Gustavo Bueno
Sobre la Historia de la Lógica
[ 1988 ]
§ 1
Poner un prólogo a una Historia de la lógica, ¿no es algo así como poner un prólogo a un decaedro regular, o un círculo cuadrado –es decir–, a la clase vacía? Así es, dirán quienes conciben a la Lógica como la exposición del sistema más formal de estructuras intemporales (incluso eternas y aun divinas) dadas «antes de la creación», a las cuales ha de ajustarse «cualquier mundo posible» y, en particular, el mundo temporal, histórico, en el que estamos envueltos. Entre esos «quienes», cabría contar, no sólo a Leibniz o incluso a Hegel –entre los clásicos– o bien a Bolzano o a Husserl entre los modernos, sino también a Scholz o a Haesenjäger –entre los contemporáneos. Y, por supuesto, dada la perspectiva de esta concepción de la intemporalidad –incluso eternidad, o divinidad– de las estructuras lógicas, una concepción que puede sin duda ser llamada (para bien o para mal) metafísica no se entiende muy bien qué contenidos pueda albergar el rótulo Historia de la Lógica –si la Historia es «Historia interna» y no un conjunto de relatos (anecdóticos, biográficos: coyunturales) que tengan algo que ver con aquellos que sobresalieron en el cultivo de la Lógica, de los «lógicos ilustres» y, en el mejor de los casos, con su medio social, con su época. Pero ¿cómo podría concebirse una Historia de lo que es intemporal? ¿Qué sentido podría tener la expresión de las «épocas de la eternidad»? Parece que ninguno y, en consecuencia, el concepto de una «Historia de la Lógica» en sentido estricto sólo podría aspirar a ser una mera denominación de la clase vacía, o, a lo sumo, una mera conceptualización de la clase que no tiene ningún elemento, la clase ∅.
§ 2
Eppur si muove. La Historia de la Lógica, de hecho, no es la clase vacía; por el contrario, es una clase superabundante, no sólo porque hay muchos libros (y puede haber otros, en número indefinido) consagrados precisamente a exponer esa Historia de la Lógica –aunque el primero escrito en español sea precisamente éste, de Julián Velarde– sino también porque cada uno de estos libros (al que podría hacérsele desempeñar el papel de especie de un género, precisamente el «género literario» Historia de la Lógica) rebosa de contenidos característicos, que no pertenecen a la Historia de la Matemática o a la Historia de la Lingüística, o a la Historia de la Psicología, o a la Historia de la Ontología… aunque mantengan muy estrechos vínculos con ellas, ateniéndonos simplemente al abigarrado índice de la presente obra: él nos pone delante de contenidos, y contenidos que se han dado y no casualmente en una sucesión histórica, tan variados como puedan serlo los siguientes: los problemas de la dialéctica –desde Platón y Aristóteles hasta Kant y Hegel y el marxismo–, el silogismo y la clasificación, los predicables, las proposiciones y las relaciones de oposición entre ellas, los temas de las reglas de inferencia, los universales, la cópula est, la suppositio, los métodos de las ciencias, la combinatoria, la characteristica universalis o ideografía lógica, los juicios analíticos y los juicios sintéticos, la funciones electivas y la función de Boole, el cálculo de relaciones, la teoría de los tipos, la teoría de la axiomática, la teoría de la deducción natural, la gödelización de los funtores, &c., &c., &c.
Pero reconocer la efectividad de los contenidos abundantes y específicos bajo el rótulo «Historia de la Lógica» es tanto como obligarnos a retirar por modus tollens, en alguna medida, la «concepción metafísica» de referencia. Ahora bien, tal apartamiento no podría sin más entenderse como algo equivalente a la resolución misma de las cuestiones que el rótulo «Historia de la Lógica» suscita. En efecto:
1) Precisamente en el momento de prescindir de la caracterización metafísica de la Lógica –caracterización que al mismo tiempo que proveía un criterio, aunque fuera ilusorio, daba definición a la Lógica, y nos evitaba también, de un modo no menos ilusorio, plantear las cuestiones de definición de la Historia de la lógica– se nos abren los problemas de la caracterización de la unidad que pueda convenir a los contenidos específicos que parecen corresponder a ese rótulo. Estos problemas giran en torno a dos puntos principales estrechamente correlacionados: El primero, es el problema de la unidad, en virtud de la cual los contenidos positivos puedan considerarse vinculados los unos a los otros de un modo interno (lo que no significa que este modo haya de ser el de la participación distributiva de alguna característica unívocamente entendida); el segundo, es el problema de la especificidad de esa unidad. Porque la unidad que buscamos no sólo es la razón en virtud de la cual los contenidos de referencia han de poder constituir algo más que un mero agregado de casos yuxtapuestos; porque, además, esta unidad (que podría manifestarse en un orden genérico, según el cual los contenidos quedasen, sí, vinculados mutuamente, pero conjuntamente con los contenidos de la Historia de las Matemáticas, o con la Historia de la Ontología o