Gustavo Bueno
Santo Tomás, libertador
Discurso pronunciado en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, el día 7 de Marzo de 1950
Excelentísimos señores; Magnífico y Excmo. señor; Ilustrísimos señores; Ilustres compañeros; señoras, señores:
Un sentimiento profundo de responsabilidad me invade en este momento al proponerme, como representante de la Universidad civil, ofrecer ante la gravedad de esta Asamblea, una verdad tan grave como la de Santo Tomás, libertador.
Tarea solemne es, en efecto, la de numerar a un hombre entre los libertadores de la Humanidad; pero lo es en grado insuperable cuando nos interesamos por la libertad, no ya de nuestra conducta biológica o política, no ya de la libertad de arbitrio de nuestros actos, sino de la misma libertad de espontaneidad de nuestro ser, de la libertad de nuestro Espíritu.
Porque sin el Espíritu, no sería el hombre algo muy distinto de los mamíferos superiores; su morada no sería la Ciudad y su destino la muerte. Por eso, si el espíritu estuviere sometido a la coacción de energías extrañas a su propia esencia, que le impidiesen desplegar sus virtualidades más nobles, un hombre que pudiera detener el impulso de su poderío, debería ser llamado Libertador, y libertador supremo.
Mas, ¿Qué es el Espíritu? Si quisiéramos obtener una intuición de él en tanto que en su pura espontaneidad procede, inmune de todo vínculo, suelto y ágil por sus propios territorios, no deberíamos representárnoslo como una energía al lado de las demás, solo que sin otra regla que sus propios designios, desmesurados y orgullosos, como soñó siempre el hombre romántico. Si, movido por oscuras ansias, el Espíritu intenta destacarse sobre las demás cosas para iniciar un pretendido diálogo consigo mismo en su interioridad insondable, nunca logrará saltar por encima de su esencia de animal racional. Pero ¿Habéis meditado alguna vez lo que significa participar de la animalidad? Significa representar el papel de simple pieza de esta inmensa maquinaria que llamamos Universo. Clausurado en sus perfecciones determinantes, el hombre es un instrumento y ello, para quien posee un ánimo servil, constituye seguramente una ventaja. Mas ¿Podrá el animal racional evadirse de su condición de parte, dejar de ser una perfección más entre las infinitas que colaboran a la unidad del cosmos? ¿Existirá algún camino para que el Hombre se eleve a un estado sobreinstrumental, superior a su particular limitación, de suerte que pueda de algún modo afirmarse de él que no es una cosa más entre las otras cosas? Sí, porque el hombre es racional. Porque la sublime ambición sólo podría coordinarse con la necesidad de seguir incardinado al Universo de los finitos si, sin dejar de ser parte, pudiese de algún modo ser la unidad de todas las demás partes. Y es así que el espíritu en acto es primariamente conocimiento: y –dice Santo Tomás– “por el conocimiento el espíritu se hace, de algún modo, todas las cosas”.
A condición de que, sin actuar él mismo, se limite a recibir las esencias de las cosas, el Espíritu es verdaderamente libre en el conjunto del Universo; entonces es también libre en sí mismo, en tanto que nada le contrae a sus exclusivas fronteras. Sólo entonces es también verdaderamente feliz, porque ha progresado hacia sí mismo en tanto que se ha hecho otro, en cuanto otro, sin perderse a sí mismo.
Pero, por un maravilloso designio, el espíritu del hombre no actúa en un mundo puro de espíritus, sino frente a un Universo material. El mismo es consustancial a un cuerpo viviente. Necesariamente, serán las perfecciones de este Universo material las que deberán congregarse en su interior antes que ninguna otra. Solamente a partir de ellas, y desde ellas podrá recibir naturalmente otras perfecciones ontológicas, incluso la Perfección suprema, la causa primera en cuyo interior todo es luz, porque no tiene mezcla de potencia.
