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Gustavo Bueno

Prólogo al libro de Vasco de Magalhães-Vilhena
Desarrollo científico y técnico y obstáculos sociales al final de la antigüedad

[ 1971 ]

Magalhães-Vilhena se enfrenta en este estudio con un problema muchas veces formulado por los historiadores de la ciencia: “¿Por qué las ciencias y las técnicas del mundo antiguo después de haber alcanzado un nivel de desarrollo tan elevado como el de los Elementos de Euclides o el de los ingenios mecánicos de Ctesibio, no sólo detuvieron su marcha ascendente sino que fueron hundiéndose en las sombrías nieblas que anuncian el advenimiento de la alta Edad Media?”. El problema aparece, así planteado, sobre el supuesto de un “Hecho” que Farrington, por ejemplo, llama la “verdadera parálisis de la ciencia” y Bernal el “colapso” de la “ciencia antigua”.

M. V. nos ofrece un tipo de respuesta que quiere ser coherente con la axiomática del materialismo histórico –una respuesta que considera como verdadera alternativa–, a la que podría darse desde el idealismo de la Historia de la ciencia, encarnado aquí por investigadores como Koyré. Koyré, en efecto, daría razón de ese hecho apelando a “mecanismos internos” que M. V. considera idealistas (porque no hacen intervenir “mecanismos” articulados con el “modo de producción” esclavista), a saber, por ejemplo, que los griegos no dispusieron de una Física (de una Dinámica) adecuada al desarrollo de una verdadera tecnología científica. De este modo, el agotamiento interno de la ciencia griega coincidiría con su final histórico. Pero la ciencia –dice M. V.– es fuerza de producción, y no sólo una forma de conciencia social (más próxima a la superestructura). Por consiguiente, el desfallecimiento de la ciencia antigua debe tener su origen en la misma estructura del modo de producción antiguo –el esclavismo– más que una hipotética “lógica interna” de las ciencias. Es la estructura esclavista de la sociedad antigua –estructura que M. V. percibe sobre todo, me parece, desde la perspectiva del concepto “cuasi jurídico” de “relaciones de producción”– la causa del colapso de unas posibilidades que no podrían serle regateadas a la ciencia antigua. Las clases dirigentes del mundo clásico desarrollaron la ciencia en lo que podía ofrecérseles como técnica retórica o trágica, incluyendo las técnicas de superchería orientadas a la “mentira política”. La tecnología mecánica era considerada como banáusica. Pero como la ciencia supone la técnica, la ciencia antigua sufrió el bloqueo permanente de un “modo de producción” que se estructuraba principalmente sobre la mano de obra esclava y sus posibilidades quedaron sin realización efectiva. La tesis de M. V. es, en cuanto a lo fundamental, la misma tesis que Benjamín Farrington popularizó en Greek Science.

La argumentación de M. V. es concienzuda, bien documentada, interesante y es importante que sea dada a conocer al gran público español. Sin embargo, me parece oportuno reanalizar la argumentación de M. V. en cuanto utiliza Ideas filosóficas implícitas o explícitas (“Ciencia” y “Técnica”, “Fuerza de producción” y “Conciencia social”, “Base” y “Supraestructura”, “Hombre” y “Realidad”, &c., &c.). No se trata, por mi parte, en modo alguno, de poner en duda la conexión entre la configuración de la ciencia antigua y el modo de producción esclavista –conexión central para el materialismo histórico–, sino de discutir los esquemas de conexión que, de hecho, se utilizan. Estos esquemas de conexión son determinaciones de Ideas filosóficas constitutivas del armazón del materialismo histórico que no pueden jamás considerarse cerradas, como si fuesen clichés fijos, sino que es preciso reformular constantemente a medida que el propio desarrollo categorial va teniendo efecto.

Si no me equivoco, M. V. entiende la conexión entre el modo de producción esclavista antiguo y la ciencia “clásica” por medio de un esquema de conexión causal tal que asigna al modo de producción (fuerzas y relaciones de producción) el papel de causa global, y a la ciencia (considerada ella misma como fuerza productiva) el papel de instrumento (causa instrumental) al servicio de la causa global, el modo de producción, que pasa así, de hecho, a desempeñar el papel de una causa eficiente, pero también el de una causa final que explica el desarrollo de la ciencia en cada momento. (“La ciencia natural no se desarrolló en la sociedad antigua porque su modo de producción no la necesitaba”). Es muy probable que M. V. no acepte semejante formulación explícita de sus esquemas de conexión, en cuanto esquemas intencionales, ni yo tampoco pretendo atribuirle tales intenciones, pero sí me parece más defendible sostener que este esquema de conexión es efectivamente el que preside la argumentación de M. V. En rigor, la de todos aquellos que entienden el materialismo histórico desde una perspectiva que, si no me equivoco, tiene más de naturalismo metafísico que de naturalismo dialéctico, histórico. Acaso los axiomas claves de esta versión del materialismo dialéctico puedan ser reducidos, a los tres siguientes:

