Gustavo Bueno
Respuestas a un cuestionario para un libro de texto de filosofía
[ 26 julio 1978 ]
1. Intuiciones o presupuestos básicos de su filosofía
Me resulta muy difícil diferenciar, dentro de un conjunto de pensamientos filosóficos, un subconjunto que pudiera denominarse “básico”, porque, en cierto modo, todos lo son, en tanto se soportan unos a otros y sin que parezca posible determinar unos principios primeros, axiomáticos (salvo en el orden de exposición) en los cuales se apoyasen todos los demás. También es verdad que la palabra “básico” puede entenderse en sentidos menos estrictos que el que corresponde a este sentido lógico-axiomático –significando, por ejemplo (en el contexto) un conjunto de principios metodológicos de los cuales pudiera decirse que explícita o implícitamente están presentes en todo pensamiento particular. Estas “intuiciones” o “presupuestos básicos”, entendidas como “principios metodológicos”, no reclamarían, inmediatamente, un significado ontológico, sino más bien lógico-epistemológico: se mantienen en un plano similar al de las reglas del Discurso del Método cartesiano, pero, al mismo tiempo, solo alcanzan su efectividad cuando se aplican a materiales ontológicos determinados, de modo que, en resumidas cuentas, ocurriría que tales principios metodológicos básicos están apoyándose a su vez en ciertos “materiales ontológicos” (quizá en tanto que éstos se oponen a otros).
Entre los principios (intuiciones o presupuestos) de esta índole que, en este momento, y estimulado por una pregunta directa, se me ocurre explicitar como principios que han presidido mi pensamiento filosófico (“explicitar”: porque no los he tenido propiamente como reglas explícitas y porque acaso sean otros principios implícitos aquellos que debieran figurar, en otro momento, en el lugar de los presentes) citaré los dos siguientes:
En primer lugar, una suerte de principio de evidencia, o principio dogmático, expresiones con las que quisiera caracterizar una cierta actitud metodológica global: aquella que se nutre de las evidencias en torno a ciertas “cosas necesarias” (aunque sean muy oscuras las condiciones de esta necesidad y los límites de su alcance); de la evidencia de que “no todo es posible”, de que no es posible pensar con sentido cualquier cosa. Este principio describiría una actitud opuesta a la que podríamos llamar “actitud escéptica” (“no podemos creer en nada”, “nada sabemos”, “todo es dudoso”, “todo puede ser posible”) y es, sin embargo, un principio crítico. Aunque muchas veces se sobreentiende que la crítica filosófica, por antonomasia, es el escepticismo, el principio de evidencia de que hablo contiene a su vez una crítica de ese criticismo escéptico y del indeterminismo ontológico que lleva aparejado (“todo es posible”, “si Dios no existiera todo sería permitido”, “podrían llover caramelos como llueven gotas”). El “principio de evidencia” es así, en cierto modo, un principio dogmático, si bien su dogmatismo no es metafísico (porque no propone como evidentes a determinados contenidos absolutos y descontextualizados) sino dialéctico y, en este sentido, crítico. Precisamente desde él se suscitan las dudas (incluso la duda metódica universal podría interpretarse a la luz de este principio dogmático, mejor que a la luz de una perspectiva escéptica). Pero la duda suscitada por el principio dogmático no es la duda en la “posibilidad de la evidencia”, sino en la consideración de esto como una verdad (puesto que, muchas veces, lo que se nos aparecía como verdadero, después se nos presenta como erróneo, lo claro como oscuro). Pero si dudo de algo, no es desde el vacío (o en absoluto) sino desde la experiencia de ciertas evidencias –que, por lo demás, tampoco tienen por qué ser pensadas como referidas a un contenido fijo– en tanto se oponen a otras. La duda no sería tanto una actitud opuesta globalmente a la evidencia, cuanto un estado recurrente que resulta de la relación entre dos o más evidencias enfrentadas. Las evidencias a