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Gustavo Bueno

La teoría marxista a la luz de la Perestroika

[ 13 marzo 1990 ]


Las preguntas formuladas por la revista META me parecen las preguntas más importantes que hoy día pueden hacerse en relación con los acontecimientos políticos internacionales. En función de esas preguntas están escritas las páginas que siguen.

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Siempre he defendido la tesis de que la importancia histórica del marxismo está ligada a la Revolución de Octubre –a la manera como la importancia histórica del cristianismo no es independiente de su reconocimiento como religión oficial por el Imperio Romano. Según la tesis, si el marxismo no hubiera estado asociado al Estado Soviético en la forma como lo estuvo durante más de 75 años, no significaría hoy algo más de lo que podría significar una abstrusa “teoría epigonal” emanada de la izquierda hegeliana decimonónica; correspondientemente, el cristianismo pre-constantiniano (o pre-teodosiano) no podría ser hoy considerado mucho más de lo que podamos considerar al marcionismo. En todo caso, el significado histórico universal de la Revolución de Octubre parece ya que está fuera de discusión aun después de la Perestroika en marcha. Pues aunque no se admita que la Revolución de Octubre fuera la última etapa de la “prehistoria” de la humanidad, sin embargo, creo que puede seguir defendiéndose la idea de que la Revolución de Octubre constituyó un hito decisivo de su “historia”, no sólo por las transformaciones que ella determinó en el territorio de la Unión Soviética, sino también en el resto del mundo (incluyendo al “mundo occidental” y a sus movimientos de adaptación –entre ellos, el nacionalsocialismo– a la situación creada por la Revolución).

La tesis de la dependencia de la importancia del marxismo respecto de la Revolución de Octubre –tesis en cierto modo paradójica, dado que la teoría marxista se formuló algunas décadas antes de la Revolución y se extendió muchas veces con independencia de ella– solía ser vista con gran recelo por la mayor parte de los militantes de los partidos comunistas no soviéticos que, a partir de un determinado momento –¿invasión de Hungría o de Checoeslovaquia? ¿conflicto chino-soviético?– proclamaban su independencia respecto de la Unión Soviética declarando, en muchas ocasiones, que los programas, organización y destinos del comunismo en estos países habían de concebirse dentro de la perspectiva de la más plena autonomía, sin perjuicio de las alianzas, más o menos fraternales, con el P.C.U.S. Los acontecimientos que están teniendo lugar en estos meses de 1990, en tanto parecen conducir a una suerte de disolución-superación de los propios partidos comunistas de inspiración marxista, no solamente en el Este, sino también en Italia (acaso pronto en España) demuestran inequívocamente, a nuestro juicio, la tesis de referencia: Que los partidos comunistas, en tanto estaban inspirados por el marxismo, se sostenían por hilos visibles o invisibles tendidos desde el prestigio (a veces, el apoyo directo) de la “Patria del Socialismo”.

Por lo demás, la explicación de estas conexiones entre el significado y alcance del marxismo y la realidad y destino de la Unión Soviética no es tan trivial como algunos pudieran pensar (en la forma más grosera: el “oro de Moscú”). Al menos, estas conexiones pueden ser contempladas, no sólo como cuestión de hecho –del hecho de la propagación de una ideología y de una organización en el terreno sociológico– sino como una cuestión teórica, interna a la propia doctrina marxista (que no excluye, desde luego, la aportación del “oro de Moscú”).

