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José de Salvador, Compendio de la vida y milagros de Santo Domingo de la Calzada (1787) Vida Milagros Novena

 

Compendio de la vida de Santo Domingo de la Calzada

capítulo i
De lo que se sabe hizo el Santo hasta los diez años de su edad

El Bienaventurado Santo Domingo, luz del mundo, gloria de España, y lustre admirable de la Rioja, nació por los años de 1019 en la Villa de Villoria, Pueblo de la dicha Provincia, dos leguas al Poniente de la Ciudad de la Calzada. Sus Padres fueron Ximeno García, y Orodulce, sobre Nobles, y virtuosos, ricos de hacienda, como lo acreditan las donaciones, con que explicaron sus piadosas últimas voluntades.

Los primeros años de su Vida con las circunstancias de su Nacimiento, se ignoran del todo, o porque quiso el Cielo dar a entender, que no nacía para el mundo, o porque no experimentó los impedimentos de la infancia, según lo dijo San Ambrosio del Bautista. No obstante, siendo providencia ordinaria del Altísimo, proporcionar en sus criaturas el principio con el fin, habiendo sido este en nuestro Santo un grado de perfección, que lo singulariza entre los muy aventajados, lugar nos queda para discurrir, que le acompañó desde la cuna aquella serie de virtudes, y gracias con que resplandeció como Astro de primera magnitud en el Hemisferio de la santidad.

A los cinco años de su edad ya lo encuentro Pastorcito de las ovejas de su Padre, a imitación del antiguo José, cuyo empleo le previno el Omnipotente para imbuirlo en la inocencia con que después había de acreditar su infinita sabiduría. Tan tierno abandonó el mundo, y dio principio a la vida del desierto, experimentando desde luego los frutos de la soledad; pues desnuda el alma de las impresiones, que aun en los niños suelen hacer los objetos profanos, dio el primer lugar en su entendimiento a la grandeza de Dios, a quien ya empezaba a venerar informado con excelencia de aquella luz, que según San Juan alumbra a cuantos hombres pisan los umbrales de esta vida. (Illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum. Ioan, c. I.)

Como por su buen temperamento, crianza, y retiro lograba la más bella disposición en sus potencias, convidó a la mano del Creador a dibujar en ellas como en lienzo terso, y limpio aquellas imágenes, que mas lo condujesen a la unión con su Divina Majestad. Por esta razón lo considero todo el tiempo de Zagal remontado sobre sus años, y suspenso en cierto modo con el eco, que hacía en su corazón la admirable máquina del Universo, la grandeza de los Cielos, la hermosura de los Astros, la amenidad de los Valles, la variedad de las flores, el dulce canto de las aves, y el prodigioso instinto de los animales. Miraba en cada una de sus ovejas un vivo retrato de la mansedumbre, de cuyo mudo ejemplo se sirvió para dar nuevos realces a la natural de su condición. Reflexionaba sobre la viveza con que buscaban los corderitos a sus madres, y le estimulaba a correr amorosamente apresurado hacia su Soberano Omnipotente Dueño. Por este medio se perfeccionaba cada día más, y más en el conocimiento de su Hacedor, creciendo igualmente los fervorosos deseos de poseerlo, y gozarlo.

capítulo ii
De los cinco años, que estuvo estudiando en Valvanera

En tan inocente ocupación llegó Domingo a los diez años de su edad, y siendo el único objeto del amor, y cuidado de sus Padres, determinaron darle estudios para proporcionarlo a empleos más dignos de lo distinguido de su sangre. En esta infeliz época dominaba Marte a toda España con sangrientas, y crudas guerras, con que olvidándose el manejo de los libros, el estudio de las Artes, y la frecuencia de las Escuelas, se hallaba Minerva ultrajada, y reducida al Sagrado de los Claustros. Entre otros, que convidaban al público con el pan de la doctrina, fue el de los Padres Benitos de Valvanera, a donde enviaron los suyos a nuestro Santo, prometiéndose en este Religiosísimo Taller, los mayores progresos en letras, y virtud.

Llegó el Bienaventurado Joven al Monasterio, y antes de saludar a los que lo habían de instruir en facultades humanas, fue a manifestar a la Reina del Empíreo el dulce afecto, que lo traía a tributar el más rendido homenaje a su soberanía. Sabía, que por medio de esta milagrosa Imagen descubría la Madre del amor a los hombres los copiosos raudales de su piedad, y a impulsos de este conocimiento se tiró a los pies de su Augusto Trono, pidiéndole, no aquella arrogante ciencia, que infelizmente saca a las criaturas de su esfera levantándolos a soberbios designios, sí el que le facilitase aquel uno necesario del Evangelio, que es el agradar a Dios, en quien vivía, por quien se movía, y a quien deseaba con igual ansia, que el ciervo herido la fuente de las aguas.

Esta petición acredita, que aunque nuestro Santo venía a aprender las primeras letras, se hallaba adelantado en la verdadera sabiduría. Mas a una súplica tan justa, ¿qué había de responder aquella grande Emperatriz, que asegura la hallarán propicia cuantos velaren en su presencia? ¿Qué no le concedería aquella amante Madre, que en cierto modo se entristece como otro Elcana, (Annae autem dedit partem unam tristis. I. Reg. c. I. Tristis, quia non habebat, filios, vel filias, quibus amplius daret. Hug. Card. ibid.) porque no encuentra entre los hijos de los hombres herederos de sus inapreciables tesoros? ¿Qué despacho no daría a tan tierno memorial aquella Peregrina Raquel, solícita en la presencia del mejor Esposo, por hijos en quienes hacer copia de sus finezas? (Da mihi liberos, alioquin moriar. Genes. c. 30). Ya lo dijo el efecto: concedió a nuestro Santo innumerables prendas, que lo aseguraron de su especial cariño, con que firmada la filiación con los más expresivos propósitos, se levantó de sus pies, y se presentó al Padre Abad, y Monjes, de quienes fue recibido con singulares demostraciones de amor, encargándose todos de su instrucción.

Con su auxilio aprendió a leer y escribir, pasó la Gramática, y se aplicó a otras Artes, siendo uno de sus Maestros Don Iñigo, a quien después ya Abad, donó su hacienda, como cabeza, que era de aquella Religiosa Comunidad. De nuestro Santo, dicen las Historias, que aprovechó muy poco en las Ciencias, por la grande dificultad que en ellas encontraba. De aquí le movieron algunos a juzgarlo tan ignorante, que aun no quieren concederle el que supo leer, ni escribir. Otros no acaban de ponderar su cortedad, para engrandecer la dignación Divina, que se encargó de su enseñanza.

Mas, cuando yo reflexiono sobre las operaciones de Domingo, el giro de lo restante de su vida, el feliz éxito, que daba a las más arduas empresas, el acierto con que escogía los medios; y la dicha con que por ellos tocaba en el fin, no puedo persuadirme a que fue tan torpe de talento, como lo hacen; antes entiendo, que si no aprovechó en las Artes, fue, porque sus potencias estaban ocupadas en la contemplación de objetos superiores, cuyas especies mucho antes se habían hecho señoras de su candidísima alma, según lo dio a entender el Sabio Venero. (Venero, citado por Tejada al folio 28).

YO convengo gustoso en que Dios ostentó la bondad de ilustrarlo con superior sabiduría, como después se dirá: mas también sé, que según el Ángel de las Escuelas, desde el nacimiento previene su Majestad a las criaturas con los atributos necesarios para desempeñar los muneros a que los destina su Providencia; y pidiendo los que corrieron por cuenta de nuestro Santo un talento natural, despejado, y nada escaso de luces, no es verosímil que en todos, y siempre obrase con ilustración sobrenatural; y así infiero, que Dios lo adornó al principio de su ser con esta bella natural disposición; y por consiguiente, que si no adelantó en las ciencias humanas, no fue por la rudeza, que le atribuyen, sino por no ejercitarse en ellas, que es cosa muy distinta.

capítulo iii
Pide el Hábito en Valvanera, y San Millán, y se lo niegan, por altos juicios de Dios

Entregado Domingo, como queda dicho, a la contemplación de las cosas Divinas, más que al estudio de facultades humanas, se halló al fin de los cinco años señor de sí, superior al mundo, y aficionado a los Monjes, en quienes admiraba tal uniformidad de vida, que discurría ser una el alma, que los animaba. Esta consideración produjo en su interior una centella del Divino fuego, que si no se manifestó por entonces, no tardó mucho a humear en la fragua de su corazón. Volvió a su casa en este tiempo, en que conjeturan los Historiadores fue la muerte de su Padre. En ella bebió sin duda el último desengaño, con que nuevamente persuadido, como otro Eclesiastés, de que todo cuanto residía debajo del Sol era vanidad, se determinó a abandonarlo con la más generosa resolución. En esta ocasión añadió nuevo esfuerzo a su gigante espíritu; y atropellando con superior impulso por los sentimientos, y ternuras de su muy amada Madre, viuda, y sola, se volvió a Valvanera, arrastrado de los ejemplos, que ya le habían cautivado el alma.