las cuales me refiero al formular este “principio de evidencia” tendrían principalmente un significado operatorio, por tanto, práctico (y de ahí su carácter de reglas, de preceptos o imperativos perentorios). Por ejemplo puedo decir que tengo la evidencia de la necesidad de procurarme diariamente (en la práctica) alimentos –con toda la serie de operaciones subordinadas que ello comporta– si no quiero morirme de hambre (y el “querer seguir viviendo” es algo que debo aceptar como dado: la evidencia de que hablo tiene sentido supuesta esa voluntad de seguir viviendo y supuesto que no está en mi voluntad –sino, por ejemplo, en ciertas conexiones cerebrales susceptibles de enfermar– el no querer seguir viviendo; supuestos críticos frente a quienes creen poder ofrecer con sentido el supuesto contrario); puedo decir que tengo la evidencia de que si actúo de determinada forma ante otras personas recibiré de ellas un tipo de respuestas más bien que otro; puedo decir que tengo la evidencia de que si no desvío ahora el volante cuando camino hacia un muro próximo a 100 km/hora, me estrello; en el mismo sentido puedo decir que tengo la evidencia de que dos y dos son cuatro, de que existen árboles, animales, &c. Estas evidencias, por oscuros que sean sus fundamentos, no son menos potentes. Por lo demás, los fundamentos de estas evidencias están fuera de ellas mismas; se incuban en procesos materiales, históricos, sociales, que moldean nuestra propia conciencia: en la Edad Media la evidencia de que Dios existe podía ser tan fuerte para muchos –entre otras cosas porque la simple duda podía significarles la muerte en la hoguera– como para nosotros puede ser la evidencia de que dos y dos son cuatro; pero esto no tiene ningún sentido de relativismo epistemológico: tiene un sentido dialéctico, por cuanto se presupone que determinados niveles de la conciencia son más potentes que otros, se supone que evidencias como “dos más dos igual a cuatro”, aunque también sean dadas históricamente, aunque no sean “verdades eternas”, envuelven sin embargo, al menos desde nuestra posición histórica y social, a evidencias tales como “los dioses existen”, por cuanto sabemos los mecanismos por los cuales se han producido esas “evidencias” que sólo un espíritu acrítico puede seguir manteniendo. La dialéctica de las evidencias estribaría en que sus contenidos y alcance no están bien delimitados: constantemente transferimos la evidencia impuesta por una regla a contenidos sólo oblicuamente ligados al que estrictamente corresponde; por ello también se nos presentan como evidentes situaciones que luego estimamos ilusorias (en cierto modo porque en el fondo de toda falsa evidencia habría que reconocer algún componente de verdad). La crítica, por lo tanto, más que aplicarse a distinguir lo verdadero de lo falso (como si fueran dos mundos cortados a tajo) habría que aplicarla a distinguir los límites de lo verdadero y de lo erróneo en cada caso. Por último: el principio metodológico que estoy exponiendo tendría la siguiente consecuencia pedagógica: que es un error muy peligroso (acrítico) pretender instaurar en el que principia a filosofar los hábitos del escepticismo, del indeterminismo o del nihilismo, propuestos por algunos como el único método crítico radical. Nuestro principio contiene la crítica de esta crítica: tales hábitos escépticos no son críticos sino acríticos y conducen al vacío de conocimiento, al pensamiento puramente verbal y aún a la desintegración de la mente. Aunque sea también muy ingenuo y peligroso el dogmatismo metafísico de quien entiende ciertas evidencias como absolutas (es decir, como dadas fuera de todo contexto), sin embargo es preferible, y precisamente para fortalecer la conciencia crítica del principiante, aconsejar la adquisición de sólidas evidencias operatorias (por modestas que sean), a aconsejarle, en nombre de principios pseudoabstractos, a que dude de todo; porque el que duda de todo es tan ingenuo y acrítico como el que no duda de nada.