En efecto: Si admitimos (para referirnos a un solo punto de la doctrina, aunque esencial) que el concepto de “Proletariado” como clase universal, no es un concepto meramente empírico (“visual”, por decirlo así) ni puede serlo, dada la naturaleza anafórica de su contenido, tendremos que admitir también la implicación mutua de los diferentes partidos que fueron concebidos como “vanguardias del Proletariado” con el partido definido como la “vanguardia del Proletariado” por antonomasia, el Partido Comunista de la Unión Soviética. La clase universal no es un concepto que pueda definirse sólo en términos negativos –la clase de los des-heredados, los “parias de la Tierra”– pues no es una clase que pueda constreñirse al terreno de la realidad pretérita o presente. Pues no es un érgon, sino una enérgeia que sólo se realiza en el cumplimiento de su destino revolucionario, la supresión-absorción de todas las clases en el seno de la futura sociedad comunista. Por ello, tampoco puede entenderse el concepto de Proletariado como un concepto ideal-especulativo, que pudiera reposar tranquilamente en el éter intemporal e inespacial de lo eterno. Pero la única manera de conferir significado práctico al concepto de Proletariado, como clase universal, es definirlo por medio de un proceso de “recurrencia” capaz de tender a un límite, a partir de alguna obligada realización suya (o que asuma la significación de tal). Así se interpretó la “dictadura del Proletariado” en el partido de Lenin, como un punto de ignición dotado de suficiente energía expansiva como para poder ir llevando a efecto el programa del Manifiesto Comunista: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”. Y no habría por qué atribuir un carácter instantáneo al proceso de expansión, ni siquiera un ritmo uniforme, supuesto que el proceso de expansión se concibiese como durando un intervalo (finito, y no inmenso) de tiempo. En cambio, se entenderían mal, dentro de la teoría, los procesos de involución, y no se entenderían en absoluto (es decir: obligarían a retirar la teoría) las involuciones que rebasasen determinados puntos críticos. En nuestro caso, se disponía, si se puede hablar así, de la “función” (concepto funcional) “Proletariado” y era preciso un “parámetro inicial” para que la función no permaneciese vacía. Dado el “parámetro” “Revolución victoriosa en Octubre”, podríamos conceder a la recurrencia de la función ritmos variables, “un paso atrás y dos adelante”, pero de suerte que el movimiento global dibujase una trayectoria expansiva, envolvente de la redondez de la Tierra. A esa luz, podían haber sido interpretados los primeros grandes fracasos de la Idea de “Proletariado internacional” en cuanto se oponía a la Primera Guerra Mundial entre los Estados capitalistas-imperialistas, por cuanto estos fracasos habrían quedado compensados con la victoria del Proletariado en Octubre de 1917. Es cierto que fracasó también la inmediata Revolución en Alemania, o Hungría. Pero la victoria de la Unión Soviética contra el fascismo, así como la instauración del régimen comunista en la China Popular, a raíz de la terminación de la Segunda Guerra Mundial, y, por supuesto, la propagación o “recurrencia” del sistema comunista en Polonia, Alemania Oriental, Bulgaria, Rumania, Hungría... aunque hubiera estado ayudada por la victoria militar, podía hacer pensar en la realización lenta, pero firme, del Proletariado como clase universal. Pero también es cierto que, ya en el mismo desarrollo político que tuvo lugar en los países comunistas a raíz de la victoria “contra el fascismo”, la idea del Proletariado internacional, en tanto parecía haber tomado cuerpo en casi la mitad de la Humanidad, comenzaba a transformarse, a la par que las “dictaduras del proletariado” se transformaban en la figura de “repúblicas populares”, o de “Estados de todo el pueblo”. Pero todavía en los años cincuenta podría no parecer absurdo hablar de un “Proletariado positivo” en fase de expansión a partir de esos centros de irradiación mundial que eran la Unión Soviética y la China Popular: En cualquier caso, la Idea de “Proletariado”, en cuanto Clase universal en proceso de realización, debía ajustarse al formato de una clase atributiva cuyas partes fuesen agregándose las unas a las otras y concatenándose hasta recubrir la Tierra. (Desde este punto de vista, podría considerarse como una auténtica aberración de la teoría marxista el hablar siquiera de la posibilidad de una autonomía plena de los Partidos Comunistas nacionales o regionales, aunque fuera al nivel del “eurocomunismo”, como si esa autonomía pudiese tener algo más que un alcance meramente “organizativo”).

Desde estos puntos de vista, nos parece que el golpe más duro que objetivamente sufrió la Idea del Proletariado como clase universal fue el conflicto chino-soviético, que apareció a plena luz en los años 60 y todas las consecuencias que el conflicto tuvo, entretejidas con el regreso en los ritmos de crecimiento económico, el endeudamiento y el estancamiento que comenzaron a hacerse cada vez más patentes a los cuarenta años de la gestión política en manos de una clase con vocación de “Clase universal”. La Perestroika, a nuestro juicio, lejos de poderse reducir, como se creía en 1985, y aun en 1986, a los límites de una reforma administrativa, pero asimilable enteramente dentro del programa leninista, está resultando ser el comienzo del reconocimiento explícito de la necesidad de dar paso a un proceso de liquidación de la Idea del Proletariado, como “clase universal”. En realidad, hacía tiempo que ya no se hablaba de esa Idea, salvo por algún teórico; pero la Idea no había sido oficialmente abolida –como tampoco ha sido abolida aún la autoconcepción de los Estados Unidos como defensores de la libertad y de la justicia universales. La Perestroika, entre otras cosas, al restituir a los ciudadanos de los países comunistas el derecho a la propiedad individual de los medios de producción (las leyes de la economía desbordarán todas las limitaciones extrínsecas que sean puestas en un principio a estos derechos) impide seguir considerando, ni siquiera por anáfora hipotética o especulativa, a las “democracias populares” como momentos dados en el proceso de realización expansiva del Proletariado positivo, como Clase universal. La Perestroika está demostrando ser, no ya una reestructuración, sino una rectificación formal, cada vez más explícita, no ya sólo de la práctica, sino de la misma teoría marxista. La Idea del Proletariado había experimentado ya un eclipse profundo en las décadas anteriores y había razones para ello. El propio desarrollo tecnológico de la sociedad industrial impedía ver al Proletariado como ese trabajador o demiurgo fáustico que Marx pudo ver en sus principios. El trabajador industrial iba a dejar de ser poco a poco el “agente creador” de la Producción, el dominador de la naturaleza, para comenzar a ser, a la vez, un agente destructor y depredador, o un productor de banalidades; y, lo que es más, iba a dejar de ser el “paria de la Tierra” para llegar a ser –cuando la clase de desempleados, marginados, emigrantes, etcétera, fuera extendiéndose como una mancha de aceite– un privilegiado. La Perestroika ya no contempla al Proletariado internacional –sino a los armenios, los afganos, los mongoles y a los propios ciudadanos rusos. Con esto, la Perestroika se hace realista pero, por ello mismo, la teoría marxista clásica en su versión leninista, queda definitivamente comprometida en cuanto teoría de la realidad.