Entra enamorado por aquellos devotos Claustros, llega a la presencia de María Santísima su singular Abogada; implora de nuevo su protección: y fiado en que le facilitaría lo más conveniente para su alma, pide con la mayor humildad a los hijos del Gran Benito, lo alisten en su amable compañía, concediéndole en el Hábito una prenda del favor de tan santo, y poderoso Patriarca. ¿Quién diría, que el fervoroso Domingo había de encontrar dificultad en la ejecución de una empresa, que solo dependía de los Monjes, que tanto lo estimaban, y a quienes con tanta fidelidad correspondía? Pero es Dios inescrutable en sus juicios; y conforme a ellos dispuso, que no solo en Valvanera, sino también en San Millán le negaran Hábito después de muchas lágrimas, y ruegos.

Aquí veo a nuestro Santo en uno de los mayores apuros en que suele poner el Divino amor a sus verdaderos Siervos. Hallase herido de su dardo; va en busca de la mano, que lo tira; ocultase a su conocimiento, y queda, como la Esposa en la calle del mundo, preguntando afligido a cuantos la paseaban, si han visto al Amado de su alma.

No pudo disimular más aquel Amante Divino Esposo, que se recrea en el desvelo, y solicitud con que lo buscan los Justos; y en medio de tan sensible borrasca le inspiró fuese a un venerable Ermitaño, que vivía en los montes próximos a San Millán, asegurándole el remedio en su comunicación. Respondió puntual a esta voz, y como otro Antonio se partió apresurado en busca del nuevo Pablo. Dirigido del Señor lo encontró en lo escabroso del Desierto, alegre, benigno, afable, favorecido de Dios, y lleno de caridad. Inspirado de ésta, se ofreció a nuestro Santo para cuanto pudiera ceder en su alivio, y consuelo. Valiéndose Domingo de la ocasión, que le ofrecía el Cielo para su desahogo por medio de su Ministro, le descubrió el corazón manifestándole sus principios, sus deseos, su vocación, con lo demás que podía contribuir a la recta dirección de su espíritu; y por último le rogo lo admitiese en su compañía.

Al punto conoció aquel diestro Lapidario los quilates de este diamante; y después de soltarle las dudas, y confortarle el alma con palabras de vida, le aprobó la determinación, le ponderó el estado de Ermitaño, le puso por delante los ejemplos de los Pablos, Antonios, Hilariones, Macarios, y otros muchos, que pisando las conveniencias con que les brindaba la mujer de Babilonia, habían santificado los desiertos de Egipto. Para la ejecución de tan fervoroso designio, le ofreció su Celda, y Ermita; y solo se negó a vivir en su compañía, porque no lo sufría su profesión.

Alegre Domingo al ver aprobada su resolución por un Maestro de tan aventajado espíritu, le agradeció (sin aceptar) la oferta de la habitación, seguro de que Dios le dispondría donde poner por obra sus pensamientos. Por despedida se dieron un estrechísimo abrazo, y ofreciéndose el sufragio de sus recíprocas oraciones, se partió nuestro Santo entregado a la divina Providencia, en busca de otra soledad para establecer su nueva vida, la que encontró muy al propósito en una parte de la Bureba, aunque el Señor Tejada juzga fue el mismo sitio donde hoy está la Ciudad de la Calzada.

capítulo iv
Vida, que el Santo observó por cinco años en el desierto

Desde aquí era menester pluma de Querubín para formar una idea digna de la asombrosa vida, que Domingo entabló en la Soledad, a donde lo condujo el Celestial Amante para hablarle al corazón.

Sentóse en el retiro como en una elevadísima atalaya, desde donde veía con más desembarazo los engaños del mundo. Superior dichosamente a él, hacía burla de sus ardides, y lo miraba como a un horrible monstruo, que fascinando las almas, las desvía de su verdadero fin, y precipita en los escollos de la vanidad, soberbia, y prostitución. Desde allí entendía como son aire sus promesas, ficciones, sus halagos, ciertos sus peligros, y deplorables los medios con que impide a los hijos de Adán el camino de su felicidad. Desde allí descubría en él tantos estrechos como pasos, y más que pasos, lazos, donde se enredan los que siguen sus banderas. Desde allí conocía más claramente la gracia, que Dios le había dispensado en sacarlo de las manos de este enemigo, y lo acertado de su elección en dejar sus delicias por la soledad.

Miraba a ésta como a una fidelísima compañera, que le había dado el Cielo para que disfrutase en sus brazos la paz, que no se halla en el mundo, y los recreos de que carecen los que viven en él. A las aves tenía por sus verdaderas amigas, porque con su canto lo despertaban a las Divinas alabanzas. Los cristalinos arroyos, eran Maestros, que le enseñaban con su conato la solicitud con que debía buscar su verdadero centro. A la tierra, se mostraba especialmente agradecido, porque veía, que no cesaba en sus producciones para proporcionarle el alimento. En el Sol, obra admirable del Excelso, contemplaba la grandeza de su Dios, a cuyo conocimiento lo conducía por la inalterable igualdad con que derrama sus luces sobre buenos, y malos. Y para asegurar del todo su felicidad, se hizo esclavo de la Reina del Empíreo María Santísima, ligándose con la cadena del más expresivo amor, para no apartarse un punto de su ajustadísima voluntad. En sus aras ponía todas las acciones, a fin de que animadas con su espíritu mereciesen la aceptación de su hijo, a quien por tantos beneficios debía ofrecerle gustoso holocausto.

Estas son las consideraciones con que Domingo se despidió del mundo, y se entregó del todo a su verdadero Dueño. Veíalo crucificado por su amor, y no pudiendo sufrir tanto exceso, lo tomó por regla para sacar todas sus obras ajustadas a las Divinas máximas. Entendió desde luego, que la vida del alma estaba en la muerte del cuerpo, y conforme a esta importantísima verdad, se impuso leyes, que sobraban para crucificar el suyo. Mirábalo como a capital enemigo, y en medio de ignorar sus rebeldías, le intimó una serie de operaciones, todas dictadas de la penitencia. Su alimento era el ayuno, su recreo la mortificación, su descanso la vigilia, su desahogo la oración, con que le hacía servir de esclavo en la casa del espíritu, el cual gozaba en paz la más sabrosa contemplación a las plantas del Amado.

Para mayor alicitivo de su devoción, edificó una Ermita a María Santísima, a quien como bellísima estrella de su norte no perdía de vista en ninguna de las empresas. (El Señor Tejada, siguiendo su primera opinión, juzga ser esta Ermita nuestra Señora de la Plaza, en la Calzada.) En su amable Soberana presencia suspiraba, oraba, se azotaba, clamaba por el remedio del mundo, y repetía muchas veces al día el sacrificio de su inocente Persona. De aquí salía a las espesuras del monte en busca de nuevas invenciones de mortificación. Si se hallaba fatigado con tanto, y tan penoso ejercicio, alzaba los ojos al semblante de la mejor Raquel, cuya hermosura le inspiraba, como a Jacob la de su Esposa, nuevo aliento para volver a sus tareas.

En medio de estas, respiraba abrasados impulsos hacia el Divino objeto, cuya mano lo tenía dulcemente lastimado. Enviábale tiernísimos ayes del corazón, para que como mensajeros suyos le dijesen, que su amor lo tenía postrado en el más sabroso lecho. Pedíale el remedio de esta amorosa dolencia, haciéndole presente, que como superior a la comprensión de las criaturas, no reconocía más Médico, que su misma Divina Persona. Representábale, que las mortificaciones del cuerpo no bastaban para su desahogo, y que la misma vida le era rigurosa muerte en cuanto le privaba de su vista, que era la vida de su alma. Estos son los golpes de espíritu con que se perfeccionaba el Amante Domingo, ostentándose manjar digno de la mesa de su amado, y disponiéndose por medio de tan delicado crisol, para salir a pegar fuego al mundo, helado con la frialdad de sus delicias, y delitos.

capítulo v
Sale Domingo del desierto por Divina inspiración, y la ocasión de que para esto se valió su Majestad

Corrían los años de mil, y treinta y nueve, cuando provocada la ira de Dios por los pecados del mundo, experimentó gran parte de nuestra España el rigor de su justicia, mediante una plaga de Langosta, que destrozaba los campos, y viñas de su solar. La Rioja, y Navarra padecían por altos juicios del Señor, mas de lleno los estragos de este contagio. Diéronse por entendidos sus habitantes, y acudieron a Roma pidiendo favor a la cabeza de la Iglesia, acreditando en esta piadosa resolución una fe viva, y una sumisión constante a la Esposa de Jesucristo.

