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Gustavo Bueno

Discurso pronunciado en el acto de entrega del título de Hijo Predilecto de la Ciudad de Santo Domingo de la Calzada

10 de mayo de 1997


Sra. Alcaldesa y Concejales en pleno del Excmo. Ayuntamiento de Santo Domingo de la Calzada,
autoridades, queridos familiares, amigos y paisanos:

1. No hay momento más importante en la vida de un ciudadano que aquel en el cual está siendo proclamado Hijo predilecto de la Ciudad en la que nació, y no casualmente, sino en el seno de una familia que tiene en ella raíces seculares. En Santo Domingo vivieron los «Roqueses», organeros ilustres, que fabricaron o restauraron órganos para Catedrales como las de Zaragoza o Sevilla; sobre todo, en Santo Domingo, mi abuelo, don Santos Bueno Roqués, y mi padre, don Gustavo Bueno Arnedillo, que ejercieron en esta ciudad la medicina casi a lo largo de un siglo y, con la medicina, el buen juicio, la prudencia, el raciocinio. Tanto mi abuelo como mi padre fueron en realidad filósofos desde la perspectiva de su profesión médica, y el honor que hacéis recaer sobre mis espaldas transciende, desde luego, a ellos, y no sólo como antepasados biológicos sino espirituales: sus intereses y principios «especulativos» son los mismos que actúan en mi (sin perjuicio de las diferencias en muchas conclusiones); incluso sus palabras y sus libros son los primeros que yo pude leer.

2. Y no hay momento más importante porque no hay un honor comparable al honor de ser acogido por su propia ciudad como hijo suyo predilecto, sobre todo cuando esta ciudad ha tenido hijos tan ilustres a lo largo de su historia casi milenaria, comenzando por su fundador Santo Domingo, en los tiempos del reinado de Alfonso VI de Castilla. Alfonso VI, cuyo título de Emperador, que tantas veces utilizó, recogía y desarrollaba el proyecto que tres siglos antes había concebido Alfonso II al fundar Oviedo como «ciudad imperial». Y a otro Alfonso, Alfonso XI, le correspondió otorgar al burgo fundado por Santo Domingo el título de Ciudad: desde hace más de seiscientos años, por tanto, quienes hemos nacido en Santo Domingo, somos ciudadanos.

Y, por cierto, ciudadanos cuyo origen se produjo casi simultáneamente con el origen de la lengua española. Santo Domingo hablaba en román paladino, aquel con el cual el pueblo habla a su vecino, como diría Gonzalo de Berceo, nuestro paisano y el primer escritor en el nuevo romance. Santo Domingo habla román paladino, precisamente con quienes iban a ser sus vecinos, que son los que le ayudaron a construir el Hospital, el Puente, la Calzada, es decir, a trabajar con las manos junto con él. Trabajar con las manos, o con las palabras, construir obras o discursos bien trabados y duraderos, este es el contenido primero de la conducta racional o lógica, caracterizada por aquello que los griegos llamaron logos. Porque el logos no es tanto una propiedad de alguna mente metafísica, sino de un sujeto dotado de músculos estriados, de manos y de laringe, capaz de articular obras y lenguajes trabados y duraderos. Desde hace muchos siglos vivimos en una ciudad que fundó un hombre que trabajaba con sus manos y hablaba con sus vecinos en román paladino, una ciudad habitada por hombres y mujeres que, ante todo, cultivaron su razón, porque hicieron obras lógicas, racionales, tanto en la esfera del arte –el Puente, la Calzada– como en la esfera de la prudencia –el Hospital de Peregrinos, o la Cofradía más antigua de España, según dicen los historiadores–.

3. Gracias, por ello, ante todo, al Ayuntamiento de la Ciudad del Santo, a quienes promovieron el proyecto de nombrarme Hijo Predilecto suyo, y a quienes lo asumieron sin reservas y que, en Pleno, están aquí presentes, sabiendo lo que hacen, como representantes de una Ciudad muchas veces centenaria. Gracias a mi panegirista, Angel Olmos, cuyos conceptos amistosos me sirven de ayuda inestimable para aguantar el peso que implica el honor tan grande que la corporación de esta Ciudad pone sobre mis espaldas al distinguirme con un título que lleva implícito el reconocimiento de mi persona como un ejemplo o símbolo de las generaciones sucesivas de calceatenses. Gracias a todos vosotros, quienes, con vuestra presencia, rubricáis el nombramiento y conferís valor efectivo al simbolismo que el honor encierra.

