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Gustavo Bueno

Teoría general de la ciudad

[ 1989 ]




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Las obras sobre el fenómeno urbano que llevan el título de “teoría” no son infrecuentes: de 1867 data la Teoría general de la urbanización de Ildefonso Cerdá; en 1947 publica Gabriel Alomar Esteve su Teoría de la ciudad; Una teoría de las ciudades viejas de Julio Caro Baroja apareció en 1950. Sin embargo, no es fácil determinar la razón de estos títulos –teniendo a la vista sus contenidos– y, desde luego, puede concluirse que las “teorías” que se ofrecen no son teorías generales. Otras obras, que no llevan tal título, se aproximan tal vez más a lo que pudiera ser una teoría general. Ahora bien, las teorías generales pueden ser teológicas (“teoría de la transubstanciación” de Santo Tomás de Aquino), científicas (“teoría general de la relatividad” de A. Einstein) y filosóficas (“teoría de las ideas” de Platón). Una crítica detallada nos llevaría a concluir la imposibilidad de una teoría general de la ciudad de naturaleza teológica (La ciudad de Dios, de San Agustín, el Dotzè del Crestià de Eiximenis) pero también la imposibilidad de una teoría general de la ciudad de naturaleza científico-categorial (como pudiera serlo la teoría sistémica de las ciudades). Las pretensiones de una teoría de esta índole serían acríticas. El motivo principal no es otro sino la imposibilidad de cerrar el campo de los fenómenos urbanísticos, como si ellos constituyesen una estructura inteligible por sí misma. Es imposible establecer tesis generales sobre los fenómenos urbanos, con independencia de premisas relativas a la teoría del Estado, a las concepciones sobre la misma evolución histórica de la humanidad, a partir de un estadio natural (precisamente el “hombre” se contrapone al “ciudadano”, en la Declaración universal de derechos; la misma idea de “civilización” tiene que ver con la civitas, en cuanto se opone a la selva y a la vida salvaje). La ciudad, por tanto, es una idea cruzada, consciente e inconscientemente, por otras muchas Ideas tan genéricas como oscuras, al margen de las cuales la propia idea de ciudad no podría mantenerse. No es posible en resolución una teoría general de la ciudad que pretenda mantenerse neutral ante las cuestiones que giran en tomo a ideas semejantes a las que hemos mencionado. Pero el compromiso con ellas obliga a reconocer la naturaleza filosófica de una teoría general de la ciudad.

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No siempre, sin embargo, la perspectiva filosófica resulta ser la más adecuada para dar lugar a una teoría general de la ciudad y ello debido a que, con frecuencia, la ciudad es considerada por los filósofos clásicos como mera determinación de otras ideas o estructuras en las cuales se absorbe. Tal sería el caso del Estado, sobre todo en la época de la polis antigua, del estado-ciudad. Además, es posible identificar una tradición filosófica, que algunos consideran “humanística” y que basa su sabiduría precisamente en la consideración de los fenómenos urbanos como meros “accidentes”, incluso apariencias (¿superestructuras?) a través de los cuales se oculta la verdadera naturaleza humana. Es la tradición de los cínicos, pero también la de los epicúreos, en su repliegue hacia el campo, hacia el huerto (el “jardín” epicúreo es kepos, no paradeisos) y, en otro sentido, la de los neoplatónicos que, en parte, se continuará en una caudalosa corriente cristiana (Plotino, II, 2, 9: “los asesinatos, las matanzas, el asalto y saqueo de las ciudades..., todo ello debemos considerarlo con los mismos ojos con que en el teatro vienen los cambios de escena, las mudanzas de los personajes, los llantos y los gritos de los actores”). No deja de ser asombroso, si tenemos en cuenta que la filosofía es un fenómeno urbano (Mileto, Éfeso, Atenas), la constatación de que, sin embargo, el fenómeno urbano como tal (es decir, incluyendo sus componentes tectónicos, geopolíticos, y, por supuesto, políticos) no haya merecido la consideración formal y directa de la inmensa mayoría de los filósofos antiguos o modernos. Es sorprendente, en efecto, que Aristóteles o Plotino, Descartes o Leibniz, Kant o Hegel, que han vivido en ciudades, hayan abstraído el fenómeno urbano como tal, para interesarse más bien por otras cosas que tendrán, sin duda, a la ciudad como mero escenario o instrumento, tales como la sociedad civil, la sociedad política o la Iglesia. Son teólogos (como Eiximenis) o utopistas (como Campanella), que en modo alguno cabría clasificar como filósofos, quienes se han ocupado del fenómeno urbano. Por ello, resulta tanto más interesante precisar quiénes son, entre los pensadores convencionalmente considerados como “grandes”, aquellos que han tenido la necesidad de considerar al fenómeno urbano como una “pieza formal” de su sistema conceptual (independientemente de la longitud de sus escritos sobre la ciudad). Entre estos grandes pensadores habría que citar a Platón, al Bacon de la Nueva Atlántida y a Marx.