¿Cómo podría, en conclusión, decirse que la teoría marxista, aunque fuera anterior a la Revolución de Octubre, no está ligada esencialmente al destino de la Unión Soviética y a su obligada Perestroika? También la teoría de la gravitación fue formulada con anterioridad a los viajes espaciales, pero no es independiente de tales viajes, ni tampoco recíprocamente, puesto que las astronaves se guían por ella. La Unión Soviética fue el “banco de pruebas” más adecuado, por su escala, para medir la capacidad conformadora de la Idea de Proletariado universal, esencial para la teoría marxista, y, por tanto, para determinar su verdad práctica. En este “banco de pruebas”, al cabo de 70 años, y desde él –es decir, no desde fuera,– la Idea se ha ido modificando, descomponiendo y, finalmente, ha tenido que ser desechada desde la Perestroika. ¿No es preciso decir, por tanto, que, con esto, la teoría marxista ha perdido su referencia, sus “parámetros”, y está siendo reducida a la condición de mera ideología, cuyos efectos (beneficiosos o nocivos) pertenecen ya al pasado? Pues la teoría marxista no era sólo una “teoría descriptiva” de una situación dada (y susceptible de ser juzgada dentro de los confines de la época en que fue formulada) sino que también pretendió ser una “teoría pragmática” (no ya meramente predictiva) que tiene, como campo propio, a su “posteridad”. La Revolución de Octubre formaba parte de esa posteridad y, por tanto, su curso compromete, desde 1917 a 1990, la validez de la teoría misma, no ya sólo en su calidad de “telescopio del tiempo”, sino también como “plano de la Revolución”, como guía del camino que debe seguir el Proletariado en su camino hacia la superación de todas las clases, al realizarse como Clase universal.

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Lo que suele designarse –por ejemplo, en círculos relacionados en tiempos con el “althusserismo”– como “teoría marxista” (con preferencia a “filosofía marxista”, sin duda con una intención de aproximación hacia la ciencia, y de alejamiento de la “ideología”) es, sin lugar a dudas, un “todo complejo”, de muy dudosa unidad, dada la heterogeneidad de doctrinas especiales que contiene (doctrinas económicas, históricas, epistemológicas, sociológicas, incluso físicas y antropológicas). Pero en la medida en que esa “teoría” contiene, como componente esencial, la Idea de “Proletariado”, en el sentido dicho, acaso esa heterogeneidad del “todo complejo” pudiera considerarse estructurada en dos partes o momentos bien diferenciados, aunque dialécticamente entrelazados, precisamente por el intermedio de la Idea de Proletariado como clase universal: dos partes o momentos que designaremos –en atención a la naturaleza gnoseológica de los campos a los cuales se refieren intencionalmente esas partes o momentos de la teoría– como la parte histórica y la parte meta-histórica de la teoría. (Dejamos de lado, por el momento, las cuestiones acerca de si la “parte histórica” pueda redefinirse como la parte “positiva”, orientada al análisis de la realidad dada, del “ser”, de la teoría, mientras que la “parte metahistórica” correspondería a las regiones cuasi-utópicas, no positivas, de los planes, o proyectos del “deber ser”. Estas correspondencias probablemente sólo tienen significado “desde fuera” de la teoría marxista).

I. Considerada según su “parte histórica”, la teoría marxista se nos presenta eminentemente como materialismo histórico, es decir, como una doctrina sobre los motores, estructuras y fases de los procesos sociales humanos del pretérito y del presente, desde la comunidad primitiva y el “modo de producción asiático”, hasta el capitalismo industrial o el “socialismo real” de nuestros días. No es necesario reseñar aquí siquiera la lista de los principales conceptos y principios que van referidos al materialismo histórico (modos de producción, clases sociales, base y superestructura, falsa conciencia...). Tan sólo subrayaremos cómo el marxismo, en cuanto materialismo histórico (en contra del humanismo, en tiempos muy celebrado, de R. Mondolfo o E. Fromm) no sería tanto una doctrina psicológica, ética o moral, ni siquiera sociológica, sobre los motores psicológico-genéricos del proceso histórico (la “rapacidad” de los explotadores, el “sufrimiento” de los explotados...) sino, sobre todo, un análisis del espacio que el mismo “trafico” de los hombres con la Naturaleza y de los hombres entre sí, y, en particular, el tráfico mercantil, abre entre los individuos y los grupos humanos, siguiendo caminos objetivos “por encima de su voluntad”; y cómo las leyes genéricas (biológicas, etológicas...) aparecen encauzadas históricamente en la forma de una lucha de clases, definidas por la relación que los hombres ocupan con la propiedad de los medios de producción. La lucha de clases es el motor de la historia y sólo a su través alcanzan significado dialéctico las “contradicciones” entre las fuerzas y las relaciones de producción. Desde la perspectiva de la lucha de clases habrá que considerar al Estado, al Derecho, al Arte, a la Religión, a la Moral, a la Filosofía...