4. Honor que es gratuito, es decir, que es un don no debido, ni obligado por vuestra parte, en absoluto, hacia mi persona. Precisamente esto es lo que hace más importante y significativo vuestro regalo: la importancia y la significación que se vincula a una decisión libre. Pues todo el mundo sabe que yo carezco de cualquier tipo de poder político, o administrativo, o militar, o religioso, incluso económico; esas circunstancias a las que recurrimos una y otra vez para explicar la razón por la cual alguien es nombrado Hijo Adoptivo o Hijo Predilecto de una ciudad bien arraigada en la historia.

Pero en mi caso la situación es en cierto modo paradójica: no sólo carezco, como he dicho, de todo poder político, religioso, militar, administrativo o económico; ni siquiera puedo apoyarme en títulos o reconocimientos académicos oficiales o profesionales susceptibles de ser utilizados como corazas ante los ataques de los enemigos. Y si no tengo esos títulos, sin duda valiosísimos, es porque ni siquiera gozo de un consensus omnium acerca de mis posibles méritos: ocurre simplemente que «mi nombre suena», en libros (que a veces se agotan), en periódicos o revistas, en programas de radio o de televisión; las salas en las que hablo suelen estar llenas de público. Pero también es verdad que mi nombre suena en forma de controversia, y que mientras algunos me presentan como el «más profundo pensador del siglo» otros me llaman simplemente «energúmeno». Por ello es prácticamente imposible que, por consenso aleatorio, un jurado que tenga que elegir para discernir un premio importante, prefiera mi nombre: el jurado estará probablemente dividido siempre al cincuenta por ciento.

Y por ello es tan significativo que vosotros, que no teníais que elegir, me halláis otorgado graciosamente el honor de nombrarme Hijo Predilecto; como era significativo que la Ciudad de Oviedo, que tampoco tenía que elegir, me nombrase hace dos años Hijo Adoptivo de la ciudad en la que actúo hace casi cuarenta años.

5. ¿Qué os ha movido entonces para concederme este honor gratuito y libre, no condicionado? Desde luego no creo que sea algún motivo que pudiera ser atribuido a mi individualidad subjetiva, privada o psicológica, en cuanto pueda considerarse como algo distinto de mi personalidad pública; o, para utilizar una terminología conocida, que pudiera atribuirse al pensador (a su finis operantis) pero no a su pensamiento (a su finis operis). Una distinción semejante tendría mucho de luterana, pero tiene muy poco de católica, si es que el catolicismo, continuación del pensamiento de los clásicos griegos y romanos, valora, no sólo las buenas intenciones (o la Fe), sino las obras. Una cruz laureada no se otorga simplemente al soldado subjetivamente heroico, esforzado, que quiere llevar la bandera hasta el puesto más alto, o defenderla sencillamente, pero que tropieza al primer intento: tiene que mantener la bandera de hecho en su puesto, o tiene que avanzar con ella efectivamente.

Por ello es evidente que vosotros no habéis apreciado solamente en mi supuestas virtudes subjetivas (honradez, laboriosidad,...), por otra parte muy comunes, sino determinados valores objetivos, que paradójicamente no son míos, sino que hacéis encarnar simbólicamente en mi bandera: por tanto, paradójicamente, no es tanto a mi individualidad subjetiva a quien estáis concediendo este insuperable honor, sino a la bandera que ella lleva, y que es la bandera que lleva escrita en letras mayúsculas la palabra «Racionalismo», como método para trazar el mapa mundi que necesitamos, no sólo individualmente, sino colectivamente, para sobrevivir como hombres. En una época en la cual el escepticismo (el agnosticismo) o el fanatismo avanza cada vez con más fuerza, el racionalismo se nos muestra como un valor imprescindible. Precisamente entre todas las religiones positivas, el Catolicismo se ha distinguido en su historia por su racionalismo, por su Teología: es el racionalismo que inspiró a Santo Tomás, en la Edad Media, contra los fideístas; o a Francisco Suárez, en la Edad Moderna, contra los protestantes, como Jacobo I de Inglaterra; o al padre Feijoo contra las supersticiones vigentes en pleno siglo XVIII.