Hallábase por este tiempo sufriendo las amarguras de una triste viuda, porque los que debían consolarla con su compañía no entraban por la puerta de la inocencia como Pastores, sino por la tapia de la simonía, como disipadores de su grey. Tal fue Benedicto IX, que comprando escandalosamente la Tiara, gobernaba en esta infeliz época la Iglesia. Y es de alabar la providencia de nuestro Dios, que sin pararse en la iniquidad del que por su empleo debía ser Santo, le envió un Ángel, para que deliberase con acierto sobre la devota Embajada de los Navarros, y Riojanos. (Don Constant. Cayet. citado por el Señor Tejada al fol. 49.) Bien mostró el efecto haber andado en el asunto el Espíritu del Señor, con cuya inspiración envió para el consuelo de los atribulados al muy Santo Cardenal Gregorio Obispo de Hostia, cuya maravillosa vida tenía puesto en gloriosa admiración al Cristianismo.

Entro este nuevo Apóstol predicando por España con un celo igual a su santidad, y espíritu. Prosiguió por las Provincias de Navarra, y Rioja, experimentando tan copioso fruto en sus almas, que a poco tiempo vieron a Dios aplacado, y su solar libre de tan cruel enemigo. La Ciudad de Calahorra, a quien su misma Grandeza hacía menos feliz por este tiempo con el dominio de las medias Lunas, recibió al Santo Legado con un amor tan fino, como hijo de su antiquísima fidelidad. (Tejada al cap. 8. fol. 52 y 53, prueba, que Calahorra se hallaba poseída de los Moros por aquel tiempo. No obstante eran muchísimos los Católicos, y con ellos hizo S. Gregorio la procesión. El año de 1045 conquistó a esta Ciudad el Rey de Navarra D. García Sánchez.) A pesar del Mahometismo se juntaron todos los Católicos en su Catedral, y después de oír la Divina palabra por boca de aquel Eminentísimo Misionero, reconciliados ya con Dios mediante la penitencia, hicieron una muy devota procesión, llevando a los Santos hermanos Mártires Emeterio, y Celedonio por las calles, plazas, y campos, y experimentando por fruto de su devoción una sensible, y prodigiosa exención de la Langosta, que tanto les molestaba.

Uno de los Pueblos, que más de lleno disfrutaron los favores de San Gregorio, fue la M. N. Y. y siempre devota Ciudad de Logroño, a donde le arrebató dulcemente la indisputable docilidad, y agasajo de sus habitantes (Don Const. Citado aquí por Tejada). El día siguiente a su llegada celebró Misa, y predicó con tal fervor, y eficacia, que estampó en los corazones de sus Vecinos el horror al vicio, el amor a la virtud, y el aprecio de la Religión, sobre cuyos fundamentos fabricaron una reforma de costumbres, que en aquellos calamitosos tiempos pudo ser modelo de los Cristianos más escrupulosos.

Nada de cuanto sucedía en Logroño se ocultaba a nuestro Venerable Ermitaño, que por abstraído del comercio de los hombres, mantenía la más contante correspondencia con el Gabinete del Empíreo. De este recibió, estando en el sueño de la Esposa, una embajada por medio de un Ángel, que aunque superior a la humana naturaleza, no se desdeñaba de ser mensajero para un hombre, que en carne mortal desafiaba a los Serafines a la esgrima del amor… Domingo (le dice) despierta, sabe que Dios te destina para empresas mayores, y te manda dejes este sitio, cuyo solitario morador has sido cinco años, y vayas a Logroño, donde hallarás al Obispo de Hostia, de quien su Majestad es servido seas Discípulo. El te enseñará cuanto puedes desear, y te guiará por el camino, que la Providencia Divina te tiene dispuesto. (D. Constant. ubi sup.)

Este fue el recado, que el ángel dio de parte del Señor a Domingo; y aunque como zanjado en los más sólidos fundamentos de espíritu, dudó, semejante a Pedro, si era Entusiasmo del sueño lo que había visto, vino a asegurarse en la verdad de la revelación con otro prodigio, poco usado aun entre los más regalados siervos de la suprema Majestad. Agitado de la duda fue a la presencia de María Santísima, en donde encontraba la solución de todas sus dificultades; tomó un instrumento de cuerda, con que solía hacerle música al tiempo de rezar sus horas, y lo hirió con tal dulzura, que vino sobre él el Espíritu de Dios, reproduciendo en su siglo los admirables excesos, que experimentaron un Eliseo, y un David al tañer aquel el Salterio, y este el Arpa. Por efecto de la dignación Divina, encontró escrita en el instrumento la embajada, que el Ángel le había intimado en el sueño. En esta ocasión, dice un sabio Historiador (Salazar en la Historia de S. Gregorio, fol. 165), que le comunicó el Señor el conocimiento de misterios muy ocultos, y lo hizo participante de aquella ciencia, que no se aprende en las aulas del mundo.

Asegurado de la Divina voluntad dejó el desierto, y Ermita, y llevando estampada en el alma la Imagen de la Soberana Princesa, dirigió sus pasos a Logroño en busca del Venerable Eminentísimo Cardenal, que igualmente prevenido de Dios tenía noticia de Domingo, y de los tesoros, que en él había encerrados. Sabía, que el Señor se lo enviaba para su especial Discípulo, y no ignoraba los empleos, en que lo había de ocupar, para la mayor gloria de Dios.

En tan bella sazón llegó nuestro Santo a la presencia del Venerable Obispo, arrojóse a sus pies, reconociéndolo por Maestro, y Prelado; levantólo éste a sus brazos con el amor más expresivo, y estrechándolo con ellos en su pecho, lo alistó en el número de los de su escuela con singular júbilo de su alma. Aquí le profetizo los caritativos oficios a que Dios lo tenía destinado para consuelo de los Pobres, refrigerio de los Peregrinos, y alivio de los Enfermos. Domingo, que escuchaba de boca de aquel Eminentísimo, lo mismo, que sentía en su corazón, se rindió nuevamente a su disposición, resuelto a seguirle, y obedecerle, venerando en sus mandatos la Divina voluntad.

capítulo vi
Acompaña Domingo a San Gregorio en la predicación. Muere éste en Logroño, y vuelve nuestro Santo al desierto

Luego, que el Venerable Legado descubrió en el fondo del nuevo Discípulo cuanto Dios le había revelado, dispuso hacer una Misión por algunas Provincias de España, llevando a su lado a Domingo, cuyo celoso, y abrasado espíritu, le prometía los mayores progresos en la predicación del Evangelio. Así lo experimentó por espacio de cinco años, en cuyo tiempo dicen algunos Autores, que San Gregorio ordenó a nuestro Santo de Sacerdote. ¡Alta dignidad! pero como Domingo no la necesita para ser Grande, siento menos el que no se la concedan los más de los Historiadores. (Los Eruditos PP. Volandos con la común, niegan, que fue Sacerdote.)

Sea pues Sacerdote, o Lego, no puede negarse, que pegó a muchos de los mundanos el fuego de caridad, que Dios le comunicó en el desierto. El celo de la casa del Señor le comía las entrañas, y a su impulso quitó la máscara al vicio, hizo, que la virtud saliese al público en su propio hermoso traje, y redujo los corazones más rebeldes a la contrición de sus culpas, y a una vida verdaderamente arreglada a la Ley Divina.

A vista de tan prodigiosos efectos, se aficionaba más, y más el Venerable Obispo a nuestro Santo, en quien por instantes descubría nuevos recomendables dotes, que lo hacían acreedor a toda su voluntad. De este afecto nació el comunicársele tan estrechamente, que hasta para las obras más mecánicas, que había de ejecutar en la soledad de Ayuela, le dio trazas, y aun le ayudó a la construcción de un Puente de madera, para ocurrir a la actual necesidad de los muchos Peregrinos, que pasaban por el Río Oja. De esta fábrica dice el Señor Tejada, que hay algunos vestigios entre el Puente de piedra, y las heredades, que están al Poniente, cerca de la Ermita de San Sebastián.