Pero el fenómeno urbano transciende los límites de las grandes épocas históricas en que acostumbramos a dividir la historia del hombre y, en su desarrollo, el fenómeno urbano no es una característica de la ciudad antigua o de la época medieval. En términos marxistas: el fenómeno urbano atraviesa diversos modos de producción, y hay ciudades en el esclavismo, como sigue habiendo ciudades en el modo de producción feudal, y las hay en el modo de producción capitalista. En términos de Spengler: hay ciudades en la cultura clásica, pero también las hay en la cultura mágica, en la cultura fáustica o en la cultura maya. En términos de Toynbee: hay ciudades en la sociedad minoica, en la sociedad siriaca, en la sociedad helénica o en la islámica. Esta observación demostraría, por sí misma, que la fenomenología de la ciudad es tan heterogénea y diversa, como diversos son los modos de producción, o las diferentes culturas y sociedades. Por consiguiente, que la tarea de una teoría general, orientada a establecer una idea esencial que tenga en cuenta estos fenómenos, así como sus implicaciones, desborda cualquier tratamiento categorial de carácter científico (lo que no significa, por supuesto, que una teoría general filosófica de la ciudad pueda llevarse a efecto con independencia de las investigaciones de geógrafos, historiadores, urbanistas, &c.).

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Entendemos la teoría general de la ciudad como una teoría sobre la esencia de la ciudad, una esencia capaz de dar cuenta de la diversidad de hechos contrapuestos, constitutivos del fenómeno urbano (los hechos tectónicos y los hechos demográficos o pragmáticos), de explicar las apariencias urbanas y sus degeneraciones, desde las “ciudades de Potemkin” hasta las “ciudades dormitorios” o las “ciudades universitarias”, que no son propiamente ciudades más que en apariencia (una apariencia, en estas últimas, que se intenta reforzar por la adscripción de un “campus” ad hoc y latinizado). Cuando hablamos de la esencia de la ciudad como una realidad viviente, no queremos significar que estamos ante una estructura inmutable, fija, en cuyo marco podamos ir exponiendo los cambios fenoménicos y comparativamente accidentales. Lo que queremos significar con el concepto dialéctico de esencia es precisamente que la esencia es un género, pero un género que se distribuye en especies distintas, que se transforman las unas en las otras (como las especies de animales o como las especies de las cónicas). Por tanto, que es la misma esencia de la ciudad la que cambia, la que se despliega según fases internas a su propio concepto. De ahí que el despliegue histórico de la ciudad sólo alcanzará un significado teórico y dejará de ser una mera cuestión de erudición o de curiosidad subjetiva, cuando pueda presentarse como la exposición fenoménica de un desarrollo esencial. La tesis principal de esta ponencia, en el orden metodológico, podría enunciarse así: es imposible una teoría general de la ciudad que no se presente como teoría evolutiva de la misma, como teoría de su principio, de su desarrollo y de su fin (de su fin interno, dialéctico).

En realidad, por otra parte, la dialéctica del desarrollo urbano en su contexto interno no es un proceso separable de la dialéctica del desarrollo en su contexto exterior, puesto que es precisamente la exterioridad lo que determina la propia materia o sustancia interior (la exterioridad de la ciudad es la selva o, correlativamente, el “campo”). Utilizamos aquí una doctrina dialéctica de la esencia, según la cual una esencia procesual, real o ideal, está constituida por un núcleo, un curso de desarrollo de este núcleo y un cuerpo de determinaciones, también esenciales aunque no nucleares, que van adscribiéndose al núcleo a lo largo de su desarrollo. El cuerpo de la ciudad, como el cuerpo de cualquier esencia, no se deriva del núcleo, como si fuera una secreción suya, sino que sólo puede entenderse a partir de aquello que no es la ciudad, pero que la rodea “constituyéndola”. La dialéctica de la ciudad con su exterioridad tiene en nuestro caso nombre propio: es la dialéctica de la ciudad y el campo, siempre que el campo sea “leído” precisamente como actor de esta dialéctica esencial. Decimos esto porque la oposición ciudad/campo es una oposición que pertenece, sin duda, a nuestra tradición, pero que se manifiesta sobre todo en el terreno de los fenómenos como una cuestión empírica, ya sea en el plano estrictamente geográfico (la ciudad como isla en el mar de la ruralidad; la ciudad como interrupción del continuo rural) ya sea en el plano ético o moral (desde Marco Terencio Varrón –“en la historia del género humano encontramos dos modos de vida, el de la ciudad y el del campo”–, hasta el “menosprecio de corte” de Guevara). Una oposición fenoménica que no sólo revela la esencia, sino que también la encubre o la trivializa, puesto que, siendo la relación ciudad/campo una relación sinectiva, en el plano de los fenómenos queda reducida a oposiciones del tipo asfalto/vegetación; o bien, con pretensiones más profundas pero no menos superficiales, a la oposición entre el estrés del “mundanal ruido” y la calma de la “descansada vida”. La prueba de que la oposición ciudad/campo desborda el plano de las oposiciones fenoménicas es su coordinabilidad con otras oposiciones, en las cuales las diversas teorías insertan a la ciudad; por ejemplo, la oposición ciudad (cultura)/naturaleza (campo) o bien la oposición sistema (ciudad)/medio (entorno). La conceptuación de la ciudad a través de la idea de cultura, frente al campo, equiparado a la naturaleza, ha sido mantenida por O. Spengler (Decadencia de Occidente, 2.ª parte, cap. 2: “las grandes culturas son culturas urbanas”, “el aldeano se hace planta”) y por Ortega y Gasset (Rebelión de las masas, XIV, 6: “el hombre campesino es todavía un vegetal”; o bien, en El Espectador, V, 2: “En la ciudad, la lluvia es repugnante, porque es una injustificada invasión del cosmos, de la naturaleza primigenia en un recinto como el urbano, hecho precisamente para alejar lo cósmico y primario”). La oposición ciudad/campo como expresión de la oposición esencial sistema/medio, es de linaje termodinámico y, en consecuencia, tiene la mayor importancia (aun cuando arrastra el inconveniente de que obliga a transformar en “campo” no sólo el ager sino también a las demás ciudades).

