Gustavo Bueno
Ciencias Naturales
1987
[ Texto solicitado, escrito siguiendo las pautas de la obra y enviado en 1987 a la proyectada Enzyklopädisches Wörterbuch des philosophischen Wissens, dirigida por Hans Jörg Sandkühler; publicado en 1990, traducido al alemán: “Naturwissenschaften”, en la redenominada, cuando la reunificación, Europäische Enzyklopädie zu Philosophie und Wissenschaften (Felix Meiner Verlag, Hamburgo 1990, tomo 3, páginas 533-545). La versión alemana ofrece algunas modificaciones. Se ofrece aquí el original de 1987, inédito hasta el 20 de marzo de 2023. ]
1. Usos cotidianos, científicos y filosóficos
Los sintagmas “ciencias naturales” (ciencias de la naturaleza, scientia Naturae) y “ciencia natural” (Naturalis scientia) aunque expresan ideas con amplias zonas de intersección, sin embargo han de considerarse como teniendo significados diversos. Cabría añadir que la forma “ciencias naturales” (Naturwissenschaften) es la que ha alcanzado mayor difusión en el lenguaje cotidiano (de las sociedades desarrolladas de la época contemporánea) y en el lenguaje científico, mientras que la forma “ciencia natural” se habría mantenido más bien en el horizonte del vocabulario filosófico‑académico.
“Ciencias naturales” es, por su forma plural, el nombre de un concepto clase, por consiguiente, un concepto cuyo significado se desarrolla en dos dimensiones simultáneas y correlativas (dentro de la variabilidad propia de cada una de las dimensiones), a saber, la dimensión intensional y la dimensión extensional (que nos remite a un conjunto de disciplinas científicas). Y ocurre que al concepto de ciencias naturales, según su definición (intensional) no suele siempre corresponder una misma extensión o denotación, así como, recíprocamente, conceptos de “ciencias naturales” que alcanzan la misma extensión no tienen siempre la misma definición. Acaso solo pueda afirmarse con seguridad que las únicas ciencias que permanecen como un “subconjunto estable” entre las diversas acepciones de la expresión “ciencias naturales”, sean las ciencias botánicas y zoológicas y, en menor grado, también las ciencias geológicas, sobre todo en la medida en que se mantienen en un nivel o escala morfológica o molar (que no es necesariamente descriptivo). Cuando se pasa al nivel molecular, ya no es constante la consideración de las nuevas ciencias, por ejemplo la Bioquímica, como “ciencias naturales”. La Mecánica, la Astronomía, incluso la Química, no se denominan siempre “ciencias naturales”, como lo prueba la frecuencia de sintagmas en los que aparecen contrapuestas (“Academia de ciencias físicas y naturales”). “Naturalista”, como adjetivo, suele calificar al científico de campo más que de laboratorio, que se interesa por los minerales, los vegetales o los animales, utilizando una escala de análisis próxima a la de la percepción originaria (“morfológica”). Pero si es muy vacilante la denotación del término “ciencias naturales”, salvo para el caso de las ciencias morfológicas, no lo es menos la propia definición del concepto en su uso ordinario. Lo mejor sería aquí concluir reconociendo un efectivo estado de confusión del concepto elemental, confusión alimentada por las representaciones ideológicas ligadas al término “naturaleza” o al adjetivo “natural”, en cuanto opuesto a lo artificial, a lo social, a lo cultural, incluso a lo convencional.
La misma vacilación, tanto en la determinación de la definición como en la denotación del término “ciencias naturales” como término‑clase de uso cotidiano, observamos en el lenguaje “científico”, en el lenguaje académico (lo que era de esperar, dada la constante ósmosis entre el lenguaje académico y el popular que tiene lugar principalmente a través de la vida escolar, y, en este caso, ya a partir de la escuela primaria y media). Las eventuales coincidencias, en cuanto a la extensión, tampoco implican coincidencias en definición. Así, Lamarck, en 1802 (y Treviranus, en el mismo año) propuso el nombre de Biología para designar la unidad de la ciencia de las plantas y la de los animales, en la medida en que los seres vivos habrían de ser tratados como un todo. En 1834, Ampère contrapuso, dentro de sus “ciencias cosmológicas”, las “ciencias naturales” a las ciencias matemáticas, a las físicas y a las médicas y consideró, como contenido propio de las ciencias naturales, a las ciencias fitológicas y a las zoológicas, es decir, a las ciencias biológicas de Lamarck‑Treviranus, según la extensión. Pero la definición de la ciencia natural de Ampère no coincidía con la definición de Biología de Lamarck‑Treviranus. Es seguro, para referirnos a un siglo más tarde, que las investigaciones de Von Frisch sobre las abejas serán consideradas como investigaciones que pertenecen a la clase de las ciencias naturales, mientras que las investigaciones de Rutherford o de Fermi serán consideradas, ante todo, como investigaciones clasificadas dentro de las “ciencias físicas”. A lo sumo, serán consideradas como “ciencia natural”, pero sólo tras una teoría (filosófica) sobre el alcance que haya que dar a los sofisticados (artificiales, no naturales) aparatos de laboratorio o de centrales nucleares, al margen de los cuales la Física atómica no podría haber siquiera comenzado. En rigor, el concepto de ciencias naturales, como concepto clase es, por sí mismo, un concepto filosófico (gnoseológico) ligado indisolublemente a la cuestión de la “clasificación de las ciencias” (“Ciencias naturales” es un concepto clasificatorio, que implica el reconocimiento de otras clases de ciencias, tales como “ciencias físicas”, “ciencias formales” o “ciencias culturales” según los casos). Y la cuestión de la clasificación de las ciencias es cuestión genuina de Filosofía de la Ciencia, lo que no excluye que los conceptos clasificatorios, incluso en un plano no filosófico, sean de uso imprescindible para los científicos o para cuantos tienen que ver con la política científica o académica (planes de estudio, asignación de recursos económicos, &c.). En estas situaciones, todo científico o administrador académico tiene que comparar, tiene que tomar decisiones sobre encuadramientos conjuntos o separados con otras disciplinas, es decir, tiene que adoptar una filosofía (mundana), más bien que otra, sobre las “ciencias naturales”. Por lo demás, esta filosofía puede consistir en prescindir simplemente del concepto de ciencias naturales, práctica adoptada, por ejemplo, por los editores de la revista Isis de Historia de las ciencias, en el momento de adoptar una clasificación de las ciencias, a efectos pragmáticos, en: A, ciencias filosóficas; B, ciencias formales; C, ciencias físicas; D, ciencias biológicas; E, ciencias de la tierra; F, ciencias antropológicas; G, ciencias culturales; H, ciencias médicas.
