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Gustavo Bueno

La función actual de la ciencia

28 de enero de 1995


 
Conferencia impartida en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria [el 28 de enero de 1995, festividad de Santo Tomás de Aquino], en el acto de investidura de nuevos Doctores y entrega de Premios Extraordinarios de Doctorado 1995
§1. Declaración del enunciado titular («la función actual de la ciencia»)
§2. Posibles objeciones de principio al enunciado titular
§3. Reexposición, tras la consideración de las objeciones de principio, del proyecto expresado en el enunciado titular
§4. Cuatro tipos de respuestas genéricas (externalistas, no gnoseológicas) al enunciado titular
§5. Exposición de cada uno de los cuatro tipos de respuestas genéricas enumeradas en el párrafo anterior
§6. Crítica a las respuestas genéricas de los diferentes tipos enumerados sobre la función de las ciencias
§7. Una visión internalista (específica) de la función actual de la ciencia
 

Excmo. y Magfco. Sr. Rector, queridos colegas y estudiantes, señoras y señores:

Constituye para mi un gran honor el haber sido convocado por la Universidad de las Palmas para exponer en este acto solemne, ante Doctores que, en su inmensa mayoría, lo son en ciencias positivas, una visión de conjunto sobre «la función actual de la ciencia».

Distribuiré mi exposición en los siguientes siete puntos: en el primero procederé a declarar el alcance del enunciado titular («la función actual de la ciencia»); en el segundo punto formularé algunas objeciones de principio que cualquiera de los presentes podría levantar ya contra el simple enunciado titular, ya contra su declaración inicial, pasando, en el tercer punto, tras reconocer lo fundado de dichas objeciones, a reexponer o resituar el sentido del enunciado titular. En un cuarto punto, y de modo brevísimo, expondré los fundamentos para distinguir cuatro tipos de respuestas disponibles al enunciado titular, cuando nos situamos en una perspectiva genérica o externalista, y en el punto siguiente, el quinto, bosquejaré las características de cada uno de los tipos de respuestas establecidas en el punto precedente. El sexto punto estará dedicado a determinar críticamente los límites de las respuestas consideradas según los tipos en los cuales ellas han sido clasificadas. Y, por último, en un séptimo punto, trataré de dibujar, en compendio, una concepción «internalista» de la función actual de la ciencia, [12] tendente a subrayar, como función específica que cabría atribuir a las ciencias del presente, la que denominamos (desde la teoría del cierre categorial) «función constitutiva», entendida como función que se ejercita en el mismo «hacerse del Mundo». [13]


§1. Declaración del enunciado titular («la función actual de la ciencia»)

1. El enunciado titular descansa en una suposición, sin duda muy comprometida, a saber: que tiene sentido tratar de «la ciencia», en singular, como si fuese una «entidad» (institución, proceso, estructura,...) dotada de una unidad de conjunto tal que sea posible atribuirle, con alcance global, una «función» característica, una función capaz de caracterizarla esencial y específicamente en la actualidad. Y esto tanto si semejante función es presentada como nueva, en términos absolutos, o como si es presentada como una herencia de funciones ya ejercidas en el pretérito.

La suposición sobre la que descansa nuestro enunciado titular se compone, por tanto, de dos ideas fundamentales: una cierta idea de función actual y una cierta idea de ciencia.

La idea de «función actual» que vamos a utilizar es una mera determinación (por lo de «actual») de la idea de función que suele ser utilizada en las escuelas «funcionalistas» que se han abierto camino tanto en Etología como en Sociobiología, tanto en Lingüística como en Antropología. Estamos diciendo, con esto, simplemente, que el tratamiento que la ciencia va a recibir en el contexto de nuestro enunciado titular es un tratamiento análogo al que, desde las coordenadas del funcionalismo, reciben las más diversas instituciones o procesos biológicos, socioculturales o antropológicos, sometidos a enunciados como los siguientes, que pongo por ejemplo: «la función de la vejiga natatoria en animales acuáticos», «la función de los rituales de cortejo en las aves», «la función del matrimonio polígamo en las sociedades de cazadores-recolectores», «la función de los santuarios terapéuticos (tales como Epidauro, Fátima o Lourdes) en las sociedades agrícolas», «la función de las rogativas procesionales impetrando la lluvia», o «la función de la Liga de fútbol [14] en las sociedades industriales». Determinar la función de una institución etológica o antropológica –determinación que aproxima tales funciones a las lógico matemáticas, en cuanto «aplicaciones unívocas a la derecha»– equivale a establecer la relación (o relaciones pluriunívocas) de esa institución o familia de instituciones u órganos con el conjunto de un organismo, de una sociedad o de una cultura (entendida, al modo de Tylor, como un «todo complejo»), dados como la unidad de un todo, o con alguna de sus partes. La función que buscamos es de algún modo la correspondencia que una parte del todo complejo tiene con el conjunto de las demás o con alguna otra parte determinada del sistema. De otro modo: al tratar de determinar la función de una institución, de un proceso definido o de un órgano estaríamos intentando insertar ese órgano, proceso o institución en una trama unitaria y cerrada de relaciones, dentro de la cual suponemos que al órgano, proceso o institución de referencia le corresponde un papel característico en orden, precisamente, a la «buena marcha» (supervivencia, desenvolvimiento, eutaxia,...) de esa trama cerrada de relaciones o de alguna de sus partes definidas.