I. Axioma de los “dos términos primitivos” en su conexión originaria.

Me arriesgo a formularlo de este modo: “Existen dos términos primitivos, designados como Naturaleza y Hombre, en interacción recíproca”.

a) La Idea de “Naturaleza material” refiere una realidad dotada de un sistema de leyes objetivas cuya configuración es previa e independiente al “reflejo” que esas leyes puedan alcanzar en la conciencia científica humana. (“La ciencia –dice M. V.– es una asimilación, un modo de apropiación práctico-espiritual de la realidad por el hombre”.)

b) La Idea de “Hombre” se refiere a una “Humanidad” (social) y está definida como un “sistema de necesidades” que deben ser satisfechas por el trabajo productivo a expensas de esa Naturaleza de la cual el Hombre forma parte.

El axioma I puede hacerse coincidir con la “hipótesis confortable” de la armonía entre el “desarrollo del Hombre” y las “potencialidades de la Naturaleza”, siempre que se mantenga la conexión “interactiva” (por ejemplo, mediante la práctica científica experimental). “Como todo trabajo –dice M. V.–, la ciencia es una actividad social, una práctica social orientada hacia un fin determinado: servir al Hombre”.

Ahora bien: el principio de “interacción” entre los dos términos (“la acción del hombre sobre el mundo supone, tanto una modificación del mundo como una modificación, a su través, del hombre mismo”), suaviza –intenta suavizar– su sustancialismo. Pero yo diría que este principio queda, en esta versión del materialismo, como neutralizado, paralítico e inoperante a consecuencia de la eficacia de las propias Ideas de los términos que relaciona: Hombre y Naturaleza.

Si estos términos –N y H– se piensan como modificándose mutuamente, entonces, o bien estas modificaciones son tenidas por tan profundas que los conceptos generales solamente puedan comprenderse a partir de ellas (con lo cual los verdaderos términos primitivos resultarán ser H1, H2, H3... Hn; N1, N2, N3... Nn) y, entonces, “Hombre” y “Naturaleza” son variables, o, en todo caso, no son conceptos primitivos; o bien las modificaciones se estiman como determinaciones de entidades anteriores, que se mantienen invariantes (con lo cual estamos en plena sustancialización metafísica de “Hombre” y “Naturaleza”).

II. Axioma de la disociación de los términos primitivos.

Este axioma prescribe la necesidad de contar con un proceso histórico (en el que se hace consistir, en rigor, la dialéctica) mediante el cual se produce una disociación o escisión entre el “Hombre” y la “Naturaleza”. (M. V. se refiere a los “sabios que desvían a la ciencia de su fin: servir al Hombre, en su dependencia de la Naturaleza”.) Esta escisión comporta la separación del “Hombre” consigo mismo: esta escisión suele ser llamada “alienación”, “enajenación”, realizada socialmente en la forma de la división y enfrentamiento de las clases sociales (explotadores y explotados). Y, a su vez, a través de esta “enajenación” se realiza también la separación del “Hombre” respecto de la “Naturaleza” (el esclavismo antiguo es la razón por la cual la ciencia antigua se separa de una técnica genuina en contacto con la “Naturaleza”). Este proceso de “extrañamiento” del “Hombre” respecto de la “Naturaleza” (extrañamiento que conduce a la “ciencia especulativa”), determina el bloqueo de las virtualidades que el “Hombre” conserva siempre en cuanto parte de la “Naturaleza”.

III. Axioma de la reconciliación de los términos primitivos.

Este axioma formula la confianza en una tendencia invencible de los términos separados a reencontrarse. La reconciliación comportará el desbloqueo de las virtualidades de la ciencia griega y el principio de su desarrollo en la ciencia moderna. Se atribuirá a los árabes, por ejemplo, la significación de mediadores en el proceso de cancelación del bloqueo de la ciencia antigua, y ello, en atención precisamente a la disposición experimentalista de este pueblo. “Le déblocage, la restauration et le renouvellement de la science et de la technologie helléniques deviendra par la suite, et notamment à travers l'action arabe, une longue et grosse affaire”.

No puede negarse que estos tres axiomas son capaces de dar un apreciable rendimiento –principalmente en la crítica al espiritualismo histórico–, pero me parece también evidente que los tres recomponen la más pura línea de una concepción dramático-mitológica. En el primer acto, los dos protagonistas (Hombre y Naturaleza), se nos presentan en una armoniosa unidad. Pero estalla el conflicto, fatalmente aunque no podamos saber muy bien la razón (segundo acto). El tercer acto no ha concluido aún pero presumimos que nos deparará un final confortable.

