Proyecto Filosofía en español Hemeroteca
Cuadernos de pensamiento político
nº 9, enero-marzo 2006, págs. 246-249
FAES Fundación para el
análisis y los estudios sociales

Santiago Abascal

España no es un mito
 

Gustavo Bueno / España no es un mito Gustavo Bueno, España no es un mito. Claves para una defensa razonada, Temas de hoy, Madrid 2005.

El mismo día que el octogenario filósofo Gustavo Bueno gritaba ¡Viva España! ante la emocionada multitud congregada en la Puerta del Sol, aparecía en las librerías su última obra, España no es un mito. El título, combativo por sí solo, convierte al último libro de Bueno en un alegato en defensa de España que nos provoca desde los estantes de las librerías. Un libro que el propio Bueno define como «uno más de los libros españoles de contraataque, escritos frente a los enemigos de España, los que desprecian su esencia y los que llegan a poner en duda, y aun a negar, su propia existencia». Es decir, un libro escrito contra aquellos que vocean que España es una entelequia o un mito.

A lo largo del libro, Gustavo Bueno se interroga y nos responde a las sucesivas preguntas que son cabecera de cada uno de los capítulos: ¿España existe?, ¿España amenazada?, ¿desde cuándo existe España?, ¿España es una Nación?, ¿España es Idea de la Derecha o de la Izquierda?, ¿existe, en el presente, una Cultura española? y ¿España es Europa? De un modo absolutamente lógico –a veces la lógica y el sentido común son revolucionarios– Gustavo Bueno responde a esas preguntas de una forma metódica y expresa sus conclusiones sin pelos en la lengua.

Ya en los primeros compases del libro se percibe la combatividad del filósofo en la respuesta de Bueno –narrada por el autor– a un muchacho que trató de boicotear una de sus conferencias al grito de yo soy celta y España no existe: «Tú no eres celta; tú eres un imbécil». Tal fue la contundente reacción de Gustavo Bueno.

En esta obra, el autor demuestra no estar en la inopia –como tantos compatriotas– y desde muy pronto constata una evidencia –muy discutida en España por la izquierda–, la de que la meta de todos los nacionalistas es «separarse de España y, si encuentran resistencia, tratar de destruirla», mancillándola o negándola. Pero Bueno contraataca a las insidias de los «separatistas asturchales», «aberchales» y catalanes y, desde el terreno de la lógica, hace tambalear sus argumentos buscando su contradicción: «Si España no existe ¿qué puede querer decir el proyecto de separarse de ella? ¿ cómo puede uno separarse de lo que no existe?»

Desde la constatación de que España está amenazada de diversas formas, el autor no olvida referirse a una de las más perniciosas: el «tabú que conduce a la evitación de la pronunciación y de la escritura» del nombre de España y su sustitución por eufemismos tales como Estado, que pretende remarcar el carácter artificial y super-estructural de España, como si de una realidad exclusivamente jurídica se tratara, negando su carácter de nación histórica, o eufemismos tales como «este País», que busca relativizar la trascendencia de la Nación otorgándole la misma relevancia que a una dirección postal o a un paisaje.

Ante la serie de amenazas que se ciernen sobre España, Bueno brama contra la disposición a ignorarlas o a minimizarlas, que se convierte, por sí sola, en una grave amenaza para España y que el autor conceptúa como panfilismo, actitud en la que encuadra al presidente del Gobierno de España. Pero si tal peligro es grave, no lo es menos para el filósofo el de la existencia y acción de los pacifistas fundamentalistas españoles, más perniciosos aún que quienes formalmente amenazan la existencia de España.

Gustavo Bueno también se remanga para entrar de lleno en el debate historiográfico sobre el origen de España como Nación y comienza afirmando lo evidente: que España es previa a la Constitución, norma que es segregada por la Nación y no al revés. Ciertamente, no es poco en los tiempos que corren.