Si pues en vez de abrirse de par en par ante las cosas materiales, para recoger su esencia mediante las ciencias positivas y filosóficas, pretende el Espíritu ensimismarse en su Universo, debemos percibir la coacción ejercida por su propia finitud. Vive encadenado a sus individuales apetitos y representa tan solo una parte instrumental del universal artificio. Ha dejado amortecer su más íntima perfección, la de unificar en sí mismo todas las demás perfecciones del Universo y él mismo, pero en tanto que es puro unificador. Porque el progreso del Espíritu hacia sí mismo sólo a precio de inmensos dolores puede el animal racional llevarlo a efecto. Tan fuerte fue siempre la llamada de la Naturaleza, la inercia del ser-sólo parte, que el Espíritu hubo de ignorar su propia esencia y, encadenándose a su limitación, necesitó creer que podía fundar un mundo a espaldas del Universo de los cuerpos, y, con Sócrates, se atrevió a insinuar que en la vía de la interioridad encontraría el principio de su esencia; Aristóteles predicó, con la gravedad suficiente, la sublime verdad; pero su voz hubo de ahogarse entre las angustias de la disolución del imperio de Alejandro y tras los clamores de las legiones romanas, como un eco lejano, quedaba enmudecida su clásica serenidad. San Agustín exclamaba:
No quieras ir fuera. Vuelve a tí mismo. En el interior del hombre habita la verdad.
Porque el espíritu había llegado a creerse de sí mismo que sólo como actividad pura, desinteresada en su grandeza por las cosas del Universo, alcanzaba los umbrales de su propia esencia. Una iluminación interna lo vuelve activo y en sí mismo, como una mónada, encuentra la cifra de la máxima realidad. La enseñanza de la Iluminación, que procedía de Plotino, fue recibida fervorosamente por los hombres de la Alta Edad Media. San Agustín y San Anselmo; Máximo el Confesor y el pseudo Dionisio; Avicena, Avicebrón y los pensadores sirios, la transmitían cuidadosamente e imperando por doquier encadenaba al Espíritu a los distritos de su propia sombra. Ciertamente, solía concederse en el siglo XII que el mundo corpóreo solamente a través de los sentidos podíamos asimilarlo. Aristóteles pervivía en esta esfera. Pero el conocimiento del alma, el conocimiento de Dios y el mundo espiritual, y la intelección de los primeros principios, estaba condicionada por una iluminación interior, ajena a los intereses sensibles; pero estos elementos espirituales son precisamente los que podían constituir en universo el material pobremente organizado que prestaba el sentido. Ellos son, como enseñaba Plotino, una luz que procede directamente de Dios, como el Sol sin cuya lumbre el mundo entero ingresaría en el reino de las sombras.
Tal es el modelo de doctrina que cristaliza en la obra clásica de Lombardo, el maestro de la Alta Edad Media. Alejandro de Hales, Buenaventura y el mismo Rogerio Bacon participaron apasionadamente de esta creencia. En ella el Espíritu parece que ha sufrido una mutilación de una de sus más asombrosas propiedades: la de cooperar siempre con el cuerpo. Parece como si suspendidas no se ejercieran sus posibilidades; una falsa disposición lo aprisiona: un divorcio absoluto entre la ciencia cotidiana y la ciencia suprema: el Espíritu aparece recluido en sí mismo, nada menos que una ayuda especial de Dios era precisa para que pudiese entrar en un mundo también específico, pero le seguía prohibido dominar el mundo de los cuerpos. Y en esta creencia, además, las relaciones entre la sabiduría natural y la sabiduría sagrada se llenaban de tinieblas y el hombre mal podía iluminarlas: porque la fe era una revelación, pero ¿Acaso no puede ser llamada así también la divina Iluminación que desciende sobre cualquier entendimiento cognoscente?