Las siguientes tres precisiones aclararán la idea de función que acabamos de presentar en sus líneas más generales:

a) Se comprende que una función, en el sentido considerado, sólo puede ser definida respecto de un campo o contexto dado, ya sea el organismo de un vertebrado («función del bazo») ya sea un grupo social privado («función del rosario o de la televisión en familia») o público («función de un monumento civil»). Por lo demás los campos respecto de los cuales se define a las funciones, incluso funciones que puedan considerarse isológicas, se diferencian y aun se oponen los unos a los otros: la función de la monogamia en las sociedades industriales se distinguirá de la función de la monogamia en las sociedades agrícolas. La función de la ciencia en la sociedad esclavista no tiene por [15] qué ser la misma que la función de la ciencia en nuestra sociedad capitalista.

En nuestro caso, el término «función» va asociado al término «actual»; lo que significa que estamos tomando, como campo de la función de la ciencia, a la «actualidad» –en cuanto puede contraponerse al pasado y acaso también al futuro–. Cuando hablamos de la «actualidad» y, sobre todo, del «presente», no nos referimos, desde luego, al «ahora» (al nunc), ni siquiera al «hoy»; nos referimos al «presente» en cuanto categoría dada a escala histórico-cultural, que sólo puede delimitarse por relación a categorías tales como «Antigüedad», «Epoca Moderna» o «Edad Contemporánea». Definir el Presente implica, según esto, una «teoría de la Historia», a la manera como definir el Cielo (en cuanto bóveda celeste de nuestro espacio óptico) implica una «teoría de la Naturaleza». Ahora bien, a nadie se le oculta la dificultad de definir la «actualidad» en tanto que término coextensivo con el de nuestro «presente». Existe una tal variedad de concepciones o teorías del presente y, lo que es más importante, de teorías mutuamente entrelazadas, aunque sea de un modo polémico, que su simple análisis autorizaría a instituir una suerte de disciplina particular que en alguna otra ocasión hemos denominado «Presentología». En efecto, se definirá unas veces la actualidad o el presente como la «época contemporánea» o bien como la «época coetánea» (en el contexto de la teoría de las generaciones de Ortega); o bien, como la época «moderna», aunque otras veces la actualidad será definida como la «época postmoderna». Para algunos el presente se definirá como la época que nos pone en las vísperas del reinado del Anticristo; pero para otros el presente representa el fin de la historia, una vez que se ha producido el desarrollo victorioso de la democracia parlamentaria y de la economía de mercado. Algunos definen el presente por «la tercera ola», como la sociedad postindustrial, o como la época de los [16] «contactos en la tercera fase». Para los efectos de nuestro asunto de hoy, definiremos la actualidad (o el presente) a partir de la idea de una sociedad universal (planetaria) que ronda ya los siete mil millones de individuos; una sociedad, por tanto, que constituye un todo atributivo, cuya constitución, como tal, comenzó propiamente, según señaló Marx, a raíz del desarrollo del capitalismo mercantil, en la «era de los descubrimientos». Un todo planetario cuyas partes, sin embargo, no por no relacionarse precisamente por vínculos de fraternidad o de armonía, dejan de ser menos interdependientes. La sociedad actual, en cuando sociedad planetaria, sólo puede subsistir como sociedad industrial (el concepto de sociedad postindustrial nos parece imaginario) y como sociedad industrial que requiere precisamente los servicios de las ciencias y en particular de una «gran ciencia» que crece exponencialmente, y no ya logísticamente, como crecía la «pequeña ciencia» del pasado. Por actualidad, en resumen, entenderemos aquí a la sociedad universal capitalista resultante de la revolución tecnológico científica –por tanto, a una sociedad que, en cierto modo, ha de ser definida, a través de la ciencia, como la sociedad en la cual las ciencias han pasado a formar parte del sistema productivo–, subrayando como última fase de esta sociedad aquella en la cual una capa cultural (en el sentido de la «cultura circunscrita») de espesor creciente, en cuanto fruto de la «industria cultural», va superponiéndose a la sociedad tecnológica científica dando lugar a un escenario en el cual la línea de separación entre la realidad tecnológica «básica» y la realidad tecnológica «cultural» (otros dirían «superestructural») va desdibujándose porque los envolventes imaginarios (arquitectónicos, urbanísticos, musicales, cinematográficos, literarios, &c.) van rodeando cada vez más la esfera de la realidad tocada por las ciencias, hasta el punto de confundirse con ella. [17]

b) Las funciones atribuidas a las diversas «partes» del organismo del todo complejo, no son analíticas, sino sintéticas, lo que significa, en la práctica, que no son, en general, explícitas, sino implícitas y encubiertas. De hecho, las funciones se presentan confusivamente, representadas según objetivos ideológicos, mitos culturales, políticos o religiosos. Para un musulmán las peregrinaciones a La Meca tienen una función soteriológica, y en modo alguno los musulmanes aceptarán la fórmula según la cual la función de estas peregrinaciones no es otra cosa sino la propia del «opio del pueblo» (al menos en el sentido que a esta formula le imprimió Lenin). Otras veces, las funciones están representadas (emic) de un modo sesgado o parcial; es seguramente el caso de las funciones de las ciencias tal como se las suelen representar los propios científicos. ¿No es una paradoja la afirmación de la posibilidad de que un científico, incluso si es eminente, sólo disponga de una representación sesgada y parcial de su propia actividad? Muchos científicos rechazan indignados una afirmación semejante. Sin embargo estamos ante una situación en la que la relación de la función de la ciencia a su representación por los científicos se parece a la situación en la cual el kula (el círculo de intercambio recurrente, en direcciones opuestas, de collares y brazaletes) es representado por los trobiandeses. «Ningún indígena, ni el más inteligente –dice Malinowski en Los argonautas del Pacífico– tiene una idea clara del kula como gran institución social organizada y menos aun de su función e implicaciones sociológicas. Si le preguntáis a uno de ellos qué es kula, contestaría dando unos cuantos detalles, tendiendo más a un relato de experiencias personales y puntos de vista subjetivos sobre el kula que a algo parecido a una definición precisa. Ni siquiera se puede obtener una exposición parcial coherente. De hecho no tienen una visión de conjunto; participan en la empresa y no pueden ver el conjunto desde fuera». [18]