“Ciencias naturales” es, pues, una expresión que tiene propiamente un alcance filosófico, mediato o inmediato, aún cuando sea utilizado ampliamente por científicos particulares, por políticos o por el público en general. “Alcance filosófico” no significará que, al remitirnos al plano filosófico, vamos a encontrar un uso unívoco, más allá de las vacilaciones y diferencias que hemos advertido en los usos cotidianos y científicos. Por el contrario, tantos usos filosóficos podremos esperar cuantas filosofías diferentes reconozcamos. Pero acaso lo que distingue a los usos filosóficos, en el sentido más estricto, es que en ellos la expresión “ciencias naturales” no se toma preferentemente en su dimensión extensional, como mero concepto clasificatorio (nunca, es cierto, desligado de implicaciones intensionales, aun en usos meramente pragmáticos) sino, sobre todo, en su dimensión definicional, en tanto que ésta incluye la consideración no ya de algunas notas intensionales abstractas, sino de su conjunto, frente a otros. Y entonces el concepto de ciencias naturales entra frontalmente en conflicto con el concepto de ciencia natural. Conflictos dialécticos, por cuanto ciencia natural, en muchos de los significados que le concede la tradición filosófica, incluye internamente a ciencias que precisamente están excluidas del concepto de ciencias naturales, como concepto clasificatorio, tal como lo hemos considerado. En efecto, la tradición escolástica utilizó en realidad la expresión “ciencia natural” (naturalis scientia) en dos sentidos, que cabría poner en correlación con las dos acepciones que puede alcanzar la expresión scientia naturae (como sintagma en el cual el genitivo Naturae figura como complemento del nombre scientia), a saber:
(1) Scientia naturalis, como correlato de scientia naturae, cuando naturae se interpreta como genitivo objetivo. Ciencia natural es ahora la ciencia de la naturaleza, por tanto la Física en el sentido aristotélico (φύσις, se tradujo al latín por natura). De hecho, la Philosophia naturalis escolástica comprendía la temática de los ocho libros de la Física de Aristóteles, es decir, el estudio del ente móvil en general, más las tres disciplinas especiales que se ocuparían de las tres especies de movimiento en sentido estricto, a saber, el movimiento local, el movimiento cualitativo y el movimiento cuantitativo. En este contexto, Philosophia naturalis puede ser sustituido por Scientia naturalis, dada la equivalencia escolástica, que pasa ampliamente a la época moderna, entre scientia y philosophia. De hecho se utiliza la expresión Philosophia naturalis (más que scientia naturalis) para designar al conjunto de disciplinas que se mantienen en el primer grado de abstracción (aun cuando se ayuden de las Matemáticas: Philosophiae naturalis, principia mathematica, de Newton, 1687) y que se oponían, por tanto, a las disciplinas matemáticas o formales (segundo grado de abstracción) y a las disciplinas metafísicas del tercer grado de abstracción, como la Teología racional (Juan de Santo Tomás, Cursus philosophicus, tomo II, edición de Reiser). Dada la amplitud del término alemán Wissenschaft se comprende que el sentido escolástico de la expresión Philosophiae naturalis pasase ampliamente, en los pensadores que se expresan en lengua alemana, al término Natur‑Wissenschaft. Por ejemplo, J. J. Scheuchzer, en 1701, formula la equivalencia: “Physica, oder Natur‑Wissenschaft” y, con matices peculiares, Christian Wolff e incluso Hegel. Pero sería un anacronismo confundir tales usos del concepto filosófico, “ciencia natural”, en sentido objetivo (como Física), con el concepto clasificatorio “ciencias naturales” que hemos considerado anteriormente. Natur‑Wissenschaft, en la época de Scheuchzer, en la de Wolff y aún en la de Hegel, en la época de los llamados Natur‑Philosophen (Goethe, Oken) es el nombre de unas disciplinas filosóficas que están más cerca, por su método, de la Philosophia naturalis escolástica, que de nuestras ciencias naturales, más próximas, en cambio, a la Historia naturalis de Buffon, por ejemplo.
(2) Scientia naturalis, como correlato de scientia naturae, cuando naturae se interpreta como genitivo subjetivo. Ahora, “ciencia natural” equivale a ciencia causada por la naturaleza (racional) humana, a la ciencia adquirida que es habitus naturalis (Santo Tomás, Summa Theologica, I, 117, 1, c) frente a la ciencia divina, quae habetur per revelationem. De este modo, no solamente la Física, sino también la Metafísica, y, por supuesto, la Matemática es ciencia natural y también sabiduría natural, sapientia naturalis (Francisco Suárez, disc. I, 3, 9; I, 5, 6). La misma Teología racional, por oposición a la Teología dogmática, será ahora ciencia natural: “Teología natural”, es decir, ciencia humana (no divina), en la línea subjetiva; y también serán ciencias naturales, en este sentido, las otras dos disciplinas de la Metafísica especial de Wolff, a saber, la Psicología racional y la Cosmología.
Es, pues, evidente que estos usos filosóficos de la expresión “ciencia natural” entran en abierto conflicto con el sentido denotativo de la expresión “ciencias naturales”, en cuanto concepto clasificatorio antes considerado.
2. Definición léxica
Una definición léxica ha de ser neutral respecto de las diferentes escuelas. Acaso una tal neutralidad no es posible si, al mismo tiempo, se pretende un denominador común unitario. Quizá nos aproximamos a esta neutralidad regresando a un concepto relativamente indeterminado, una indeterminación que, al irse precisando, pueda conducirnos a las principales acepciones del concepto.
Con estos presupuestos, definiríamos intensionalmente a las ciencias naturales como aquellas ciencias, o aspectos de la ciencia, que tienen que ver, de algún modo formal, con la “Naturaleza”. Por consiguiente, según la manera en que sea entendido el término “Naturaleza”, así también las ciencias naturales. Si, por ejemplo, “naturaleza” se entiende en el sentido metodológico subjetivo (naturaleza racional), las ciencias naturales se opondrán, sobre todo, a las ciencias sobrenaturales, y, por analogía, a las llamadas ciencias intuitivas, incluso a las “ciencias del comprender” (Verstehen). Si, por el contrario, “naturaleza” se entiende en sentido objetivo, las ciencias naturales se opondrán, unas veces a las “ciencias del espíritu” (o bien a las ciencias de la cultura, o a las ciencias humanas, si naturaleza se opone respectivamente a espíritu, cultura u hombre) y, otras veces, a las ciencias ideales o formales. En el supuesto de que el término naturaleza no figure como opuesto correlativo de espíritu, cultura o forma, entonces la expresión “ciencias naturales” cobrará otros significados más próximos al sentido subjetivo‑metodológico.
Ahora bien, la denotación del concepto de ciencias naturales también habrá que ponerla en función de las diversas definiciones intensionales a las que acabamos de referirnos, puesto que tampoco es posible una enumeración neutral que tenga un alcance global. Lo que sí cabe subrayar es que, en todos los casos, los organismos vivientes son considerados como contenidos obligados de la esfera de las ciencias naturales, lo que, por consiguiente, nos da pie para considerar a las ciencias biológicas (al menos, a la Historia natural) como referencia común de todo concepto denotativo de ciencias naturales. Con estas premisas, podríamos ensayar una suerte de definición denotativa por recurrencia de las ciencias naturales diciendo que ellas son las ciencias biológicas (morfológicas) y todas aquellas cuyos objetos mantengan alguna conexión formal con los organismos vivientes. De este modo, las “Ciencias de la Tierra” o las “Ciencias ecológicas” serán también ciencias naturales.
3. Definiciones de otros diccionarios
No es frecuente un tratamiento dialéctico del concepto de “ciencias naturales”. Así, los diccionarios o vocabularios filosóficos no distinguen entre los sentidos subjetivo y objetivo de la expresión sciencia naturae y de las consecuencias de esta dualidad (confundiendo, por tanto, ciencias de la naturaleza y ciencia natural, o dándolos como sinónimos). Ni distinguen tampoco expresamente la dimensión intensional y la dimensión extensional del concepto. Más bien presuponen la adhesión a algún concepto intensional (fundado en una determinada doctrina sobre la Naturaleza) que sirva de marco para ofrecer información, a veces muy abundante, sobre concepciones clásicas o modernas, ordenadas cronológicamente (ordenación cronológica que a veces se intenta hacer pasar por una historia gnoseológica del concepto de ciencias naturales).