Ahora bien: A nuestro juicio, el materialismo histórico, aunque suele ser muchas veces sobreentendido como una teoría “histórica” (ya sea como una “ciencia de la Historia”, ya sea como una “filosofía de la historia”; incluso, según algunos “teólogos de la liberación”, como una “teología de la historia”), no sería una teoría histórica “exenta”, salvo por abstracción. Quiero decir con esto que el materialismo histórico está necesariamente engranado con alguna concepción general del mundo (filosófica, teológica) que seguramente no es unívoca (el engranaje del que hablamos es de tipo “sinecoide”, el que media entre un término a conjuntado con un conjunto alternativo A, B, C...: a ∧ [A ∨ B ∨ C…]); y también está engranado con doctrinas científicas, biológicas o físicas. Por lo demás, suponemos también que la conexión del “materialismo histórico” con un tipo determinado de concepción filosófica o científica, más bien que con otro, no es indiferente para la misma estructura y significación teóricas del materialismo histórico. No es el mismo el materialismo histórico de Kautsky, de cuño positivista-determinista, que el de Vorländer, de cuño kantiano, o el de algunos representantes de la “Teología de la liberación”. En este sentido, cabe concluir que el materialismo histórico sólo puede funcionar, de hecho, engranado con alguna concepción global del mundo, ya sea del estilo del “materialismo dialéctico” monista que introdujo Plekhanov, ya sea del estilo, también monista, pero quizá menos determinista, de las concepciones “totalizadoras” de Lukacs o Bloch, ya sea, acaso, engranado con concepciones del mundo no monistas.

Desde alguno de estos contextos, con los cuales el materialismo histórico suponemos se vincula de modo sinecoide, el marxismo ha llegado a ser un instrumento de análisis muy fino de la realidad. El materialismo histórico, como método de análisis crítico, que logra desenmascarar tantas pretensiones y planes ideológicos del capitalismo “occidental”, ha llegado a ser, en cierto modo, un instrumento común y un patrimonio irrenunciable de nuestra cultura racionalista (incluyendo aquí tanto a J. Habermas como a J. Rawls).

II. Considerada según su “parte meta-histórica”, la teoría marxista ya no se nos presenta como la teoría de un pasado o presente dados, positivos (históricos), sino como la teoría programática (“predictiva”, por tanto, pero no solamente predictiva –a la manera de una teoría astronómica– sino conformadora, práctica, aunque esta practicidad se haga consistir a veces en la que corresponde a una “utopía concreta”, total, en el sentido de Bloch) del futuro del Género humano, que, desde el actual y superior modo de producción capitalista (y, más aún, desde el “socialismo real”) está aproximándose infaliblemente al “estado final”. El estado propio del “modo de producción comunista”, tal como Marx lo dibujó, aunque con pinceladas muy sumarias, en su Crítica al Programa de Gotha, pero también otros muchos políticos relevantes (y no por ello menos metafísicos) como pudo serlo Jaurés.

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La distinción entre estas dos partes o momentos de la “teoría marxista” está de algún modo reconocida por el propio Marx, cuando contraponía, por ejemplo, la “Prehistoria de la Humanidad” a su verdadera “Historia” (consecutiva a la superación de la lucha de clases), en la cual las contradicciones antagónicas habrán desaparecido (permaneciendo, a lo sumo, contradicciones “no antagónicas”, que Marx no ha detallado: ¿serán los antagonismos entre varones y mujeres, o entre blancos y amarillos, o acaso, simplemente, entre gigantescos clubes internacionales de fútbol?).

Lo que nos importa aquí es profundizar en la naturaleza de la conexión entre estas dos partes de la teoría marxista –puesto que esta conexión no es de mera yuxtaposición, ni siquiera de reducción mutua de alguna de las partes por la otra– lo que intentaremos hacer aquí por medio de la Idea de “Proletariado”. O, si se prefiere, nuestro propósito es examinar, aunque sea de modo muy sumario, la función que puede corresponder a la Idea de “Proletariado” en la conexión de estas dos partes de la teoría marxista.

Cabría hablar de una suerte de “realimentación” entre las dos partes consabidas, en virtud de la cual podríamos decir que la “parte programática” no deriva, por “simple deducción”, de la “parte histórica” (según el conocido esquema de la “teoría del eclipse”), sino que es ella la que puede considerarse responsable de moldear, en cierto modo, el “material histórico” (y, lo que es más importante, moldearlo de distinta forma según el sentido de la conexión sinecoide antes considerada). Ocurre así como si la “estructura del pretérito”, lejos de revelársenos de modo puramente especulativo, implicase ya una determinada orientación práctica. Pero también habría que decir que la estructura de la “parte histórica” no es un mero “constructo ideológico” al servicio de fines prácticos más o menos conscientes, puesto que debe tener un mínimum de realidad objetiva para que el propio programa no sea, no ya sólo utópico en sus resultados, pero ni siquiera identificable como tal programa en los principios de su aplicación.