Lo que peor se comprende es el segundo acto. Si el pensamiento científico está verdaderamente entretejido con la estructura social y la estructura esclavista de la sociedad antigua –no sólo considerada en su aspecto jurídico sociológico, cuasi formal, de las relaciones de producción (el esclavismo), sino también en los contenidos materiales de su conciencia social (procedentes en su mayor parte de la herencia histórica: lenguaje, mitos, costumbres)–, no es un suelo propicio para que brote la ciencia en el sentido moderno, ¿qué pueden querer decir esos frenados parciales, esos bloqueos limitados y, sobre todo, ese bloqueo social generalizado (o “frenado a fondo”) de que nos habla M. V. y que se reducen precisamente a la disociación entre el Hombre y la Naturaleza?

Algo se dice con ello, sin duda: que la sociedad antigua no podía ser el escenario de la ciencia moderna. Pero se dice de un modo tan rebuscado que nos recuerda a quien viera en el fuselaje, planos y hélices de un avión de la primera guerra mundial las causas que frenan o bloquean la velocidad virtual de ese avión transformado en un avión supersónico de nuestros días.

Insisto en que soy consciente de que la Axiomática recién esbozada será rechazada por aquellos mismos que están prisioneros en ella, en mayor o menor grado. ¿Qué grado de afectación de semejante axiomática podemos atribuir a la argumentación de M. V.? Me parece que un grado muy elevado. La confirmación de este parecer exigiría la exposición de análisis muy prolijos e innecesarios, porque el lector interesado puede hacerlos por sí mismo. Me detendré, por mi parte, en el análisis del concepto de “fuerzas de producción”, tal como parece usado en la argumentación de M. V.

Ante todo, el concepto de “fuerzas de producción” es pensado por M. V. en el contexto del “trabajo productivo”, entendido a su vez como “acción del Hombre sobre la Naturaleza”, por virtud de la cual se opera un “proceso de transformación material de la realidad”. Por otro lado, parece evidente que las fuerzas de producción, y el trabajo productivo han de ser considerados como componentes esenciales básicos –no superestructurales– de una sociedad histórica dada. Sin embargo, definido de este modo, y pese a su aspecto materialista “fuerte”, resulta ser un concepto “blando”, porque carece de vigor para discriminar, en un proceso económico-cultural real, los componentes básicos y los componentes supraestructurales. Supongamos una fábrica de cirios pascuales. Aquí hay “trabajo productivo”, si nos atenemos al concepto presupuesto: se transforma ciertamente la realidad y la colaboración de la ciencia química puede llegar a ser inexcusable, a efectos de un incremento de la productividad. Más aún: si suponemos que nuestra fábrica está rindiendo sus productos a la altura de lo que hemos llamado “segundo acto” del drama humano, podremos constatar en ella las mismas situaciones de explotación y enajenación que encontraremos en cualquier otro tipo de fábricas, por ejemplo, en una siderurgia. Habrá explotación de los trabajadores, tasa más o menos alta de plusvalía y de beneficios a favor de la empresa cerera. Ahora bien: ¿quién podrá decir, desde la perspectiva del materialismo histórico, que una fábrica de cirios pascuales no forma, evidentemente, parte integrante de la superestructura? Alguien a quien una vez propuse estas cuestiones, me respondió : “Solamente deberemos considerar fuerzas productivas a aquellas que se orienten a la satisfacción de las verdaderas necesidades humanas consideradas en el contexto de la totalidad social”. Pero ante este tipo de respuestas podría hacerse observar inmediatamente: que es preciso que se nos ofrezca un criterio de clasificación de las necesidades en verdaderas y falsas (digamos: “superfluas”), y que es indispensable también que se nos facilite la cantidad de esa totalidad social, para que este concepto tenga sentido operatorio. Por lo que se refiere al concepto de las verdaderas necesidades: con frecuencia son pensadas desde una concepción ascética (cínica), pero tan utópica que ni siquiera sirve para establecer la rasante de la “ley de bronce”. Y por lo que se refiere al significado de la totalidad social, lo ordinario es prescindir del momento de la cantidad, sin el cual la solemne expresión “totalidad social” es completamente vacía e inoperante, desde el punto de vista de la razón económica. Esto es cierto incluso si nos atenemos al concepto reductivo de las verdaderas necesidades al nivel de una hipotética “ley de bronce”. Porque estas necesidades, cualitativamente homogeneizadas, adquieren un sentido completamente diferente si el todo social lo evaluamos en 50, 500 o 5.000 millones de ciudadanos. ¿Y no podríamos pensar que es esta misma cantidad, a partir de un cierto límite, la que puede llamarse superflua, superestructural? Es lo que, prácticamente hacen los neomalthusianos al calificar de lujo el tener un cierto número de hijos.