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La tesis nuclear de la teoría general de la ciudad que nos proponemos esbozar podría llamarse “tesis del vórtice” o concepción del núcleo urbano como un vórtice que, en un lugar del espacio antropológico (de su eje radial), se constituye a partir de las corrientes humanas que, confluyendo en ese lugar, alcanzan un punto crítico en su desarrollo, según determinaciones morfológicas que habrá que especificar. Nos permitimos advertir que estamos operando con un concepto, aunque por brevedad lo formulemos como una metáfora, una analogía. Por supuesto, este “vórtice”, en tanto se constituye por un aporte masivo de energía y un lugar dado desde su entorno, realizará las condiciones genuinas previstas en la teoría de los lugares centrales de Christaller y Lösch. Pero las perspectivas termodinámicas, aunque esenciales desde luego, son genéricas, y la teoría del vórtice, como teoría general de la ciudad, debe ser morfológica, específica. En cualquier caso, el concepto de núcleo esencial de la ciudad comporta el momento de la confluencia incesante de corrientes que proceden de fuera (y no in illo tempore, en el origen, sino también ahora y siempre) y se cruzan en la ciudad, y el momento de segregación de fragmentos que esas corrientes originan en su confluencia. La razón por la cual aquellos fragmentos se segregan de la corriente respectiva no es tanto que se separen espontáneamente de ella, sino que los fragmentos aún no segregados se componen con otras corrientes (con sus fragmentos virtuales propios) en el vórtice o torbellino urbano. La segregación no es, pues, una separación; ni, menos aún, una secesión (para utilizar el término de la teoría hiperidealista de Ortega, según la cual la ciudad se forma “para dialogar en la plaza”, una teoría que no tendría más alcance que el propio de un concepto fenoménico). Las corrientes, de cuya confluencia se origina el vórtice urbano, suponen, desde luego, una “masa líquida” y no amorfa; por tanto, organizada en “corrientes”. En nuestro caso, se trata de la población preurbana, definida en un determinado territorio en el cual están dadas también “corrientes” que pueden llegar a alcanzar en un lugar dado un volumen crítico. El impulso necesario para este volumen crítico, en tanto éste se ha producido en diversos lugares de la Tierra de un modo independiente, sólo puede explicarse por una causa “universal”, como pueda serlo el incremento de la población. De esta forma, la “presión demográfica” puede tomarse como razón suficiente para la formación del volumen crítico generador del vórtice urbano. Platón acertó ya con esta razón, que estaría en la base de la constitución de las ciudades. (De todas formas, el impulso del origen, ha de darse también en el desarrollo: la “explosión demográfica” es inseparable de la “explosión urbana”). En el libro III de Las Leyes, Platón nos describe el “estado primitivo” –que en realidad resulta de una degeneración o corrupción de una civilización previa– como un estado salvaje en el que las familias, dispersas aquí y allá, se rigen por la “autoridad del más anciano”. Estas familias, al hacerse con el tiempo más numerosas (Platón está aludiendo al incremento continuo de la tasa de crecimiento, a la “presión demográfica” que atribuimos ya a las bandas paleolíticas de cazadores, distribuidos acaso en la época del inicio de la agricultura, según una densidad de 0,4 personas/km²) se reúnen y se entregan a la agricultura, cultivando primero las laderas de los montes y plantando setos de espinos que sirvan de abrigo contra los animales feroces. (Cohen: “el grupo también podría verse obligado a reaccionar al crecimiento demográfico empezando a almacenar productos silvestres en las temporadas en que escasea. Si, al continuar el crecimiento demográfico, pasa a depender mucho, gradualmente, de los alimentos almacenados cosechados en una o algunas estaciones del año, es posible que de hecho se vea obligado a asentarse en las cercanías de sus puntos de almacenamiento”, La crisis alimentaria de la Prehistoria, trad. esp., pág. 70). Sin embargo, es preciso añadir que el almacenamiento implica el desarrollo de la sociedad hacia el estado de un nivel tecnológico relativamente avanzado cuando “almacenamiento” dice, por ejemplo, preparación del salmón superabundante en unas épocas para guardarlo en épocas en las que no se puede recoger), que difícilmente puede atribuirse a una simple banda de cazadores recolectores. Y, en todo caso, parece evidente que no cabe identificar el estado nómada con el estado de las bandas de cazadores-recolectores, puesto que hay “excepciones” (que suelen ligarse a la prodigalidad del “hábitat” en productos almacenables), como las de la costa sudeste del Pacífico, o las de Siberia, áreas en donde pueblos preagrícolas forman sociedades tribales jerarquizadas, jefaturas hereditarias, con aldeas, &c. (Alain Testart: Les Chasseurs-cueilleurs ou l'origine des inégalités, París 1982). La presión demográfica preurbana (evaluada a veces en ocho millones de hombres, para el octavo milenio), es una presión que hay que suponer dirigida no solamente contra el medio natural (presión radial) sino contra los otros grupos humanos (presión circular) y, por supuesto, contra los animales (presión angular). Esto explica la generación de esas corrientes de referencia hacia lugares de confluencia de diversas “familias primitivas”, en terminología de Platón, que habrán tenido que confrontar sus autoridades familiares (tribales) y sus costumbres, y habrán tenido que preferir unas a otras para poder vivir en común (es decir, habrán tenido que formular normas y leyes aún no escritas). Para nuestro razonamiento ulterior, nos referiremos a un modelo concreto que representa un área del orden de 1.000 km² (un rectángulo de 50 km. de longitud por 20 de anchura) en la cual está asentada una población socialmente organizada en tres tribus: A, B, C (según densidades medias que se detallan). La distribución preurbana del área de referencia tiene una probabilidad 0 de ser homogénea. El “hábitat” es heterogéneo (en pastos, ríos, bosque, caza...) y la probabilidad mayor, dentro de los límites del equilibrio global, estará del lado de una diferenciación y privilegio natural entre los diferentes “fragmentos”, grupos o familias distintos en cada tribu. La comunidad, en todo caso, implica antes que igualdad, “fraternidad”. En cualquier caso, supondremos que las relaciones “circulares” implican la absorción de los individuos en la red tribal. Gordon Childe suele ser citado como autoridad de la tesis de la ecuación entre el Estado y la Ciudad, aunque él reconoce que “en todo caso, debe haberse abierto un camino hacia el poder real, antes de que se iniciara la vida urbana”. La revolución urbana, que sería la segunda gran revolución subsiguiente a la revolución agrícola, coincidiría prácticamente con la constitución del Estado. Según esto, la sociedad preurbana (el sistema de las tres tribus A, B y C, de nuestro modelo) sería simultáneamente un modelo de sociedad preestatal. La aparición de la ciudad coincidiría con la aparición del Estado y, prácticamente, no sería posible diferenciar un proceso de otro. Sin embargo, no parece que la ecuación de Childe pueda tomarse como axiomática, sobre todo en definición. De hecho, se va abriendo paso en los últimos años la tesis sobre la proximidad teórica de estados preurbanos, así como el de su realidad antropológica (se cita el estado cherokee). Según esto, y refiriéndonos a nuestro modelo morfológico, las tribus A, B, C podrán evolucionar hacia la constitución de un estado que no comporte exactamente la aparición de la ciudad. Caben muchas alternativas. Por nuestra parte, desarrollamos nuestro modelo en una dirección que, una vez liberados de la ecuación de Childe, nos parece posible; a saber: la dirección según la cual la sociedad preurbana evoluciona hacia la constitución de la ciudad, como estructura nueva, pero que incluso no implica, al menos de modo inmediato, la constitución del estado. La importancia teórica de esta posibilidad, es decir, la posibilidad de una ciudad preestatal ha de medirse teniendo en cuenta las conexiones que la ciudad ha de mantener con la idea de una sociedad civil (ciudadana, no tribal), una sociedad que, sin ser comunitaria, sin embargo no se confunde con el Estado como sociedad política.