de la Psicología) ha de constituir el criterio de distinción respecto de otras unidades, como puedan serlo la unidad que liga a los contenidos de una Historia de las Matemáticas o de la Ontología. Y así también recíprocamente: el criterio distintivo (externo) de la unidad, si es verdaderamente profundo y no meramente ocasional o pragmático, ha de podernos remitir al criterio constitutivo (interno) de esa unidad de los contenidos. No son meras «cuestiones de palabras», de «denominación», pues es lo cierto que muchos contenidos actuales de la Historia de la Lógica son, simultáneamente, contenidos de la Historia de la Ontología o de las Matemáticas, y esta circunstancia, a la vez que explica las confusiones (unas confusiones objetivas, es decir, no confusiones debidas a la negligencia del historiador) hace necesario el regressus a criterios eficaces, precisos (cortantes), por abstractos que éstos puedan ser. Por vía de ejemplo: La Historia de la Lógica hace referencia, aquí y allá, a las ideas de todo y de parte, a propósito del modus sciendi de la división o bien a propósito de la cuantificación del predicado (en el libro de Velarde encontramos exposiciones pertinentes de Platón o de Hamilton), cuanto directamente, y ya sea en su globalidad (como cuando se expone el principio de Russell, según el cual el todo no puede ser predicado de sí mismo), sino también en situaciones específicas (pues las clases, o conjuntos son totalidades). Pero muy pocos lógicos estarían dispuestos a considerar a los temas de los todos y las partes como una teoría capaz de ser incluida en la esfera de la Lógica; el propio Husserl pone este tema muy próximo a la Ontología formal (allí figuraba en la sistematización de Ch. Wolff, por ejemplo). Sin embargo, de hecho, también la Lógica tiene mucho que decir sobre los todos y las partes (Kant hace figurar la totalidad –Allheit– dentro de las categorías de la cantidad en su Lógica Trascendental) –y a la Historia de la Lógica le corresponde, por tanto, recoger todo cuanto los lógicos, en cuanto tales, hayan dicho al respecto. ¿Cómo diferenciarlo de lo que han dicho los matemáticos o los ontólogos –si es que hay diferencias objetivas? Parecidas cuestiones se suscitan a propósito de otros muchos contenidos. Una cuestión muy trillada fue la de las categorías. El Libro de las Categorías de Aristóteles es considerado por los historiadores de la Lógica como una parte del Organon; también los historiadores de la Lógica (y Velarde entre ellos) hablan de la doctrina kantiana de las categorías, en tanto que esta doctrina constituye el cuerpo mismo de la Lógica Trascendental. Pero ¿acaso el tratado de las categorías no constituye también el «cuerpo» central de la Ontología –y esto, desde las Disputaciones de F. Suárez hasta la Ontología de N. Hartmann? O aceptamos como inevitable (incluso como inofensivo) el estado de confusión absoluta entre una Historia de la Lógica y una Historia de la Ontología, o bien nos inclinamos por el panlogismo que identifica, con Hegel, la Lógica y la Ontología, o bien necesitamos criterios de distinción. Entre los escolásticos era frecuente éste: las categorías, en tanto se consideran como «primeras intenciones» pertenecen a la Ontología; pero en tanto se consideran «segundas intenciones» (los praedicamenta, como estructuras objetivas –«entes de razón», según Juan de Sto. Tomás– constituidas por las relaciones de géneros, especies, diferencias genéricas y específicas, &c., &c.) pertenecen a la Lógica –a la Historia de la Lógica. Pero ¿estamos nosotros en condiciones de compartir semejante criterio distintivo, y, aunque lo apreciemos en lo que vale, en su situación particular, podemos tomarlo como un criterio general? Un último ejemplo: la Historia de la Lógica nos ofrece constantes alusiones a conceptos o estructuras que también vemos incluidos en la Historia de las Matemáticas (clases, conjuntos, álgebra de la lógica, incluso «Lógica matemática»); a veces, el historiador de la Lógica, (acaso más que el lógico de nuestro presente) se encuentra con contenidos que parecen pertenecer inequívocamente a las matemáticas (o al menos a su Historia). Si el lector abre el libro que tiene en las manos por la página 221, verá la forma de desarrollo en serie polinómica conocida como fórmula de Taylor y Mc Laurin –y recordará cómo estas formas fueron utilizadas por el propio Boole en su Análisis matemático del pensamiento (y no de modo coyuntural, como mero ejemplo, sino como procedimiento para alcanzar una demostración de su función lógica general). ¿No obligaría este simple hecho a declarar la necesidad de confundir la Historia de la Lógica y las Historia de las Matemáticas? De otro modo: si la confusión quiere evitarse, por los motivos que sea, será necesario regresar a ciertos criterios distintivos, que convertirán, además, a la Historia del Algebra de Boole en una Historia crítica (crítica, ante todo, de la propia intención de Boole –diríamos: de la Historia emic de la obra booleana– en tanto creía estar llevando a cabo un «análisis matemático del pensamiento»).