Consideremos ahora algunos problemas derivados de la interpretación de la ciencia –en particular, de la ciencia griega–, en cuanto fuerza de producción. A saber: 1.° ¿Puede decirse que la ciencia, por el hecho de serlo, es ya fuerza productiva? 2.° Supuesta una ciencia dada como fuerza productiva, ¿de qué modo lo es o de qué manera ha llegado a serlo? 3.° ¿Cómo el contexto de factores sociales, históricos, económicos, puede desencadenar, limitar o bloquear una ciencia en cuanto fuerza productiva?

No me propongo contestar a estas preguntas en esta ocasión; únicamente insistir en alguno de sus aspectos problemáticos relacionados con la argumentación de M. V.

1.° Decir que la sociedad esclavista bloqueó a la ciencia como fuerza productiva, ¿no es tanto como reconocer que la ciencia natural no fue en la antigüedad una fuerza productiva? ¿Cómo la sociedad esclavista que bloqueó el desarrollo de la ciencia como fuerza productiva fue la misma que la alumbró? “Sociedad esclavista” es una expresión que designa, por tanto, un concepto genérico, cuasi-formal y que es preciso determinar. Porque también el régimen esclavista hizo posible lo que los griegos llamaron “ocio”, condición indispensable para el cultivo de la ciencia. (Sabemos hoy que el sentido del “ocio” griego era ideológico; pero de aquí no debemos inferir que lo fuera su referencia. En efecto, el contenido con el cual se ocupó muchas veces ese ocio es precisamente lo que en nuestra sociedad llamamos trabajo científico. Quienes “aristocráticamente” cultivaban la Geometría ocupaban su “ocio” de un modo que hoy nos parece muy singular. Resulta, por eso, verdaderamente ridículo que el concepto antiguo de ocio, como concepto ideológico de la sociedad esclavista, sea trasplantado sin más a las condiciones de la sociedad presente por tantos escritores, entre los cuales abundan, por cierto, los españoles de la postguerra.)

“Sociedad esclavista” es por tanto, un concepto genérico que debe ser determinado inmediatamente. Por ejemplo, distinguiendo etapas o regiones –como M. V. hace cumplidamente–. En la Jonia asiática, antes del siglo V, podría hablarse de un régimen de “interacción” entre la Técnica y la Ciencia, que se habría mantenido en Siracusa o en Alejandría. Pero si este régimen no se sostuvo, si efectivamente, y al nivel de la ciencia antigua, se produjo una disociación entre una técnica precientífica, tenida como propia de clases inferiores, y una ciencia atécnica, reservada a las capas aristocráticas y condenada a la esterilidad habrá que concluir que, en todo caso, la ciencia no fue en la antigüedad una fuerza productiva.

2.° Es necesario, por tanto, plantear el tema del proceso de determinación de una “Ciencia” en “fuerza productiva” real, efectiva –y no sólo posible (aun restringiendo el concepto de posibilidad a la virtualidad interna atribuible a una ciencia ya constituida). ¿De qué manera las ciencias –que se generan siempre, desde luego, sobre materiales culturalmente dados, pero que se constituyen al cerrarse categorialmente en esferas esencialmente “autónomas”–, llegan a ser fuerzas productivas? Porque también pueden ser fuerzas destructivas o, inmediatamente al menos, indiferentes, esferas que giran sobre sí mismas de modo inofensivo, “reverendas solteronas” (diría Farrington), estériles en la conexión sincrónica, al menos, del proceso de producción como concepto económico.

M. V. parece que usa exclusivamente una sola Idea de conexión entre la Idea de ciencia y la Idea de fuerza productiva: el concepto de instrumento. “La ciencia es una práctica social orientada hacia un fin determinado –decía–, servir al hombre”. Las ciencias, en tanto son “instrumentos” de la producción son también fuerzas productivas. La Aritmética es instrumento de los arquitectos, como la Geometría de los agricultores y la Mecánica de los ingenieros, que podrían considerarse como “una nueva clase de obreros que aparecen con las máquinas: la clase de los productores de máquinas” (El Capital, Cap. XIII). Ciertamente no es posible subestimar la importancia de este cauce por el cual los conocimientos científicos pueden llegar a alcanzar la condición de fuerzas productivas (y, en consecuencia los matemáticos geómetras y físicos la condición de trabajadores productivos). Pero no me parece menos cierto que la razón primaria por la cual las ciencias pueden llegar a ser fuerzas productivas no es tanto su servicio instrumental –que no se niega–, sino su función constitutiva del propio espacio sobre el cual los instrumentos (científicos o no), pueden ulteriormente articularse. Es así como incluso esas esferas o categorías científicas que “giran sobre sí mismas”, desconectadas (instrumentalmente) de un sistema histórico de producción –grosso modo, las llamadas, en cada cultura, “ciencias especulativas”–, pueden reivindicar su derecho a ser consideradas también como “fuerzas productivas”, en un sentido verdaderamente filosófico de esta expresión (como contradistinto al sentido económico-empírico en el que hablamos de la productividad de los trabajadores de la fábrica de cirios pascuales). La Astronomía del mundo antiguo, la de Calipo o Ptolomeo, era una ciencia tan “especulativa” como podía serlo la Teología aristotélica del capítulo 8 del libro XII de la Metafísica. Sin embargo, el desarrollo interno de la Astronomía contribuyó decisivamente a la constitución del mundo antiguo. La Astronomía científica del presente no es fuerza productiva sólo porque sirva instrumentalmente a los intereses (económicos, propagandísticos) de las superpotencias que lanzan naves a la Luna.