En segundo lugar citaría algo así como un “principio de autocrítica individual” que, en cierto modo, sólo significa algo cuando se le utiliza combinado con el anterior principio de evidencia, al cual se diría que modera y codetermina. Si el principio de evidencia apela a la imposibilidad práctica de dudar de todo de un modo compatible con la propia individualidad, este segundo principio nos remite a la consideración de los contenidos “supraindividuales” dados en aquellas evidencias individuales. Aquello que al individuo se le presenta como evidente y trascendental, se nos muestra ahora, simultáneamente, como envolvente de nuestra individualidad que, con ello, se encuentra dada entre otras individualidades no precisamente iguales y homogéneas, sino insertadas en clases o en series (históricas) diferentes. La regla metodológica que brota de esta perspectiva tiene el sentido siguiente: todo lo que puedo pensar sobre alguna cosa ha debido ser ya de algún modo pensado (acaso en otro nivel) por otras personas, a través de las cuales precisamente se constituye (por el lenguaje, por la experiencia social, política, &c.) mi juicio individual. No brotan mis juicios de mi conciencia pura, o incluso de una sociedad de conciencias, sino de un complejo de actividades que se abren camino históricamente entre las cosas; por tanto, los pensamientos (incluso los falsos) no brotan de la conciencia pura, o de la nada, sino de situaciones reales que tenemos que analizar, ni por tanto desaparecen por sí mismos, sino como consecuencia de cambios reales, históricos, sociales (si nosotros no creemos en los dioses no es porque seamos “más inteligentes” que los antiguos, sino porque han cambiado las circunstancias materiales efectivas que han hecho posible la disolución de aquella fe y han ampliado los límites de nuestra conciencia hasta el punto de poder envolverla). Por tanto, todo pensamiento que se nos presente como absolutamente nuevo, como si me fuese “dictado por las cosas mismas”, sería un pensamiento ingenuo y acrítico y su novedad sería muy superficial, un efecto de la ignorancia. Sólo cuando un pensamiento aparece insertado en una tradición (que, a la vez, sólo se nos diferencia en cuanto va opuesta a otras tradiciones) puede ser verdaderamente profundo. El “principio de autocrítica individual” equivale a una apelación constante a la perspectiva histórica y filológica –y aquí confluye ampliamente con los métodos del análisis filosófico, del análisis lógico del lenguaje, &c.–. Es del ejercicio de estos métodos de donde va brotando la evidencia (autocrítica del individualismo sustancialista de la conciencia) de que cada evidencia mía está ligada a cadenas y contextos de evidencias pertenecientes a series distintas, con tradiciones diferentes y opuestas entre sí que, por lo demás, no es nada fácil delimitar. Las evidencias no se dan aisladas, sino vinculadas con otras –pero no con todas las demás: hay círculos independientes, órdenes independientes de evidencias, sin que por ello el conjunto sea enteramente amorfo, sino entretejido en symploké.
2. Influencias más importantes
Señalaré ante todo la influencia del método escolástico (dialéctico, argumentativo, que recogía a su vez la tradición griega) que estudié sobre todo en Suárez, Araujo y Juan de Santo Tomás; asimismo la de los métodos axiomático-constructivos propios de las ciencias matemáticas o físicas; por supuesto, la tradición filosófica “gremial” (Leibniz, Kant, Hegel, Husserl) y muy particularmente la tradición ilustrada del siglo XVIII (incluyendo al Espinosa del Tratado teológico político). En cuanto a Marx: me admiró, sobre todo en un principio, su exposición de la dialéctica de la economía capitalista a través de la cual se percibía la existencia de una legalidad interna (histórico cultural y social) equidistante de una visión indeterminista o psicologista como de una visión determinista pero exterior a los procesos mismos (al modo de Spengler). Sin embargo, más que sus doctrinas o tesis acerca del ritmo de la Historia (sucesión de los modos de producción, ideas sobre el futuro de la Humanidad, que me parecieron siempre muy esquemáticas), fueron sus fórmulas y aplicaciones críticas aquello que más impregnó mi modo de pensar: la concepción de la “falsa conciencia” (frente a la “mala conciencia” de los existencialistas) y de las ideologías y, sobre todo, la exposición de sus determinantes económicos y políticos dados en los procesos de producción. Marx se me presentaba como continuando el proyecto de la Crítica de la Razón de Kant que también incluía, por cierto, el “primado de la razón práctica”; pero la continuación marxista tenía lugar en un terreno mucho más firme y preciso, por medio de la introducción de las tesis sobre la división de la conciencia de clase –frente a la conciencia universal abstracta kantiana– y a su implantación política (no neutral), como componente crítico. La lectura de las obras de Lenin constituyó también una fuente de crítica incesante.