2) Por otra parte, retirar de algún modo la concepción que hemos llamado metafísica de la Lógica, así como no implicaba negar o desconocer cualquier tipo de unidad específica entre sus contenidos, así tampoco puede implicar la autorización para resolver o reducir tales contenidos (incluso cuando se les supongan vinculados por hilos o criterios profundos) a la condición de meras manifestaciones «temporales», episódicas, testimoniales, de determinadas circunstancias sociales, o psicológicas, o culturales. Pues no es nada evidente que las estructuras lógicas puedan ser reducidas por el historiador a las «condiciones o causas» (sociales, culturales…) que dan cuenta de su formulación en una época mejor que en otra –pongamos por caso la Lógica de clases (con la «jerarquía» determinada, por las relaciones de inclusión, que culminan en una «clase suprema o universal») a la condición propia de una sociedad de castas o simplemente, de una sociedad esclavista, a la manera como G. Thomson pretende hacer con ciertos estudios matemáticos (la Aritmética, democrática; la Geometría, aristocrática; o bien, la media armónica: los ocho vértices del hexaedro –respecto de sus caras y aristas– expresión de las nuevas clases medias de la sociedad griega). No es que neguemos tales condicionamientos: precisamente la dificultad aparece cuando la aceptamos, pero a la vez reconocemos (y este reconocimiento es el fundamento que hace que la propia concepción metafísica no sea enteramente gratuita) que las estructuras así formuladas rebasan, desde la naturaleza terciogenérica de su estructura, las condiciones que determinaron su formulación, y llegan vivas (llenas de vigor y de lozanía, como decía Marx en el célebre pasaje de los Grundrisse en el que se refiere al arte griego) hasta nosotros, por encima de las cambiantes épocas históricas, de los cambiantes «modos de producción». Y esto porque damos por evidente que, de hecho, la Historia de la Lógica la hacemos desde la Lógica del presente (a la que, sin duda, también suponemos los condicionamientos sociales, culturales, &c.), a la manera como la Historia de la Química sólo alcanza su medida cuando se hace desde la Química vigente, o como la Historia de la Geometría (incluso de la Geometría de Euclides) tiene que hacerse hoy desde el «horizonte» abierto por los geómetras no euclidianos, es decir, desde un anacronismo constitutivo de la propia metodología histórica. De otro modo: si el historiador de la Geometría fingiera, al exponer la doctrina de la cuadratura de la elipse a partir de sus lúnulas (asociadas a Hipócrates de Chíos) desconocer los teoremas posteriores concernientes a esta doctrina, para no incurrir en anacronismo, estaría atándose de pies y manos en sus propias operaciones de historiador crítico. Habrá de procurar entender el error de Hipócrates, dentro de las condiciones internas que hicieron posible el descubrimiento de los teoremas verdaderos que llegan hasta nosotros, y, desde los cuales la Historia de la Geometría griega alcanza su peculiar conformación. Julián Velarde, por este motivo, puede acometer la Historia de la Lógica, precisamente desde el Tratado de la Lógica formal que publicó hace seis años.
La tarea del historiador de la Lógica, según esto, no consiste, por consiguiente, tanto en determinar las condiciones históricas temporales en las cuales se manifiesta o –como alguien diría– «cae» lo lógico-eterno, cuanto en explorar de qué modos las configuraciones dadas en circunstancias temporales, históricas (primo y segundo genéricas) alcanzaron la condición intemporal de las leyes terciogenéricas, y ello gracias a que los lógicos han obedecido al requerimiento del Señor que habla en el Prólogo del Fausto goethiano: «A lo que se cierne en el aire cual flotante aparición dadle fijeza con pensamientos duraderos».
Analicemos un poco más de cerca, en los siguientes §3 y §4, respectivamente, cada uno de estos dos bloques de cuestiones.
§ 3
Los criterios utilizados para establecer la unidad entre los múltiples y heterogéneos contenidos de la Historia de la Lógica –y de la Lógica misma– pueden clasificarse en dos grandes grupos:
En un primer grupo incluiremos todos aquellos criterios que tienden a determinar una perspectiva uniforme (un «objeto formal») que fuera capaz de cubrir distributivamente (sea unívoca, sea análogamente) a todos y cada uno de los heterogéneos contenidos de referencia. Utilizando los consabidos conceptos escolásticos: La unidad de los contenidos lógicos se nos dará en la forma de un concepto unívoco o analógico de proporcionalidad. El criterio de la escuela tomista –los contenidos son lógicos en la medida en que pueden ser reducidos a la condición de entes de razón consistentes en ser segundas intenciones objetivas– pertenece a este primer grupo; y también pertenece a este grupo el criterio habitual que apela al supuesto carácter formal de los objetos lógicos: los contenidos tan heterogéneos que constatamos tras el rótulo Historia de la Lógica (silogística, todos y partes, proposiciones, …), forman parte de su «objeto material»; todos ellos quedan unificados cuando son considerados como formas puras, y esta formalidad constituye a su vez el propio objeto formal de la Lógica. La Historia de la Lógica podría entenderse, por ejemplo, como la exposición del proceso de desarrollo y ampliación de esta unidad uniforme y formal, en tanto que ella no se da de golpe, sino que tiene que ir desprendiéndose paso a paso a través de los contenidos materiales más diversos. Ello explicaría las vacilaciones, confusiones y oscuridades, y, al mismo tiempo, daría cuenta de la distinción entre la Lógica (como sistema formal ya establecido) y la Historia de la Lógica (como proceso relativamente aleatorio de desprendimiento de esas formas de la materia de partida).
En el segundo grupo incluiremos a todos aquellos criterios que buscan determinar, entre todos los contenidos dados, alguno que pueda ser caracterizado como el más relevante, como el sujeto principal, con relación al cual todos los demás contenidos quedarían organizados a título de componentes, condiciones, consecuencias, &c., &c. La unidad buscada tiene ahora el aspecto de la unidad propia de la analogía de atribución (siendo el sujeto principal el primer analogado). El vínculo entre los diversos contenidos no requiere, por tanto, la uniformidad de los mismos, puesto que la unidad se nos muestra ahora más bien como la unidad de un complejo de elementos o partes heterogéneos que giran en torno a un núcleo de referencia, el sujeto principal. Los principales candidatos a sujeto principal (o primer analogado) de la Lógica (por tanto, de la Historia de la Lógica) han sido, seguramente, estos dos: el silogismo (o bien, «sujetos» afines: argumentación, razonamiento, deducción o inducción, …) y la ciencia. Podría afirmarse que ambos criterios tienen una inspiración aristotélica. El primero podría redescubrirse (en esta perspectiva) como derivado de la consideración de los Primeros Analíticos como tratado central del Organon; el segundo, en cambio, desplazaría este centro a los Segundos Analíticos, en tanto se ocupan del Syllogismós epistemonikós, del «Silogismo científico».