De aquí pasaron predicando por la Bureba, y otras Provincias hasta llegar a la Ciudad de Compostela, donde visitaron el Cuerpo de Santiago, esclarecido Patrón de las Españas. Aquí me persuado, que el Santo Apóstol dio en cierto modo las gracias a Domingo, por los nobles, y piadosos pensamientos de cooperar a su culto con tantos trabajos como tenía premeditados a beneficio de los Peregrinos. Aquí lo esforzó con su ejemplo a padecer, poniéndole por delante lo que debía a un Dios, que en tan calamitosos tiempos se había dignado escogerlo entre muchos, para manifestar al mundo su poder. Aquí le renovó la idea, que tenía formada de la vanidad de los hijos del siglo, de cuan olvidados vivían de lo eterno, y de la grande necesidad, que tenían de Varones Apostólicos, que les diesen en cara con su engaño. Aquí, por último, recibió su bendición, con que seguro de la protección del Santo Apóstol, y renovado en sus piadosos designios, se despidió lleno de ternura, y volvió a Logroño con el Santo Cardenal, que sin duda tuvo superior noticia de que había de ser esta Ciudad el término de su muy santa, y maravillosa carrera.

Apenas llegaron a ella, cuando le asaltó una ardientísima fiebre, que arrebatadamente le puso en las puertas de la eternidad. Entendió luego el Venerable Obispo, que este síntoma era precursor de su muy deseado fin; y llamando a Domingo, cuya santidad le tenía absorta el alma, se despidió de él con la mayor ternura, recomendándole con nuevo esfuerzo la caridad para con los pobres, enfermos, y peregrinos. Mandóle, que apenas él cerrase los ojos, se partiese a Fayuela (Fayuela, Lugar, lo mismo que Ayuela) a dar principio a los trabajos, descuidando de su Entierro, el cual quedaba a cargo de los demás discípulos, y compañeros.

Palabras fueron estas, que penetraron el corazón de Domingo, por ver, que en el Santo Cardenal se iba el Padre, el Maestro, y el consuelo de toda la Nación. Mas como su corazón se hallaba unido a la voluntad de Dios, y en todo conforme con sus altas disposiciones, obedeció puntual al que miraba como Prelado, persuadido de que en él le hablaba la Majestad Divina. Para no faltar un punto a sus órdenes, esperó a que entregara el alma al que lo había criado para crédito de su Omnipotencia, y heredando como otro Eliseo el espíritu doblado de este nuevo Elías, se retiró al desierto, en que después se edificó la Ciudad de la Calzada.

Los demás discípulos de San Gregorio, procuraron dar a su Santo cuerpo el destino, que él mismo les había mandado.

Este fue, el que lo pusieran sobre un caballo; y dejándolo a su libertad lo siguiesen, y dieran sepultura donde cayese la tercera vez, que con evidentes prodigios, y asombro de cuantos iban a la vista, se verificó en la elevadísima cumbre de un monte, que está una legua al Norte de la Villa de los Arcos de Navarra. En el día es Venerado de los Fieles con la más cordial devoción, a que da lugar con los paternales oficios, que en su protección se experimentan. Obligados de sus favores, le han levantado una suntuosa Basílica, que está al cuidado de un Capellán, y varios Ermitaños. Desde allí continúa sus benéficos influjos con toda la Nación Española, de cuyas Provincias acuden por agua del Santo; esto es, bendita, y pasada por su santa Cabeza, la cual llevan muchas veces en procesión a lo más remoto de la Península, reproduciendo de ordinario el prodigio de acabar con la Langosta, y otros insectos, que destruyen sus campos.

capítulo vii
Construye Santo Domingo la Calzada, que da nombre a su Ciudad. Experimenta un asombroso Milagro desmontando el bosque, y hace en el Río Oja un famoso Puente

Hallábase ya nuestro Santo en el desierto de Ayuela, teatro de sus proezas, y delicioso campo de batalla, donde desnudo de todo poder humano, pero muy armado con la virtud de Jesucristo, triunfó de las Potestades del infierno. Allí soltó la rienda a sus fervores; y no contento con hacer de sí repetidos sacrificios en aras de una admirable austeridad, dio principio a los proyectos, que en el taller de su caridad había ideado en favor de los Pobres, y Peregrinos. La espesura del sitio servía de capa a muchos, y facinerosos salteadores, que libraban su vida en lo que robaban a cuantos devotos pasaban a visitar el Cuerpo de nuestro glorioso Apóstol Santiago. Penetraba este desorden el corazón del caritativo Solitario, y animado de un superior espíritu, se determino a talar aquel bosque, en cuya ejecución hizo Dios alarde de su Omnipotencia, ostentándola con repetidos prodigios, y maravillas.

Salía Domingo solo por los montes, y con el tenue instrumento de una hoz de las que siegan mieses, cortaba los encinos más gruesos, y destrozaba los robles envejecidos con la facilidad, que si fueran delicadas espigas. Esta fue la primera ocasión, en que se conoció ser este instrumento del Divino Poder, acerado en la misma oficina, en que se hizo la misteriosa hoz del Apocalipsis, a cuyos filos, dice San Juan, que se rendían los vegetales más robustos de la tierra. (Apocal. c. 4.)

No ignoraban los Ladrones, que nuestro Santo les quitaba el pan de las manos con esta diligencia, practicada a su vista sin el menor temor de sus personas; y ruborándose al verse vencidos de un pobre Ermitaño, no se contentaban con menos, que quitarle la vida: pero la virtud del Altísimo, que hacía sombra a su siervo, los llenó de un temor reverencial, que con asombro de los mismos frustraba sus pensamientos. Viendo Domingo en esta ocasión el favor, que le dispensaba la Divina mano, se aplicó a componer el camino, que sobre lo incómodo por las asperezas, y peligros, estaba poco menos que intransitable, por lo cenagoso de los pantanos. Para ocurrir a esta necesidad juntó piedra, y demás materiales, que juzgó necesarios para la obra, y con sus santas manos hizo la famosa Calzada, que dando nombre a la Ciudad, ha eternizado el celo, y caridad de su fervoroso Artífice. Las fatigas, sudores, y trabajos, que sufrió en este admirable proyecto, sólo eran inferiores al amor con que miraba a los pobres de Jesucristo, cuyo afecto se aumentaba consigo mismo, y lo provocaba a nuevas empresas de la mayor gloria del Señor.

Con efecto, apenas acabó esta célebre obra, se ofreció a su infatigable espíritu otra, que excediéndole en la dificultad, no era inferior en la importancia. Faltaba, el facilitar a los Peregrinos el paso por lo rápido del Oja, cuyo proyecto se hacía insuperable a otro de más facultades, que Domingo. Pero aquel amor, que le obligó tal vez a pasarlos en sus hombros, repitiendo los generosos impulsos de un San Cristóbal, le inspiró, que fabricase un Puente, fiando el feliz éxito a la Providencia Divina, que tan de cerca veía en todos sus apuros.

Para llevar al fin su pensamiento, salió por los Pueblos circunvecinos, pidiendo en el nombre del Señor favor para una fábrica, que desde luego se ofrecía la más útil, y necesaria a la Nación. La eficacia con que les persuadía, no les dejaba libertad para negarse cosa, con que en breve encontró en sus personas, y haciendas cuanto deseaba, con admiración de los mismos que lo favorecían. Varios Autores, con el Padre Fray Luis de Vega (Fr. Luis de Vega, cap. 12, folio 45), dan a nuestro Santo por compañero de esta Obra al Glorioso San Juan de Ortega; mas según prueba el Señor Tejada, estaba muy lejos de nacer por este tiempo. En efecto, Domingo fue a quien se debió del todo esta empresa, y no hay razón para defraudarle en la gloria, que le mereció delante de Dios, y de los hombres. Domingo fue, el que frustró las invenciones con que el enemigo común pretendió impedírsela, ya sanando a varios heridos, y ya resucitando a dos Oficiales, que habían quedado hechos pedazos al infausto golpe de un arco, que cayó sobre ellos. Domingo fue, a quien con ocasión de esta obra se le sujetaron maravillosamente dos furiosos novillos, que para ayuda de ella le ofreció un Vecino de Corporales, burlándose de su santa sencillez. Domingo fue, quien por último acreditó el poder Divino, dando fin en solos dos años, a una Puente de tanta tirantez, que en el día mira con veinte y cinco ojos las aguas, que por él transitan.