c) Las funciones propias de una parte, en el sentido expuesto, pueden ser múltiples y, lo que es más de notar, no necesariamente convergentes. Muchas veces incluso llegan a ser incompatibles entre sí. Las funciones económicas de la ciencia pueden no ser convergentes con sus funciones lógicas, ni estas con su funcionalismo político o religioso. Con esto estamos dando a entender que cuando, en el enunciado titular, hablamos de «la función (actual) de la ciencia» no pretendemos señalar a una supuesta función que fuera excluyente de cualquier otra. Sencillamente nos referiremos a una función susceptible de ser considerada esencial o característica desde algún sistema dado de coordenadas filosóficas.

2. La segunda gran idea que entra en la composición del enunciado titular es la idea de ciencia. El término «ciencia», en español, tiene cuatro acepciones muy distintas, pero profundamente emparentadas, que resumimos en las siguientes líneas:

  (1) Ciencia es ante todo, en español, un saber hacer, tanto en el sentido del facere («ciencia del zapatero») como en el sentido del agere («ciencia del estratega»).

  (2) Ciencia es, en segundo lugar, «sistema de proposiciones derivadas de principios». Es la acepción procedente de los Segundos analíticos de Aristóteles, pero incorporada, a través de la Escolástica –especialmente por Santo Tomás de Aquino, cuya fiesta celebramos hoy–, a nuestro lenguaje común, en el momento en que refiere la ciencia a los libros. «Ciencia» cubre también, en esta acepción, a la filosofía y a la teología.

  (3) En tercer lugar ciencia, por antonomasia, denota a la ciencia moderna (físico-matemática, química, biológica), a la ciencia positiva, y su referencia institucional son las Facultades de Ciencias, en el sentido tradicional.

  (4) En cuarto y último lugar ciencia, por ampliación, cubre también las disciplinas tales como la Economía política, [19] la Pedagogía o la Sociología, en su voluntad de ajustarse a las normas propias de la ciencia según su tercera acepción.

La acepción que en esta ocasión utilizaremos como «acepción fuerte» es la tercera. Cuando tratamos de determinar la función actual de la ciencia nos referimos a la ciencia moderna y sólo por ampliación a las llamadas «ciencias humanas» en la medida en que ellas, efectivamente, hayan logrado ajustarse a la estructura característica de las ciencias matemáticas, físicas y naturales (estructura que exponemos, por nuestra parte, en la teoría del cierre categorial). [20]


§2. Posibles objeciones de principio al enunciado titular

1. Cabría impugnar desde el principio el enunciado titular, es decir, el proyecto de nuestra propia exposición, tal y como ha sido declarado en el punto anterior, poniendo en duda los supuestos explícitos (por no mencionar los implícitos) en los cuales tal proyecto descansa, a saber: la idea de «función actual» y la idea de «ciencia moderna» (como sujeto de tal supuesta función).

2. Consideremos, ante todo, la idea de función actual. Podría ser impugnada esta idea, en relación con nuestro asunto, no ya porque se estime que tal idea es vacía, sino, por el contrario, por el reconocimiento de su carácter superabundante o pletórico. Se dirá: no cabe hablar de una función («la función de la ciencia») sino de las múltiples funciones que la ciencia, incluso si es globalmente tratada, desempeña de hecho en nuestro presente. Unas veces son funciones económicas, otras son funciones políticas; unas veces son funciones gremiales, otras veces son funciones auxiliares respecto de otras disciplinas científicas o no científicas. Más aun, estas funciones, como ya hemos dicho, no son siempre convergentes. Unas veces las ciencias trabajan al servicio de una Iglesia, y otras veces al servicio de un Estado que dedica la práctica totalidad de su I+D a la industria de guerra; otras veces al servicio del Estado enemigo. Pero si esto es así hablar de la función actual de la ciencia parece que es tanto como utilizar un lenguaje vago y deliberadamente ambiguo salvo que, gratuitamente, sobrentendamos o explicitemos una función determinada. En esta hipótesis lo primero que tendríamos que hacer es corregir el enunciado titular, como vago e indeterminado, y sustituirlo por otro más preciso, por ejemplo: «la función económica de la ciencia en la actual Unión Europea», [21] o bien «la función política de la ciencia en los programas científicos comprendidos bajo la denominación de la Guerra de las Galaxias».

3. Pero cuando utilizamos la expresión «la Ciencia» en singular, la situación de ambigüedad parece, si cabe, aun peor, salvo que nos acojamos al proyecto neopositivista de una ciencia unificada. Ahora bien, este proyecto, hoy por hoy, es solo un proyecto: hoy no es posible hablar de «la ciencia» dada la pluralidad de cierres categoriales existentes y la autonomía constructiva de esos cierre categoriales, sin perjuicio de sus interrelaciones. Habría que añadir que las diferentes disciplinas científicas no se nos presentan siempre como «parcelaciones distintas pero convergentes» de una misma mathesis universalis. Hay divergencias, discontinuidades o incompatibilidades más o menos profundas, al estilo de las que se reconocen entre la ciencia maxwelliana de electromagnetismo y la ciencia bohriana del átomo, o la teoría cinética de los gases de Boltzmann. En consecuencia las funciones respectivas también serían divergentes. El sintagma «la ciencia», en singular, sugiere según esto, aun aceptada la pluralidad de las ciencias, un sentido unívoco, común a todas las ciencias, el sentido de la ciencia como clase unívoca de ciencias (no ya como una ciencia individual) a la que hubiéramos de asociar una función «actual». Pero, ¿acaso las funciones de la física nuclear pueden considerarse las mismas que las funciones de la biología? Incluso en el caso de las ciencias auxiliares de otras ciencias dadas, las funciones de auxilio no son recíprocas, por lo que ya en este caso sencillo la función de una ciencia auxiliar no parece que pueda confundirse con la función de la ciencia principal.