También hay que reconocer que, desde los criterios de la unidad atributiva, se da, al menos, la apariencia de una determinación de las tareas de la Lógica y de la Historia de la Lógica, así como de su diferenciación interna. La Lógica se definirá por su objeto de resolución (sujeto de atribución) –pongamos por caso, la Ciencia («La Lógica es la Teoría de la Ciencia», sostiene Husserl en la III de sus Investigaciones Lógicas): obviamente, esto comporta el análisis de los componentes, presupuestos o contextos del propio sujeto de atribución (si se propone el silogismo como objeto de resolución, se dirá que la lógica también tiene que ocuparse de las proposiciones, de los términos, por un lado, y de las cadenas de silogismos por otro). La Historia de la Lógica irá mostrándonos el proceso de aproximación que culminará en la determinación del sujeto principal (por ejemplo, los «precedentes» platónicos del silogismo), así como el proceso de análisis de sus componentes y de sus aplicaciones; lo que comportará el cruce con otros territorios y el extravío por ellos (cuando las relaciones sucesivas conducen a lugares alejados del sujeto principal que comprometan la unidad y aun las proporciones convencionales de una disciplina –como ocurría regularmente en tantos manuales «eclécticos» de Lógica del siglo XIX, en los que no solamente encontrábamos capítulos dedicados al método, sino también a las condiciones psicológicas y sociales del conocimiento, a los criterios de verdad, &c., &c.).
Ahora bien: cabría afirmar que tanto los criterios distributivos como los atributivos, si funcionasen en un régimen puro, perderían su utilidad de tales criterios; y si la mantienen, es debido a que en la práctica funcionan como criterios mixtos (distributivos y atributivos). En efecto, un criterio distributivo puro dado en su estado más abstracto, si no pudiera ejemplificarse en algún contenido positivo concreto, carecería incluso de sentido definicional; con todo, a partir de él, no cabría nunca organizar sistemáticamente los contenidos que él cubría precisamente por la distributividad (que deja indeterminadas las relaciones entre los elementos del conjunto). Un criterio atributivo puro tampoco nos garantiza una delimitación del campo: aunque nos sumerge en él, in medias res, por así decir, (y esto es su gran ventaja, la de una definición deíctica o denotativa, que se desarrolla por recurrencia: «Matemática es el cálculo diferencial y todo lo que él presupone y de lo que él se sigue…, lo que le es análogo…»), sin embargo, no contiene explícitos los criterios de recurrencia. Juega con la ventaja de partir de la disciplina ya en marcha; sobre todo si se trata de una disciplina ya cerrada (en el fondo, la ventaja de aquella célebre definición de Física propuesta por Eddington: «Física es lo que se contiene en el Handbuch der Physik»). Pero, en este supuesto, la definición atributiva es, en realidad, una definición deíctica, que delega el análisis gnoseológico y se desentiende de él, a lo que tiene perfecto derecho el cultivador de la disciplina de referencia. Pero las cuestiones gnoseológicas quedan intocadas (¿por qué y bajo qué motivos estas materias están contenidas en el Handbuch? ¿Dónde termina la Geometría y dónde empieza la Física en De revolutionibus orbium de Copérnico, o en los Principia de Newton, obras inequívocamente físicas pero que contienen copiosos capítulos matemáticos y teoremas y métodos originales, obtenidos en contextos físicos –como es el caso del mismo Calculo de fluxiones?). El sujeto citado como sujeto principal del campo de una disciplina, no por serlo, deja de envolver un cierto criterio de uniformidad, por medio del cual tiene lugar la extensión, propagación o recurrencia de estos contenidos (propagación que no excluye la aparición de contenidos heterogéneos, resultantes del mismo proceso uniforme de recurrencia en situaciones específicas –como puedan serlo en geometría las transformaciones de la curva en recta, o del polígono en circunferencia).
Consideremos brevemente la caracterización de la Lógica (y de la Historia de la Lógica) a partir de la oposición forma y materia. «La Lógica se caracteriza por su constante orientación hacia la determinación de estructuras formales, aun concediendo que éstas han de ser desprendidas de materiales heterogéneos –matemáticos, físicos, políticos…– (con lo cual se logra dar cuenta de las tareas de una Historia de la Lógica en cuanto contradistinta de la Lógica sistemática abstracta).» Si este criterio parece tan potente, es precisamente porque no funciona en abstracto, sino referido a unos modelos (sujetos principales, al menos a efectos de definición) que son los que propiamente marcan el alcance y lugar de las formas de referencia (como pueda serlo la combinatoria algebraica silogística, en tanto prescinde «de los contenidos») e introduce la unidad de los contenidos según el modo atributivo.
Porque abstraídos estos modelos o contextos, ¿qué podría significar la caracterización de la Lógica y su demarcación de las Matemáticas, Física, Retórica, &c. por medio de la oposición entre forma y materia en abstracto? La distinción forma/materia carece de sentido absoluto; es sincategoremática; requiere la determinación de parámetros para alcanzar sentido relativo (o, si se prefiere, los sentidos que suele ir recorriendo dentro del marco propio de una distinción entre conceptos conjugados). Sólo incurriendo en círculo vicioso («la Lógica se define por su orientación hacia las formas… lógicas») alcanza cierta apariencia el criterio que analizamos (acaso porque él es sólo un modo retórico de mantener una definición deíctica, atributiva). Pues también hay formas matemáticas. ¿Acaso la «función exponencial» y = ex no es formal respecto de contenidos tales como el interés compuesto, el proceso de desintegración radioactiva, el crecimiento de un bosque…? Y, sobre todo, hay materias lógicas. ¿Habrá que ignorar sencillamente todo aquello que tiene que ver con los Segundos Analíticos, y que tradicionalmente se denominaba Lógica Material, o Lógica Maior, en nombre de un postulado que propusiese reservar el nombre de Lógica tan sólo a la Lógica Formal? Sin duda, muchos tratadistas de Lógica Formal proceden como si estuviesen obedeciendo a este postulado –considerando a la Lógica Material, a lo sumo, como una Lógica aplicada; aplicación de las «formas lógicas», análisis –«formalización»– del lenguaje político o científico. Pero este postulado pide gratuitamente el principio –pues de lo que se trata es de analizar qué pueda significar la Lógica Material, no ya como mera aplicación de la Lógica Formal presupuesta, sino como una manifestación de la logicidad que puede darse al margen de la misma Lógica Formal, aunque también en interacción con ella.