4. Historia de la Idea de las Ciencias Naturales
1.– La Historia de la Idea de las Ciencias naturales no debe confundirse con la Historia de las propias ciencias naturales, aunque tampoco sería legítimo considerarla como enteramente independiente de ésta. La Historia de la Idea de las Ciencias naturales, en tanto que es una Historia gnoseológica, no puede, en efecto, mantenerse al margen del proceso mismo de la ciencia, como una Historia meramente intensional de una Idea de «ciencia de la Naturaleza» que fuera desplegándose en diversas direcciones, según las determinaciones generales de la Historia de la cultura (ideológico‑metafísicas, teológicas, tecnológicas), independientemente del propio estado histórico de las ciencias y aún anticipándose a él. Desde luego, éstas determinaciones han de tenerse en cuenta, pues sólo a partir de ellas cabe explicar las concepciones de las ciencias naturales según direcciones que poco tienen que ver con el mismo proceso histórico de las ciencias naturales. Pero una Historia que no tuviera en cuenta los efectos que la misma situación de las ciencias naturales pueda tener no sería una Historia gnoseológica, sin que por ello tenga, eso es cierto, que reducirse a la condición de un mero pleonasmo de la misma Historia de las ciencias naturales.
Ahora bien: Por otro lado, es preciso reconocer que es ilusorio hablar de unas ciencias naturales, como referencias factuales sobreentendidas, que pudieran señalarse con el dedo, puesto que, en todo caso, tales referencias sólo desde una determinada Idea de ciencias naturales pueden cobrar significado histórico‑gnoseológico. Esto es tanto como decir que una Historia de la Idea de Ciencias naturales no puede llevarse de ninguna manera a cabo desde una perspectiva neutral, sino que exige una idea determinada de ciencia natural, idea que, a su vez, implica forzosamente el compromiso con una Idea de Ciencia, en general. Cualquier otra manera de proceder, por erudita que sea, desembocará siempre en un fárrago. Nosotros procederemos aquí desde la idea de ciencia implicada en la Teoría del Cierre Categorial. Según esta teoría, las ciencias no se definen por objetos presupuestos (por ejemplo, las ciencias naturales no se definen por el objeto “Naturaleza”, ni la Biología se define por el objeto “Vida”) sino por un campo, cuya estructura lógica, analizada desde una perspectiva sintáctica, se resuelve obligadamente en un conjunto de términos enclasados en clases A, B, C,...
Por ejemplo, el campo de la Química está constituido por los elementos químicos, que son clases; el campo de la Biología está constituido por células, &c. Por consiguiente, y según esto, no sería adecuado definir a la Biología como la “ciencia de la vida” y nos aproximaríamos más a su estructura gnoseológica definiéndola como la ciencia de las células, o de los ácidos nucleicos, &c., &c. Ahora bien, los términos mantienen entre sí relaciones materiales definidas, comprometidas con un sistema de operaciones cerradas (el cierre afecta al sistema de operaciones y no es una operación aislada) en virtud de las cuales pueden construirse nuevos términos a partir de otros dados, que pertenecerán a las clases dadas. Un campo cuyos términos van anudándose por vía operatoria, de este modo –que implica una segregación de aquellos términos o relaciones que no se anudan en este círculo operatorio– es un campo categorial. (La teoría del cierre categorial considera como relatores y operadores, en su caso, a los propios aparatos utilizados por las ciencias naturales, que dejan así de ser meros instrumentos: una balanza es un relator en Química y un microscopio es un operador que transforma unos términos en otros del campo). Un campo categorialmente cerrado no es un campo clausurado o agotado, sino, por el contrario, un lugar donde la fertilidad constructiva comienza a ser posible: precisamente a partir de la determinación de la tabla de los elementos químicos se abrió la posibilidad de los nuevos compuestos, que constituyen la principal victoria de la Química clásica. Por lo demás, y desde una perspectiva semántica, los términos y las relaciones son dados tanto en un primer nivel fenomenológico, como en un segundo nivel fisicalista –nivel en el cual caben las operaciones, procedentes de diversas tecnologías– y en un tercer nivel estructural o esencial (por ejemplo, el nivel al que pertenecen los conceptos de “cuerpo completamente elástico”, “gas perfecto”, “célula esférica”, &c.). Desde el punto de vista del cierre categorial, no resulta adecuado analizar las ciencias como si ellas se constituyesen asignándoles un determinado material (caótico u organizado) y unas formas sobreañadidas, capaces de racionalizarlo o reflejarlo. Más bien se impone la consideración de la racionalidad científica en términos de la misma construibilidad objetiva de unos términos (dados siempre empíricamente, incluso en las llamadas ciencias formales) con otros términos del campo, en tanto de éste modo brotan relaciones de identidad material, objetiva. Allí es donde tiene lugar la verdad científica, que sólo puede ser puesta por las operaciones (que, sin embargo, habrán de ser abstraídas). Según esto, la disyuntiva tradicional (la ciencia se ocupa o bien de los universales, o bien de los individuos), resulta capciosa, porque los términos enclasados son necesariamente empíricos y a la vez enclasados. Sin enclasamiento no hay posibilidad de construcción científica (no cabe una ciencia teológica monoteísta); lo que no excluye la posibilidad de conocer configuraciones idiográficas en los campos categoriales, individualidades que, sin embargo, aparecerán más al final que al principio de la construcción. Los conceptos precedentes contienen la posibilidad de formular criterios de demarcación entre las construcciones científicas y las que no lo son. Una construcción que no liga términos materiales enclasados no es científica: los contenidos empíricos, la “experiencia” es, pues, a la ciencia como los sonidos a la música. No son tanto el lugar de verificación de proposiciones (o de partituras) cuanto la materia misma de la construcción. Asimismo, de allí resulta un criterio preciso de demarcación entre la Historia de una ciencia y su prehistoria. Si, por ejemplo, admitimos que la Química clásica consiste, no ya en el “análisis de la materia”, sino en la construcción cerrada a partir de términos dados a escala de los elementos (H, O, S, Na, &tc.), no será legítimo hablar de Química antes de Lavoisier o de Dalton, porque aunque antes hubo también “análisis de la materia” y aún pseudoelementos tales como el agua, la tierra, el aire y el fuego, no era posible una construcción estructural efectiva. La “Química del Paleolítico”, de la que algunos hablan, pero también la Química de Empédocles o la de Paracelso no serán sencillamente Química, sino a lo sumo diversas formas de construcción fenomenológica, no por ello menos importantes culturalmente y como premisas para la construcción de una ulterior ciencia química. En el mismo orden de cosas, será dudoso hablar de una ciencia física en los tiempos de Aristóteles, dado que en esa época no estaban delimitados los términos a escala de unidades de fuerzas, masas, longitudes, a partir de las cuales se edificó la Mecánica moderna. Podrá hablarse, a lo sumo, de una Física fenomenológica (no precisamente “cualitativa”), a la manera como fenomenológica era la Astronomía de Eudoxo o Ptolomeo, y, en realidad, toda la Astronomía anterior al descubrimiento de los principios de la inercia y demás axiomas newtonianos.