Un racionalismo filosófico que (como he dicho y escrito en otras muchas ocasiones, aunque muchos no quieren darse por enterados) ni siquiera implica el ateísmo. La cuestión de Dios, del Dios de Aristóteles, es una cuestión disputada, y no es más racionalista quien niega a Dios, por principio, que quien lo afirma. No es el ateísmo condición para un racionalismo filosófico; es la impiedad, la asebeia, el delito por el que fueron condenados precisamente hombres como Protágoras, Anaxágoras y el mismo Aristóteles, el fundador de la Teología natural. Aquello que el racionalismo no puede aceptar es la pretensión de algunos hombres (incluso de millones de hombres) de estar en posesión de unas verdades tenidas por sobrerracionales y reconocidas como reveladas, unas verdades que, a la vez, son presentadas como fundamentos de la vida personal y, sobre todo, de la vida civil. Ni tampoco puede el racionalismo aceptar (aunque sea en nombre de un ambiguo agnosticismo) que las «verdades» encerradas en esa revelación deban permanecer fuera del alcance de cualquier análisis racionalista y, por consiguiente, que sus contrafiguras racionales, filosóficas, hayan de que dar sepultadas en la vida privada de cada cual, como una suerte de pars pudenda suya. En realidad lo que debiera quedar sepultado en una vida privada particular sería cualquier contenido de una supuesta revelación que se autodefine como sobrerracional y que no puede, por tanto, si es coherente, ser propuesta o impuesta públicamente. Quien ampara la respetabilidad, sea privada, sea pública, de estas revelaciones, en la forma de la autoridad venerable a través de la cual ellas se manifiesta, no pueden en cualquier caso olvidar que esta autoridad, por venerable que sea, si es sobrerracional, no puede ser tomada como norma de una sociedad civil racionalmente organizada.

El racionalismo no puede aceptar esas revelaciones amparándose en la forma de la autoridad de quienes las conservan o administran: el racionalismo tiene que entrar en la materia misma de esas revelaciones. Y dejando a un lado la forma entrará a analizar sus contenidos, a delimitarlos, no a negarlos a priori, y a estudiar su alcance. Por esto el racionalismo es un materialismo, no es un formalismo. Porque el racionalismo es lo que tiene que ver con el ensamblamiento de piezas materiales, aquellas con las que se fabrican los puentes y las calzadas, que no se sostienen por la mera forma simbólica o estética, sino por la acción de sus sillares y de sus dovelas.

El tratamiento racionalista, complejo y no simplista, de los materiales de las revelaciones o de las tradiciones que nos envuelven, no implica necesariamente su devaluación o el desprecio de los mismos. Platón, el padre del racionalismo, creó los mitos más profundos de nuestra cultura, y Aristóteles, su discípulo, confesó que el filósofo es amante de los mitos, porque al filósofo le gusta lo maravilloso.

6. Este racionalismo no simplista, complejo o dialéctico, sí que es un valor que merece ser levantado, que necesita ser levantado como bandera ante las sociedades del final del milenio, cada vez más expuestas al escepticismo agnóstico de los consumidores satisfechos o al fanatismo de los desesperados o de los faltos de juicio.

Este es el racionalismo con el que podemos seguir tejiendo la trama de nuestra vida racional, para dejársela a nuestros hijos y descendientes, a quienes esperan los años terribles que se les vienen encima.

En conclusión, si nosotros estamos aquí celebrando este acto solemne es porque en el fondo compartimos la divisa que un gran racionalista estoico, cuyos dominios abarcaron las dos Hispanias, la Ulterior y la Citerior, y, por tanto, nuestras propias tierras, el emperador Marco Aurelio, de estirpe ibérica él mismo, nos dejó en herencia: O kosmos, alloosis; o bios, hypolepsis. «El Universo, mudanza; la Vida (racional), firmeza.»

He dicho.