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Gustavo Bueno

Domingo

1951


Estamos naturalmente inclinados a considerar a los grandes hombres desde el solo punto de vista de su grandeza. Preferimos atender únicamente a sus cualidades excelentes, a sus victorias espléndidas, a las horas brillantes de su vida: construimos, de este modo, una figura tan desprovista de humanidad como llena de buena intención. Por esto es explicable, y aun necesaria, esta natural inclinación, pero insuficiente. A fuerza de prescindir en el hombre extraordinario de todos los estratos ordinarios, y hasta vulgares, de su existencia, acabamos por encarecerlo de tal manera, por darle, hecho idea, tales vueltas en nuestro entendimiento, que, como la piedra de la honda, se nos escapa por completo de nuestra órbita, se nos hace anormal y extraño, distinto de nuestro modo de ser, se nos deshumaniza. Rebosante de virtudes, pierde la más importante para nosotros, la del ejemplo; porque un ser de tan excepcional naturaleza resulta inaccesible y nos exime de imitarlo. Acumulando maravillas, se nos ha escurrido por entre los dedos el más maravilloso, el más tremendo juego que el genio ha tenido que librar con su ser más crudo y realísimo. Será necesario que lo tengamos muy presente para que la grandeza llegue a ser verdaderamente humana, y, también, verdaderamente edificante.

¿Qué suele ser El Santo para nosotros, los que definimos como un don nuestra condición de calceatenses? Santo Domingo es un ser excepcional, pero sólo excepcional. Es un ser que corta encinas seculares con una hoz, que restituye la vida a un peregrino, que construye un puente mediante procedimientos insólitos; y todo ello lo hace con exquisita naturalidad, sin esfuerzo, sin prestarle importancia, porque –nos agrada pensar– es efectivamente un ser excepcional.

Pero es necesario que consideremos también el imponente combate, la lucha durísima que hizo posibles tan brillantes resultados. Lo son, ante todo, porque son una victoria: la luz no sería luz si no tuviese sombras que alumbrar. La santidad adquirirá todos sus valores ejemplares cuando comprendamos profundamente que Santo Domingo, antes que santo, y precisamente para serlo, fue, con todas sus limitaciones, Domingo.

Y entonces podemos imaginarlo, en plena adolescencia, en las aulas del Monasterio de Valvanera. Tras de una infancia libre, independiente, como pastor de las ovejas de los nutridos rebaños de su padre, clima propicio para el nacimiento de una poderosa personalidad. Domingo se dispone a luchar con el enemigo más solapado y más tenaz: la Ciencia. Al combate va sin duda equipado con las mejores armas: un espíritu excelentemente dispuesto, una inevitable conciencia de superioridad –él, que está acostumbrado a tratar a sus compañeros como a sirvientes. Un noble afán de superación anima a Domingo: su alma ha llegado a la consciencia perfecta de sí misma: ha entendido su situación, y quiere atenderla seriamente. Pero –y ésta fue su originaria limitación–, Domingo, tan discreto, tan bien dotado en virtudes prácticas, encuentra dificultades insuperables en el estudio. Una imprevisible lentitud de comprensión le impide progresar conforme a los planes de los suyos y a los propios; y aquella sensación de superioridad innata, que le acompaña siempre como una espuela, le subraya todavía más esta dolorosa impotencia. Sin embargo, Domingo, “ni el rato más breve daba al vicio, trabajando incansable de día y de noche, y repitiendo súplicas a la Reina del Cielo. Pero aprovechó poco todo su desvelo, aunque prosiguió con él en sus estudios, porque fue poco lo que llegó a saber”{1}. Pero justamente es esta limitación la más desconsoladora, la más punzante de todas las limitaciones que pueden llegar a una conciencia. Cuando ella no se supera enseguida –como sucedió a Domingo– la voluntad desiste y se tuerce jadeante, renuncia a tener un puesto entre los hombres. Una terrible sensación de fracaso quebranta todos sus afanes y sólo una vida miserable, ocupada en envidiar y en odiar, le es posible. Desde aquí podemos ya medir la lucha, el esfuerzo, el combate constante que fue la vida de Domingo. Un alma generosa la alimenta; y, cuando a una conciencia vigilante, que posee el saber de sus propias limitaciones, va uncida una voluntad poderosa, ese saber deja de ser freno y se transforma en estímulo irresistible, que exige perseverar y que no se conforma ya con las ambiciones que al prójimo agitan. En los largos años en que Domingo fue estudiante en Valvanera, germinó esa obscura, pero ya insaciable, voluntad de poderío que brota, en torrente, de las almas introvertidas y puras.