Tomás de Aquino es el primero entre los pensadores de occidente –es decir, de esta cultura que germinó sobre las ruinas del mundo clásico– que predicó de un modo terminante y severo la necesidad de abrirse al exterior, enseñando, cinco siglos antes de Locke, que la experiencia sensible es la única fuente de los conocimientos naturales y que el Espíritu sólo logrará asimilar las perfecciones que le son ajenas cuando segregando toda actitud de insana autonomía se deje penetrar por los estímulos del mundo exterior en actitud reverente y puramente especulativa. Porque el Espíritu, en tanto que conoce, dice Santo Tomás, es un entendimiento que padece: un entendimiento puramente receptivo de los seres objetivos a los cuales reúne en su universo intencional cuya unidad se consuma en él y mediante la cual deja de ser una parte entre las otras en el conjunto de las cosas. Una luz de singular actividad, el entendimiento agente, brota ciertamente de la más pura individualidad del Espíritu: pero esta luz no conoce, se refleja tan solo en los mensajes que proceden de fuera y sólo sobre ellos, a fin de que puedan recaer en el entendimiento paciente, que en intencional fusión logra asimilárselos, sin perder nada de sí mismo. ¿Cómo podría ser de otro modo? Nadie se atreverá a afirmar que somos naturalezas separadas, espíritus puros. Somos, si cabe, algo, aunque más imperfecto, más asombroso todavía: espíritus unidos íntimamente, sustancialmente a una naturaleza animal; tan íntimamente unidos que, cuando falta el soplo espiritual se destruye también nuestro organismo; y por el contrario, cuando está presente, una energía superior anima a nuestro cuerpo, y le hace capaz de constituirse en el dueño de la tierra:
Díjose entonces Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre las bestias y sobre toda la tierra y cuantos animales se mueven sobre ella.
Y así necesariamente todo lo que el hombre recibe debe recibirlo según la naturaleza de su estado de composición. Lo que es puramente corporal deberá, no espiritualizarse, pero sí inmaterializarse; y lo que es espiritual deberá también hacerse homogéneo con la naturaleza humana en la aprehensión analógica. Pero en lo material hay vestigios siempre del Espíritu: en el Espíritu no los hay de la materia. Por consiguiente será necesario que esté siempre presente el contacto con los estímulos del mundo exterior; porque de éste podemos ascender al mundo del Espíritu y así configurar íntegramente dentro de nosotros las relaciones mismas que “por encima y debajo de las estrellas” constituyen el Universo y él se espiritualizará en nosotros en un mundo inmenso interior, que llamamos entendimiento y por el que quedamos convertidos sin perdernos en las otras cosas.
El joven dominico –escribe el padre Callus– derrumbaba así la ciencia tradicional. Y por eso Peckham veía sus innovaciones imprudentes. Y Kilwardy en su célebre epístola, lo consideraba peligroso; y Guillermo de la Mare, en su “Correptorium fratris Thomae” se aplicaba, entre denigraciones, a restituir los pensamientos a la tutela del Binarium famosissimum, y, en fin, el obispo Tempier, creyó ser su deber el condenarlo.
Pero Tomás había enseñado al Espíritu, en verdad, a romper las cadenas que le clausuraban, y le clausuran en su propio círculo, disponiéndolo para recibir las innumerables esencias del universo material, en cuya cumbre se insinúa el inmenso resplandor del Acto puro. Había dejado dicho en el De Veritate:
Una cosa cualquiera puede ser perfecta de dos modos. Primeramente según la perfección de su propio ser, que le conviene según su propia especie. Pero, porque el ser específico de una cosa es distinto del ser específico de otra, resulta que en toda cosa creada falta a la perfección por ella poseída tanta perfección absoluta cuanta poseen todas las otras especies, de tal suerte que la perfección de una cosa considerada en sí es imperfecta pues es parte de la perfección total del Universo, la cual nace de la reunión de todas las perfecciones particulares. Por eso, como remedio de esta imperfección hay en las cosas creadas otro medio de perfección según el cual la misma perfección que es la propiedad de una cosa se encuentra en otra. Tal es la perfección del cognoscente en cuanto tal, porque en cuanto conoce, lo conocido existe en cierto modo en él… Y según este modo de perfección es posible que en una sola cosa particular exista la perfección del Universo entero.
Si Tomás enseñó de nuevo, y definitivamente, a los cultivadores de la ciencia, el modo de disponernos para este recibimiento, liberando al Espíritu de sí mismo mediante la reverente contemplación de las cosas que fueron creadas, deberemos, hoy más que nunca, frente al subjetivismo y existencialismo de protestante abolengo que padecemos, levantar como bandera la enseñanza de Santo Tomás, el libertador.
HE DICHO
Salamanca a 7 de Marzo de 1950.
{ Transcripción del texto contenido en 13 cuartillas mecanografiadas, que ha permanecido inédito más de setenta años, hasta octubre de 2020. }