Manteniendo los mismos principios, tampoco podemos poner la diferencia gnoseológica entre unas ciencias tales como la Química, la Física o la Biología y otras ciencias tales como la Lingüística o la Etnología en características consistentes en atribuir a aquéllas su preferencia por ocuparse de clases de términos naturales y a éstas de clases de términos culturales (o espirituales o humanos). Por sí mismas, estas características diferenciales no tendrían por qué tener más relevancia gnoseológica que la que pueda mediar entre las clases de términos químicos y las clases de términos biológicos. Sería, en cambio, relevante, cuanto a la materia misma, la circunstancia de que en los campos de una ciencia no figuren como términos las propias operaciones, que, suponemos, han de ser eliminadas en el proceso mismo del cierre. Pero en las llamadas ciencias humanas (y, en parte, en las etológicas) este no es el caso: el prehistoriador que analiza un hacha musteriense debe ser, él mismo, capaz de reconstruirla, es decir, intercalar, en el campo de términos paleolíticos, a un sujeto operatorio, enteramente similar al científico, lo que es absurdo en Astronomía o en Física (una vez que hemos reducido los demiurgos de Platón, los genios de Laplace, o los demonios clasificadores de Maxwell a la condición de mitos heurísticos, o a la de contramodelos).
2.– En la antigüedad no cabe hablar de ninguna ciencia natural constituida y acaso puede decirse que la única ciencia plenamente constituida, aunque parcialmente, entre los antiguos, fuera la Geometría. Sin embargo, cabe hablar de esbozos de ciencias naturales, al menos en el plano fenomenológico, sobre todo en Astronomía y en ciertas partes de la Mecánica (por ejemplo, el paralelogramo de velocidades, del que nos informa Aristóteles, Mecánica 1, 848 b). Lo suficiente para introducir un significado gnoseológico en el concepto metafísico (no científico) de Naturaleza (φύσις) como conjunto de realidades móviles que se desenvuelven según pautas establecidas, no caóticas o meramente aleatorias, sino dotadas de una cierta necesidad interna que se intenta descubrir. Por ello a la φύσις se opone la mera ley práctica, νόμος, que, según muchos filósofos, sólo tendría un alcance convencional y relativo a cada pueblo o individuo (Protágoras). Es cierto que nunca faltó la defensa del punto de vista según el cual también las leyes humanas son, de algún modo, necesarias, racionales, no convencionales, sino sometidas a medida, como dice el Sócrates del Protágoras platónico (357 b); pero, en todo caso, esta necesidad terminaría reduciendo las leyes morales a la condición de caso particular de las leyes naturales, en el sentido de los estoicos. En la medida en que el naturalismo (un naturalismo metafísico más que biológico o mecánico, salvo quizá en el caso de los atomistas) no tendía a absorber la totalidad de los procesos inteligibles, las investigaciones “etnológicas” o históricas, sociológicas o políticas (Hecateo, Heródoto, &c.) tenderían a considerarse como asuntos de opinión (δόξα) o, en el caso de alcanzar una mayor seguridad, ésta sería de distinto orden de la que caracteriza a la ciencia teorética estricta, pues sería asunto de la praxis, regulada por la phronesis, o de la poiesis, regulada por la techné. El correlato de la ciencia natural entre los griegos no puede, sin más, coordinarse con nuestro concepto de las ciencias naturales, porque la “ciencia de la Naturaleza” de los griegos no es propiamente una idea gnoseológica. Además, no sólo incluye la Mecánica (fenomenológica), la Astronomía o la Biología, sino también las cuestiones metafísicas relacionadas con la teoría del Primer motor del libro VIII de los físicos de Aristóteles. La ciencia natural es, en realidad, el conjunto de aquellas ciencias que, por ocuparse de la Naturaleza, se oponen a las ciencias morales, por un lado, y a la Lógica por otro, pero se oponen a ellas no tanto como una ciencia a otra ciencia, cuanto como la ciencia al saber práctico (prudencial o instrumental). Cuando, en otras escuelas, las ciencias naturales llegan a oponerse a otras ciencias, éstas ya no serán las ciencias humanas, sino precisamente las ciencias metafísicas (tercer grado de abstracción) y las ciencias matemáticas (segundo grado de abstracción). Si nos atenemos a un informe de Cicerón (Acad. q. I, IV), Platón ya habría establecido la división de la Filosofía (de la Ciencia) en tres partes: la primera, trataba de la vida y costumbres; la segunda, de la naturaleza y las cosas ocultas; la tercera, del modo de razonar y de distinguir en el discurso lo verdadero de lo falso. Evidentemente, la segunda parte de la filosofía platónica (según el informe de Cicerón) no puede confundirse con un concepto gnoseológico de “ciencias naturales”, si bien pertenece a la prehistoria de este concepto. Asimismo, la famosa doctrina platónica de los grados del conocimiento, una genuina “fenomenología dialéctica del espíritu” que, comenzando en los fenómenos culmina en las esencias, puede considerarse como una penetrante prefiguración del método científico en general, y del método de las ciencias naturales en particular. Pero seguramente son los Segundos Analíticos de Aristóteles el lugar en donde mejor encontramos formulada la Idea de Ciencia más ajustada al estado efectivo de las ciencias antiguas. Porque precisamente a falta de auténticas construcciones “experimentales” (en Química, en Biología, en Física) la ciencia de referencia sólo podrá ser la Geometría, por lo demás considerada en una perspectiva tan abstracta y sesgada que la hiciera capaz de valer para justificar la Teología o la Astronomía fenomenológica. La idea de ciencia aristotélica se resuelve en la idea del silogismos epistemonikos, el silogismo que saca conclusiones necesarias y universales a partir de principios evidentes. Estos principios, cuando se establecen a la luz del primer grado de abstracción, serán los principios de la Física, como ciencia de la Naturaleza, es decir, como ciencia de los principios permanentes y necesarios de los cuerpos que se mueven. La idea de ciencia natural de Aristóteles (que cubre no sólo a los ocho libros de la Física, que se ocupan del movimiento en general, incluyendo sus relaciones con el primer motor, sino también a los libros de De caelo, De Anima y De generatione et corruptione) es lo más próximo que, entre los griegos, podemos encontrar a la idea gnoseológica de unas ciencias naturales, pero evidentemente la idea aristotélica no es tampoco una idea estrictamente gnoseológica. A las ciencias naturales se opondrá la ciencia teológica y la matemática, por un lado, como hemos dicho, pero, por otro, los saberes prácticos o los meramente probables o los que versan sobre lo individual. Por ello, no pueden ser materia de un silogismo científico. De este modo, según Aristóteles, la Historia no será ciencia, e incluso será menos científica que la Poesía «porque ésta se ocupa de lo universal, y aquella de lo que, por ejemplo, hizo o le pasó a Alcibíades» (Poética, 1451, b).
