados y no pocas veces contrapuestos «informes etnográficos» –¿y qué son, desde la perspectiva de una teoría como la de Cardín, sino informes etnográficos, en sentido amplio, los informes de estos «nativos» de la incipiente cultura cristiana, el redactor de la Carta a las Iglesias de Viena, como el Cecilio de Minucio Félix o el Celso de Orígenes?–. Pero sólo operando con un contraejemplo de «informe etnológico» podría cobrar sentido la tesis de Cardín según la cual la «idea antropológica de cultura» [frente a la tradición humanista del progreso lineal] sostiene una visión relativista de la especie humana, a la que considera diversificada en múltiples tradiciones, difícilmente conmensurables. Que la idea de cultura, así definida, prime lo sincrónico y tipológico no significa que «intente vadear el problema del progreso y de la historia». En particular, la disciplina antropológica tendrá que desdoblar el concepto de cultura en dos aspectos [que podrían considerarse coordinables con los dos aspectos que los sociólogos suelen distinguir en su campo, el de las sociedades cerradas, estáticas o frías y el de las sociedades abiertas, dinámicas o calientes], a saber, el aspecto de la cultura inercial y el aspecto de la cultura positiva. «El ‘aspecto inercial’ –dice Cardín– hace referencia a todas aquellas actitudes y modos de pensar que se reproducen como estructuralmente idénticas, debido a su probada eficacia, por encima de los cambios modales o formales; el ‘aspecto positivo’ de la cultura hace referencia a las innovaciones formales o modales que, sobre la base de actitudes atávicas o inerciales, intentan modificar esta de manera consciente o reflexiva».

La teoría que Fabiola, movida por su amor herido y su despecho propone a Constantino, en el drama de Cardín, es la teoría de una nueva cultura positiva que va a hacerse inercial durante siglos, canalizando inercias atávicas anteriores, acaso con la pretensión emic de entrar en la vía de un progreso indefinido; una pretensión que etic, el autor del drama, Alberto Cardín, cree saber que ya no es posible mantener, puesto que el deseo de preservar esta cultura es utópico. También ella estaba destinada a ser engullida como parte de nuestra propia «cultura humanista».

«Todo lo cual –termina diciéndonos Alberto Cardín como Coda de sus Tientos– convierte a la Antropología en una disciplina cínica (tanto desde el punto de vista de la dialéctica que maneja, como desde la actitud moral –a la vez abstencionista y crítica– que propugna).»

Con el radicalismo de sus tesis Alberto Cardín iba mucho más lejos de las posiciones que yo había mantenido en la segunda edición de Etnología y utopía, y que el propio Alberto Cardín, con su presión tenaz, impulsó.

[ Publicado en El Basilisco, segunda época, número 12 (verano 1992), páginas 12-15. ]