Las cuestiones precedentes por complejas, difíciles y ramificadas que ellas sean, arrastran siempre un determinado entendimiento de la oposición entre materia y forma. Una distinción que, a nuestro juicio, es fecunda, dialéctica –y ello en el sentido más fuerte: la oposición materia y forma, aunque imprescindible, tiene que terminar rectificándose, como oposición metamérica, para reaparecer como una relación diamérica entre determinados contenidos («parámetros»). Las formas lógicas (las que constituyen el campo de la Lógica formal) no serán, según esto, formas puras, abstractas (de toda materia), sino formas relativas a determinados contenidos materiales (como puedan serlo objetos corpóreos finitos, fichas o procesos eléctricos o, sencillamente, signos tipográficos). Esta concepción (la que venimos denominando materialismo formalista) se encuentra, como problema central, con la necesidad de determinar la naturaleza de una Lógica material y su demarcación respecto de la Lógica formal, si es que la propia Lógica formal también es, de algún modo, material (por sus contenidos).
¿Cuál es la unidad que media entre ambas manifestaciones de la logicidad? En otras ocasiones hemos ensayado el criterio de la identidad, en el sentido siguiente: Lógica sería todo aquello que tiene que ver con la identidad, cuando la identidad aparece en ciertos contextos operatorios (la identidad en tanto se concibe como siendo múltiple de modo inmediato –los esquemas de identidad no son idénticos entre sí– implica la diversidad, la heterogeneidad). Según esto, la Lógica será todo cuanto tenga que ver con la «identidad operatoria» –dando a esta fórmula alcance proporcional al que tienen las expresiones: «la matemática es todo cuanto tiene que ver con la idea de extensión o de orden», o bien: «física es todo cuanto tiene que ver con la idea de masa». Según esto, la oposición entre una Lógica Formal y una Lógica Material tendría que establecerse a través de otros criterios que intersectan con la identidad. Sugerimos que estos criterios son precisamente los mismos que introduce la distinción entre una ciencia categorialmente cerrada y otras disciplinas (eminentemente filosóficas) que, sin dejar de ser racionales, no pueden considerarse cerradas. La Lógica Formal se habría ido constituyendo como una disciplina categorial, cerrada; y este proceso habría tenido lugar, de hecho, en los dos últimos siglos (sin olvidar los precedentes helénicos, en particular, los Primeros Analíticos aristotélicos).
El cierre operatorio de la Lógica formal habría tenido lugar mediante un regressus operatorio, a partir de operaciones autoformantes, que nos llevan a un cierto tipo de relaciones específicas de identidad (justamente, las llamadas identidades formales, tipo α ∩ α = α), desde las cuales se materializan las mismas operaciones autoformantes –y aquí radica el principio de distinción o los criterios de distinción con las operaciones matemáticas (heteroformantes).
Las relaciones y estructuras de identidad, cuando no se abren camino a través de los variados cursos de operaciones autoformantes, pero sí se nos dan en cambio como sistemas objetivos en sí mismos ontológicos (a la manera como los cursos lógico-formales son en sí mismos matemáticos, «extensos»), pero susceptibles de desempeñar la función (en su progressus) de cánones o reglas directivos de operaciones que acaso no son en sí mismos autoformantes y podrían considerarse como constitutivos del campo de la Lógica material. Este campo es mucho más amorfo e indeterminado que el campo categorial recortado por las operaciones autoformantes de la Lógica formal; pero ello no significa que en el todo sea caótico. Podríamos agrupar sus muy heterogéneos contenidos en torno a tres núcleos o modos de la identidad material que designaremos a partir de ideas de amplia tradición filosófica: el núcleo de las identidades esenciales, el de las identidades causales y el de las identidad sustanciales. Las identidades esenciales comprenden, por ejemplo, las relaciones de todo y parte y, por tanto, la teoría de la clasificación; en torno al núcleo de las identidades causales (siempre que la causalidad se considere como un proceso vinculado a la identidad), habrá que poner también, desde luego, las relaciones de fundamentación, principio o razón (en el sentido de «principio de razón suficiente»); por último, las identidades sustanciales encontrarían su determinación más rica en las identidades sintéticas, en torno a las cuales estarían organizándose las mismas estructuras lógico-materiales que llamamos ciencias categoriales (y entre ellas, la propia Lógica formal). Hay que reconocer que el tratamiento de los contenidos que atribuimos a la Lógica material es muy distinto del tratamiento de los contenidos de la Lógica formal: este es más científico –aquél es más filosófico (con todos los riesgos que esta condición implica). La Lógica formal estará siempre acosada por los problemas derivados de su intersección y deslindamiento con las matemáticas; la Lógica material estará siempre acosada por los problemas derivados de su intersección y deslindamiento con la Ontología. Pero sería enteramente gratuito negar, por decreto, a la Lógica material el derecho a llamarse Lógica –y a distinguirse de la Ontología (o de la Psicología). Al menos, esto equivaldría a ignorar la tradición más tenaz de nuestra cultura. Para referirnos, por brevedad al tratado de la causalidad –puesto que él es el que más de lleno parece pertenecer íntegramente a la Ontología–, y sin necesidad de citar a Kant (que incluye la causalidad entre las categorías de su Lógica Trascendental) o a Hegel (por su panlogismo), nos limitaremos a autorizar nuestra consideración del tratado de la causalidad como un tratado al que, al menos, de algún modo, hay que otorgar un interno significado lógico (y que será lógico-material) con el proceder de Hume, cuando, después de exponer sus célebres «ocho reglas para juzgar de las causas y los efectos» (Tratado de la Naturaleza Humana, libro I, parte III, cap. 15) apostilla: «Esta es toda la lógica que me parece apropiada para emplearla en mi razonamiento [sobre la causalidad]». Si duda, podrá intentarse reinterpretar esas reglas de Hume en el marco estricto de la Lógica formal (en esta línea A. Papp; Krausser); pero este intento no nos parece viable, puesto que, sin perjuicio de la formalización no podemos perder de vista que muchas de estas formulaciones contienen relaciones exóticas respecto de las relaciones ordinariamente utilizadas en la Lógica formal (así, las relaciones de contigüidad o las de anterioridad y posterioridad temporales).