Cuando, ya mozo, murió su padre, y Domingo volvió a Viloria, debieron parecerle muy poco los afanes de sus paisanos. Es muy probable –y los textos lo insinúan– que sus familiares, en especial, su madre, le aconsejasen el matrimonio, para que así se hiciese cargo, con absoluta solemnidad, de la hacienda patrimonial. Pero Domingo está empeñado en un negocio interior que señorea ya todo su espíritu. Pese a las súplicas maternas, Domingo está decidido a tomar estado religioso: Dios es el solo objeto condigno de su voluntad madura.

Domingo volvió, pues, a Valvanera, pero esta vez resuelto a no salir jamás. Solicita del Abad benedictino, su antiguo Maestro, ingresar como religioso en el Monasterio. Pero éste, acaso por no creerle apto, le niega su demanda. Domingo queda desolado; Valvanera, su hogar, le retira su calor. Deprimido, acude al Monasterio cercano –al de San Millán– aconsejado seguramente por el propio Abad de Valvanera. Con lágrimas en los ojos, expone al nuevo Abad su súplica; se encomienda a San Millán, buscando su intercesión. Pero el Abad de San Millán tampoco accede: “Abbas autem ipsum refutavit”, dice el texto del Legendar. Asturicen.

Yo quisiera en este punto excitar, con la mía, la compasión de vosotros, calceatenses. Sólo así lograremos vivir en nosotros, como debemos, el dolor inmenso, insufrible, que, ante tan incomprensibles fracasos, llena el alma de Domingo. Su voluntad ha desfallecido un instante: a Viloria no puede volver; Domingo marcha deprimido: “exiit, nesciens quo iret”: no sabe donde ir; no ha encontrado todavía su camino. Recorre las montañas mismas que recorrió San Millán: en ellas vio a algunos ascetas que dedicaban sus horas, solitarios, a hablar con Dios. Su voluntad es ya inexorable: si al mundo no quiere volver, y los Monasterios le niegan la entrada, construirá él para sí su propio Monasterio, para vivir, también, solitario, en contacto con Dios. Baja de las montañas y llega a los bosques. Unas leguas más, encuentra un palacio en ruinas –el que después sería el Hospital– y una ermita –la de la Plaza–. El paraje es hermoso: Gonzalo, el de Berceo, pudo hablar de él:

“manaban cada canto fuentes claras, corrientes,
en verano bien frías, en invierno calientes”.

Es hermoso y desierto; reúne los dos requisitos que inclinan a la meditación profunda. Allí decide quedar Domingo.

En las horas largas, tranquilas y turbulentas, de los cinco años que permaneció Domingo en este lugar solitario, su espíritu, reconquistándose poco a poco a sí mismo, fue templándose lentamente como un acero. Un calor religioso de purísima estirpe consolidó en su espíritu, y en la música encontraba –dicen los textos– inagotables motivos de sosiego. Durante estos cinco años, Domingo, sin ver más que a algún perdido caminante de vez en cuando, consigue la victoria suprema: vencerse a sí mismo. Disciplina sus pasiones vehementes –que podemos percibir en la intensidad de sus cilicios–; purifica su alma de todo rastro de envidia o resentimiento. A todos ha perdonado, porque se siente, por fin, desde sus encinas verdecidas, en el seno de Dios, Nuestro Señor.

Y entonces es cuando Domingo comprende, lleno de sí mismo, que no puede permanecer clausurado en sus virtudes. Es necesario volver a los hombres; ahora ya no va a pedirles, sino a darles, a repartirles a manos llenas su espíritu riquísimo, superabundante. Domingo tiene noticia de que un hombre excepcional, Gregorio, predica a pocas leguas de su ermita. Corre a su lado, en busca de instrucción y de consejo. Gregorio le consagra sacerdote y Domingo puede ya atender en todo a los peregrinos que, en número creciente, pasan cerca de su vivienda. Domingo ha encontrado ya su camino insobornable. La voluntad ya no declinará ni un instante. Ante su imperio se rinde un bosque de encinas. Él solo construye, con energía arrebatadora, la calzada; levántase el puente y el Hospital; los peregrinos tienen ya un hogar, y una Ciudad nueva, la nuestra, se insinúa, construida por los esfuerzos de una voluntad inexorable. Cuando Domingo agoniza, ofrece su cuerpo, ya cansado, a la nueva ciudad: que su sepulcro forme también parte de ella, y que piedras labradas lo circunden.

En Domingo admiro yo, tanto como sus milagros exteriores, visibles, el milagro interior, invisible, de una voluntad purísima y terrible a la cuál, calceatenses, nos debemos. ¡Si algo de ella se propagase, como un incendio, en cada uno de nosotros y el sepulcro de Domingo pudiese rodearse de nuevas e insospechadas piedras, calceatenses!

Gustavo Bueno Martínez

——

{1} González Texada: Historia de Santo Domingo de la Calzada, Madrid 1702, pág. 28.

[ Publicado en el Programa de Fiestas del Santo 1951, Santo Domingo de la Calzada, mayo de 1951, 3 páginas sin numerar. ]