3. Unión entre su ontología materialista y el estudio gnoseológico de las ciencias
La Ontología materialista que yo defiendo es inseparable de los principios metodológicos a los cuales me he referido y por tanto, se encuentra tan lejos de las posiciones de la metafísica teológica tradicional (“Dios creó todas las cosas...”) como de las posiciones del materialismo monista (“todo lo que existe es transformación de la misma materia”), posiciones estas últimas que podrían considerarse idénticas (aunque sean sostenidas hoy por científicos ilustres) a las de los metafísicos presocráticos. No se trata de sustituir Dios por la Materia, sino de penetrar en la idea misma de materia y ello sólo parece posible a través de la realidad que nos es dada, a partir del análisis regresivo de esta realidad. No es múltiple ni es homogénea: “materia” es la palabra unitaria que designa realidades tan distintas como una gota de agua, o como una sinfonía; no es con todo una palabra equívoca, porque esas realidades heterogéneas convienen en estar presididas por legalidades no arbitrarias. Pero estas legalidades son a su vez opuestas entre sí y esta dialéctica nos lleva a hablar de la pluralidad de la materia, de la multiplicidad de los géneros de materialidad (distinguimos tres grandes géneros siguiendo una vieja tradición), de su inconmensurabilidad y, en el límite, de una “materia ontológico general” que no es representable como un ente positivo, sino más bien como el paradigma de la multiplicidad pura que preside todos los procesos de regressus que parten de las realidades inmediatas. En esta perspectiva está dado el análisis gnoseológico de las ciencias, entendidas como “episodios”, entre otros, de la construcción del mundo; episodios singularmente significativos, por cuanto nos deparan de un modo muy vivo la experiencia (histórica) de las verdades objetivas, que se encadenan en círculos relativamente cerrados (categorías), no derivables unos de otros, aunque tampoco dicotómicamente separados dos a dos: los campos categoriales de las diferentes ciencias guardan entre sí las relaciones características que ligan las diversas partes de la realidad material. En este sentido, podría decir que la ontología materialista se nutre, en gran medida (no exclusiva) de la gnoseología del cierre categorial, pero también recíprocamente, las visiones del materialismo filosófico inspiran constantemente los análisis gnoseológicos (por ejemplo, la doctrina de la verdad como identidad entre partes del campo científico, frente a la doctrina de la verdad como adecuación entre el cognoscente y el objeto conocido; o bien, la tesis de la incorporación de las cosas mismas al proceso científico, o la tesis de la naturaleza procesual y no eterna, de las verdades científicas objetivas).
4. Líneas de trabajo actual
La filosofía es sólo un filosofar, decimos, con ecos kantianos. Esta fórmula puede sobreentenderse en un sentido escéptico, individualista o psicologista (“no cabe enseñar ni sostener ninguna doctrina, siempre estamos en el comienzo”). Nosotros la entendemos en un sentido más bien metodológico: las doctrinas o fórmulas filosóficas (que las hay, y muchas) no tienen en ningún caso un significado absoluto (como proposiciones representativas de algo), sino que su sentido se alcanza en cuanto se entienden como modos de tratamiento de materiales que son dados por la ciencia, por la política, por la literatura, &c. Por ejemplo, las doctrinas escolásticas sobre la sustancia, o sobre la persona, sólo alcanzar su sentido como modos de tratamiento del material de ciertas creencias que hoy se han disuelto o están en trance de disolución. Con estas consideraciones quiero decir simplemente que si hay alguna fórmula o doctrina en los puntos que preceden, ellas sólo tendrían sentido en la medida en que son “modos de tratamiento” de materiales que nos son incesantemente dados y cuyo orden no podemos ni siquiera preveer. De momento, son los análisis “micrognoseológicos” los que nos ocupan (análisis en torno a la estructura gnoseológica de teoremas matemáticos, físicos o biológicos muy determinados); pero también el desarrollo de una “teoría de los todos y de las partes”, o los análisis de cuestiones relacionadas con la antropología filosófica, con la religión, con la moral o con la política.
[ «Niembro, 26 VII 79. Manuel Sánchez Ortiz de Urbina, INB de Colmenar Viejo (Madrid). Mi querido amigo, ahí le envío estas respuestas a su encuesta; respuestas seguramente muy precipitadas y que son como un impromptu acaso más significativo psicológica que filosóficamente. Pero dada la urgencia con la que las necesita prefiero mandárselas así que no mandárselas, y prefiero también –contestando a la opción que me ofrece– que las publique en la forma como se las envío. Por lo demás, la idea de la encuesta me parece excelente. Deseo el mayor éxito a su obra, cuya importancia puede ser muy grande.»]