Desde estas coordenadas cabe señalar una diferenciación, al menos en principio, entre la Lógica y la Historia de la Lógica, siempre que demos por supuesto que las relaciones y estructuras de la identidad no hay por qué concebirlas como relaciones y estructuras exentas, sino dadas siempre en el proceso de otras relaciones y estructuras matemáticas, ontológicas, políticas o culturales. El proceso del desarrollo categorial de las identidades autoformantes puede concebirse como un proceso de cierre, que tiene lugar en el seno de otros contextos reales, y de los que va segregándose trabajosamente; la Historia de la Lógica formal –como es el caso principalmente de la Historia de la Lógica que el lector tiene en sus manos– es el único camino sistemático para ir conociendo este proceso de segregación o purificación de las formas lógicas respecto de otras identidades materiales (causales, holistas, &c.) o de contextos de otro orden, evitando de este modo la hipostatización y, al mismo tiempo, asistiendo al proceso de su encadenamiento sistemático.
§ 4
Hemos tratado de señalar las direcciones en las que pueden encontrarse extensos territorios que forman parte indiscutible del campo de una Historia de la Lógica. Por un lado, la dirección señalada por las relaciones entre las estructuras lógico-formales y las estructuras lógico-materiales; por otro lado, las señaladas por las relaciones entre estas estructuras materiales de la identidad y los «contextos extralógicos» (las operaciones tecnológicas, la práxis política, &c., por ejemplo), a través de los cuales suponemos que aquéllos cristalizan. Estos «contextos circumlógicos» han de considerarse, a su vez, determinados en el proceso histórico en el que tiene lugar el juego de las estructuras tecnológicas, sociales, políticas, culturales; de este «juego» resultarán las líneas de los tejidos lógicos: el material de una Historia de la Lógica es superabundante.
Pero la Historia de la Lógica no tiene por qué fijar sus tareas en el sentido de la reducción o resolución de las estructuras lógicas en las configuraciones «circumlógicas» a través de las cuales suponemos que la determinan. Que podamos fijar, con mayor o menor precisión, los procesos de génesis (histórica) de las estructuras lógicas (materiales y formales) no significa que hayamos de reducir la estructura a su origen (o, si se prefiere, más en particular: el contexto de justificación a los contextos de descubrimiento, o la validez al origen); y no en virtud de un mero postulado, sino en virtud de una posibilidad que habría de ser recorrida en cada caso, de llevar a cabo una absorción ulterior de las configuraciones generadoras en las propias estructuras generadas. Al menos, esta es la dialéctica que estimamos más adecuada al caso. Pero, en consecuencia, para que la reabsorción (consecutiva a la reducción, en el sentido expuesto) sea posible, será también necesario que la configuración generadora pueda considerarse como interna (no exterior –«extralógica»–, en nuestro caso) o «envuelta» por la propia configuración generada. En otra ocasión hemos dado ejemplos de esta dialéctica (reducción/absorción) aplicada a campos como los de la Aritmética: la estructura aritmética de la numeración decimal tiene una génesis bien conocida, a saber, la pentadactilia del Homo sapiens sapiens, pero no se reduce a ella –sin perjuicio de que en la numeración romana los símbolos digan referencia a las manos, y de que todavía hoy sigamos hablando de números dígitos. Pero los números no son meramente dedos sublimados, y ello porque los propios conjuntos de los dedos de las manos constituyen un caso particular de los conjuntos aritméticos cardinales (o de ordinales) en los cuales ellos se incluyen (se «absorben»). ¿Cuál es el esquema de absorción utilizable en la dialéctica de la reducción de las estructuras lógicas a contextos «generadores», en tanto dicen referencia a la operatividad de los sujetos racionales? Pues, según lo ya dicho, estos contextos generales no podrían ser considerados como externos (con lo que la Historia sería también externa), sino como siendo ellos mismos internos a la logicidad. No pueden, según esto, ser considerados extralógicos –ni menos aún prelógicos, al modo de Lévy-Bruhl–, sino circumlógicos. ¿Cómo distinguirlos, entonces, de las estructuras lógicas que ellos generan, si venimos suponiendo que esos contextos generadores ya han de ser ellos mismos lógicos? A nuestro juicio, sólo de un modo: reconociendo dos estados de la presencialidad de las mismas estructuras lógicas, dos estados que ya fueron, por lo demás, reconocidos por la tradición escolástica por medio de la distinción entre el ejercicio (en nuestro caso la Lógica utens) y la representación, si bien