A. Sería precisamente la Idea de “Clase universal” (ya sea ésta concebida como la “unidad del sujeto y el objeto de la historia”, al modo de Lukacs, ya sea entendida como la “fraternidad del Género humano”, al modo de Stalin) aquella Idea programática que se presentó como capaz de estructurar el material histórico según la consabida dialéctica de la lucha de clases antagónicas. Y es el monismo del fin último y definitivo del “Género humano” aquello que moldea la tendencia hacia el dualismo en la concepción dialéctica de la Historia. Pues sólo serán antagónicas las clases (a la luz del monismo teleológico) si desaparecen una tras otra en un proceso llamado a borrar a todas las clases con el desarrollo de la “clase universal”. (Aquéllas sólo son tales como “clases complementarias” de la clase universal, que es la que actúa ya como límite al que tiende cada clase victoriosa en cada momento histórico). Y, especialmente, comienza a apuntar en el capitalismo, con la burguesía internacional y, sobre todo, con el Proletariado industrial, en cuyas manos llega a estar la producción mundial que hará posible que “crezcan las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”. Podrá rebasarse entonces totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués –que gira en torno al derecho de propiedad–; el Gobierno de las Personas, y con él, el Estado, dará paso a una “administración de las cosas” y la anarquía comunista del estado final permitirá que la Sociedad escriba en su bandera: “¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades!”.

B. Por otro lado, el análisis del material histórico de lo dado, pretérito o presente, tal como se nos revela a la luz del proyecto revolucionario en el sentido dicho, permitirá conferir una racionalidad, próxima a la de la ciencia, al proyecto mismo, hasta el punto de que éste podrá ser representado casi como una consecuencia imparable de la “ley del desarrollo capitalista” (“para que los capitalistas obtengan ganancias r > 0 es necesario que exploten a los trabajadores t > 0”). Desarrollo que conduce a su autodestrucción, bien sea por el agotamiento determinado por la tendencia a la baja de los beneficios, bien sea por el agotamiento de los mercados una vez las sucesivas “reproducciones ampliadas” hayan recorrido todos los mercados que hoy llamamos tercermundistas. En cualquier caso, la doctrina del determinismo del proceso del desarrollo del sistema capitalista no tendría por qué justificar la total inhibición política por parte de los partidos obreros (si es que el final del capitalismo puede ser esperado como se espera a un eclipse de Sol). Plekhanov subrayó ya en su tiempo que el determinismo histórico no implica pasivismo político, puesto que el determinismo puede incluir, entre los eslabones de la concatenación por él prevista, a las propias acciones de un movimiento revolucionario.

Pero ¿de qué modo ha de concebirse el tránsito, a través del Proletariado ascendente, desde la condición de clase particular (la clase obrera, explotada, y sus aliados) a la condición de clase universal? ¿Cómo definir las responsabilidades de los movimientos políticos intercalados en la concatenación que va a conducir al eclipse del sistema capitalista? Aquí es donde hay que situar, desde luego, el punto decisorio de la divergencia entre el marxismo socialdemócrata (para no referirnos a la socialdemocracia no marxista, aquélla que comienza por no contemplar la “ley de desarrollo” del capitalismo en el sentido de su autodisolución) y el marxismo comunista.

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La distinción entre una socialdemocracia marxista y una socialdemocracia no marxista es hoy poco más que una distinción de razón. Desde luego, el Partido socialdemócrata clásico, el de la II Internacional, no podría ser reducido a la condición de “hechura” marxista, aunque estuvo muy influido por Marx. Pero el propio Marx criticó el programa del partido de Lasalle, o de Bebel, o de Liebknecht. Por su parte, dentro del Partido nada menos que Berstein emprendió un revisionismo sistemático de la doctrina marxista. También es verdad que constituyó una actividad regular de algunos economistas vinculados a la social-democracia tratar de salvar al marxismo de las objeciones demoledoras que desde la cátedra intentaban demostrar que El Capital era inconsistente, amplificando la crítica de Böhm-Bawerk cuando señalaba presuntas incompatibilidades entre la teoría del valor del libro I de El Capital y la teoría del precio de producción del libro III. El mismo Kautsky, que quiso mantenerse más cerca de los principios del marxismo, tendió a concebir el proceso de transición como un proceso gradual y no necesariamente violento. Se acusaría a la social-democracia de colaboración con el capitalismo. Sin duda, la social-democracia buscó progresivamente la forma de convivir con el capitalismo y colaboró con él y aún traicionó los ideales proletarios (el ¡abajo la guerra! de Liebknecht y de Rosa Luxemburgo). Pero es lo cierto que a la vez domesticó como pudo el sistema capitalista por medio de la política reivindicativa de los sindicatos de clase, de la huelga, de la limitación progresiva en las tasas de beneficios, en la obtención de importantes conquistas laborales y sociales, en la conquista política del sufragio universal democrático, por formal que éste pudiera llegar a ser. La cantidad de marxismo “disuelto” en la social-democracia fue, en todo caso, muy grande. Pero también es verdad que, después de todo, la social-democracia se alejó hasta tal punto de la otra gran corriente de interpretación del marxismo, la que se atribuyó monopolísticamente la ortodoxia, y se hizo tan enemiga suya, que aunque con frecuencia se consideró al leninismo como una auténtica herejía del marxismo, de hecho llegó a considerar conveniente prescindir del rótulo de marxista.