El modelo morfológico de transformación de la sociedad preurbana en el núcleo de la ciudad, se basa en el desarrollo de una de las eventualidades contenidas en nuestro modelo, a saber: que la heterogeneidad de la distribución presupuesta arroje una mayor concentración de riqueza elaborada (lo que supone corrientes comerciales definidas) y, correspondientemente, una mayor población en lugares próximos y privilegiados, ocupados por fracciones de A, B, C, por ejemplo, a consecuencia del río que serpentea por dichos lugares. Esta hipótesis permitiría regresar hacia una previa diferenciación dada en el ámbito de cada tribu, y, con estas premisas, el simple aumento del volumen global hacia su límite crítico permitirá comprender la afluencia de relaciones “transversales” (que configuran el rectángulo interior) entre los fragmentos privilegiados de las diferentes tribus vecinas entre sí. La novedad consiste en que comenzarán a prevalecer los intereses derivados de la vecindad sobre los intereses familiares que, por supuesto, no quedan abolidos. Pero las “familias” que ocupan los terrenos privilegiados encuentran en la vecindad de las familias “privilegiadas” de las otras tribus no solamente mercados efectivos, sino también posibilidad de una asociación nueva frente a las otras fracciones menos privilegiadas (eventualmente más) de sus tribus respectivas, a efectos de la inserción de los terrenos vecinos en un único recinto común (lo que equivaldrá, en muchos puntos, a una apropiación). En cualquier caso, las normas nuevas prevalecerán sobre las tradicionales o entrarán en conflicto con ellas, y el hermano que se atreva a saltar los límites artificiales del nuevo recinto será, como Remo, merecedor de la muerte. El mito de Rómulo, como el mito de Caín, sugiere que el proceso de segregación de las tribus, que conduce a la formación de la ciudad, desgarra de algún modo el tejido familiar y comporta tanta violencia y sangre como diálogos y negociaciones pacíficas y armoniosas. Es interesante subrayar la posibilidad de considerar, como una consecuencia de la reorganización de estas fracciones en el nuevo recinto urbano, el desdibujamiento de las propias lindes territoriales que las tribus mantenían en sus zonas extremales, puesto que precisamente las fracciones congregadas en la nueva ciudad miran ya a otro lado. El proceso de “concentración” en la ciudad no equivale, ya desde el principio, a un repliegue defensivo a la fortaleza, porque precisamente está determinado a partir de las corrientes que proceden de fuera, no ya del recinto, sino incluso del área tribal (en términos, en principio, ilimitados). Queremos subrayar que la idea del núcleo de la ciudad, en el sentido teórico en el que estamos hablando, no solamente ha de tener aplicación en las situaciones originarias, en el proceso de formación de las ciudades primigenias, sino también en el curso avanzado de su proceso de desarrollo. Por decirlo así, la teoría del núcleo-vórtice se aplica no solamente a la ciudad neolítica, sino también a una ciudad moderna, aunque a otra escala: Madrid, cuyo emplazamiento fue escogido por su posición como centro peninsular (equidistante de las corrientes comerciales que pasaban por Santander y Sevilla) es un ejemplo de gran ciudad moderna, que sólo se explica a partir de los flujos mundiales de hombres y mercancías que confluían y difluían en España tras el descubrimiento de América.