3.– Durante la Edad Media, y en virtud de los complejos procesos históricos que no nos corresponde tratar aquí, la Naturaleza, en el sentido griego, cambiará de posición relativa dentro de la nueva “bóveda ideológica” de las sociedades cristianas y, en parte, de las islámicas y judías. “La Naturaleza” dejará de ser la materia eterna que está eternamente en movimiento, en virtud de la eficacia de un Acto Puro, también eterno pero inmóvil, a quien no podemos conocer y quien tampoco conoce a la Naturaleza, ni puede propiamente intervenir en ella (harto trabajo tiene en subsistir pensándose a sí mismo, nóesis noéseos), para comenzar a ser una criatura producto de la voluntad divina (una voluntad que mantiene desiguales relaciones con el entendimiento divino). Que, además, ha creado otro mundo sobrenatural, el “Reino de la Gracia” que se sobreañadirá al Reino de la Naturaleza elevándola, sin destruirla, a un orden superior, pero más allá de la razón y de la ciencia, el orden de la Fe. La Naturaleza aparecerá ahora sometida a los decretos y leyes divinos, aún cuando éstos, sin perjuicio de la posibilidad del milagro, se mantendrán lejos de la arbitrariedad o del capricho, al menos en las escuelas más racionalistas, como pudo serlo la escuela tomista. La idea de una ciencia natural, en esta nueva situación, podrá alcanzar, si bien en un plano metafísico, posiciones muy próximas a las del constructivismo (la doctrina del verum est factum). Incluso esta idea ha podido contribuir al cambio de actitud preciso para la formación de una ciencia natural en la época moderna dado que, desde su perspectiva, las realidades naturales podrán ser contempladas, más que como esencias eternas, como resultados de las operaciones de un demiurgo. Es decir, de un obrero, si bien éste sea el “obrero divino” que, según los tomistas, mantiene profunda analogía con el obrero humano, en tanto es animal racional, imagen y semejanza de Dios. La idea de una ciencia natural, en un sentido subjetivo, cobra ahora su pleno sentido, en tanto define una región del conocimiento y de la acción cuyos límites son relativamente precisos, y que se opone a la región de la Fe (praeterracional) que nos pone delante del “Reino de la Gracia”. Ahora bien, este nuevo Reino de la Gracia incorpora de hecho, a sus dominios, prácticamente a la totalidad de los contenidos que en el helenismo se asignaban a la esfera de las costumbres. Porque no solamente las religiones positivas (en su dogmática y en sus rituales, así como en las relaciones mutuas entre las diversas religiones positivas) comenzaron a interpretarse a la luz del “Reino de la Gracia”, sino también el lenguaje (a fin de cuentas fue Adán, antes del pecado, quien puso nombre a las cosas, y fue una maldición divina, a raíz de la torre de Babel, lo que determinó la multiplicidad de las lenguas), la moral e incluso la política. San Agustín llega a afirmar que, propiamente, sólo es ciudad la ciudad de Dios, la Iglesia, y que Babilonia no puede siquiera considerarse una ciudad: la Historia es Historia Sagrada (De civitate Dei, libro XIX, 27).
4.– La “bóveda ideológica” medieval se desintegra y se reorganiza en los siglos del Renacimiento y de la Edad Moderna, como consecuencia, por un lado, del desfallecimiento de la Fe en el “Reino de la Gracia” o de su secularización a través del “libre examen” luterano, que llegará a transformar el proceso teológico de la Revelación en un proceso psicológico (es ahora cuando Goclenius forja la palabra “Psicología”), por el otro lado, por el prodigioso desarrollo de la Mecánica y la Astronomía, que ofrecerán un nuevo suelo positivo y un contenido efectivo a la confianza en la razón natural. De este modo, podríamos esquematizar las grandes alternativas por las cuales discurrirá la transformación del mundo medieval al dualismo Naturaleza/Gracia:
(1) La dirección unitarista, que tomará generalmente la forma de un naturalismo, alimentada por la constitución de la ciencia natural matemática, vinculada al ideal de una mathesis universalis (Descartes, Leibniz). Todo lo que repase el orden natural, lo sobrenatural, se considerará incognoscible y paulatinamente perderá interés, precisamente por su pretensión de ser sobrenatural. Porque ahora, la verdadera revelación, que no se niega en un principio, será identificada con la revelación que tiene lugar, ya no tanto en las Sagradas Escrituras, cuanto en el “Libro de la Naturaleza”, como lo había sugerido, hacia 1436, Raimundo de Sabunde, en su Liber creaturarum, seu Naturae y cuyo prólogo fue censurado por el Concilio de Trento. La revelación de Dios, que escribe ahora con caracteres matemáticos en las cosas naturales, es la mecánica de Galileo, la Astronomía de Kepler, y sobre todo, los Principios de Newton. Cabría decir que ahora la ciencia natural, en el sentido moderno –y lo que es más importante, tanto en sentido objetivo como subjetivo– es la ciencia simpliciter y lo que no sea ciencia natural no será ciencia (Descartes, Regulae, II y III). Si la vida orgánica es científicamente abordable, lo será porque puede ser reducida a procesos mecánicos, en todo caso, inteligibles. Prácticamente esto equivale a considerar a los contenidos que se acogían al “Reino de Gracia”, o bien como ininteligibles (infranaturales, supersticiones, efectos de la voluntad impostora de algunos grupos sacerdotales, como pensaron tantos ilustrados, al modo del barón del Holbach, del conde de Volney) o bien, si querían ser inteligibles, como constituyendo algún género de orden natural. Así, Giambattista Vico (1688‑1744) reivindicará contra Descartes y contra la propia actitud de los newtonianos y de la Royal Society, la legitimidad de una ciencia histórica, la Scienza Nuova, precisamente en virtud de que la naturaleza del hombre y de las naciones (que, como recuerda Vico, es un nombre que procede de natura = nascendo) es, en sí misma, una naturaleza humana histórica (S. N., número 331). Con un sentido más físico del naturalismo, procederá Montesquieu en el Espíritu de las Leyes (1748). La reivindicación de Vico alcanzará su límite en la medida que Vico llega a sostener, en línea con actitudes a las que siglos después se aproximará Hegel o Rickert, que la Nueva Ciencia es la verdadera ciencia natural (al menos cuando hablamos en sentido subjetivo), puesto que la razón humana solo entiende bien aquello que ella misma ha construido (principio del Verum est factum). Pero lo que la razón humana ha construido es la Historia (diríamos; el antiguo “Reino de la Gracia”, que ahora comenzará a transformarse en “Reino de la Cultura”) y no la Naturaleza, que es obra de Dios, y, por tanto, no puede ser objeto de una ciencia genuina (S. N., número 349).
(2) La dirección del dualismo, tendente a mantener, aunque secularizados la oposición entre el Reino de la Naturaleza y el Reino de la Gracia (que ahora se transformará en el Reino de la Libertad –oposición kantiana entre la Naturaleza y Libertad– o en el Reino del Espíritu –oposición hegeliana entre Naturaleza y Espíritu–). Un dualismo que, por un lado, otorga a la ciencia natural el estatuto de ciencia rigurosa, pero que, por otro lado, distingue las leyes naturales de las leyes morales, como ya lo habían hecho los escolásticos españoles (particularmente Francisco Suárez, en su Tractatus de Legibus, 1612). Y ello, sin perjuicio de reconocer leyes de la naturaleza, en el sentido propio de la Física matemática y no sólo en sentido metafórico. Pues, según Kant, nuestra facultad de conocer tiene dos esferas, la de los conceptos de la Naturaleza y la del concepto de Libertad, pues en ambas esferas la razón es legisladora a priori (Kritik der Urteilskraft, II).
5. La idea de Ciencia Natural en contextos no marxistas
Los procesos más significativos para nuestro objetivo son los que, preparados ampliamente en el siglo XVIII y desenvolviéndose con relativa independencia de sistematizaciones como las de Kant o Hegel, irán tomando cuerpo en el siglo XIX, tienen que ver con la constitución de vigorosos movimientos científicos “en torbellino”, centrados en torno a núcleos empíricos, en principio independientes entre sí, aunque en seguida interconectados de algún modo y que van fertilizando como fértiles campos o esferas categoriales científico‑naturales. Nos referimos principalmente a la esfera química (Lavoisier, muerto en l794; Proust, en l826; Dalton, en l844), a la del electromagnetismo (A. G. Volta muerto en l827; G. S. Ohm, en l854), a la esfera termodinámica (Carnot publica su Memoire en l824, y el axioma de Clausius data de l850) y a la esfera de la Biología celular (M. J. Schleiden publica sus Grundzüge der wissenschaftlichen Botanik en l842‑43, y Th. Schwann publica sus Mikroskopische Untersuchungen en l839). Estas nuevas esferas ofrecen un nuevo canon de la cientificidad. Porque, mediante ellas, va haciéndose patente cómo las posibilidades de la construcción científica estricta no han de restringirse al ámbito abstracto y celestial de la Mecánica astronómica, sino que también está teniendo lugar “a ras de tierra”, en el mundo sublunar de la generación y corrupción. Augusto Comte ya advirtió el significado gnoseológico de estas ciencias de la Tierra, de la Física terrestre (por oposición a las ciencias del Cielo) en las primeras líneas de su Cours de philosophie positive (l830, deuxième leçon); aunque no advirtió que la Mecánica celeste no dejaba de estar apoyada, aún siendo celeste, en continuas referencias terrestres.