Ahora bien: en el momento en que reconocemos la multiplicidad de ciencias positivas, cada una caracterizada por funciones propias, ¿no tendríamos también que rechazar la pregunta misma por la «función actual» de la ciencia como si no hubiese [22] más que una? ¿No habría que rechazar, por confusionario y oscurantista, todo intento de determinar la función actual de la ciencia, por mucho que hayamos delimitado su extensión? [23]


§3. Reexposición, tras la consideración de las objeciones de principio, del proyecto expresado en el enunciado titular

1. Las objeciones expuestas en el §2 no son gratuitas, y hemos de comenzar reconociendo su fundamento. Las funciones desempeñadas por las ciencias son diversas y no siempre convergentes; las ciencias también son diversas. Entonces, ¿por qué no sustituir sencillamente desde el principio el enunciado titular por este otro: «funciones diversas desempeñadas en la actualidad por las diferentes ciencias»?

Por una razón no menos sencilla: porque una tal sustitución representaría, por de pronto, un cambio de programa. Esto ya sería suficiente, y al margen de las dificultades propias que el programa alternativo implicaría también (¿con que criterio enumeraríamos las funciones que suponemos diversas, y con qué criterios enumeraríamos las diferentes ciencias?). Y, en todo caso, el programa sustituido no por ello podría considerarse transformado o resuelto en el sustituyente; había sido eliminado.

Antes de llevar a cabo la sustitución referida, es decir, antes de retirar el programa, se hace preciso responder a las objeciones que han sido formuladas, siempre que les concedamos beligerancia. Pues, en este caso, no nos estará permitido «pasar de largo» ante ellas, ignorándolas. Es necesario tenerlas en cuenta; aunque no nos parezca que tienen fuerza suficiente para hacernos retirar el enunciado titular, sí la tienen para obligarnos, si no a rectificar, sí a reexponer nuestra primera declaración, determinándola a la luz de las objeciones de referencia.

2. Consideremos, ante todo, la objeción derivada del supuesto de la multiplicidad de funciones de las ciencias o, si se prefiere, de una multifuncionalidad que obligaría a mirar con [24] recelo todo cuanto sugiera una funcionalidad principal, única y acaso excluyente.

El simple reconocimiento de la pluralidad de funciones desempeñadas por las ciencias equivale a asumir la obligación de introducir una precisión muy importante en el enunciado titular, en tanto este sea mantenido, a saber: la precisión de que la función (en singular) de las ciencias que buscamos habrá de darse en el contexto de otras funciones, que no se niegan; y ello ya sea porque se agrega desde fuera a ellas, ya sea acaso y sobre todo porque suponemos que se lleva adelante por su mediación (el dado perfecto no es un dado que pueda considerarse agregado «desde fuera» a los dados empíricos, pero no por ello se resuelve en ellos, sino que, más bien, se hace presente a través de ellos). En todo caso, la determinación que el término «función» lleva en el enunciado titular, a saber, el término «actual», constituye ya un primer criterio para seleccionar, o poner en otro plano, funciones que la ciencia o las ciencias hayan podido desempeñar en épocas distintas de la época del presente (y ello, sin perjuicio de que puedan también seguir desempeñándolas en la actualidad). Como ya hemos dicho en la declaración, el término «actual» lo referimos a la «sociedad que ha incorporado a las ciencias en su sistema de producción», o, si se prefiere, a la época en la que vive –según el cálculo de Price– el 90% de los científicos que hayan jamás existido. Los seis mil millones que constituyen hoy la sociedad universal no podrían haber llegado a existir, ni podrían seguir subsistiendo sin el concurso de la Química, de la Biología o de las Matemáticas. Esto no podría decirse de las ciencias de la época helenística, o de las de la época medieval. Describe Aristoxeno las ocupaciones botánicas dirigidas por Espeusipo, como escolarca de la Academia platónica, de este modo: «estaban (los platónicos) clasificando plantas en géneros y especies y subespecies, hasta que, por fin, tras arduas [25] discusiones, lograron encontrar el lugar de la calabaza»; ironía que sugiere el carácter de juego propio de la clase ociosa que la taxonomía tenía en la antigua Atenas, una ironía difícil de captar hoy, en la época en la que la taxonomía botánica constituye una tarea ordinaria de cualquier Facultad de Biología.

El adjetivo «actual» permite, sin duda, dejar de lado muchas funciones atribuibles a la ciencia, incluso en la época presente, aun cuando esto no constituya por sí mismo razón suficiente para apuntar a una función característica, en singular. La «singularidad» que buscamos determinar depende del sistema de coordenadas desde las cuales entendemos la naturaleza de las ciencias, y otras muchas cosas; no es, en todo caso, una característica «exenta», visible por sí misma desde cualquier perspectiva.