esta distinción hubo de ser elaborada con ayuda de ideas metafísicas. En efecto: la re-presentación se entendía como una toma de conocimiento (una re-producción especulativa, en el espejo de la mente) de los propios actos racionales; no, es cierto, como una toma de conciencia de una actividad inconsciente, pero sí como una toma de conciencia refleja de lo que sólo era consciente en sentido directo. Nos parece claro hoy que la distinción entre conciencia directa y refleja no es otra cosa sino una trasposición de la distinción inconsciente/consciente, una vez que se ha declarado inadmisible la racionalidad inconsciente. Si ésta es consciente lo será en sentido directo no reflejo. Pero ¿qué añade la metáfora de la reflexión a la conciencia, que a su vez, era ya concebida especulativamente como un espejo? Nada. Cuando, pues, nos decidimos a recuperar la distinción escolástica entre el ejercicio y la representación de las estructuras lógicas, lo hacemos sin el compromiso de la explicación propia de una metafísica mentalista, y ateniéndonos a una distinción que, sin embargo, ya por sí misma testimonia que el reconocimiento de los dos estados de la Lógica no es una inaudita ocurrencia nuestra. Las configuraciones generadas serán, pues, un ejercicio de relaciones, formas o estructuras lógicas; serán Lógica operante (por ejemplo autoformante), «viviente», utilizada (utens) para organizar los contenidos de nuestra experiencia tecnológica o jurídica: una lógica acaso más «robusta» y certera de la que eventualmente pueda disponer un individuo (o un grupo) de débil desarrollo intelectual, pero que, sin embargo, haya aprendido como rutina las summulas. Pero tampoco habrá por qué creer que siempre la Lógica ejercida haya de ser «más robusta» que la Lógica representada –incluso, en ocasiones, la configuración generadora puede significar un ejercicio particular, sin duda, de la estructura generada, pero tan limitado y determinado que en este ejercicio será posible ver antes una presencia rudimentaria y confusa, que una presencia vigorosa y certera. Podríamos ilustrar esta situación con una hipótesis que hemos sugerido en otro lugar para explicar la famosa paradoja de la Matemática griega, en tanto que ella «desconoció el cero» –y, con ello, la posibilidad de organizar el cuerpo de los números racionales. Esta paradoja presupone la cuestión causal: «¿Y por qué los indios o los mayas –que no tenían un Eudoxio o un Euclides– sin embargo conocieron el cero?». Como constituiría una respuesta metafísica (y una petición de principio) decir que ese descubrimiento se debió a su mayor «talento matemático», hay que recurrir a hipótesis más positivas (aunque estas hipótesis no estén, ni mucho menos, verificadas). La nuestra es ésta (hasta que se proponga otra mejor): el cero es una representación gráfica (en sociedades que ya poseían la escritura) de una operación (o ejercicio) realizado en el contexto de una organización social jerarquizada tan rigurosamente como pudieran serlo las sociedades de castas de la India o de Mesoamérica. En un ceremonial político-religioso, en el que las representaciones de todas las castas debían concurrir según su ordenación jerárquica, puede eventualmente faltar un eslabón de la serie, o ser destruido, sin que por ello la serie jerárquica desaparezca: el lugar vacío tendrá que ser, entonces, representado por un símbolo que podía ulteriormente ser utilizado como cero. En esta situación hipotética diríamos que el cero estaría siendo ejercitado –representado–, no como concepto abstracto (testimonio de un «talento matemático superior»), sino como un símbolo confuso, envuelto en representaciones místicas, propias de una sociedad situada en un «nivel inferior» al de la sociedad griega posterior a las guerras médicas. En cualquier caso la representación lógica de la «Lógica viviente» no podrá, correlativamente, considerarse como una «toma de conciencia general» de la lógica ejercida (o como una lógica refleja, o una lógica en sí y para sí, en terminología hegeliana), ni la Lógica formal como una Lógica Trascendental o General, por tanto; sino que la propia Lógica Formal habría de ser interpretada, a su vez, como un ejercicio (operatorio particular, específico) del mismo proceder lógico general, de cuya energía se nutre la propia representación. Sólo así podremos hablar de una absorción de los contextos generadores de la Lógica formal en la propia Lógica formal, en tanto ésta, a su vez, se nos presenta como un ejercicio. Y esto obligará a plantear con más precisión las cuestiones de «naturaleza»: ¿Qué es la Lógica formal (si no es «representación general»)? ¿Cuál es su génesis histórica (si su origen no puede remontarse al proceso mismo de la «autoconciencia»)?