La claridad de la Idea de instrumento está, por otra parte limitada a marcos muy precisos (un sistema empírico), y fuera de ellos se desvanece. Entonces sólo puede descansar sobre la hipótesis de un sistema preestablecido de necesidades humanas a cuya satisfacción se ordenase la producción. Pero esta hipótesis es ideológica y, filosóficamente considerada, es errónea, porque es solidaria de una concepción “sustancialista” de la “naturaleza humana”. El único contenido que se le puede dar a este “sistema de necesidades naturales” es el biológico (que es el que inspira algunos conceptos fundamentales de la razón económica clásica, por ejemplo, la “ley de bronce”). Pero ya la misma Economía clásica había superado, en el sentido de la Fábula de las Abejas, de Mandeville, este concepto (que podríamos llamar cínico) del “sistema de las necesidades naturales”. (Componentes cínicos muy poderosos están presentes en la ideología de los movimientos hippies y en muchas corrientes “izquierdistas” de nuestros días.) “La naturaleza –decía Ricardo– no ha puesto límites al capital que puede emplearse para proporcionar las “conveniencias y ornatos” de la vida” (Principios de Economía Política, cap. XXI, pág. 219 de la traducción española del F. C. E.). Es también esencial, en el materialismo histórico, el concepto marxista de las necesidades históricas, que interviene incluso en la evaluación de la tasa de salarios. Todo esto, sin duda está sobreentendido por M. V. Pero se trata de sacar las consecuencias.

Ahora bien: desde el momento en que introducimos en la Axiomática materialista el concepto de “necesidades históricas”, no podemos ya, en modo alguno, sobreentender también que la razón formal por la cual algo –por ejemplo, la ciencia–, es una fuerza de producción que estriba en su carácter de instrumento para actualizar los bienes capaces de satisfacer unas hipotéticas necesidades preexistentes de referencia. Porque estos procesos, tanto como instrumentales respecto a la producción de bienes útiles para la satisfacción de necesidades, pueden ser constitutivos (mediata o inmediatamente), de nuevas necesidades (las necesidades históricas). Pero las “necesidades históricas” brotan, culturalmente, por la causalidad de nuevos estímulos, que sólo pueden ejercerse en un “espacio ontológico” dado, llamémoslo mundo. El mundo –en sus diferentes estratos, no siempre compatibles entre sí (M. V. descansa quizá demasiado en el “naturalismo confortable” que le permite pensar que “todo lo que el hombre hace, al dominar las fuerzas naturales, va orientado al beneficio de la sociedad”)–, es la resultante de la propia actividad social productiva, que no puede trabajar con la conciencia plena de sus designios. Los planes racionales son siempre abstractos y no agotan la integridad de lo que ellos mismos construyen, precisamente porque sólo ex post facto, después de configuradas las regiones cambiantes del espacio objetivo, es posible iniciar a fondo el análisis del significado (parcial) de lo que se ha hecho. Es bastante cómica la disposición de aquellos artistas –músicos, pintores, escultores–, que anteceden la presentación de su obra con ciertas explicaciones de su propio proyecto tan concienzudas, sabias y conscientes de sus mensajes, que, una vez oídas dan la impresión de que la obra misma está de más, porque su “mensaje” y sus detalles han sido ya anticipados. Por fortuna, algunas veces –pocas–, estos artistas se equivocan en el propio análisis de sus creaciones y en la previa interpretación de sus “mensajes”. No por ello defiendo la tesis del artista “médium”, de la “inspiración” en el sentido metafísico. Simplemente: El artista no puede arrogarse, como tal, el privilegio de controlar el sentido de su obra (“¿quién es él para juzgar una obra maestra? ”), porque la obra artística, si lo es verdaderamente, no puede encerrarse en ningún proyecto subjetivo, ni contiene siquiera ningún “mensaje” individual. (Los artistas suelen responder, cuando alguien les pregunta por sus designios, que han querido ser “auténticos”, sinceros, que han querido “expresarse a sí mismos”. Pero, ¿qué es ese sí mismo, y qué interés artístico puede tener, anteriormente a la propia obra?) El artista, como el científico, debe controlar las técnicas “formales” de realización de un material cuyo sentido siempre le desborda y determina que esas técnicas puedan ser siempre algo más que instrumentos al servicio de necesidades preestablecidas.