Por lo demás, la singularidad de las funciones que buscamos podría consistir precisamente en su carácter de función común a las diversas ciencias, consideradas como «elementos» de una clase distributiva; lo que equivale a decir que el reconocimiento de la diversidad de ciencias no solo no se opone al supuesto de una función singular, sino que puede llegar a ser condición de una singularidad cifrada en un presunto carácter actual común. Por lo demás, esa supuesta función común no tiene por qué ser entendida en un sentido unívoco estricto; podría entenderse en un sentido analógico o modulante. En todo caso, la supuesta función común a las ciencias más diversas podría delimitarse no solo cara al conjunto de esas ciencias, en sí mismo considerado, sino cara a las relaciones que ese conjunto de ciencias puede mantener con otras instituciones o formaciones no científicas pertenecientes, sin embargo, al «todo complejo», tales como las instituciones religiosas, políticas, ideológicas o artísticas. Es sobre todo desde esta perspectiva desde donde el empleo del singular, referido a «la ciencia» (y no solo a «la función») cobra su más preciso significado. [26]

3. Así las cosas, es obvio que la cuestión propuesta en el enunciado titular se plantea como cuestión de la determinación por regressus a las coordenadas filosóficas desde las cuales entendemos a las ciencias en lo que tengan de común y a su inserción o función en el «todo complejo» de nuestro presente. Porque sólo desde ese entendimiento cobrará sentido el conferir a una, de entre las múltiples funciones comunes posibles, la condición de ser la «función esencial» principal o característica, o, si se prefiere, la «función más profunda».

Ahora bien, las coordenadas filosóficas desde las cuales sería posible proceder en nuestro asunto son múltiples, pero pueden clasificarse en dos familias diferentes, según que puedan considerarse como «genéricas», o bien, por el contrario, como «específicas».

Coordenadas genéricas (acaso: «externalistas») para la determinación de la función actual de la ciencia serán todas aquellas que parecen adaptadas a definir la función actual de la ciencia por analogía con funciones atribuibles a instituciones, procesos o estructuras que no tienen por sí mismos naturaleza científica; lo que equivale a decir que cuando nos situemos en este tipo de coordenadas, nos veremos llevados a entender la función actual y esencial de la ciencia por la mediación de otras instituciones, estructuras o procesos extracientíficos.

Coordenadas específicas (acaso: «internas») para la determinación de la función actual de la ciencia serán aquellas que estén proporcionadas para definir esa función a partir de características entendidas precisamente como específicas de las ciencias (sin perjuicio de que tal especificidad resalte en el contraste con las otras instituciones o formaciones no estrictamente científicas).

Examinaremos sucesivamente estas diversas opciones. [27]


§4. Cuatro tipos de respuestas genéricas (externalistas, no gnoseológicas) al enunciado titular

De conformidad con lo que hemos dicho en el §3, las respuestas genéricas o externalistas (no gnoseológicas) a la cuestión de la función (esencial) actual que pudiéramos atribuir a las ciencias se basan en apelar a una identidad (o analogía) que las ciencias mantendrían con otras instituciones, procesos, estructuras, &c. que no son científicos por sí mismos. Conviene advertir que estas coordenadas, aunque dejaran a veces sobrentender una determinada concepción de la ciencia, sin embargo deben ir referidas antes a su función que a la naturaleza de las ciencias mismas. No tendría, en principio, por qué suponerse una biyección entre concepciones gnoseológicas de las ciencias y concepciones de sus funciones actuales características. Lo más probable, en principio, es que las respuestas genéricas a la cuestión de la función de la ciencia vayan asociadas a concepciones también genéricas de las ciencias, concepciones insuficientes al menos cuando se consideran desde las premisas que adoptamos como perspectiva (en nuestro caso, la teoría del cierre categorial).

He aquí los cuatro «sistemas de coordenadas» que hemos creído poder diferenciar como sistemas más significativos y pertinentes para la cuestión que nos ocupa, a saber, los cuatro sistemas de coordenadas que pudieran considerarse anclados en las funciones genéricas asociadas respectivamente a las siguientes ideas, bien arraigadas en nuestra tradición cultural, ideas de acción que se expresan bien por los siguientes verbos: (1) conocer, (2) fabricar, (3) crear y (4) dominar.

Las ideas de estas «funciones esenciales» pueden ser, en efecto, asociadas a instituciones, procesos o estructuras, que siendo, sin duda, «partes del todo complejo» no son, sin embargo, necesariamente ciencias en su sentido estricto. En efecto, la [28] idea del «conocer» suele ir asociada también a la filosofía (por no citar a las religiones reveladas); la idea del «fabricar» nos introduce, ante todo, en el terreno de la tecnología (en el terreno del hacer, correspondiente al facere de las artes mecánicas); la idea del «crear» se asocia, en nuestros días, a la «cultura», en el sentido «circunscrito» (a las «artes liberales») o, acaso también, a esta misma idea en su acepción más lata, siempre que la Cultura, eso sí, sea entendida como «espontanea creación poética», supuestamente característica del ser humano; por último, la idea del «dominar» tiene que ver con el poder y con todas las instituciones, o sujetos, o grupos o clases sociales que lo detentan o lo pretenden.

