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Diario 16
Madrid, Domingo 12 de junio de 1994
Opinión
página 6

Gustavo Bueno
Peor, casi imposible

Me parece que aunque «técnicamente» son cosas muy distintas unas elecciones de representantes al Parlamento Europeo y las expectativas para unas nuevas elecciones de representantes al Parlamento español, sin embargo, la importancia de aquéllas está enteramente en función de éstas (¿o es que alguien cree que Matutes, Morán o Puerta van a poder encarnar líneas diferenciales verdaderamente significativas en el Parlamento Europeo?). El significado de las elecciones europeas es indisociable de nuestros problemas internos.

La UE (que no puede identificarse con Europa) es un todo político que sólo puede ser definido en función de sus partes formales, y la formulación de esas partes es indisociable de su escala. Oficialmente, las partes formales de la UE son los doce Estados consabidos (sin contar los que están a punto de incorporarse a la Unión). Por tanto, España es una de esas partes formales. Los españoles, en su inmensa mayoría creyeron necesario el ingreso de España en la Comunidad Europea. Necesario ¿para qué o para quién? Si descontamos algunos «místicos del europeísmo», el ingreso de España en Europa fue visto como necesario, no ya tanto para Europa, sino para España, y necesario casi a la manera como decimos que es necesario el ingreso en el hospital de un cuerpo enfermo, o debilitado por una caquexia económica, cultural, &c. (debida al «secular aislamiento», era el diagnóstico más extendido). El ingreso permitiría remontar ese estado de postración en el que los pueblos de España se encontraban por culpa de la dictadura (teoría convencionalmente mantenida por muchos escribas de la «democracia» sin perjuicio de su carácter gratuito, por no decir ridículo) y haría posible la recuperación en la nueva atmósfera de la modernidad. Sin embargo, el PNV y CiU (y, en su línea, otros partidos políticos de ámbito autonómico: gallegos, andaluces y hasta bercianos) apoyaron el ingreso del «Estado español» en la Comunidad Europea desde otra perspectiva (desde otra visión de la escala de las partes formales de Europa): esperaban (y esperan) del ingreso del Estado español en los quirófanos de Estrasburgo y Bruselas no tanto la recuperación de la vida de la nación española cuanto la eliminación de una especie de costra artificiosa --la «ficticia identidad cultural española»-- que, según ellos, está asfixiando durante siglos la libre respiración de las nacionalidades que hablan una lengua propia. En una palabra, la UE no es percibida como un todo del cual España sea una parte formal; las partes formales de la UE habrán de definirse, por ejemplo, a escala de Cataluña o de Euskadi (Pujol: «No existe una identidad cultural española»; Arzalluz: «Yo no me siento español»). Lo que buscan en las elecciones europeas los nacionalistas catalanes, vascos, gallegos o bercianos es aproximarse a su ideal, no ya de hablar catalán, euskera, gallego o berciano en Estrasburgo, sino de no hablar español aunque tengan que hablar en inglés o en francés.

¿Y la UE? ¿Por qué aceptaba el ingreso de España? ¿Por beneficencia, magnanimidad o vocación medicinal? No, sino porque veía y ve en España (o en sus nacionalidades) algo muy importante, una vez que ha comprendido la peligrosidad del antiguo lema: «Africa comienza en los Pirineos». Porque España, o la Península Ibérica comienza a ser vista como el rompeolas de la marea africana o musulmana; por ello es preferible desplazar las fronteras hasta las costas del sur. Además, el rompeolas resulta ser un amplio espacio excelente para tomar el sol, los baños, para cazar e incluso, los europeos más cultos, para visitar los monumentos.

No quiero volver a la cuestión sobre si el ingreso de España en la UE era o es imprescindible para España o para Cataluña o para El Bierzo; ni si Europa (es decir: Alemania, Francia, Inglaterra) vio o no necesario, antes de la caída del muro de Berlín aceptar el ingreso de España o de Cataluña. Me refiero sólo a la gestión del ingreso que corrió a cargo del Gobierno de Felipe González. ¿Puede llamarse piloto (gobernante) de una nave a quien, aunque haya sido elegido por los marineros está a punto de estrellarla, por imprudencia o por ignorancia, contra los acantilados? ¿Puede decirse que el Gobierno felipista (que se atribuye, como es propio de los gobernantes, muchos resultados admirables pero que son imputables a la sociedad española incluso a pesar de su Gobierno) ha gobernado el ingreso de España en la UE? No. A mi juicio ha estado a punto de estrellarla, ayudado por «catalanes» y «vascos». Ha desmantelado su industria pesada, ha malvendido su industria ligera, ha liquidado la ganadería, la producción minera, la agricultura; ha incrementado el paro. La corrupción descubierta en los últimos meses es sólo una espectacular revelación a la superficie del fondo de ignorancia política de aquellos jóvenes aprendices de economía y de política en escuelas posmodernas que llegaron a creer, después de haber leído revistas americanas y frecuentado universidades llenas de créditos, másters y tutores, que existían leyes del mercado internacional en abstracto; cuyo papanatismo europeísta les impedía advertir que, mientras tanto, esas leyes económicas estaban siendo aplicadas por alemanes, franceses o ingleses, a escala de Alemania, de Francia o de Inglaterra (y no de Europa); y eso, para no hablar de Estados Unidos.

Las elecciones europeas me interesan sobre todo en la medida en que contribuyan a facilitar la salida del Gobierno de estos aprendices (ya resabiados) a gobernantes que en doce años de gobierno (¿no tenían al periódico «El País» como su órgano doctrinal?) no han logrado entender ni siquiera la carta de corrientes marinas. Tan sólo han aprendido trucos para mantenerse dentro del barco que zozobra.

Desearía que el resultado de las elecciones de hoy determinase a corto plazo el relevo del Gobierno. No sé si los que sigan sabrán gobernar la nave de España mejor; peor, es casi imposible.

Gustavo Bueno es catedrático de Filosofía.

 


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