Para su mayor seguridad lo puso bajo el amparo de María Santísima, a quien juzgaba deberle de justicia todos los movimientos de su alma, fundado en los innumerables favores, con que esta Soberana Madre continuaba con él su benevolencia. A este fin le consagró una Ermita sobre el mismo Puente; con que al paso, que ofreció este desahogo a su abrasado afecto, eternizó la obra bajo tan poderoso Patrocinio.

En el discurso de tan laboriosas tareas, visitó a nuestro Domingo el de Silos, atraído de la fragancia de su celestial vida, la cual volaba ya en alas de la fama por las más distantes Provincias de Europa. En esta ocasión dicen los Historiadores, que sin conocerse antes se abrazaron, y saludaron por su nombre, reproduciendo el prodigio de los antiguos Príncipes del Yermo, y acreditando, que el Espíritu del Señor andaba liberalísimo en el don de Profecía con sus Siervos. Hablaron largamente de Dios, se descubrieron mutuamente los corazones, entablaron santas amistades, y engrandeciendo Santo Domingo de Silos las admirables empresas del nuestro, se las recomendó nuevamente como muy del Divino agrado. Satisfecho el santo Huésped del fondo de virtudes, que en nuestro Venerable Ermitaño descubrió mediante esta espiritual comunicación, lo apretó segunda vez en sus brazos, y estampando en el alma sus ejemplos, se partió para Burgos, donde lo esperaba el Rey D. Fernando Primero de Castilla.

capítulo viii
Dispone Santo Domingo la fábrica del Hospital

Ya juzgará el devoto Lector haber llegado la hora en que nuestro Santo tome algún alivio, haciendo punto en sus trabajos. Pero no; porque como las aras del amor provocan a nuevos sacrificios, apenas acaba Domingo con uno, cuando ya tiene en su abrasado corazón formado el plan para otro. Imposible de verificarse se descubre a los ojos humanos, el que ahora llama su atención, y desvelo. Tal es en mi consideración el suntuoso Hospital donde su caridad intenta recoger, regalar, y curar a todos los Pobres, Peregrinos, y Enfermos.

¡Oh Gran Dios! ¡Cuán interminable es vuestro poder! ¡Cuán maravillosos los medios por donde lo ostentáis! ¡Cuán suave, y eficazmente los disponéis para llevar al fin vuestros ocultos soberanos decretos! ¡Y qué cierto es, que es gala de vuestra sabiduría valerse de instrumentos débiles para efectos prodigiosos! Yo me pongo a considerar, que si todos los hombres sabios del mundo estuvieran en la puerta del pobre aposento de Domingo oyendo, con que satisfacción, y confianza disponía este admirable Edificio, sin más fincas, ni dineros, que los que libraba en la pobreza de Jesucristo, convendrían todos en que estaba loco, o fuera de sí, pues miraba como asequible un proyecto capaz de hacer sudar a los hombres de mayores facultades.

Esto es lo que regularmente juzgarían aquellos que el mundo tiene en el catálogo de los prudentes, cuyas máximas se arreglan a las de la carne, y sangre, sin atención a las promesas de Dios. Mas este Señor, de quien dijo San Pablo, que escogió lo ínfimo del mundo para confundir a los soberbios, facilito a su siervo los medios dignos de su confianza, y suficientes para acabar la obra. La fama de sus prodigios le trajo Oficiales, y peones: la misma le proporcionó los materiales; y si tal vez le faltaba alguna cosa, era para acreditarlo el Señor con nuevas maravillas.

Así sucedió acabándose la madera, por cuyo defecto debía cesar la obra. El Santo, que tantas experiencias tenía de la Divina largueza, fue a pedirla al Lugar de Ayuela, que era el único en cuyos términos se hallaba. Juntó los vecinos, y con su acostumbrada afabilidad les manifestó el apuro en que se veía, suplicándoles la licencia para socorrerse de su monte. No fue bien oída la petición, a la que efectivamente se negaron, dominados del interés, que cada uno libraba en lo que el Santo les pedía. Solo sirvió esta repulsa para acreditar más su paciencia; pues asegurado con el áncora de la esperanza, instó el siervo de Dios porque siquiera le concediesen la que podía cortar con la hoz, que traía en la mano. Riéronse de su simplicidad; y como ignorantes de la virtud, que encerraba aquel débil instrumento, accedieron a la súplica, satisfechos de que no le daban nada.

Con esta facultad salió Domingo al sitio donde estaban los más gruesos y proporcionados encinos. Puesto en él, pidió a Dios, a imitación de Judith, corroborase su brazo para mayor gloria de su infinito poder; y confiado en éste, empezó a segar árboles robustos con la facilidad, que arriba queda insinuado, con que a poco tiempo vio cortados cuantos necesitaba para su deseado efecto. ¡Raro prodigio!

Mas, ¿qué harán, cuando lo sepan los de Ayuela? Dicho se está de su ninguna pía afección. Se irritan contra el Santo, como pudieran hacerlo contra el más cruel de sus enemigos. Bajan como leones a buscarlo; y siendo sus pensamientos de quitarle la vida, se estrellan en la mansedumbre con que les reconviene con la licencia, que le habían dado. Para asegurarles no haber excedido el convenio, repitió delante de ellos el prodigio, a cuya vista, se arrojaron a sus pies atónitos, y arrepentidos, ofreciéndole no sólo la madera, fino también sus caudales, y personas. Para eternizar la memoria de tanto Milagro, y acreditar el mérito del Grande Domingo, se ve hoy esta prodigiosa hoz con la debida veneración, pendiente de la reja de su Sepulcro. En varias ocasiones se ha experimentado, que no se acabó su virtud, aunque se ha variado la materia de sus maravillas; pues en las recias avenidas con que el Oja amenaza a la Ciudad, se ve, que a solo su contacto obedecen las aguas con no menor primor, que a la Vara de Moisés; y cesando el peligro se acrecienta la devoción, y aumentan las alabanzas, con que los Vecinos obsequian a su muy digno esclarecido Patrón.

Animoso Domingo al ver el empeño con que el Señor tomaba a su cuenta la fabrica del Hospital, en que tantas veces se había de hospedar en persona de sus pobres, se aplicó con nueva eficacia, y fervor para darle la última mano con la mayor brevedad. Y es nuevo prodigio, que con ser de la grandeza, que hoy se ve; esto es, con salas proporcionadas a todo género de gentes, con Refectorio, y mesa donde su misericordia daba asiento a cuantos llegaban; y con una hermosa Capilla dedicada a la Gloriosa Santa Ana, para oír Misa los Peregrinos, lo concluyó en tan poco tiempo, que se deja conocer ser fábrica del Divino Amor.

Del Refectorio de esta Santa Casa se dice, que no sufría mosca alguna, cuya maravilla no es poco de extrañar, por ser esta Oficina la que más suelen frecuentar semejantes animalillos, atraídos del pasto, que les ofrece. (Fr. Luis de Vega, en el cap. 16, fol. 59.) No será mucho se verifique en el día, mediando la virtud de un Santo, que parece tuvo a su arbitrio la mano del Todo Poderoso.

Por este tiempo tuvo otro encuentro con los Vecinos de Ayuela, en quienes es de admirar como olvidaban tan pronto los prodigiosos hechos de este gran siervo del Señor. Fue el caso, que faltándole el agua para el uso del Hospital, y refrigerio de los Peregrinos, abrió un pozo cerca de su Santa Casa, que según tradición ha permanecido hasta nuestros días. Entendieron los de Ayuela, que se había hecho, en su término, y agraviados, como lo tenían de costumbre, intentaron apedrear al Santo, quien con inalterable mansedumbre, y afabilidad los aplacó, igualmente que cuando el milagro de la hoz.

(Nota. El Lugar de Ayuela no es el que se llama Bañares, como muchos quieres. Ayuela no existe en el día; y estaba una legua al Mediodía de la Calzada. Bañares está al Oriente. Consta esto de la donación, que hicieron a la Iglesia de Santo Domingo D. Alonso Ramón, y la Emperatriz Doña Berenguela. Véase Tejada, lib. I, c. 16, § 4, fol. 94.)

Agradecido el Santo a la Divina Providencia, que tan palpable se manifestaba en favor de sus Pobres, no juzgaba ociosa la diligencia más exquisita, que mirase a su alivio, y regalo. Con esta piadosa solicitud hizo una Viña, y huerta, donde criaba de todo género de verduras para sus amados Huéspedes. Empleábase en su cultivo, a imitación de los Padres del Yermo, todo el tiempo que le permitían sus santas ocupaciones, logrando por fruto de su sudor un plato más para la mesa de la caridad.