En cualquier caso, las divergencias fueron casi totales. Si nos atenemos a la distinción de las dos partes de la teoría que venimos distinguiendo, habría que concluir que lo que la vía social-demócrata llegará a considerar como errónea o inadecuada es la parte primera (el análisis histórico de la sociedad democrática en términos de lucha de clases, en nombre de una concepción de la igualdad de oportunidades), pero manteniendo la parte segunda, es decir, el ideal utópico (monista) de una Sociedad Universal o estado final de equilibrio, identificado a veces con la “sociedad democrática del consumidor satisfecho”. En general, se aceptará la parte segunda como una utopía, pero como una utopía necesaria, algo así como el ideal Kantiano de la paz perpetua, en el que la igualdad sirve más como idea regulativa de la Realpolitik que de expresión de una situación efectiva.

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El marxismo recibió una interpretación mucho más diferenciada y “compacta” en su versión comunista, la versión del marxismo-leninismo soviético. El partido comunista se identificó ahora con la idea de proletariado como clase universal, de la que asume la función de vanguardia. Juzgó necesario apoderarse del Estado mediante una “dictadura del proletariado” a fin de llevar a cabo la revolución socialista, es decir, la supresión de las clases sociales, de la propiedad privada y, por último, al final, el propio Estado. Esta vía, tomada por Lenin, acaso era también la única vía accesible en la política real que se abrió a los bolcheviques después de la abdicación de Nicolás II: era imposible convencer a los bolcheviques del año 17 de que su verdadero objetivo debiera ser colaborar a la victoria de una revolución burguesa como fase previa necesaria, y de duración probablemente secular, para una ulterior revolución socialista. No creo, por lo demás, que pueda decirse que el proyecto revolucionario de Lenin fue menos marxista que el proyecto evolucionista del “renegado” Kautsky. Desde luego quiso ser más fiel a la teoría marxista. Y esto a pesar de la paradoja de que, en contra del gradualismo del Engels tardío –que hacía más probable la evolución hacia el comunismo en Inglaterra y en Francia–, la Revolución dio comienzo en Rusia. Ahora bien, el concepto del “eslabón más débil” –que obligaba a tener en cuenta la cadena formada por los países capitalistas en su conjunto– constituía una respuesta convincente... siempre que la Revolución se propagase de hecho a todos los demás eslabones de la cadena. Es evidente que la sola idea del comunismo en un Estado aislado, aún en el supuesto de la instauración de un colectivismo en el ámbito de ese Estado, implicaba ya la propiedad privada que se quería abolir, cuando se tomaba como referencia el objetivo final del Género humano, pues estábamos ante la detentación del territorio y los bienes del Estado frente a los “derechos” de los demás hombres. Pero lo que no ocurrió de hecho fue la propagación de la revolución desde el eslabón más débil hasta los demás eslabones. Trotsky habló de una revolución traicionada. En realidad, la revolución soviética no perdió nunca (ideológicamente, intencionalmente) la perspectiva universal; intentó propagarse a todo el mundo, aún a riesgo de que se confundieran los intereses del Proletariado universal con los intereses del imperialismo más vulgar; contribuyó, no sólo a la instalación del comunismo en Polonia, Hungría, Bulgaria... sino también al levantamiento y liberación de muchos pueblos del hemisferio sur. Pudo razonablemente, durante años, pedir un amplio margen de confianza para ver cumplida su tarea, que sería convergente con la crisis total del capitalismo (que se tocó con las manos en la depresión de 1930). La Revolución en un solo país, aunque éste fuera la Unión Soviética, y aunque en ella se quisiera llevar a fuego y a sangre mediante los planes quinquenales a través de los cuales se iba realizando el plan universal, pudo decirse que había comenzado. En realidad, vistas las cosas retrospectivamente, ni siquiera podemos decir hoy que la Revolución comunista comenzó, puesto que no acabó; del mismo modo como tenemos que decir que no cabe hablar de un descubrimiento científico efectivo hasta que éste no haya sido justificado. No podía sostenerse sin propagarse; y esto no sólo atendiendo al fin universal de esta Revolución, que es el que le confería el sentido de tal, sino en la misma necesidad que, precisamente para la marcha real hacia este fin, tenía la Revolución, ya en sus principios, en un país de campesinos, del apoyo de los demás países industrializados.