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La fase primera de la ciudad es, de acuerdo con estas premisas, la fase de la ciudad absoluta; es decir, de la ciudad en tanto que se considera desligada de sus relaciones a otras ciudades. Tanto su pragmática como su tectónica podrán, en gran medida, ser deducidas del mismo principio general: la organización de los ciudadanos en cuanto son vecinos (sea individualmente; sea, sobre todo, como miembros de familias, pero no de tribus) implicará un conflicto entre la estructura de las estirpes o gentes y las nuevas relaciones, conflicto del que saldrán figuras nuevas, particularmente figuras que tienen que ver con el concepto de persona. La tectónica comportará, desde luego, una reorganización del nuevo territorio. En este, están confluyendo habitaciones, huertos, chozas o establos, que pertenecen a constelaciones previamente dadas. Acomodar las nuevas habitaciones o las casas (para propietarios, siervos y ganado), alinearlos según direcciones nuevas y erigir o adoptar los lugares de asamblea, de almacenamiento, el mercado y el templo; estos son trabajos en los que se resuelve el proceso de cristalización. La propia construcción de la ciudad, durante un lapso de tiempo dilatado, la canalización de sus aguas (pero no sólo esto, al modo de Wittfogel) generará nuevas corrientes humanas en el entorno, el tráfico regular de quienes acuden a trabajar o son obligados a ello. A todos hay que alimentar y organizar.