3.° La significación constitutiva que atribuimos a las fuerzas de producción obliga inmediatamente a plantear los problemas vinculados al análisis de las ciencias de una sociedad determinada en su contexto interno con otras formaciones objetivas constitutivas del mundo –del “espacio ambital”– de esa sociedad, y, por tanto, de la propia “conciencia social”. Si nos mantuviésemos en la perspectiva instrumentalista de las fuerzas de producción, el análisis materialista se polarizaría hacia la determinación de las condiciones sociales o psicológicas que impulsan o bloquean la tendencia hacia la ciencia (es un análisis, por otra parte, muy fecundo, pero que siempre debe partir ya de la realidad de las ciencias como dadas, en un estado determinado; en otro caso, la apelación a la “necesidad instrumental” de la ciencia física, pongamos por caso, atribuida a una sociedad progresiva –progresiva porque “necesita” esa ciencia–, es la apelación a la virtus dormitiva). Porque es preciso llegar también a entender las razones de la cristalización o disolución de esos mismos objetos del desencadenamiento de las fuerzas de producción constitutivas, o del agotamiento de esas mismas fuerzas.

A) En cuanto a las “razones del desencadenamiento”, deberemos ir a investigar en la estructura del “mundo” de la sociedad de referencia (hablar del “genio de los griegos” para las matemáticas, como razón de la matemática griega, es, desde luego, otra vez, la virtus dormitiva; pero eso no debe hacernos olvidar que también es preciso considerar los determinantes biológicos, aunque ellos solo se erigen en razones por la “mediación” del mundo). Ahora bien: el materialismo histórico no es más materialista por considerar estos determinantes “mundanos” como accidentales, supraestructurales, aunque se les otorgue una función. Basta pensar en el lenguaje nacional, en la estructura de su “doble punto de articulación”, base de toda ulterior posibilidad del pensamiento científico, y la importancia de las tesis de Stalin sobre la Lingüística, no podrá ser nunca suficientemente ponderada en el contexto del desarrollo doctrinal del materialismo histórico. Creer que el materialismo histórico, como método de la historia de la ciencia, consiste en buscar las conexiones directas –y, además, de tipo causal–, entre el estado de una ciencia determinada y la estructura jurídico-social de un modo de producción, es un grave error. Eso no es materialismo histórico, sino sociologismo, porque reduce la Idea de “base” a uno solo de sus componentes: las “relaciones de producción”.

B) Asimismo, el análisis de los “mecanismos de limitación” de las fuerzas de producción constitutivas –mecanismos de limitación, es decir, razones por las cuales ciertas fuerzas de producción se mantienen en sus órbitas sin que pueda decirse por ello que están “bloqueadas” en ellas–, podrá ser un análisis materialista aunque se atenga al análisis de la estructura “mundana” de esas mismas fuerzas, en cuanto fuerzas constitutivas, sin que sea preciso ponerlas en conexión instrumental con los intereses o necesidades de grupos sociales, reducidos a su forma jurídica o psicológica. Las razones de Koyré podrán ser discutidas, pero no son, por sí mismas, idealistas. “Los griegos no pudieron desarrollar una tecnología en el sentido moderno porque no disponían de una Dinámica”. Sea –dice M. V.– pero, ¿por qué no disponían de una Dinámica? M. V. sobreentiende que esta pregunta denuncia definitivamente la tesitura idealista de Koyré. Porque la única respuesta “materialista” que M. V. cree posible ya dar a esta pregunta recurrente (“¿por qué los antiguos no desarrollaron una Dinámica?”), es de este tipo: “Porque el modo de producción esclavista confinaba las técnicas mecánicas al nivel de las ocupaciones banaúsicas, y porque la mano de obra esclava las hacía superfluas”. En modo alguno trato de negar la legitimidad de la exploración de estas conexiones. Sólo quiero subrayar que estas conexiones son abstractas, no deben ser sobreentendidas como conexiones causales y, mucho menos, cuando esta causalidad se da como inmediata, por tanto, como razón formal de la pregunta: “¿Y por qué los antiguos no desarrollaron una Dinámica? ”. Más verdadero que apelar a la estructura jurídica de la sociedad antigua (y, en particular a los prejuicios, en rigor sobreestructurales e ideológicos, acerca de los oficios banaúsicos, a los que apela M. V., como Farrington y otros), me parece invocar la circunstancia (que, si es supraestructural, no lo será menos de lo que lo son aquellos “prejuicios” helénicos) de que los antiguos desconocieron el cero. Es decir, por tanto, que la Aritmética antigua clásica no contenía el “grupo de la adición” (en el cual el cero es el “elemento neutro”), ni el “cuerpo” de los números racionales (que son la base de toda medida física), ni tampoco el “cuerpo” de los números reales (cuestión de los irracionales) sin el cual no es posible el Cálculo diferencial, ni, por tanto, la Dinámica en el sentido moderno. Estas son razones formales (salva veritate), que nos explican por qué los antiguos no desarrollaron una Dinámica, de la misma índole que cuando explicamos internamente y formalmente las razones por las cuales los griegos no podían haber desarrollado la Geometría analítica. (Para referirme a un punto muy sencillo: la ausencia del concepto de número negativo habría impedido a los geómetras griegos advertir la conexión entre el teorema de Pitágoras y el teorema, que consta en Euclides, que establece que la perpendicular que baja del ángulo recto a la hipotenusa divide al triángulo rectángulo en dos triángulos semejantes entre sí y al triángulo dividido.)