A lo primero responderíamos: la Lógica formal es el resultado de una construcción concreta (por ejemplo, con símbolos tipográficos) de estructuras regidas por leyes lógicas (de identidades autoformantes) que «representan» esas leyes, pero no en su generalidad, sino precisamente en su particularidad algebraica (que incluyen, por ejemplo, la proyección en una superficie bidimensional, de relaciones lógicas que pueden afectar al espacio n-dimensional). Como escribe el propio Julián Velarde en su tratado de Lógica formal: «La Lógica formal constituye un sistema categorial, un proceso que ha logrado un “cierre categorial” y, con ello, la situación de una ciencia positiva» (pág. 22). El sistema formal (acaso mejor: los sistemas formales) así construidos alcanzaron el privilegio propio de un metro (espacial) intersubjetivo en una cultura dada; su fecundidad estriba precisamente en la desconexión semántica que las fórmulas algebraicas comportan (desconexión que no es, en cualquier caso, absoluta, puesto que los símbolos lógicos siguen siendo ellos mismos figuras corpóreas, espaciales, &c., &c.). La Lógica formal es la representación (o proyección) de la operatividad lógica en el marco de un espacio bidimensional dotado de una autonomía y capacidad de coordinación muy grandes, pero no totales; la Lógica formal no garantiza que todos los demás procesos operatorios, incluso los espaciales, tengan que ser coordinables (o mensurados) por ellos. La Lógica formal es una norma de las operaciones lógicas que pueden tener lugar en otros campos, sin duda, pero esta norma no tiene un sentido trascendental que pueda convenir al propio flujo del material al que se aplica sobre ella misma: de otro modo, la normatividad de la Lógica material sólo es trascendental si se entiende dialécticamente, supuesta la coordinabilidad de los distintos metros con el espacio formal. Sólo que esta coordinabilidad no puede establecerse previamente a la aplicación de sus leyes y, por tanto, el espacio lógico formal contiene en sí mismo las condiciones de su coordinabilidad y las «reglas» para conseguir la adaptación a él, mediante hipótesis ad hoc, de otros ámbitos no coordinables. Ilustremos estas ideas con un sencillo ejemplo: la Lógica formal establece como teorema la necesidad de que toda relación R que sea, en un dominio dado, simétrica y transitiva, haya de ser también reflexiva. Este teorema se demuestra algebraicamente apoyándose en la identidad de las diferentes menciones que en la superficie plana puede alcanzar un mismo signo-patrón (por ejemplo, R x, x). El teorema se aplicará como norma a todas las situaciones en que existan relaciones dadas en estas condiciones. ¿Qué ocurre cuando el teorema se aplica a un plano geométrico en el cual están dados infinitos haces de infinitas rectas paralelas? La relación de paralelismo es simétrica; es transitiva; luego, según el teorema, habría de reconocerse también como reflexiva. ¿Y qué inconveniente hay en decir que «cada recta mantiene una relación de paralelismo consigo misma»? El caso de la relación causa/efecto, sería diferente: la relación es asimétrica y, por tanto, el concepto de causa sería absurdo. Si embargo, y aunque la asimetría no constituye ahora un obstáculo, parece que la reflexividad del paralelismo es incompatible con otro principio (ahora estrictamente geométrico), el que establece que dos rectas paralelas no pueden tener puntos comunes. La reflexividad obligaría a decir que una recta, que tiene infinitos puntos comunes con otra es, sin embargo, paralela a ella. ¿Hasta dónde alcanza, por tanto, el radio de la esfera de normatividad del teorema lógico de referencia? Parece que es la misma «resistencia» de la situación geométrica la que obligará a redefinir las condiciones de coordinabilidad del teorema lógico-formal, concluyendo, por ejemplo, que si él no se aplica al caso, no es porque haya que retirarlo, sino porque el caso no es coordinable (porque una recta de un plano no puede equipararse a un signo particular de variable cuyos «desdoblamientos» o menciones lo mantienen dentro de su definición de identidad).
A lo segundo habría que decir que la génesis de la lógica formal hay que buscarla en fuentes que tengan que ver con la escritura alfabética, ya coordinada, como medio de representación y comunicación de prácticas tecnológicas, retóricas, forenses, científicas, &c., específicamente diversas, pero que, precisamente, en sus re-presentaciones gráficas alcanzaron un cierto grado de semejanza en estos procesos de construcción autoformante. De ahí se deduce que no tenemos por qué suponer que todos los símbolos lógicos sean unívocos –porque caben familias diferentes e irreductibles–; pero, en todo caso, es la Historia de Lógica la que habrá de establecer sus orígenes. La determinación histórico-filológica de estos orígenes tendrá siempre –contemplada desde el sistema– el valor de un modelo abierto por él y a la vez el instrumento crítico para establecer las interferencias que ha sido preciso segregar para alcanzar la «pureza formal», terciogenérica, y un testimonio significativo en cuanto a la medida del alcance que haya que atribuir a las mismas estructuras descubiertas. Una estructuración social determinada, una realidad científica, pueden ser los contextos generadores de un sistema formal también determinado –la organización en clases de las sociedades de la Antigua Grecia, constituye, sin duda, el contexto generador de la silogística aristotélica; la revolución científica encarnada por las geometrías no-euclidianas fue el marco en el cual se incubó el formalismo lógico de Hilbert. Pero el sistema formal de referencia no se reduce a su contexto generador, puesto que no es un mero reflejo –si se quiere, un «revelado fotográfico»– suyo. El sistema formal se configura mediante el ejercicio de esas estructuras operatorias facilitadas por el contexto generador, de suerte que ellos resulten compuestos con terceros contextos gracias a los cuales puedan quedar segregados (abstraídos) los generadores. En este sentido, los descubrimientos lógico-formales no pueden equivaler (según hemos dicho) a un mero «levantar el velo» que cubriese a los contextos generadores para que las estructuras en ellos contenidas se reflejen o se revelen en una conciencia absoluta (como si la Historia de la Lógica pudiera entenderse simplemente como una Historia del conocimiento o «descubrimiento» de las estructuras preexistentes). Los descubrimientos lógicos, en tanto que resultan del ejercicio de ciertas estructuras operatorias (social, tecnológica y culturalmente determinadas), tienen también mucho de construcción, de invención –o de «descubrimiento»–, pero siempre que a este concepto se le otorgue el significado operatorio que le corresponde («descubrimiento» como transformación de un precontexto Pi por medio de un operador On, en otro contexto Pj, de suerte que la transformación pueda aproximarnos unas veces al tipo de las transformaciones llamadas idénticas, o bien, otras veces, a las transformaciones llamadas inversas –como sería el caso de los descubrimientos asociados a las «revoluciones científicas»). También en la Historia de la Lógica podría haber «descubrimientos revolucionarios», junto, desde luego, con otros «descubrimientos neutros». De todos ellos, podemos encontrar abundantes ejemplos en la Historia de la Lógica de Julián Velarde.
Gustavo Bueno Martínez.
[ Prólogo a Julián Velarde, Historia de la Lógica, Universidad de Oviedo, 1989, páginas v-xv. ]