Bueno critica a Renan y su idea del plebiscito cotidiano para afirmar la existencia ininterrumpida de España, aunque con cambios en su identidad. Sin caer en las redes de la España eterna, Bueno rebusca el «nacimiento» de España en la Historia y sostiene que la «futura España» empezó como unidad conformada por Roma. Para el autor, España comienza a cobrar su nueva identidad –cristiana e imperial– en el proceso de reconquista que, al culminar, desborda lo peninsular. En cualquier caso, la Reconquista aparece íntimamente ligada al comienzo de la existencia de España como entidad política con identidad plena, aunque, en tal momento, su ser es el de una nación étnica. Según Bueno, es a partir del siglo XVI –al iniciarse el camino imperial– cuando España se convierte en una nación histórica. Y no es hasta 1812, como reacción a la invasión francesa, cuando –en las Cortes de Cádiz– España adquiere la actual condición de nación política. Tras este breve repaso histórico, Bueno concluye que sólo «un canalla disfrazado de historiador puede decir que España no existe».

Para Bueno es inapelable que España es una nación política y por lo tanto no merece la pena dar batalla al adulto que lo niegue. Además, según el autor, España –en el terreno del ser– ya es nación y por lo tanto también en el terreno del deber ser. Según el filósofo el hecho otorga el derecho.

Bueno no deja títere con cabeza y se refiere a la nación de naciones como un concepto imposible, al sostener que, para que los «pueblos» peninsulares sean naciones políticas, es preciso que la Nación española deje de serlo. Tampoco anda el autor con medias tintas en lo relativo a la soberanía, o se tiene o no se tiene pero no es divisible, del mismo modo que un organismo está vivo o muerto, pero no hay posibilidades intermedias.

Pero, quizá, una de las más interesantes reflexiones de Bueno tiene que ver con la diferenciación entre los conceptos de pueblo y nación. Mientras que el pueblo integraría exclusivamente a los ciudadanos vivientes, la nación englobaría no sólo a los individuos vivientes sino a los muertos que los engendraron y a los descendientes aún no nacidos. Al estilo de Edmund Burke, para Bueno la Nación es una cosa seria.

Las afirmaciones más controvertidas de Bueno estarán sin duda en su deslegitimación y deslegalización del separatismo políticamente organizado. Según el filósofo, «La libertad inherente a una democracia implica poder escribir libros contra la democracia, pero no defender la secesión en forma pública organizada. La democracia podrá a lo sumo tolerar que las ideas separatistas se publiquen, a título particular, en libros o en artículos 'científicos' o de opinión, o en discursos de quien, al hablar, sólo se representa a sí mismo; pero es ridículo permitir que a estas especulaciones se les dé beligerancia en el mismo Parlamento contra cuya existencia están atentando».

Y es que para el autor, el descuartizamiento de España llevado a cabo por los descendientes «renegados» de aquellos que «un día se sintieron orgullosos de ser españoles» tiene mucho de latrocinio, al menos para todos aquellos españoles que consideran suyos el País Vasco, Cataluña y Galicia y que tienen en esas tierras españolas sus orígenes y sus antepasados.

Entra de lleno el autor en la consideración de si España es una idea de Derecha o de Izquierda y lo hace desde la constatación de que gran parte del menosprecio a España viene de la izquierda, aunque se refiere a algunos conspicuos izquierdistas que la exaltan, entre ellos Manuel Azaña (izquierda republicana), Vicente Uribe (comunista) e Indalecio Prieto (socialista), que según el autor pronunciaron palabras de tan intenso españolismo que podrían ser atribuidas a Ramiro de Maeztu o a José Antonio Primo de Rivera.

Sin embargo, a pesar de esa pluralidad de la izquierda, Bueno no evita arremeter sin piedad contra esa izquierda indefinida, «cuyo reino no es de este mundo» y que encuentra en la «España negra» una fuente inagotable de inspiración para sus novelas y sus películas subvencionadas. Por lo que el autor determina que España está muy lejos de las miradas de esa izquierda.

Concluye Gustavo Bueno con un incendiario capítulo titulado «Don Quijote, espejo de la nación española», en el que ataca la interpretación de Don Quijote como un símbolo de paz universal y de tolerancia. Remata así una aportación corajuda e incorrecta que no estará exenta de polémica pero que manifiesta la preocupación del autor ante la actitud de los españoles frente al expolio y saqueo de una parte de su patrimonio irrenunciable que representa la secesión.

Santiago Abascal

 


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