Advirtamos que la asignación de alguna de estas funciones genéricas, como función esencial en nuestro presente, a las ciencias, no prejuzga una valoración positiva de tales funciones o de las ciencias afectadas. Quien sostiene, como cuestión de hecho, que la función actual esencial de las ciencias es o sigue siendo una función de dominio (o de poder) no tiene por qué valorar positivamente esa función, y aun cabría afirmar que la concepción voluntarista (en el sentido de la «voluntad de poder») de las funciones atribuidas a las ciencias del presente suele ser mantenida precisamente desde posiciones «anarquistas» (al modo, por ejemplo, de Feyerabend). Otro tanto se diga de las funciones tecnológicas asignadas a las ciencias por quienes, al mismo tiempo, mantienen posiciones críticas radicales contra la civilización industrial y aun contra la tecnología, en general. Asimismo, quien se considere inmune ante los prestigios míticos que suelen envolver a la idea de «Cultura» verá con recelo la atribución a la ciencia de funciones culturales y postulará la necesidad de disociar a la ciencia respecto de la cultura, cuando trate de fundamentar el valor de aquella.

Las diversas concepciones de la función de las ciencias no forman un conjunto biyectivo con conjuntos consistentes de [29] concepciones de las ciencias mismas. Sin embargo, no deja de llamar la atención la posibilidad de descubrir ciertas afinidades entre las sendas cuatro funciones generales que acabamos de enumerar y las sendas cuatro concepciones «básicas» que (según hemos expuesto en otro lugar, Teoría del cierre categorial, Pentalfa, Oviedo 1993, tomo 1) distingue la teoría del cierre categorial, a saber: el adecuacionismo, el descripcionismo, el constructivismo y el teoreticismo. Tenemos que decir, en todo caso, que las correspondencias no son rigurosamente biyectivas. Por otro lado, las correspondencias se establecerán mejor si las exponemos a través de un sistema de metáforas (por otra parte tradicionales), orientadas a definir la naturaleza de la ciencia partiendo de determinados oficios o formas de conducta (a veces coordinadas, en los bestiarios, a emblemáticas especies animales, tales como la hormiga, la araña o la abeja, utilizadas en la célebre analogía que el canciller Bacon propuso en su Novum Organum).

En resumen, cabría hablar de una cierta afinidad entre la concepción de la función de la ciencia como conocimiento y el intento de captar la esencia de la ciencia como re-presentación o pintura de la realidad por la asimilación de los científicos a «monos de imitación» o, acaso, a los pintores re-presentativos; hablaríamos también de la afinidad entre la concepción de la función de la ciencia en términos eminentemente tecnológicos y la formulación de la esencia de las ciencias a través de la asimilación de los científicos a las hormigas o a las termitas (por tanto, a la visión de las ciencias como hormigueros o termiteros). También hablaríamos de una cierta afinidad entre la «función creadora», atribuida a la ciencia, y la visión de la ciencia como una especie de «música coherente» o bien como una suerte de panal construido por abejas que no se limitan a sacar de su vientre, como las arañas, los materiales de su construcción, sino que digieren y organizan el polen extraído del medio exterior; por [30] último reconoceríamos una indudable correspondencia entre la concepción de la función actual de la ciencia como un «aparato de dominación» y la concepción de la ciencia por asimilación al arte del pescador (que arroja las redes para apresar a cuantos peces puedan caer en ellas) o, en el bestiario, a la actividad de las arañas que destilan íntegramente de su seno sus telas a fin de utilizarlas como redes en las cuales puedan ser aprehendidos los insectos (los «hechos») que se cruzan con sus mallas. [31]


§5. Exposición de cada uno de los cuatro tipos de respuestas genéricas enumeradas en el párrafo anterior

1. El primero de los tipos que hemos enumerado engloba a todas aquellas respuestas a la cuestión de la función actual de la ciencia que, de un modo u otro, apelan a la idea de conocimiento, entendido en su sentido absoluto, cuyo límite es la omnisciencia. No es de extrañar que, dentro de este primer grupo de respuestas, nos encontremos muchas veces en las proximidades del gnosticismo (en el sentido que M. Scheler dio a este término: «toda doctrina que cifra la salvación del hombre en el conocimiento»). En consecuencia, las respuestas que englobamos dentro de este primer tipo serían aquellas que tienden a ver la función actual de la ciencia –al menos de esa ciencia que suele ser llamada «fundamental» (por ejemplo, en el contexto de la también llamada «investigación fundamental»)– como la misma función del conocimiento absoluto.

Desde luego, hay motivos para dudar de la posibilidad de encontrar en el presente (es decir, tras el criticismo kantiano, positivista o popperiano) respuestas a la cuestión de la función de la ciencia susceptibles de ser clasificadas, sin enérgicas matizaciones, en este primer tipo que consideramos. Han pasado los tiempos, se dirá, en los cuales se proponía explícitamente el ideal contemplativo que impulsa el bios theoretikos (en el sentido de Heráclides Póntico). Sin embargo, este ideal –que era también el ideal de Santo Tomás de Aquino– sigue vivo de hecho y es posible advertir su influencia en situaciones del presente que tienen que ver con las ciencias y acaso también con la filosofía. «El conocimiento de las leyes del mundo físico que la nueva ciencia mecánica proporciona es tan pleno que ni Dios mismo podría tenerlo mejor», venía a decir Galileo en el principio de la [32] Edad Moderna. Y, en la plenitud de esta Edad, Hegel levantaba otra vez, frente al criticismo kantiano, el ideal del saber absoluto: «colaborar a que la filosofía [entendida ahora como culminación de la ciencia] deje de ser amor al saber y se transforme en saber efectivo, este es nuestro objetivo», decía en el umbral de su Fenomenología del Espíritu.