No dejó Dios de manifestar ser esta obra muy de su agrado, castigando a un atrevido, que tenazmente se había empeñado en destruirla. Era este un Pastor de un Lugarcito no muy distante del Hospital (el Lugar del Pastor, es Villaipun), que burlándose de los avisos del Sanco, entraba con su rebano a comerle, y destrozarle las plantas. La continuación del delito, provocó las iras de aquel Señor, que reservó para sí la venganza de las ofensas hechas a sus Siervos; y acreditando la inocencia, y santidad de este, dejó al delincuente repentinamente tullido, y en extremo desfigurado. No dice la Historia si la piedad del Santo se interesó por la salud de este desdichado: lo cierto es, que le hizo harto favor en dejarle vida para dolerse de la culpa, y aplicarse a la enmienda; por lo que me persuado, que el castigo mismo contribuyó a su salvación por la intercesión del caritativo Domingo.

capítulo ix
Empieza el Santo con nuevo espíritu, y fervor la asistencia de los Pobres, que llegaban al Hospital

Cuando nuestro Santo, desembarazado ya de las fábricas, que le habían costado tantos sudores, y fatigas, vio compuestos los caminos, transitable el Oja, el Hospital capaz para hospedar a todo género de gentes, palpable la Providencia de Dios en la devota inclinación de varios discípulos, que se agregaron para ayudarle en la asistencia de los Pobres; y por decirlo de una vez, vencidos tantos imposibles a los ojos humanos cuantos fueron sus proyectos, fue menester, que el Señor dilatara su corazón para dar lugar al gozo, que apoderándose de todas sus potencias, apenas le dejaba facultad para cantar con David las divinas misericordias. Solicitando el desahogo de sus amorosas ansias, consagró todas sus atenciones a la Reina de las virtudes, en cuyo ejercicio descubrió nuevas invenciones de fervor, y espíritu.

Persuadióse enamorado, que sería ladrón delante de Dios, si robaba un solo instante al cuidado de los pobres. De este afecto nacía aquella eficaz solicitud, con que día, y noche se empleaba en servirlos, y obsequiarlos, ostentándose como otro Job, Padre amoroso de todos. Del mismo principio procedía en él aquel continuado desvelo por que no faltase nada a la comodidad de los Peregrinos. Este mismo afecto le inspiraba la humilde, y caritativa ocupación de hacerles las camas, limpiarles los cuartos, lavarles los pies, y servirles a la mesa, descubriendo en cada una de estas acciones indicios nada equívocos de que se le abrasaba el corazón en el Divino fuego. Este le hacía cortos los términos de su Santa Casa para respirar, y lo sacaba a los campos, y caminos buscando necesitados, en quienes emplear las primicias de su cariño. Este le ministraba las más finas expresiones para convidarlos, y tal vez le obligaba a llevarlos sobre sus hombros al descanso de su Hospital, facilitándoles por ese medio la peregrinación. Todos estos ejercicios fueron una parte de la ocupación de Domingo por tanto tiempo, que admira a cuantos lo consideran, como no murió muchas veces, o al golpe de tanto trabajo, o a la llama del Divino incendio, principio radical de todos sus designios.

En medio de tan piadosas tareas, no faltó a nuestro Santo quien lo ejercitase, pagando su dignación, y beneficencia con los mayores ultrajes, e injurias. Aquel infeliz discípulo del Salvador, que resistiendo al torrente de los mayores beneficios, vendió con indecible ignominia a su Divino Maestro, dejó entre los hijos de Adán muchos herederos de su ingratitud. Este vicio, contra el cual no pusieron penas los Legisladores, por ser ajeno de los hombres, se ve cada día abrigado, no sólo con la Púrpura en los poderosos, sino también con capa de pobreza en los desvalidos, que a título de tales viven poseídos de la falsa idea, que todo se les debe de justicia.

De esta especie de gentes llegaron dos Peregrinos al Hospital de nuestro Santo en una tarde de Invierno, en que el siervo de Dios estaba haciendo fuego para alivio de sus Pobres. Recibió a los dos con su acostumbrada mansedumbre, y piedad, pero no según la vana presunción de los Huéspedes, que a poco tiempo dieron a entender traían en sus entrañas al padre de la soberbia. Venían falsamente persuadidos, que habían de llevarse todas las atenciones de Domingo, con perjuicio de los demás necesitados: y conforme a este altivo modo de pensar juzgaban, que los había de singularizar en el agasajo, regalo, comodidad y en cuanto miraba a un obsequio muy ajeno de su pobre estado. Mas viendo frustrados sus pensamientos, y que sólo eran tratados con la benignidad que todos, dejaron obrar a su disimulada altivez, ofendiendo al Santo con palabras, baldones, y golpes, hasta, que a impulsos de su enojo lo tiraron al fuego. ¡Horrible acción! ¡Cruelísima ingratitud! No dormía el Señor a vista de ella, pues con igual prodigio que usó con los Niños de Babilonia en medio del horno, sacó a su Siervo en esta ocasión sin lesión alguna de las llamas, con un semblante tan risueño, que era capaz de ablandar otros corazones, que no estuvieran tan poseídos del enemigo. En tan mal estado se hallaban los de estos desventurados Peregrinos.

El Santo, que miraba a Dios por objeto principal de todas sus acciones, no cesó en las de una piadosa hospitalidad con los infelices huéspedes. Dióles de cenar, sirviéndoles a la mesa, y los condujo a la cama rebosando alegría, y amor, a que jamás se dieron por entendidos. Levantáronse a la mañana para proseguir su camino, y encontraron, que ya el Santo les tenía prevenido el almuerzo, el que les sirvió con igual cariño que la cena; pero con la desgracia de no producir efecto alguno en sus obstinadas almas. Con tan mala disposición salieron del Hospital para Grañón, provocando las Divinas iras con su temeraria ingratitud, y dureza. Con efecto, la sangre de nuestro inocente Abel estaba dando voces al Altísimo por la venganza de tanta injuria: Dióse el Señor por entendido, y dispuso el castigo, permitiendo fuesen los mismos delincuentes el instrumento. Aun no habían llegado al Puente del Santo, cuando impacientes consigo mismos se trabaron de palabras, de estas pasaron a las obras, y al golpe de sus espadas quedaron ambos sin vida. No paró aquí la justicia del Señor; pues para acreditar cuanto cela el honor de los que lo aman, y lo sensibles que le son las ofensas con que los malos los ejercitan, dispuso, que un perro que estaba a la vista de tan lamentable escena, quitase a bocados la mano al Peregrino que más desatento se había mostrado al Santo; y con ella en la boca fuese en busca suya. Encontrólo al salir de la Ermita, y rindiéndole, aunque irracional, los homenajes, que le negaron los infelices pasajeros, dejó la presa a sus pies, enseñando a todos cuan finamente se interesaba el Señor en la veneración, que se debía a su siervo.

Asombró a los circundantes el anuncio de aquel animal, y en compañía del Santo fueron a buscar lo que aquella mano les mostraba; con que hallando a los Peregrinos muertos, y sin ella al más atrevido, subió en todos a lo que podía el espanto.

Domingo, aunque lastimado de tanta desgracia, veneró los juicios Divinos, y dio a su Majestad el tributo de la alabanza, porque tan maravilloso se mostraba en su defensa. Luego ejercitó la misericordia, dando a los cuerpos sepultura en la Ermita de nuestra Señora. El temor reverencial con que todos quedaron, se deja entender de lo horrible del castigo, que no será mucho sirva de escarmiento a los ingratos, que con agravios pagan los beneficios, y a los soberbios, que abusando de la mansedumbre de Jesucristo, pierden el respeto a sus siervos, y ultrajan a sus Ministros.

capítulo x
Hace el Santo donación de su herencia a Valvanera. Trabaja en la reparación de los Puentes, que hay de Logroño a Santiago; y admite por discípulo a San Juan de Ortega

Con los muchos testimonios que tenía Domingo del Señor, en crédito de que aceptaba sus trabajos, vivía penetrado de un profundo reconocimiento a su dignación Soberana, cuya infinita bondad era todo el objeto de su amor. Cada uno de los beneficios Divinos producía en su corazón nuevos y eficaces deseos de ostentar su gratitud por cuantos medios pudiera dictarle la más acendrada caridad. Efectos son de este Soberano impulso aquella última noble resolución de quedarse del todo desnudo por Jesucristo, condonando a Valvanera las posesiones que había heredado de sus Padres, en sufragio de sus almas, aquella generosidad de ánimo con que sirvió, regaló, y obsequió a los Caballeros del Orden Militar de Santiago, que sin duda fueron del número de sus dichosos Peregrinos, aquella puntual obediencia, con que a una insinuación de su muy aficionado Rey Don Alonso el Sexto, tomó a su cargo la penosísima tarea de componer todos los Puentes que hay desde la Calzada a Santiago, facilitando la peregrinación a innumerables devotos, que van a visitar el cuerpo del Santo Apóstol: y sobre todo era efecto del mismo Divino impulso aquella perceptible llama del amor, que le hizo tolerables las fatigas, y sudores seguidos a una obra de tanta consideración. Todas estas acciones son otras tantas lenguas, que predican por todo el mundo el mérito de nuestro Santo.