Sin duda ninguna, esta configuración del espacio matemático de los antiguos –que forma parte de su mundo–, debe ponerse en conexión con la estructura jurídica del esclavismo. Pero esta conexión deja de parecer instrumental en cuanto nos internamos un poco en el detalle de la propia ciencia –es decir, en la estructura de sus relaciones necesarias–, en lugar de referirnos a ellas (la “Dinámica”), de un modo global. Como la tecnología está evidentemente vinculada a la Dinámica (en parte porque brota de ella, aunque hay una realimentación muy conocida) y la tecnología está a su vez vinculada a la estructura jurídica del esclavismo antiguo, cuando pensamos a la Dinámica en el contexto de la Tecnología recibimos la clara impresión de que la causa de la ausencia de una Dinámica entre los antiguo sigue siendo la estructura jurídica del esclavismo. Pero cuando la Dinámica la consideramos en el contexto de las Matemáticas –a la que también está indisociablemente ligada– la claridad de aquella impresión se enturbia. Habría que decir: “Los griegos no crearon el cero porque no lo necesitaban, al disponer de mano de obra esclava y al considerar banaúsica la actividad mecánica”. Pero semejante concepto de necesidad sería completamente metafísico. El cero –y, mucho menos, el cuerpo de los números reales–, no es una entidad preexistente a ciertas necesidades, una entidad que sería descubierta en cuanto éstas se desencadenasen, como descubriremos un nuevo pozo de petróleo (que sabemos, por otra parte, que existe), cuando aumente la demanda de gasolina. El cero, y más aún, el “cuerpo” de los números reales, es una construcción cultural complicada con un “espacio ambiental” o “mundo” (en el que hay que incluir los mitos, las danzas o las formas de tejer), fuera del cual no podría haberse constituido. Ahora bien, decir que la apelación al “mundo” antiguo para explicar la limitación de la matemática griega, y la imposibilidad (no el bloqueo) de una Dinámica, constituye un rasgo “idealista”, equivale a mutilar al materialismo histórico del “juego” de principios que legítimamente le pertenecen, y de los cuales no puede prescindir sin quedar rebajado a un nivel excesivamente sumario y simplista.