El nuevo escenario constituido por las ciencias que giran en torno a fenómenos y procesos terrestres imprime un color característico a cada una de las dos alternativas que, en la época moderna, hemos reconocido como modos de reconstruir la oposición medieval entre el Reino de la Naturaleza y el Reino de la Gracia.
(1) La alternativa unitarista, en su forma naturalista y aún fisicalista, se verá favorecida por los nuevos prototipos de las ciencias empíricas, porque ahora, para configurar, según la forma de la construcción científica, a los nuevos materiales empíricos que la investigación filológica o histórica va deparando, no será preciso pensar que hay que regresar a principios tan universales y eternos como los principios lógico‑matemáticos de la Mecánica celeste. Será suficiente atenerse al campo estricto de los fenómenos, siempre que en ellos encontremos términos o unidades internas trabadas entre sí, a la manera como ocurre con los elementos en Química o con las células en Biología. Una suerte de naturalismo inspirará las incipientes ciencias humanas, sociológicas o culturales. Un naturalismo no necesariamente reductivista o mecanicista, aunque en el fondo consiste en tomar como modelo o prototipo gnoseológico a las nuevas ciencias naturales. Ya Franz Bopp (Über das Conjugationssystem der Sanskritsprache, 1816, y sobre todo Vergleichende Grammatik, 1833) declara que quiere eliminar de su método de análisis comparativo las referencias lógicas para situar mejor el sistema u organismo de cada rama de la lengua, restituyendo en detalle las unidades internas y precisando su situación genealógica. Y August Schleicher concibe la Glottika como ciencia del lenguaje distinta de cualquier filosofía del lenguaje, incluso de la Filología, al ser una ciencia natural, “puesto que ella estudia un organismo natural” (Die deutsche Sprache, Stuttgart 1860, págs. 119, 127). La metáfora del organismo social inspirará ampliamente la Sociología de A. Comte y de H. Spencer y un naturalismo radical guiará las escuelas sociológicas del llamado darwinismo social, en el pasado siglo, como a la Sociobiología en el presente. Así también, Edward B. Tylor, en el prefacio de la que muchos consideran obra fundacional de la Etología moderna, La ciencia de la Cultura (1871), comienza tomando como modelo lo que hacen quienes estudian la estructura y los hábitos de las plantas y animales, y no solo para analizar las funciones inferiores del hombre, sino también para estudiar los procesos superiores del sentimiento y de la acción. W. Wundt concibe, por su parte, la Psicología como una ciencia natural, sin perjuicio de la peculiaridad de sus métodos, y funda el primer laboratorio de Psicología (Leipzig, 1871). En realidad, y salvo muy escasas excepciones, el unitarismo naturalista no ha tenido la pretensión de establecer una ciencia unitaria, en el sentido de una ciencia única, ni siquiera en el ámbito del fisicalismo, promovido principalmente por el Wiener Kreis. Incluso desde las posiciones monistas de Ostwald (Moderne Naturphilosophie, 1914) se reconocen las diferencias entre diversas clases o géneros de ciencias (ciencias del orden, ciencias energéticas y ciencias biológicas –dentro de las cuales habría que situar la Kulturologie). El fisicalismo de O. Neurath, dentro de su proyecto de la “ciencia unificada” no tuvo la pretensión tampoco de reducir la Sociología al capítulo de la Física. Esta pudo ser la pretensión de Winiarski, cuando trata de explicar la ley del crecimiento de las ciudades a partir de la fórmula de la gravitación newtoniana, pero no la de Neurath. La confusión se produce por la ambigüedad inherente al concepto de “ciencia unitaria”. Porque “unitaria” puede referirse, o bien a la unidad de individuo (o, si se prefiere, a la unidad de clase unitaria con un solo elemento) o a la unidad de especies o de clase con varios elementos, en la que no se reconocen subclases significativas. Dada la clase de las ciencias, una cosa será postular su condición de clase unitaria (por ejemplo, la física como ciencia única a la que deben reducirse todas las demás) y otra cosa será postular su condición de clase inmediata, species athoma, inmediatamente distribuida en diversos individuos (dada una de las ciencias particulares) y no a través de clasificaciones intermedias. En el primer caso, no cabría reconocer distinción entre las ciencias; en el segundo, habría que mantener la distinción entre las ciencias (por ejemplo entre la Física y la Sociología) puesto que lo que se niega es la clasificación interna de las mismas (por ejemplo “Ciencias de la Naturaleza” y “Ciencias del Espíritu”). De hecho, Neurath proponía distinguir entre physisches y physikalisches; y su fisicalismo, en Sociología, puede ponerse en línea con la Física social de A. Comte. (O. Neurath: “Soziologie im Physikalismus”, Erkenntnis 1, 1931‑32).