El eco de su fama llegó también a los oídos de San Juan de Ortega, que solícito de la mayor perfección lo buscó por Maestro, y Domingo lo recibió gustoso por el principal de sus discípulos. Como tal le acompañó en las empresas que le ocurrieron en lo restante de su vida y ayudándole en todos sus trabajos, y apuros. El primero que se ofreció, fue componer los Puentes que había desde Logroño a su Hospital, para dar cumplida satisfacción a el orden de su amado Rey. Así lo ejecutaron estos dos laboriosos Operarios de la Divina Providencia, dirigiendo su principal atención a la obra del famoso, y magnífico Puente de Logroño, que franquea el paso por el caudaloso Ebro, a quien nuestra España debe el nombre; quedando tan robusto y fornido, que pudo hacer frente, y vencer la memorable impetuosa avenida del año de 1774, con sola la rotura leve de un extremo, cerca del cual había erigido la piedad de los Ciudadanos una bella Ermita, que aunque en su principio se dedicó a San Juan de Ortega, a Santo Domingo, y San Gregorio de Hostia, por último vino a intitularse San Juan de Ortega; quien se dio por tan servido de los obsequiosos cultos de Logroño, que quiso mas sufrir el estrago, y ruina de su Ermita, y Simulacro, que el detrimento de sus devotos amados Ciudadanos, dejando para estos usual el Puente en la ocasión, que él mismo fue arrebatado de sus rápidas corrientes.

capítulo xi
Vuelve Domingo con San Juan de Ortega a su Hospital. Da principio a la fábrica de la Iglesia del Salvador. Tiene noticia de su muerte; y hace de antemano su sepulcro

Ya corría el año de mil, y noventa y ocho, cuando volvió nuestro Santo con su Venerable Compañero al Hospital, donde continuaron la caridad con los Pobres, que en su ausencia habían estado al cuidado de otros discípulos. Hallábase ya el alma de Domingo hecha delicioso templo del Espíritu Santo, adornado con sus dones, enriquecido con sus frutos, y fundado sobre lo sólido de la virtud mas heroica. Allí tenía sus recreos con el Celestial Amante, a quien había herido dulcemente el corazón con una puntualísima amorosa correspondencia. Allí se reclinaba sobre su derecha, experimentando los tiernos deliquios de la Esposa. Allí abrazaba, y no quería dejar al que amaba su alma, de cuyos labios recibía en premio de su afecto el ósculo suavísimo. Allí era poseído de soberanos excesos, los cuales producían en su corazón las más vivas ansias de que todas las criaturas adorasen al objeto de su voluntad. Conforme a este interior original, dispuso hacer en lo exterior un Templo donde fuese venerado su Salvador, dando por este medio algún desahogo a los abrasados impulsos de su pecho. Y como las obras dictadas del amor no reconocen distancia entre la idea, y la ejecución por dificultosa que sea, lo mismo fue en Domingo el pensamiento de la fábrica, que darle principio ayudado de San Juan de Ortega.

Aquí es de notar la piedad del Grande Alonso el Sexto, Rey, y Emperador de las Españas, que sobre dar el sitio para la Iglesia, se dignó poner a una con el Santo la primera piedra de la obra; en la cual dice el Señor Tejada, que sucedió el famoso Milagro del Carro, cuya historia es la siguiente.

Venían una mañana varios carros cargados de materiales para la fábrica por el camino de Grañón, en ocasión que estaba durmiendo un Peregrino junto al Puente del Santo. Alborotáronse dos Novillos mal domados, que tiraban de uno de ellos, y apartándose del camino, vinieron a pasar por cima el pobre dormido, a quien quitaron infelizmente la vida haciéndole pedazos. (Aquí cita el Señor Tejada al Manuscrito de la Calzada, que contiene este milagro con todas sus circunstancias.) Lastimado San Juan de Ortega de tanta desgracia; y más al oír, que los Aldeanos no la atribuían a contingencia, sino a culpa de nuestro Santo, que (decían) se empeñaba en obras superiores a sus fuerzas: fue a dar noticia del suceso a su amado Maestro Domingo, que a la sazón se hallaba orando en su pobre aposento. Oída de boca de su Venerable discípulo la tragedia, dice el Manuscrito de la Calzada, fue tal la pena de nuestro Santo, que la manifestaba con manos, cuerpo, gemidos, y sollozos. A impulsos del sentimiento, y compasión, fue a la Ermita de nuestra Señora, que hoy llaman de la Plaza, en cuya intercesión esperaba el remedio, como lo había conseguido en otros semejantes apuros. A los pies de esta Soberana Reina derramó su corazón; y añadiendo las más vivas expresiones a su fe, instó con tanto fruto, que al punto entendió resucitaría el desgraciado Peregrino.

Asegurado interiormente del favor, salió Domingo de la Ermita, y acompañado de San Juan de Ortega, y otras muchas gentes, que esperaban el fin de aquel suceso, le fue hacia el puente donde estaba el difunto Pasajero. Llegó al cadáver, y puesto de rodillas con firme esperanza, los ojos, y el corazón en el Cielo, volvió a rogar a Dios con muchas lágrimas restituyese la vida al yerto cadáver para mayor gloria de su Nombre. Hecha la oración, tomó la mano al difunto, y le dijo: Levántate hijo, en el nombre de Dios Todo-Poderoso, y prosigue tu camino, y peregrinación. Acabadas estas palabras se levantó el Peregrino bueno, y sano con admiración de los circundantes; y en compañía de todos fue a la Ermita de nuestra Señora a dar a Dios las gracias por tan maravillosa misericordia.

En memoria de este gran milagro ofrece la muy Ilustre, y Piadosa Ciudad de la Calzada a su esclarecido Patrón todos los años en su Víspera una rueda hermosamente adornada con veinte y cuatro cirios de cera. El muy Ilustre Cabildo la recibe con la mayor solemnidad en la puerta de la Catedral, tremolando en su respetable presencia el Alférez mayor la Bandera, como aclamando al Grande Domingo por Autor de tan portentosa maravilla. Al tiempo de colgar la rueda delante de la reja del Santo, canta la Música un Villancico al asunto, siendo innumerable el concurso de gentes, que solemniza esta función.

Por los años de mil ciento y dos, que aun duraba la fábrica de la Iglesia, supo nuestro Santo por Divina revelación el tiempo en que había de morir, cuya noticia se le anticipó siete años, no sin especial misterio. Desde luego entendió él, que encerraba un aviso tan de antemano; y conforme a él hizo un sepulcro de piedra, dando a entender, que estaba muy lejos de la vanidad en sus empresas, quien en medio de ellas habría su sepultura. El sitio de ella era inmediato a la Iglesia del Salvador, la cual se ha extendido con el tiempo hasta cogerla dentro de la nave de la Epístola, como el mismo Santo lo había profetizado, y revelado a una ejemplar sierva de Dios. A esta particular expresión de desengaño, juntó la de llenar de trigo el Sepulcro los años que vivió, por presagio de que su caridad con los pobres pasaba los términos de la vida, y que cuando él faltara, encontrarían en su pira el remedio de todas sus miserias.

capítulo xii
Da fin a la Iglesia del Salvador, y muere en el Señor

Ya corrían los años de mil ciento y siete, cuando puso fin dichoso a la última de sus obras, que fue la Santa Iglesia, en la que había de explicar su última voluntad, como lo hizo, dedicándola al Salvador del mundo, y a su Santísima Madre en el Misterio de su gloriosa Asunción, cuyas Santas Imágenes ocupan hoy la parte principal del Altar mayor. Para más autorizar un Templo, que desde luego contemplaba digno de toda veneración, suplicó al Ilustrísimo Señor Don Pedro Nazar, Obispo de Calahorra, y Nájera, se lo consagrase según el Rito de la Iglesia. Excusóse a la petición del Santo, y al punto le sobrevino una enfermedad tan grave, que entendió era castigo de su resistencia. Así lo dio a entender el efecto; pues se libró de ella apenas propuso en su corazón hacer lo que Domingo le suplicaba, como lo cumplió, instruido del poder, y valimiento de nuestro Venerable Ermitaño.