C) Por último, tampoco es preciso llegar al extremo de negar todo sentido al concepto de “bloqueo” de posibilidades materialmente inscritas en la estructura histórica de una fuerza productiva. Pero, otra vez, este bloqueo puede ser causado, no solamente por la acción de una estructura social, en cuanto tal, sino también por la acción de configuraciones culturales objetivas, incluidas las de la conciencia social, que, por supuesto, sólo pueden pensarse en un contexto social, pero sin que puedan ponerse en dependencia causal respecto a la estructura social “sincrónica”, por ejemplo. De este modo, al bloqueo de las propias posibilidades internas de la ciencia antigua, contribuyó decisivamente la religión y, en particular, la religión cristiana. Sin duda, no es posible atribuir al cristianismo la causalidad total de esa hipotética “parálisis” de la ciencia antigua, cuyas órbitas estaban ya trazadas. Pero el “espíritu del diálogo”, por ejemplo, tampoco debe llevarnos tan lejos que se llegue a sacar del cuadro de factores determinantes de la evolución de la ciencia antigua al cristianismo primitivo. Es necesario explorar más y más en la superstición pagana –la de Juliano, por ejemplo–, y en el agotamiento de los intereses científicos en el mundo antiguo precristiano, en el sentido en que lo hace Charles Parain. Pero todo esto no puede hacernos olvidar la potente colaboración del cristianismo primitivo, como fuerza social y cultural, en el sofocamiento de la vida científica de la antigüedad y en el desinterés por esta vida científica. Este mismo olvido suelen padecerlo los historiadores cristianos, impresionados (legítimamente) por el brillo de los Santos Padres, a quienes, con razón, se les considera como herederos de la Filosofía griega. Y si ciertamente fue así, no puede olvidarse que esta herencia (San Basilio el Grande es un claro testimonio), fue utilizada precisamente en el servicio de una nueva dogmática. De suerte que, si bien en modo alguno puede decirse que la patrística significó un corte con la Filosofía griega, sí en cambio debe afirmarse que representó un desarrollo y utilización de las Ideas filosóficas griegas en un sentido que las desvió irreversiblemente (incluida la Escolástica), y las puso al margen y aun en abierta oposición, con las categorías científicas, tal como venían cultivándose principalmente en la escuela de Alejandría. Esto no significa tampoco que debamos considerar al curso que las Ideas griegas tomaron por obra de la Teología como la apertura de un paréntesis que debería ser cerrado, como superfluo, para que se operase el renacimiento de la ciencia antigua “bloqueada”. Nuevas formas de “conciencia social” pudieron configurarse en este curso, y, desde ellas, la recuperación de la ciencia antigua era más que un renacimiento, porque podía sonar con un timbre nuevo. Pero lo cierto es que no fueron tanto los esclavistas romanos, en cuanto tales, sino los cristianos, antes y después de alcanzar el poder político, quienes sistemáticamente (salvo excepciones), mantuvieron la más tenaz oposición a la ciencia griega que nunca haya existido. Por mucha voluntad de “objetividad” y “diálogo” que se tenga, no es posible olvidarse de que fue el obispo Teófilo (bajo el Imperio de Teodosio el Grande), quien destruyó el Serapeum, en donde se encontraban entonces los fondos principales de la Biblioteca de Alejandría. Y fue San Cirilo, uno de los más eminentes Padres griegos, quien con la mayor saña –en sus escritos contra Juliano– arremetió contra la Paideia griega, considerando a los libros griegos como débil y torpe plagio de los libros de Moisés. El mismo San Cirilo que (según información transmitida principalmente por su coetáneo, el historiador Sócrates), instigó al populacho cristiano de Alejandría para que asesinara a Hipatia, una de las más distinguidas mujeres de la antigüedad, comentarista del álgebra de Diofanto y de la doctrina de las crónicas de Apolonio. Estamos acostumbrados, sobre todo en España, a recordar las glorias de Santa Catalina de Alejandría y su martirio; la “rueda catalina” es una parte de nuestros relojes que colabora a mantener viva en el tiempo cronológico la memoria de este asesinato. Pero él no debe hacernos olvidar que fueron bandas de frailes cristianos quienes, a su vez, asesinaron a Hipatia, arrancándola la carne, al parecer, con las conchas puntiagudas de unas ostras. Por supuesto, que estas realizaciones del fanatismo sólo tienen sentido en el contexto de un determinado mundo social, que es su motor; pero los contenidos del fanatismo pueden ser muy diferentes, y son estos contenidos los que es preciso poner en conexión con las estructuras generales del espacio ambital histórico de la sociedad considerada.

¿No será, en resolución, el mismo “hecho” del colapso de la ciencia antigua aquel que la crítica filosófica –que procede a partir de la misma Idea de “hecho”–, debe poner en cuestión? Porque pudiera ocurrir que nuestra ignorancia consistiera, más que en el desconocimiento de las causas de los hechos que existen, en el “conocimiento” de las causas de los hechos que no existen. ¿No es el hecho del bloqueo de la ciencia antigua uno de esos hechos a los que podría haberse referido el quiasmo de Fontenelle?

Gustavo Bueno

[ La editorial Ayuso publica en 1971, traducido al español, un opúsculo del filósofo portugués y militante del Partido Comunista Português, desde los primeros años treinta, Vasco de Magalhães-Vilhena (São Tomé 5.VII.1916-Lisboa 3.VIII.1993), que entonces vivía en el exilio (regresa a Portugal tras la “revolución de los claveles” del 25 de abril de 1974), y encarga a Gustavo Bueno un prólogo para esa edición española. Ese texto de Magalhães-Vilhena, traducido por Geneviève Corcelle, había sido expuesto en una conferencia pronunciada el 7 de diciembre de 1965 en la Universidad Martín Lutero de Halle-Wittenberg (República Democrática Alemana), como comunicación presentada al coloquio internacional Probleme der Spätantike (Berlín, 29 de noviembre-3 de diciembre de 1965), organizado por el Institut für Griechisch-Römische Altertumskunde de la Deutsche Akademie der Wissenschaften (RDA). El prólogo de Gustavo Bueno a Desarrollo científico y técnico y obstáculos sociales al final de la antigüedad, Editorial Ayuso, Madrid 1971, ocupa las páginas 9 a 28, y el texto de Magalhães-Vilhena las páginas 31 a 89. Seguimos el texto de esa edición impresa. ]