(2) La alternativa dualista también cobrará, correlativamente, una coloración peculiar. Porque ahora, aún cuando se mantenga la necesidad de distinguir dos clases irreductibles de ciencia, a saber, las Ciencias de la Naturaleza y las Ciencias del Espíritu, lo cierto es que estas últimas, no por ocuparse del Espíritu, dejarán de concebirse como investigaciones tan empíricas (sobre materiales dados y concretos) como puedan serlo las investigaciones según los métodos naturalistas. Por ello, las “Ciencias del Espíritu” no quieren confundirse con ninguna “Filosofía del Espíritu” y esto sin perjuicio de que la expresión Geisteswissenschaften, haya sido una expresión utilizada en el círculo hegeliano y se haya puesto en circulación, al parecer, en la traducción que Scheil hizo en 1862 del capítulo “Sobre la Lógica de las ciencias morales” (Von der Logik der Geisteswissenschaften oder moralischen Wissenschaften) de la Lógica de Stuart Mill. Todavía en 1883, W. Dilthey, partiendo del análisis gnoseológico de «este complejo de hechos espirituales que cae bajo el nombre de ciencia», distingue, desde luego, dos miembros de este complejo, observando que, si bien uno lleva el nombre de “ciencia natural”, para el otro miembro (que contiene la historiografía practicada por los grandes maestros «a quienes algunos con indudable miopía, han negado el nombre de ciencia») «no existe –lo que es bastante sorprendente, dice Dilthey– una designación común». En el llamado Discurso de Estrasburgo de 1894, W. Windelband insistió también en este carácter empírico de las “Ciencias del Espíritu”, que tratan de realidades transitorias y circunscritas en el tiempo y manifiesta sus recelos ante una denominación que recuerda la metafísica de Descartes y Espinosa, Schelling y Hegel. Windelband no cree, sin embargo, que el dualismo sea, por metafísico, sin fundamento, sólo que él sugiere que el fundamento del dualismo es de índole lógica o metodológica y propone reconstruir el concepto de “ciencia natural” y el concepto de “ciencia del Espíritu”, en cuanto son ciencias empíricas, por vía lógico‑metodológica. Las ciencias empíricas buscarían, según él, en el conocimiento de lo real, una de dos cosas, a saber: bien lo general, bajo la forma de ley natural (entonces el pensamiento científico podrá llamarse, mejor que “natural”, nomotético y la Psicología, aunque se ocupa de la “mente”, podrá ser considerada como ciencia natural), o bien lo especial, bajo la forma determinada por la Historia (pensamiento‑idiográfico). Precisamente H. Rickert en el capítulo III de su famoso libro Kulturwissenschaft und Naturwissenschaft (Freiburg, 1899) insiste en la conveniencia de evitar el uso de la expresión “Ciencia del Espíritu”, por sus contaminaciones metafísicas, y propone, para recoger el momento empírico de estas disciplinas particulares no naturalistas, la expresión “Ciencias de la Cultura”. También Rickert, con Wildenband, subraya el contenido formal encerrado en la oposición entre el método naturalista y el método histórico, oposición que él pretende fundar a partir de los dos procedimientos que los conceptos científicos podrían utilizar para adquirir poder de racionalización del continuo heterogéneo en que consiste la irracional realidad (a saber, la separación, en este bloque, bien sea de una continuidad homogénea, bien sea de una discreción heterogénea). Cierto que luego Rickert cerrará esta distinción formal con la distinción material entre “Naturaleza y Cultura” (valores) y, de este modo, redefinirá las ciencias naturales en su régimen propio, puesto que hay “territorios intermedios”), como aquellas ciencias que aplican el método naturalista a los objetos corpóreos de la Naturaleza, mientras que las ciencias culturales serían principalmente aquellas que aplican el método histórico al material cultural. La oposición de Rickert, metodológica, termina confluyendo con otra famosa distinción, procedente de Droysen que, en 1858, había distinguido (dejando aparte el método filosófico) entre el método físico que consiste en un “explicar” (Erklären) y el método histórico que sería fundamentalmente un “comprender” (Verstehen): 1926/1933, vol. 3, c. ii. La teoría gnoseológica de Windelband/Rickert recibió amplia aceptación, e influyó en escuelas antropológicas tan importantes como la de Franz Boas (M. Harris, Anthropological theory, Thomas Y. Crowell, 1969, 12).
6. La idea de Ciencia Natural en contextos marxistas
Marx no se ocupó sistemáticamente de la teoría de las ciencias naturales o de su clasificación interna, de las cuestiones relativas a las conexiones con las ciencias formales o con la filosofía. Pero, sin embargo, las concepciones que, con mayor o menor indeterminación, conocemos bajo el nombre de “marxismo”, tienen una incidencia genérica en orden a moldear una idea muy característica de las ciencias naturales y F. Engels ya ofreció los primeros desarrollos originales de lo que podría denominarse “teoría marxista de las ciencias naturales”.
Acaso sea a propósito de la teoría de las ciencias naturales (que incluye una determinación de la relación de estas ciencias con las “ciencias del Espíritu”, o “de la cultura” o “del pensamiento”) en donde puede aplicarse con fruto el esquema del Umstülpung, con el que Marx quiso definir sus posiciones ante Hegel. Porque la teoría de la ciencia de Marx y, aún más explícitamente si cabe, la de Engels (como se advertirá en el Esbozo de un Plan con el que se abre la Dialéctica de la Naturaleza), presupone la doctrina hegeliana de las ciencias y, en particular, la oposición entre Naturaleza/Espíritu, que Hegel propone dentro de un proceso dialéctico constituido por diversas etapas, correspondientes a ciencias diferentes (Mecánica, Química, Antropología, Psicología, Filosofía del Derecho...). Esta concepción dialéctica del desarrollo sucesivo de las ciencias y, en particular, de las ciencias naturales, en virtud de la cual las ciencias no aparecen como círculos independientes o meramente coordinados o aún ordenados exteriormente (como luego ocurrirá en el sistema de las ciencias de Comte), sino como círculos que van brotando los unos de los otros, es la concepción que indudablemente inspirará a Engels en sus escritos sobre la clasificación de las ciencias, en conexión con su doctrina sobre las formas de movimiento de la materia (en la que se recogen las nuevas construcciones de la ciencia posthegeliana). Pero la doctrina de Hegel experimenta en la Dialéctica de la Naturaleza una vuelta del revés (Umstülpung). Analizada esta “vuelta del revés” gnoseológicamente, no consistirá tanto en “poner a la Naturaleza en el lugar del Espíritu” (pues ya en la Enciclopedia de las Ciencias hegeliana la Filosofía del Espíritu adviene después de la Filosofía de la Naturaleza) cuanto en poner, como origen y motor de la ciencia, no ya a una conciencia pura, definida ad hoc por un “deseo de conocerse a sí misma”, como si fuese el Dios de Aristóteles realizándose en la Historia, sino como una actividad práctica (una práctica tecnológica y una práctica política) vinculada al mismo origen zoológico de los hombres, merced precisamente al trabajo. Es la tesis central de Marx: «Actuando sobre la naturaleza exterior y modificándola, el hombre modifica simultáneamente su propia naturaleza», dice ya en los Manuscritos filosófico-económicos. Traduciendo gnoseológicamente esta concepción, podría decirse que ella equivale a un cooperacionismo, en virtud del cual las categorías científico‑naturales, sin perjuicio de su objetividad, no pueden considerarse como dadas en una captación de la realidad pasiva, especulativa, aunque fuera dada a través de los sentidos (Feuerbach). Esas categorías proceden del trabajo productor humano que, en las etapas históricas más avanzadas, se desarrolla como trabajo industrial, mediado por el proceso social de la lucha de clases. Al insertar los clásicos del marxismo el proceso científico en el seno de los procesos sociales de la producción lograrán mostrar cómo los componentes subjetivos (operativos, pragmáticos, pero también ideológicos) que suelen atribuirse a las ciencias sociales, habrá también que advertirlos, en su debida proporción, en las ciencias naturales. Por ello, lejos de resolver las ideas de Marx y Engels en una suerte de “reduccionismo materialista” de las ciencias sociales, más bien contienen elementos para una elevación de las ciencias naturales a las condiciones generales de la praxis humana. Asimismo, si por un lado Marx ha entendido los procesos sociales e históricos como determinados por leyes tan rigurosas como las leyes naturales («...concibo el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico‑natural», dice en el Prefacio a la primera edición del primer tomo de El Capital), por otro lado ello no implica un reduccionismo simple, puesto que son las ciencias naturales aquellas que, a su vez, deben ser historiadas. Y el haber mostrado una vía científica para llevar a cabo esa historización de las especies y géneros vivientes, entendidos en otro tiempo como inmutables, sería el principal significado de la obra de Darwin. «...Hasta ahora (dice Engels en carta a Marx de 1859, año en que apareció El origen de las especies) no se había hecho todavía tan grandiosa tentativa de demostrar el desarrollo histórico en la Naturaleza y con qué éxito. Es necesario, claro está, resignarse con el grosero método inglés.» La oposición entre las “ciencias naturales” y las “ciencias culturales” adquiere así un nuevo significado porque, en adelante, habrá que decir que también los productos naturales, que se obtienen en virtud de la industria humana, son productos culturales (Augusto Laurent, en su Méthode de Chimie, 1854, X, advertía que «la Química de hoy ha llegado a ser la ciencia de los cuerpos que no existen», observación que cobraría un significado inesperado a partir de 1869, en que Mendeleiev publicó su sistema periódico, que le permitió predecir, en 1871, la existencia del Ekasilicio, que más tarde, en 1886, identificaría C. Winkler como Germanio). Se comprende, en resolución, que estas ideas de Marx puedan haber alentado metodologías para el análisis histórico de la Historia de las ciencias naturales que resultaron ser tan revolucionarias (por esquemáticas que fuesen), todavía bien entrado nuestro siglo, como las que utilizó Boris Hessen en su ponencia The Social and Economic Roots of Newton's Principia, presentada al Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y Tecnología de Londres, 1931. Hessen demostró que los Principia de Newton no son, desde luego, la obra de un genio enviado por la divinidad para revelarnos la estructura eterna del mundo, o el producto de una especulación subjetiva desconectada de cualquier tipo de preocupación concreta, sino que, por el contrario, ellos exhiben una coincidencia completa con la temática física de la época en la que la burguesía ascendente necesitaba el desarrollo de un nuevo modo de producción.
