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La Nueva España
Domingo, 16 de julio de 2000
Tribuna
página 34

Ochocientos parlamentarios del PP firmaron esta semana en San Millán de la Cogolla un manifiesto en defensa de la lengua, la Historia de España y las Humanidades. Gustavo Bueno desmenuza estos conceptos desde su perspectiva filosófica y reflexiona sobre el significado del documento.

Gustavo Bueno
La lengua española, la Historia de España y las Humanidades

1. Cerca de ochocientos parlamentarios populares (autonómicos, del Congreso y del Senado) han suscrito solemnemente, en San Millán de la Cogolla (lugar elegido como símbolo del origen de la lengua española) un documento en el que se fijan las líneas maestras de una política educativa para España, cara a la llamada «sociedad del conocimiento» que, según muchos, está abriéndose camino en este tercer milenio. El texto de este importante documento está estructurado en torno a tres núcleos: la lengua española, la Historia de España y las Humanidades.

Una declaración de principios sobre estos tres asuntos parece muy conveniente, y aun necesaria, para definir las posiciones del partido que está en el Gobierno y que, aun con mayoría absoluta, tiene enfrente una oposición sistemática implacable, tanto la de quienes se consideran a sí mismos como representantes de la izquierda tradicional como la de los nacionalistas gallegos, catalanes o vascos (alineados unas veces en las filas de la izquierda y otras en las filas de la derecha).

Es cierto que las primeras reacciones de los partidos de la oposición al «manifiesto de Yuso» no son homogéneas. El PSOE, por boca de Manuel Chaves, no parece criticar tanto el fondo del manifiesto cuanto sus procedimientos, si es que lo interpreta como un «intento de monopolizar la defensa de España» (acusación que no se entendería si el que la formula no se sintiera español). Los partidos nacionalistas, en cambio, se oponen frontalmente al contenido de la declaración. Durán, de UDC, teme que la declaración ponga en peligro el reconocimiento de la «pluralidad de España»; pero Rodríguez, del BNG, va más allá y acusa al PP de legitimar la censura educativa para «españolizar» la sociedad (acusación que sólo se entiende si Rodríguez, como representante del bloque gallego, no se siente español).

Me parece inútil, por mi parte al menos, tratar de fingir un diálogo con los nacionalistas radicales. No cabe diálogo posible con quienes niegan los principios del debate. Sólo cabe esperar que esos partidos, cuando cesen de hablar con las pistolas, terminen disolviéndose.

Es muy importante en cambio discutir con el Partido Socialista; pero habrá que esperar a que arregle sus diferencias internas y a que una nueva definición de sus líneas políticas le libere del sistemático negativismo que practica, como método casi único, para establecer, a la contra, sus objetivos propios. El PSOE tiene que definir, sobre todo, el alcance que otorga al proyecto de la federalización de España. ¿Cuál es el fundamento de este proyecto? ¿Es algo más que una simple transposición a España del modo de entender la unidad (¿nacional?) entre las agrupaciones de su propio partido, entendido como una confederación de partidos regionales (¿nacionalistas?) o locales autonómicos? Así definió su unidad la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) en tiempo de la II República.

La cuestión no estriba en contraponer una historia objetiva a una historia interesada, sino una Historia sólo para grupos menores a una Historia interesante para sociedades más amplias.

2. Que el partido que gobierna a España se preocupe por la salud de la lengua española, como lengua común, podría parecer incluso una redundancia, si no se tuviesen en cuenta las múltiples agresiones que esa lengua recibe en el propio territorio español, tanto por las políticas de impregnación lingüística como por la adulación de muchos (presentadores de radio o de televisión, por ejemplo) que hablando español dicen habitualmente «Lleida» en lugar de decir «Lérida». No parece en todo caso que el manifiesto de Yuso trate de recortar el cultivo de las lenguas particulares. Lo que en todo caso sería inadmisible es poner en el mismo plano la lengua común de los españoles, que es una lengua internacional (común no sólo a todos los peninsulares y habitantes de las islas adyacentes, sino también a las naciones hispánicas), y las lenguas particulares de las regiones («o nacionalidades») autonómicas. La lengua española no es meramente la lengua de una «nación española» que pudiera ponerse al lado de las lenguas de las «nacionalidades autónomas». La lengua española no es una lengua «nacionalista». Es una lengua internacional, y si un nacionalista tiene tan poca sindéresis que cree devaluar el significado de este hecho recordando que el español fue «la lengua del imperio», con su pan se lo coma.

Que el partido que gobierna España exponga sus propósitos de lograr que, además de la Historia universal y de las Historias locales (supuesto que la expresión «Historias locales» tenga más sentido que la expresión «círculo cuadrado»), los españoles conozcan la Historia de España, es decir, la historia de varios siglos que han compartido, con acuerdos y desacuerdos, los españoles, es algo, por sí mismo, inobjetable. Pero la perspectiva común no puede hacerse equivalente a una perspectiva uniforme. La perspectiva común es necesariamente plural, pero de una pluralidad tal que en lugar de tender a aislar unas partes de las otras (como si todas ellas pudieran convertirse en unidades de una historia sustantiva independiente) se preocupe por establecer las interacciones entre esas partes, precisamente aquellas que dieron lugar al todo común que hoy llamamos «España» (y que, por cierto, es una unidad histórica anterior al «Estado español» y aun a la «Nación española»).

3. Ahora bien: la cuestión de las «Humanidades» es ya harina de otro costal. Por ello nos parece muy peligroso, por la confusión de ideas que envuelve, cualquier intento de plantear el «problema de la lengua española» y el «problema de la historia común de España», desde la perspectiva de las Humanidades.