En el siglo XIX, es cierto, vuelve de nuevo a tomar cuerpo el criticismo, y aun el escepticismo, frente a cualquier ideal de saber absoluto; un criticismo de signo nuevo (porque se alimenta del propio seno de las ciencias positivistas) al que Kant había mantenido hacia 1770, pero no menos vigoroso. Su formulación más rotunda tuvo lugar casi exactamente un siglo después de la Crítica de la Razón Pura (1781), en la célebre conferencia que Emil Du Bois-Reymond pronunció en 1872 en torno al lema: Ignoramus, ignorabimus! Sin embargo, el ideal del saber absoluto, como criterio para definir la función más profunda de la ciencia, no desapareció. Siguió inspirando, por ejemplo, la obra de E. Haeckel; y la misma declaración de David Hilbert («en Matemáticas no cabe el ignorabimus») está inspirada por el ideal del conocimiento absoluto (hemos tratado más ampliamente esta cuestión en nuestro artículo «Ignoramus, Ignorabimus! En torno al libro de Ferdinando Vidoni», en El Basilisco, 2ª época, nº 4, 1990, págs. 69-88).

En nuestro siglo cabe también constatar la presencia, discreta pero creciente, de un fundamentalismo de la ciencia que se levanta sobre el horizonte criticista (por no decir escéptico) de signo popperiano o kuhniano. Podríamos tomar como punto de referencia la obra ya clásica que Edmundo Husserl publicó poco antes de la Segunda Guerra Mundial, la Crisis de las ciencias europeas, en tanto que en esta obra se volvía a la reivindicación más radical del conocimiento absoluto como valor supremo de la «ciencia rigurosa». Una reivindicación que en los finales de [33] nuestro siglo parece tener una vigencia mucho más extendida de la que desde ese popperismo o kuhnianismo al que nos hemos referido fuera posible sospechar. Se saca la impresión de que la visión fundamentalista de las ciencias está disuelta o ejercitada en los lugares más diversos, aunque se manifiesta mas claramente en los proyectos de «integración» entre las diversas disciplinas o ciencias positivas. He aquí tres muestras significativas:

2. El segundo tipo de respuestas agrupa a todas aquellas concepciones susceptibles de ser caracterizadas por mantener la visión tecnológica de la función esencial de las ciencias de nuestro presente. Existen versiones muy variadas de esta visión. Todas ellas tienen que ver con la interpretación de la ciencia moderna desde la idea del homo faber. Unas veces, el homo faber será entendido como una mera alternativa a la representada por el homo sapiens (tomado como símbolo del conocimiento especulativo, y del conocimiento de las esencias, según lo formulaba Max Scheler en De lo eterno en el hombre). Otras veces, la idea de homo faber será entendida como la única posibilidad de definir al hombre real, y el mismo homo sapiens será reducido a su condición de homo faber, pues su sabiduría se hará consistir en el saber construir técnicamente (de acuerdo con el principio verum factum). Pero tanto en un caso como en otro la tendencia se encaminará a poner a las ciencias positivas y a sus funciones esenciales del lado del homo faber, del lado de las tecnologías. La ciencia será entendida como una forma de tecnología. Sólo que en un caso –el de la primera alternativa– la ciencia será vista como el único procedimiento accesible a los hombres en su esfuerzo por tratar de «asimilar» el mundo; y en otro caso –el de la segunda alternativa– la ciencia será vista como un procedimiento de control del mundo que antes encubre su naturaleza auténtica que la descubre. La crítica a las ciencias positivas como «encubridoras de la realidad» constituye al mismo tiempo una crítica a la tecnología en el sentido iniciado ya por H. Bergson y continuado por Max Scheler, por un lado («la inteligencia técnica no es una facultad específica humana: Edisson sólo en grado se diferencia de un chimpancé») y M. Heidegger por otro. También tienen mucho que ver estas posiciones con la «crítica de la razón instrumental» llevada a cabo por la llamada Escuela de Frankfurt. [36]

En cualquier caso, es lo cierto que la concepción tecnológica de la ciencia implica, entre otras cosas, un replanteamiento a fondo de los problemas característicos de la historia de las ciencias, que no habrá que verlas como el despliegue de un «anhelo de conocimiento absoluto» que avanza históricamente, ya sea aproximándose a su límite, ya sea siguiendo el curso de una progresión infinita. Las ciencias, por el contrario, serán presentadas como el resultado del ejercicio de las funciones tecnológico prácticas que las constituyen. El radicalismo con el que se proponía este cambio de perspectiva es seguramente la principal razón que hizo famosa la comunicación que Boris Hessen presentó al II Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y de la Tecnología celebrado en Londres en 1931 (The social and economic roots of Newton's 'Principia', Howard Fertig, Nueva York 1972, 62 págs., facsimil de la edición de 1931).

La concepción tecnológica de la ciencia, en resolución, conduce a la tesis según la cual la función actual de la ciencia (de las diversas ciencias) debe cifrarse en su capacidad para posibilitar los descubrimientos tecnológicos y, con ellos, el control del mundo y de la vida. Esta tesis contiene un componente crítico de la mayor importancia filosófica: crítico precisamente de la inveterada tendencia a interpretar las ciencias desde la perspectiva del «conocimiento especulativo o fundamental», es decir, crítica del primer tipo de respuestas que venimos considerando. Cabría afirmar que la condición tecnológica de la función actual de las ciencias se levanta como una reprobación de las ideologías que, presentándonos a las ciencias como expresión de un supuesto metafísico deseo de conocimiento, desvían a las ciencias del presente de las responsabilidades que les corresponden precisamente en el estado actual de su desarrollo. Mientras que en el pasado las ciencias, o sus formas precursoras, podían ajustarse mejor a los esquemas cognoscitivistas que hemos clasificado en el primer tipo [37] –pero precisamente en virtud de su precario desarrollo–, en el actualidad, es decir, tras la «revolución científica e industrial», la ciencia se desvirtuaría desligada de esas funciones prioritarias y esenciales que han determinado, además, su propio desarrollo hasta su estado presente. De algún modo, lo que muchas veces se estaría diciendo por quienes mantienen respuestas del segundo tipo, es esto: que en la actualidad sólo tiene justificación la visión tecnológica de la ciencia, y que la visión cognoscitiva, o cualquier otra, tan sólo podrían ser toleradas aplicadas a etapas históricas anteriores, a la prehistoria de las ciencias.