Los desarrollos que Engels esbozó en torno a la cuestión de la diferenciación y clasificación de las Ciencias Naturales en el conjunto de las Ciencias, revisten una gran originalidad. Trató de encontrar un principio de desarrollo que, a la vez que explicase la unidad y comunidad de las diferentes ciencias naturales y espirituales, fuese compatible con las específicas peculiaridades de unas respecto de las otras y encontró en la idea del movimiento el principio que buscaba. Un criterio aristotélico, sin duda, pero que Engels desenvuelve según el método dialéctico, puesto que cada forma de movimiento (mecánico, físico, &c.) se termina con la transformación en una forma superior, según la “ley de transformación de los cambios cuantitativos y cualitativos”. Las nuevas formas de movimiento, por ejemplo, la que caracteriza a los seres vivientes, suponen un cambio cualitativo (una “emergencia”, podía acaso decirse) en los procesos inorgánicos, un sistema de propiedades nuevas, lo que permite reconocer el estatuto de intermediario de determinadas ciencias naturales (la Química orgánica, entre la Química y la Biología, por ejemplo), a la vez que la irreductibilidad de las leyes sociales a términos meramente zoológicos, en contra del llamado “darwinismo social”. (B. M. Kédrov, Clasificación de las Ciencias, tomo 1, parte 2, Moscú, 1974, págs. 309, 493). Una actualización y desarrollo, importante en su tiempo, de la conexión marxista‑engelsiana de las ciencias naturales y particularmente de la concepción de las “Ciencias transicionales”, fue la ofrecida por O. Schmidt, redactor jefe de la Gran Enciclopedia Soviética en su artículo Ciencias Naturales (tomo XXIV, publicado en 1932).
7. Cuestiones abiertas
1. La Idea de unas Ciencias Naturales depende de la Idea general de ciencia y esta Idea, a su vez, no puede desenvolverse al margen de las propias ciencias naturales. Por consiguiente, sería absurdo pretender alcanzar una concepción mínimamente adecuada acerca de la Idea de las ciencias naturales ateniéndonos exclusivamente al ámbito de esta expresión, como concepto puro.
2. Pero aún supuesta una Idea general de Ciencia con la que operamos, quedaría abierta la cuestión de la especificación, dentro de esa Idea general, de un subconjunto de ciencias llamadas Ciencias Naturales, con sentido gnoseológico, y que eventualmente, podrían considerarse como un “subconjunto impropio”. Ante todo, tendrá muy distinto alcance una especificación de esas ciencias fundada en determinaciones extragnoseológicas, por importantes que ellas sean (determinaciones tomadas de las aplicaciones tecnológicas, económicas o políticas) y una especificación fundada en determinaciones gnoseológicas, es decir, que afecten a la razón misma de la cientificidad. Y suponemos que el objeto, en cuanto distinto del método, no es criterio útil para diferenciar clases de ciencias, así como tampoco el método en cuanto se considera diferente del objeto, porque método y objeto se implican. Resulta, según esto, muy dudoso que la referencia de un subconjunto de ciencias a la “Naturaleza”, en cuanto opuesta a la referencia de otros subconjuntos a la “Cultura” o a los “entes ideales”, pueda constituir una determinación gnoseológica interna. Sobre todo, si se tiene en cuenta que “Naturaleza” se utiliza en un sentido cuasi metafísico (aún cuando H. Rickert quisiera precisar que en la expresión “Naturwissenschaft”, “Natur” cobra un sentido que la pone en vecindad con el concepto de “mundo de los cuerpos”, Die Grenzen, pág. 170, 171). Esto es más cierto en nuestros días que en décadas anteriores, cuando la realidad de compuestos químicos, o la aparición de fenómenos físicos, puede decirse que está en función de tecnologías (culturales) muy precisas. Oponer “Naturaleza” como conjunto de los cuerpos a “Espíritu”, como conjunto de las entidades incorpóreas, no tiene ningún efecto en el establecimiento de un concepto gnoseológico demarcador. Queda abierta la cuestión acerca de si el concepto mismo de ciencias naturales no deba ser eliminado como concepto gnoseológico, un concepto resuelto en otros conceptos gnoseológicos, como ocurre con las series de Comte o de Engels (en las cuales el concepto de Ciencias Naturales queda, a lo sumo, reducido como concepto clase de segundo o tercer orden). Pero, aun admitiendo esta posibilidad, no hay que descartar la existencia de alguna oposición dual entre las diferentes ciencias. Que ya no podría hacerse derivar de la oposición Naturaleza / Cultura, o de otras similares (Cuerpo / Espíritu, Seres / Valores), sino de otras oposiciones que tengan inmediato valor gnoseológico, como pudiera serlo la oposición entre “ciencias en cuyos campos no figuran operaciones como términos” (ciencias α‑operatorias) y “ciencias en cuyos campos figuran operaciones como términos” (ciencias β‑operatorias). Las ciencias que satisfacen esta segunda condición constituyen una subclase de naturaleza problemática, siempre que supongamos que, en el proceso del cierre de los teoremas, las operaciones mediante las cuales aquel cierre se lleva a efecto han de ser eliminadas o neutralizadas. Aproximadamente, según esto, las llamadas “ciencias naturales” (aunque también algunos estados alcanzados por las construcciones originariamente dadas en las ciencias humanas) se incluirán, todas ellas, en la subclase de las ciencias α‑operatorias mientras que una gran parte de las ciencias humanas o culturales se mantendrán en el horizonte de las ciencias β‑operatorias.
3. La diferenciación y la clasificación de las ciencias naturales, supuesto que hayamos logrado una redefinición gnoseológica de ellas (merced a la cual no se reduzcan todas a una única ciencia, acaso la Física) depende no solo de la posibilidad de ordenar sus campos respectivos según criterios ontológicos, en el ordo essendi (por ejemplo, la ordenación de las diferentes “formas de movimiento”, en el sentido de Engels), sino también de criterios que tienen que ver con el ordo cognoscendi y, por tanto, con las relaciones entre diversos ordenes de fenómenos capaces de fundar ciencias fenomenológicas de cierre más o menos precario (como pueda serlo la Paleontología), pero que han de darse en una oposición anterior a la que ocupan otras ciencias cuyos campos son, ordo essendi, anteriores. En particular, no cabrá confundir la posibilidad de una reducción regresiva, dentro de límites precisos, de un campo científico a otros dados (por ejemplo, el regressus desde la Biología morfológica a la Biología molecular) con la reducción progresiva en virtud de la cual, en nuestro ejemplo, pudiera decirse que es posible construir la Biología morfológica a partir de la Biología molecular.
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