En efecto, las Humanidades o bien se interpretan en su sentido (muy corriente, por lo demás) más universal e indeterminado («todas aquellas cosas que a la Humanidad pertenecen», según la célebre fórmula de Cicerón, entendida ad hoc), o bien se interpreta en su sentido más determinado, no ya tanto antropológico cuanto histórico, el que corresponde a las llamadas «Humanidades clásicas».

El conocimiento de la Humanidad, en su sentido universal, encuentra, en efecto, hoy su realización antes en la Antropología cultural que en la Historia, y con razón, los consejeros de Cultura de aquellas comunidades autónomas que reivindican sus culturas propias (o simplemente, su «folklore autonómico») verán con recelo, aunque sea muy oscuramente, en la «reforma de las Humanidades», el peligro de que sus «hechos diferenciales» sean anegados en el océano multicolor de la Antropología cultural, en el que los berones, los celtas, o los layetanos, pongamos por caso, no podrían reclamar mayor interés, o incluso originalidad, que los botocudos o los yanomanos. Pues tan «humana» es la sardana como la danza prima, la procesión del Rocío como los «picaos» de San Vicente de la Sonsierra o los «empalaos» de Valverde de la Vera. El antropólogo humanista, valga la redundancia, hará suya la fórmula de Terencio, interpretada también ad hoc: «Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno.» Desde la idea universalista de las Humanidades, por consiguiente, difícilmente podrá justificarse el monocultivo autonómico de los folklores que constituyen los hechos diferenciales autonómicos, pero tampoco podrá justificarse la propuesta de una Historia de España común, que habría de quedar disuelta en ese «océano antropológico».

Ahora bien: cuando las Humanidades se entienden en el sentido histórico más tradicional, el de las «Humanidades clásicas», las cosas se plantean de otro modo. Pero, en todo caso, habrá que tener en cuenta que las Humanidades clásicas se concibieron, en su primer momento, como opuestas a las costumbres bárbaras (precisamente Cicerón, en su «Pro Archia», presuponía que la latinitas y la graecitas eran los contenidos propios de «aquello que a la Humanidad pertenece»). Y en un segundo momento, el del Renacimiento, las Humanidades (clásicas) se opusieron a las «divinidades», a las letras divinas o sagradas cultivadas por los teólogos bíblicos. Sin embargo, en cualquiera de estas dos modulaciones, es cierto que las Humanidades pueden adquirir un significado más ceñido al objetivo de fundamentar una visión de la Historia más ajustada a la escala de la Historia de España y, por tanto, a la escala de la lengua española. Porque las Humanidades clásicas, principalmente a través de la Historia de la República y del Imperio romanos, con el latín, pueden representar un modo de «envolver desde atrás», en su unidad originaria, a los múltiples pueblos o autonomías de la península Ibérica mostrando que más atrás de las actuales diferencias todos proceden de un tronco común. «Los heráclidas constituyen una familia, no tanto porque se parezcan enteramente los unos a los otros, sino porque proceden de una misma estirpe».

Con todo, también la perspectiva de las Humanidades clásicas prueba demasiado en su intento de fundar la necesidad de una Historia de España común, así como el cultivo de una común lengua española. Porque no sólo los hispanos proceden del tronco clásico. También proceden de él los galos, los italianos, los griegos... y, sin embargo, esta procedencia no acorta sus diferencias políticas. Además, también los gallegos, los catalanes o los valencianos podrán alegar esta estirpe común y tratar de probar mediante ella que la profundidad de sus diferencias es del mismo orden que las que separan a los franceses de los españoles, por ejemplo. En todo caso, los vascones quedarían fuera de esta cuenta. Pero, sobre todo, quedarían fuera de ella las naciones hispanoamericanas, que constituyen una comunidad hispánica «realmente existente», cuyas fronteras históricas y culturales ya no pueden delimitarse en función de esas «Humanidades clásicas mediterráneas». La Historia de esta comunidad hispánica comenzó algo después, y no precisamente en Roma, sino, para decirlo brevemente, en Covadonga.

La lengua española no es una lengua «nacionalista». Es internacional, y si un nacionalista quiere devaluar este hecho recordando que fue «la lengua del imperio», con su pan se lo coma.

4. Separemos, por tanto, las cuestiones de la lengua española y de la Historia de España de la cuestión de las Humanidades. No olvidemos que los límites de una unidad histórica, a cuya escala sea posible organizar una historia consistente, se definen tanto o más por el futuro que interesa a los componentes de esa unidad que por su pretérito perfecto. Y esta circunstancia adquiere particular relevancia en el caso de España. Porque España no es sólo uno de los frutos del viejo mundo clásico mediterráneo, ni es sólo tampoco una parte de Europa. Es, sobre todo, una parte, y una parte originaria, de la Comunidad Hispánica que, junto con Brasil, es una comunidad internacional, una sociedad «realmente existente». La unidad histórica constituida por la Comunidad Hispánica, en su sentido amplio, sería acaso la plataforma más interesante, para todos los hispanos, desde la cual cabría organizar, pensando en el futuro, una historia internacional. No sería precisamente una historia nacional, pero tampoco se diluiría en el mar sin orillas de la Historia universal.

La cuestión no estriba tanto en contraponer una supuesta historia des-interesada y objetiva a una historia interesada; la cuestión está en contraponer una Historia interesante sólo para grupos menores, lindantes con la Antropología, y una Historia interesante para sociedades mucho más amplias que, como la Comunidad Hispánica, puedan tener ya algún significado formal, más allá de la Antropología, para la Historia universal.

Gustavo Bueno es filósofo y autor del libro
España frente a Europa, publicado por Alba Editorial.

 


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