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La segunda fase de la ciudad es la ciudad enclasada, definida porque la condición de ciudad absoluta se habría perdido en el momento en que aparece la situación de copresencia con otras ciudades, y en tanto que esta copresencia no puede hacerse equivalente, en principio, a una ciudad más grande. La ciudad enclasada es el tipo de ciudad que Tómas Moro habría elegido como modelo para su “Utopía”. Podría según esto, decirse que T. Moro erigió en prototipo de toda la ciudad a una ciudad de la segunda fase, así como Campanella habría erigido en prototipo de La ciudad del sol a una ciudad absoluta. Utopía, aunque es una isla, no se reduce a una sola ciudad, porque contiene cincuenta y cuatro ciudades independientes, si bien pacíficamente copresentes en torno a la capitalidad de Amaurota. ¿En dónde reside, desde el punto de vista de nuestra teoría general, el carácter utópico de la isla de Tomás Moro? Principalmente en la connotación “armónica” de la copresencia de las 54 ciudades, puesto que estas ciudades no se consideran como ciudades de un estado común (la capitalidad de Amaurota es meramente simbólica).

El principal efecto que podemos atribuir a la situación de copresencia de ciudades es el desarrollo, en cada una de ellas, de las formas políticas y tectónicas que tienen que ver con la estructura del Estado, más o menos incipiente en la ciudad absoluta. La ciudad enclasada es la ciudad-estado en su forma más típica. En esta ciudad hay que reconocer ya la existencia consolidada de una diferenciación de clases o de estratos nueva y que no podría darse en la sociedad preurbana; una diferenciación que se reflejará topológicamente de formas diversas (la población artesana o sierva se fijará en los arrabales, las familias dominantes ocuparán el centro). La diferenciación entre los ciudadanos y esclavos o plebeyos comenzará a tener un significado nuevo y la oposición entre ciudadanos y rústicos se cruzará con las otras. Establecida esta diferenciación resultará ser puramente ideológico hablar de la distinción hombre de ciudad/hombre de campo, como si fuera la distinción fundamental. En cualquier caso, la intersección entre la ciudad y el estado será cada vez más fuerte. Cabría trazar este paralelo: así como existen tribus sin agricultura (cuando las condiciones ecológicas permiten esta forma superior de organización política), así también hay estados sin ciudad; pero, así como el sistema tribal se generaliza por la agricultura, y recíprocamente, así también las organizaciones estatales se generalizan a raíz de la constitución de las ciudades, recíprocamente.

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Hay que insistir en la necesidad de tener presente las posibilidades de evolución multilineal que abre la situación de la ciudad enclasada; entre estas posibilidades hay que contar las federaciones de ciudades, ligas, anfictionías o, simplemente, “archipiélagos” de facto, como consecuencia del establecimiento de relaciones comerciales, deportivas o religiosas. El verdadero giro, sólo se producirá cuando el archipiélago de ciudades enclasadas se transforme en una ciudad superior de tal suerte, que esta unidad tenga repercusiones en la estructura misma de cada ciudad. A partir de las premisas constituidas por las ciudades en su segunda fase (en la que pueden darse ya distribuciones en formas de sistemas jerarquizados, con determinadas formas de equilibrio, medido acaso por la ley de Zipf), la dirección más probable que puede señalarse a la evolución de la ciudad es aquella que se termina en la construcción de la ciudad imperial (imperialista), a lo que se llega obligadamente al extenderse una o varias ciudades a la tierra de nadie que hay que suponer dada entre las ciudades enclasadas. Ahora, una ciudad alcanzará la condición hegemónica de “centro de decisión” política, militar o comercial de las demás ciudades del archipiélago, lo que implicará que las restantes ciudades perderán su condición y forma de ciudad-estado, aún cuando conserven, de manera residual y transformada, instituciones anteriores. La ciudad imperial representa transformaciones importantes en el fenómeno urbano, la más señalada de las cuales será el incremento inusitado del recinto urbano. Es decir, los nuevos edificios públicos, en las calles convertidas en calzadas (para unirlas con otras ciudades), la eliminación de las tierras de nadie, la elevación de la población, la aparición de una plebe flotante de artesanos, trabajadores y esclavos y la consolidación de aparatos policíacos (de la polis). La fase de la ciudad imperial se alcanza, desde luego, por la violencia y por la guerra. (La probabilidad de una subordinación pactada pacíficamente de varias ciudades-estado, a otra designada como ciudad imperial, es prácticamente igual a cero). La violencia, ligada al nombre de Alejandro, está a la base de ciudades imperiales tales como Alejandría, que, aunque no fue fundada como capital del imperio, se elevó a la condición de ciudad imperial a raíz de las violentas acciones que siguieron a la muerte de Alejandro. El prototipo de ciudad imperial es, de todas formas, Roma; que, además, ejerció explícitamente su imperio como tal ciudad. Roma alcanzó su condición de ciudad imperial de modo preferente mediante la acción militar contra otras ciudades, principalmente contra la gran ciudad de su vecindad, a saber, la ciudad de Cartago. La ciudad imperial por antonomasia, por su intención, pretendió ser también el centro del mundo. De hecho, el campo de Roma estuvo constituido por la gran franja de tierra que rodea el Mediterráneo, como si el desarrollo de Roma hubiera estado “ortogenéticamente” presidido por la regla de “no permitir que la ribera del otro lado del mar visible no fuese romana”. Habrá, sin embargo, dos modos, ambos violentos, a partir de los cuales puede constituirse la ciudad imperial. El primero es aquel que, partiendo de una ciudad preexistente, nos conduce a su transformación en ciudad hegemónica, como es el caso de Roma ya citado o, antes aún, el de las pequeñas ciudades imperiales de Asia Menor, el imperio de Sargón, por ejemplo. El segundo modo es aquel que partiendo de un Estado ya constituido (centrado o no sobre alguna ciudad) procede fundando una ciudad o escogiendo una aldea para erigirla ex professo, en ciudad imperial: es el caso de Persépolis, o el de Constantinopla; y, en España, sería también el caso de Oviedo. Porque Oviedo fue propiamente fundada como ciudad (lo que le antecedió inmediatamente fue un simple poblado, con cenobio y fortaleza, a raíz de Fromestano y Fruela) por Alfonso II, en el momento de fijar el centro del nuevo Estado precisamente en un lugar equidistante de los extensos campos y numerosas ciudades conquistadas por sus antecesores y por él mismo, y con vistas a extender su imperio (podría decirse que Alfonso II “inventó Santiago, y con él a la Galicia histórica”). Estos casos nos ilustran acerca de una particularidad digna de ser notada: que mientras los organismos vivos sólo pueden alcanzar una fase dada de su desarrollo después de atravesar las fases que la preceden, en cambio las ciudades pueden “nacer” directamente en la forma propia de una fase superior. Ningún embrión puede tener al nacer 20 años, pero podría decirse que una ciudad que nace directamente en estado de ciudad imperial, de ciudad de la tercera fase, nace con 5.000 años de antigüedad, en cuanto a su estructura.