Pero lo cierto es que el proceso de recurrencia revolucionaria se detuvo y su misma ampliación, después de la Segunda Guerra Mundial, podría considerarse como aparente o externa. Esta detención equivalía ya, por sí misma, a la más grave amenaza a la consistencia de la teoría marxista clásica, ligada a la concepción monista, progresista y unilineal del proceso histórico. Cabría decir que la fuerza expansiva de la primera presunta encarnación del proletariado universal se detuvo, no solo por la recuperación del capitalismo, sino por el correlativo fracaso económico del propio socialismo real. Desde el momento en que el socialismo real quedó confinado a los límites de Yalta, desde el momento en que se constituyeron las Naciones Unidas, el juego democrático internacional, y la entrada en acción de otras unidades políticas de escala estatal, y no conmensurables con la idea del proletariado, el capitalismo estaba llamado a recuperarse y el desarrollo económico del socialismo real estaba llamado a quedar frenado. A causa, al parecer, de la acción de una burocracia exógena; en realidad, a consecuencia de una burocracia endógena, imprescindible para poner en marcha la ejecución del Plan que, de hecho, consiguió elevar a muchos pueblos sobre el nivel medieval en el que se encontraban con una violencia no superior a la empleó siempre el capitalismo imperialista. Pero la suerte del marxismo monista estaba ya echada. En vano se trataría de echar la culpa a Stalin: no había nada que hacer, sino terminar liquidando el proyecto marxista-leninista. Y esto es lo que está haciendo, aunque muchas veces no quiera reconocerlo, la Perestroika.

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¿Significa esta renuncia al marxismo-leninismo que hay que considerar definitivamente fracasada la teoría marxista y que solamente los planteamientos de la economía capitalista, al menos en su versión llamada humanista –fundada sobre la propiedad privada, que es el principal contenido de lo que suele llamarse libertad– pueden considerarse adecuados para preparar nuestro futuro? No, en absoluto, puesto que la Perestroika, que está rectificando el programa comunista clásico, presupone también, desde luego, la recusación del “capitalismo salvaje”. Ha sido precisamente el comunismo quien ha mostrado de hecho a los pueblos, mediante la práctica de sus análisis revolucionarios, o de las guerras de liberación, que el capitalismo liberal democrático que antepone la idea de libertad, es decir, la propiedad privada de los bienes de producción y de consumo, a la igualdad y a la fraternidad, es precisamente el capitalismo más peligroso, el principio de la explotación real de los hombres y de la degradación del medio. Ello implica la explotación, la desigualdad, la masacre, la colonización, el paro, la miseria, es decir, la implantación del darwinismo social de los afortunados en virtud de coyunturas más o menos aleatorias y por la utilización creciente, a su servicio, de la democracia formal mediante los procedimientos del control de masas. La solución del capitalismo liberal es precisamente la falta de solución, porque es la solución en términos meramente naturales. La alternativa de la Perestroika no sería, en todo caso, el capitalismo liberal sino aquello que se denomina social-democracia, en sentido amplio, en la medida en que ella constituye un freno o domesticación del “capitalismo salvaje”.

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Desintegrado el proyecto marxista-leninista, ¿qué queda del marxismo? ¿Aquello –y ya sería bastante– que puede considerarse “disuelto” en los partidos socialdemócratas? ¿Cuál puede ser el futuro de los antiguos partidos comunistas en proceso de transformación? ¿Acaso únicamente su conversión en un “ala izquierda” de los partidos socialdemócratas?

Volvamos, a fin de no salirnos de la sistemática anteriormente establecida, al análisis que hicimos de la teoría marxista en sus dos partes o momentos “dialécticamente realimentados”. Por respecto de este esquema, podríamos re-definir el capitalismo liberal democrático por la negación tanto de la parte primera como de la parte segunda de la teoría marxista. Para la ideología del capitalismo democrático liberal el análisis histórico, llevado a cabo por la teoría marxista es erróneo, porque la historia no es el resultado de la lucha de clases, sino, a lo sumo, de la libre competencia entre grupos, que ha de considerarse, en todo caso, beneficiosa para “la selección social”; y el programa metahistórico del marxismo podría considerarse como utópico porque el “Proletariado universal” puede ya ser considerado como un fantasma que, después de recorrer Europa, ha caído exangüe.

Diríamos que si el marxismo soviético y la social-democracia marxista tienen algo en común, sin perjuicio de sus diferencias, es el postulado monista relativo a la fase final del Género humano, a la esperanza en un estado final de equilibrio de la humanidad, dentro del cual las funciones del Estado se extingan prácticamente y la igualdad entre los hombres (bajo el reinado de una solidaridad que habrá sustituido a la antigua fraternidad) estará asegurada en una democracia universal de la abundancia, hecha posible por “tecnologías no-euclidianas” (para decirlo con la extravagante fórmula de Bloch). Pero esta coincidencia, una vez que el proyecto leninista de llegar al estado final haya sido definitivamente retirado, es la que daría cuenta ideológicamente de la convergencia histórica que muchos esperan entre los partidos social-demócratas y los partidos comunistas reestructurados.