No parece sino, que este admirable Operario del Divino Amor estaba viendo en espíritu el alto fin, que había de tener un Templo, que de tan poco momento parecía en su principio. Desde luego penetró vendría a ser majestuoso albergue de muchos Héroes, que por la virtud, y sabiduría habían de eternizar su memoria, como lo ha mostrado el tiempo. Se persuadió, que en este adorable nido se habían de criar Águilas caudalosas, capaces de volar a la cumbre de las mayores Catedrales de España, según se ha verificado con singular lustre de su primera Madre. Entendió, que vendría tiempo, en que se adornaría su Coro con tres Ilustrísimas Mitras, como en este Siglo se ha visto, infundiendo a la Península nueva veneración, y respeto. No se le ocultó, que se había de crear una devota Congregación de Capellanes, cuyo celo sería el recreo del Celestial Esposo Sacramentado, y el remedio de muchos ignorantes, y necesitados, a quienes repartirían el pan del Evangelio. Descubrió, en fin, que se había de formar de innumerables gentes una brillante turba, que emulando el fervor de los Serafines, asistiría al incruento sacrificio de sus Altares.

Todo esto, que en espíritu previó Domingo, se ha llegado a verificar, pasando su Iglesia a ser una Catedral, si no de las Primadas, de las primeras de España en privilegios, y prerrogativas. Al paso que esta creció en lo material, y formal, se aumentaron los habitantes de aquel Solar, que acababa de ser espantosa guarida de Salteadores, y fieras. Y de tal modo se hizo el prodigioso Domingo dueño de los corazones humanos, que su pequeña habitación ha venido a ser una Ciudad respetablemente murada, y ceñida de un cerco de robustísimos sillares, grandiosos cubos, y tan altas almenas, que puede descollar sobre muchas de las más antiguas, y coger debajo a no pocas modernas. Verdad es, que el tiempo, tirano de la mejor arquitectura, ha demolido parte de ellas, dejando no pocas para testimonio de su antigua gallardía.

Habitanla hoy Ilustres Títulos, y Nobilísimas Familias, siendo dignas de especial atención las dos Religiosas Comunidades, que como piedras brillantes, y preciosas, sirven de hermoso esmalte a su construcción. La una es de Religiosos Franciscos, que con el merecido título de Casa Capitular, y como Matriz de todas las que campean en el Seráfico distrito de la Provincia de Burgos, sirve de teatro más sabio que el de Atenas, a insignes Varones, que anidan en sus Claustros, para sacar a luz hijos eminentes, que con su ejemplo, e instrucción ilustran la Provincia, y pagan a los Fieles las copiosas limosnas, con que los sustentan.

La otra es de melifluas abejas, que chupando el néctar, que destila la dulzura de su gran Padre San Bernardo, comunican a cuantos las tratan la miel del sabroso delicado panal, que labran en el retiro de su Instituto ejemplar, y reformado, sirviéndose para su construcción de las flores de todas las virtudes.

Nada de esto ignoraba el admirable Domingo, cuando con tanta eficacia se aplicó a engrandecer su Iglesia desde la cuna. ¿Mas quien sabrá exponer dignamente la alegría, y consuelo en que se vio anegada su alma al ver consagrada a Dios una obra, que daba tan claro testimonio de su gratitud? Aquí le faltaron las palabras; y haciendo lengua de los afectos, entonó aquel dulce cántico significativo del cumplimiento de todos sus gozos, y deseos.

Ahora Señor, le dijo con el Santo Simeón, podéis sacarme en paz de la región de los hombres, porque ya vieron mis ojos acabadas las obras, que vuestra Divina Providencia encomendó a mi cuidado. Ahora, Libertador mío, que veo a vuestros pobres socorridos en lo espiritual, y temporal, podéis abrir a mi espíritu las puertas de la cárcel de este cuerpo, para que logre cuanto antes daros el abrazo más estrecho, y deseado. Ahora, Señor, ahora es el tiempo; pero si aún me juzgáis necesario para la ejecución de vuestros preceptos, aquí me tenéis, no rehúso trabajar por Vos hasta el fin de los siglos.

A estas dulces expresiones respondió el Celestial Esposo con una ardiente fiebre, a la que contribuyó no poco el juego de amor en que se abrasaba el corazón Seráfico de Domingo.

Conoció luego era este el golpe con que llamaba a sus puertas el Amado de su alma; y respondiendo con la puntualidad propia de su aventajado espíritu, se dispuso para salirle al encuentro con el óleo de los Sacramentos, que recibió con singular fervor, y devoción. En este tierno trance convocó a sus discípulos, dio lugar a que lo viesen sus aficionados, abrió la puerta a muchos, que venían de los Lugares circunvecinos; y hablando a todos con su acostumbrada afabilidad, mansedumbre, y agrado, les encomendó el amor a los Peregrinos, la misericordia con los Pobres, la caridad con los Enfermos, el desprecio del mundo, y sus vanidades, la memoria de lo eterno, y el aborrecimiento de todo lo que tiene visos de pecado.

Salían las palabras de su boca envueltas en una extraordinaria dulzura, manifestando la que sentía en su partida; pues como enamorado cisne, cantaba más suave, cuanto más próximo a la muerte. Con todo esto, no dejaba de ser cada expresión un rayo de ternura, y sentimiento, que penetrando el corazón de los circunstantes, les hacía exclamar como a los discípulos de San Martín. ¿Por qué, Padre, nos desamparas, (decían) dejándonos en el apuro de la más triste orfandad? ¿A quién nos encomiendas en tanta desolación como nos amenaza con tu ausencia? ¿Quién será capaz de suplir tus veces, y voces en los paternales oficios, y conversaciones con que recreabas nuestras almas, y cuerpos?

A tantas lágrimas, y suspiros ocurría Domingo con expresiones bastantes para infundir algún consuelo a corazones menos atribulados. Persuadíales con la mayor viveza, que no debían sentir su partida; porque el morir era forzoso al hombre en pena de haber sido concebido en el pecado: que si la culpa original trajo a los hijos de Adán esta pena, no está exento de esta pena, quien no lo estuvo de la culpa: y que aunque se ausentaba, no era para olvidarlos, sino para favorecerlos. Con estas sentenciosas palabras avivó en sus corazones la fe, consolidó su esperanza, y los encendió más, y más en la caridad. Era esta virtud el dulce tirano, a cuyo cargo estaba el acabar con vida tan prodigiosa; y en cumplimiento de su obligación disparó al corazón de este Serafín humano la última saeta, por cuya herida envió el alma a su Criador a doce de Mayo, año de mil ciento y nueve, a los noventa de su edad.

Este es el fin dichoso del Grande Domingo de la Calzada, en quien puede decirse cayó el Fuerte de Israel; el caritativo Tobías de la Ley de Gracia, que salía por los caminos en busca de los necesitados, y daba honorífica sepultura a los muertos: el Sansón poderoso de su siglo, a cuyas fuerzas rendían su orgullo las fieras, y prestaban humildes homenajes los que le buscaban para quitarle la vida: el Padre de los Pobres; el honor de nuestra España, y la flor más brillante de la Rioja. Murió, mas si la muerte temporal es puerta de la vida eterna, con el último de sus alientos dio principio a mejor vida. Murió, pero fue rindiéndose a un Divino amoroso exceso; y esto, (dice Séneca, epístola 78) no es tanto mostrarse muerto, cuanto fallecer de puro vivo: Morieis non quia aegrotas, sed quia vivis. Murió, mas vive en sus ejemplos para edificarnos, y exhortarnos a la virtud.

Desde su milagroso Sepulcro nos convida con su fe a mirar a Dios como objeto digno de todas las atenciones de nuestro corazón: nos excita con su esperanza a un abandono total del poder, riquezas, y honores del mundo, fiando en la Omnipotente mano del Señor el éxito feliz de los más arduos empeños: nos llama con caridad a la escuela del Divino amor, donde únicamente puede encontrar el alma el lleno de su voluntad: nos estimula con su misericordia a socorrer a los necesitados, y a proporcionar todo alivio a los Peregrinos: y por decirlo de una vez, nos ejecuta con todas sus operaciones a su imitación, como único medio para llegar felizmente a una eternidad de gozos.

Fin de la vida.

(José de Salvador, Compendio de la vida y milagros de Santo Domingo de la Calzada, 1787, páginas 1-121.)

 
Santo Domingo de la Calzada