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Los principios de la teoría general con los cuales estamos operando (aún manteniéndonos sólo en las líneas más generales y sin deducir las consecuencias más particulares) tienen también potencia suficiente para construir el tránsito de la ciudad imperialista a las fases posteriores. Se trata de volver a recombinar los mismos elementos de partida. Refiriéndonos a la tradición cultural occidental: todo aquello que es la no-ciudad, lo que vive al otro lado del limes, los bárbaros, constituyen un fondo infinito que no podía permanecer inalterado. Las corrientes que el vórtice romano generó en el inmenso océano “salvaje” germánico o africano, no tardarían en mostrar su caudalosa presencia. Tras los primeros remansos en el Danubio o en el Dniéper, los bárbaros germanos, vándalos, alanos, hunos, junto con los árabes poco después, caerán sobre la ciudad imperial y la destronarán. A partir de aquí, el sistema jerárquico de ciudades (Roma o Constantinopla) se desarticulará. Inmensos territorios serán agregados a los antiguos y las ciudades no desaparecerán, pero quedarán insertadas en estados sucesores (incluyendo a Bizancio) de carácter más dinástico, familiar o religioso que civil. La ciudad nacional será la ciudad intercalada, como si fuese el nudo de la red, en un tejido mucho más amplio, que tiene la estructura política de un Estado. Pero de un Estado que ya no está ligado a una ciudad determinada, sin perjuicio de los símbolos residuales. La ciudad nacional cobrará características muy peculiares, derivadas de la nueva situación. Principalmente, subrayaríamos la tendencia a “recluirse en sí misma”, a reproducir, aunque en otro orden, la fase de la ciudad “archipiélago”. La ciudad nacional es una ciudad fuertemente ruralizada (el templo gótico reproduce al bosque, a su luz celada) y envuelta, por así decir, a un campo que llega hasta sus mismos arrabales. A pesar de las diferencias dadas a lo largo de los siglos, podríamos tomar como prototipo de ciudad nacional (la ciudad de un Estado, cuya corte es itinerante) la ciudad de la catedral y el obispo, la ciudad de los artesanos y legistas, la ciudad de la época paleotécnica, la ciudad con fachadas artísticas, con idiosincrasias muy acusadas en cuanto a su trazado y ejecución. Es la ciudad de las diferencias, la ciudad cuyas reliquias aún quedan en las “casas antiguas” de la ciudad actual. Es la ciudad a la que vuelven los ojos los urbanistas “vernáculos” o “humanistas”.