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Sin embargo, y ateniéndonos a nuestro esquema, tenemos que reconocer que queda, en realidad, una cuarta posibilidad, una posibilidad que, por cierto, incluye la vuelta del revés (Umstülpung), una vuelta del revés tendente a dejar de lado el monismo asociado por la tradición marxista al materialismo filosófico: un monismo metafísico que se realimenta ampliamente con el “monismo político” centrado en torno al Plan final para el estado definitivo del Género humano. (Sobre el proyecto de esta “vuelta del revés” del marxismo puede verse mi artículo: “¿Crisis en el marxismo o revolución en el marxismo?”, de primero de noviembre de 1979, publicado en Nuestra Bandera.) Consiste esta vuelta del revés, por decirlo en función de las dos partes que hemos distinguido en la teoría marxista, en mantener, en lo posible, la primera parte de esta teoría (el materialismo histórico y la lucha de clases, aunque éstas ya no se reduzcan a las dos clases antagónicas del marxismo clásico) y en reconocer el carácter metahistórico y utópico de la parte segunda de la teoría.

La desestimación de la parte segunda se funda en múltiples motivos. Pero quisiera destacar aquí el principal, a saber: que en ella no se ofrece ni siquiera un ideal político, precisamente por su vacuidad. Un estado de equilibrio constituido por una sociedad universal de consumidores satisfechos, de alto nivel cultural e intelectual, carece por completo de interés en tanto que ofrece a la vez la imagen de una humanidad terrestre saturada, acabada y perfecta. Este estado final, predicado por el “socialismo dialogante”, no sólo no es deseable por ser utópico, sino que también es utópico porque ni siquiera es deseable.

Pero la desestimación de la parte segunda de la teoría determina, según lo dicho, una importante modificación de la parte primera, a saber, la organización dualista del material histórico en dos clases antagónicas. Cuando dejamos de lado el monismo no tenemos por qué entender la historia humana, incluido el presente, como la lucha de dos clases sociales antagónicas. Pero sí cabe mantener el esquema dialéctico del antagonismo de clases de base económica, en tanto ellas se funden, de un modo u otro, en el derecho de propiedad de los bienes de producción (incluyendo la propiedad territorial, tanto cuando el sujeto de esta propiedad es un individuo como, sobre todo, si ese sujeto es un grupo social, una nación o un Estado) y de consumo.

El material histórico de una Realpolitik se nos presenta, en las postrimerías del segundo milenio, no ya como un campo que estuviese polarizado en torno a dos clases sociales antagónicas; las polarizaciones son mucho más variadas (incluyendo las consabidas oposiciones entre el hemisferio norte y el hemisferio sur y entre el sector occidental y el oriental del hemisferio norte). Desde este punto de vista, las perspectivas que se abren para el capitalismo democrático más agresivo, así como también las perspectivas para el fortalecimiento de una Internacional Socialista que, conviviendo con aquel y haciéndolo en cierto modo posible, al mismo tiempo lo mantenga a raya, son infinitas. Pero tampoco nuestra “vuelta del revés” a la hipótesis del marxismo monista cierra el paso a toda perspectiva de acción política más próxima al marxismo, tomado en general. La Medicina no pierde sus objetivos cuando se ha desechado el proyecto utópico –al parecer, uno de los ideales cartesianos– de un cuerpo inmortal; ni por desechar el ideal utópico de la República platónica pierde la actividad política “marxista” los objetivos que le son más propios. Una actividad que no tiene por qué canalizarse únicamente a través de los sindicatos de clase, de los partidos políticos parlamentarios o de las federaciones entre esos partidos. Caben otros muchos canales y redes organizativas para una vida política de inspiración marxista. Los años venideros nos ofrecerán una morfología mucho más rica que la que ahora podríamos imaginar. Y no me refiero únicamente a las probabilidades de internacionalización de ligas secretas reclutadas entre marginados del primero, del segundo o del tercer mundo y organizadas en función de proyectos subversivos del mismo equilibrio resultante del conflicto, porque cada vez es más improbable que tales ligas puedan alcanzar una importancia política apreciable o una duración históricamente significativa. Me refiero también a las probabilidades de internacionalización de líneas de acción no clandestinas, que pueden incluso tomar la forma de una multinacional “orden roja”, o de varias, que pudieran tener a su disposición un poder económico suficiente como para poder hacer frente a programas de acción global dirigida no sólo hacia la consolidación de una línea de resistencia respecto del capitalismo ambiente, sino también hacia la conformación de un espacio positivo en el que millares de hombres y mujeres puedan encontrar la posibilidad de formas de vida y de acciones reivindicativas en el seno de la sociedad universal.

Gustavo Bueno
Oviedo, 13 marzo 1990.

[ Publicado en la encuesta “Marxismo y Perestroika” de Meta, revista de filosofía, Universidad Complutense, Madrid, abril 1990, volumen IV, número 5, páginas 79-93. El texto sigue el original enviado a la revista Meta, donde se deslizaron doce erratas y variantes menores (en el proceso, necesario entonces, de volver a picar el original mecanografiado). ]