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La ciudad en su formato de “ciudad nacional” continuará durante siglos. La evolución del Estado y su fortalecimiento en la época moderna se corresponderá con su fijación de nuevo en grandes ciudades, que se tomarán como capitales permanentes. Es decisivo, en este proceso, el descubrimiento de América. A partir de aquí, las ciudades nacionales, con situación privilegiada, podrán evolucionar hacia el estado de ciudades cosmopolitas, sin necesidad de asumir la forma de ciudad imperial, aunque sí favorecidas y remodeladas por el Estado al cual pertenecen. Lo característico es que las ciudades, por vía industrial o comercial, se desarrollan de un modo muy rápido, al margen de los procedimientos clásicos de la subordinación política. La ciudad cosmopolita es el resultado de la revolución industrial. Londres, en 1800, ronda ya el millón de habitantes (frente a los 80.000 del siglo XVI). Cada ciudad cosmopolita acogerá a centenares de miles de habitantes que no sólo son producto de su población interna, porque el incremento demográfico acelerado de la población global (800 millones en 1750, 1.200 millones en 1850, 2.500 en 1950) va acompañado de corrientes de inmigración en torbellino hacia el vórtice de las ciudades industriales y cosmopolitas. Las grandes ciudades cosmopolitas –que mantienen contactos directos internacionales con otras ciudades– ejercen a su vez un influjo creciente sobre las ciudades nacionales. Después de la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia del desarrollo de los medios de transporte (avión y automóvil por autopistas de largo recorrido, aquellas de las que habla L. Mumford en La carretera y la ciudad), y, sobre todo, de los medios de comunicación (TV, principalmente) puede decirse que la ciudad cosmopolita constituye una red interconectada que cubre toda la Tierra por encima de las todavía inmensas superficies que permanecen en estado prehistórico, y sin olvidar que la ciudad cosmopolita se convierte a la vez, necesariamente, en lugar de hacinamiento y sordidez, de miseria y degradación en un grado tal que no podría haber sido conocido en las fases anteriores.

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Acaso sólo existen dos posibilidades extremas para representarse el futuro del fenómeno urbano desde su forma cosmopolita actual, si descontamos como muy improbable el estado estacionario de las formas del presente o la regresión o vuelta hacia otras, predicada por algunos ecologistas (dado que la historia parece irreversible y su “termodinámica” es más la termodinámica de los procesos irreversibles que la de los procesos de equilibrio considerados por la Teoría de Sistemas aplicada a los fenómenos urbanos):

A) La primera posibilidad está inspirada seguramente por la trayectoria de los organismos y puede considerarse como una metáfora biológica. La ciudad irá creciendo de modo ineluctable y, al mismo tiempo, envejeciendo. El crecimiento de la ciudad determinará fatalmente una corrupción interna, un desorden, caos o aumento de entropía que llevarán a las ciudades a su descomposición. Por lo demás, este límite ha sido previsto por pensadores antiguos. No sólo Platón, sino también Ibn Jaldún ha enseñado esta doctrina dialéctica sobre el final de la vida ciudadana. Añaden, es verdad, la hipótesis del ciclo, pero esta hipótesis es gratuita. Los ejemplos que propone Spengler, por su parte, son tramposos, ya que las ciudades mayas no fueron abandonadas porque hubiera acabado el ciclo de su cultura (que continuó en el Yucatán, &c.). Es interesante recordar que Platón considera que el proceso de corrupción de la ciudad comienza por la música. “[Los nuevos compositores] se dieron al furor báquico... Llegaron inconscientemente, por su misma insensatez a calumniar a la música, diciendo que en ésta no cabía rectitud de ninguna clase, y que el mejor juicio estaba en el placer que se gozaba con ella, fuera el mejor o peor... Y si hubiese sido sólo en la música donde se hubiese producido una cierta democracia de hombres libres, no hubiese sido el hecho tan terrible; pero lo cierto es que a partir de ella empezó para nosotros la opinión de que todo el mundo lo sabía todo...” (Las Leyes, libro III, 700d-701a).

B) La segunda posibilidad, por lo que al futuro de la ciudad se refiere, es la que pone su límite final, aunque muy lejano todavía, no ya en la destrucción de la ciudad, por corrupción, sino por anegación en su propio crecimiento, de acuerdo con la ley de incremento que ha presidido desde su origen el desarrollo en todas sus fases. Este proceso conduciría, dada la finitud del planeta, a una ciudad única, a una ciudad ubicua que, contrariamente a la Utopía, habría que llamar Pantopía. En el límite, tendremos la ciudad única y continua, en la que se producirá la ecuación plena entre el Hombre y el Ciudadano (al final de nuestro siglo la ecuación valdrá para el 60% de la población mundial) y mediante la cual el campo se habrá transformado en parque o en un conjunto de huertos interiores rodeados por el fenómeno urbano de la cosmópolis: sin duda este límite es imposible de alcanzar desde un punto de vista plástico: El tapizado urbanístico del planeta avanza en la forma de manchas irregulares, pero comparativamente minúsculas en relación a las zonas no urbanizadas. Sin embargo, a efectos funcionales, la urbanización pantópica es una situación que prácticamente estamos a punto de alcanzar. Pero ella supondría, desde luego, el fin de la ciudad.


[ Texto de la versión publicada por la revista Ábaco, número 6 (primavera 1989), páginas 37-48, salvadas las erratas. ]

[ Gustavo Bueno, Teoría general de la ciudad, Ábaco, primavera 1989, 6:37-48 (facsímil). ]