La concepción tecnológica de la función de la ciencia no excluye, desde luego, el reconocimiento de otras formas de «conocimiento puro», o incluso de intereses no tecnológicos llamados unas veces (aunque no es fácil determinar desde qué fundamentos metafísicos) «humanistas» y otras veces filosóficos o religiosos. Pero cabe afirmar que la concepción tecnológica de la función actual de la ciencia es la que de hecho inspira, y por imperativos económicos, la política científica de la mayor parte de las instituciones responsables, sobre todo cuando nos atenemos a los programas científicos que solemos englobar bajo las siglas I+D.

3. Las respuestas del tercer tipo de nuestra clasificación se caracterizan por describir la función actual de las ciencias en lo que ellas puedan tener de más profundo y relevante para nuestra vida, en el contexto de la idea de la «creación cultural» (sobrentendiendo que la creación cultural es el contenido más valioso de la vida de los hombres).

Las respuestas que se mueven en esta dirección se mantienen seguramente en un estado más difuso que aquel que suele corresponder a las respuestas de los otros tipos considerados. No existen «teorías culturalistas de la función científica» con una [38] organización interna tan explícita y compacta como la que caracteriza, por ejemplo, a la teoría del verum factum, pero esto no significa que la concepción culturalista de las funciones de la ciencia (y de la ciencia misma), por difusa que ella sea, carezca de un radio de acción suficientemente enérgico y definido. Definido, por de pronto, por su oposición y diferenciación con las concepciones adscritas a cualquiera de los otros tres tipos de referencia. Y esto dicho sin perjuicio de tener en cuenta que la concepción culturalista de la ciencia podría acogerse también, de algún modo, a la fórmula del verum factum (que nos ha servido para caracterizar el segundo tipo de respuestas), por cuanto todo cuanto cae bajo la jurisdicción del verum factum debiera también considerarse parte del «todo complejo» que es la cultura, si mantenemos la fórmula de Tylor.

Ahora bien, tampoco podemos tomar ese «todo complejo», dada la amplitud y heterogeneidad de su extensión o denotación interna como un pretexto para confundir cosas que actúan de modo tan diferente. Y una cosa es la «cultura» en cuanto contiene a las tecnologías que pueden ir referidas al tratamiento mecánico del entorno (una palanca, una máquina de vapor, un ordenador) y otra cosa es la «cultura circunscrita» a las «creaciones» no sometidas a esas mismas leyes tecnológicas (lo que no quiere decir que no estén sometidas a otras). Y todo esto sin necesitar de llevar, tan lejos como la lleva D.J.S. Price, la distinción entre «el esfuerzo creador en las ciencias y en las artes». Lo aclara así: «Si Miguel Angel o Beethoven no hubieran existido sus obras hubieran sido sustituidas por otras completamente diferentes. Por el contrario, si Copérnico o Fermi no hubieran existido otros autores habrían realizado esencialmente las mismas contribuciones». En realidad la distinción podría retrotraerse a la distinción tradicional entre las «artes mecánicas» y las «artes liberales». Y, desde luego, a la distinción que Snow propuso con gran éxito a finales [39] de los años cincuenta, entre las «dos culturas»; porque la «primera cultura» se superpone de un modo muy aceptable al dominio de las antiguas artes liberales, mientras que la «segunda cultura» se superpone más bien, por su extensión (aunque no por definición), al dominio de las artes mecánicas y de las ciencias asociadas.

Las respuestas a la cuestión sobre la función de la ciencia que hemos englobado en el segundo tipo podrían, desde luego, ser consideradas también como «respuestas culturales», dada la amplitud que alcanza la idea de Cultura en cuanto «todo complejo». Sin embargo, como respuestas culturales, en sentido circunscrito, hemos de considerar sólo a las que dicen referencia a la «primera cultura» de Snow, en tanto que es esta primera cultura aquello que suele quedar sobreentendido en la idea de creación cultural. La dificultad de la cuestión no reside tanto, sin embargo, en el señalamiento en el «todo complejo» de una línea divisoria entre las «dos mitades» de referencia, cuanto en la circunstancia de que la relación entre esas dos mitades es, antes que una relación entre partes aditivas, una relación de dualidad, en virtud de la cual el todo complejo resulta ser aquello que «en su otra mitad» es visto cada vez desde la «mitad» seleccionada como sentido fuerte de la idea de Cultura. La Cultura, como todo complejo, resulta, en efecto, estar concebida unas veces desde categorías afines a las artes mecánicas (más en contacto con la «Naturaleza», o, por lo menos, con las «ciencias naturales») y otras veces desde categorías afines a las «artes liberales». La misma distinción de Snow debiera seguramente interpretarse también desde el esquema de la dualidad y no desde esquemas aditivos. Dicho de otro modo: unas veces el «todo complejo» (incluyendo la cultura circunscrita) trata de ser comprendido desde categorías «naturalistas» y otras veces desde categorías «poéticas» o «culturalistas», en sentido circunscrito. [40]

Este sería el caso de la opción asumida por las respuestas del tercer tipo que estamos examinando, y que no tratarían tanto de subestimar los contenidos de la segunda cultura en beneficio de los de la primera, cuanto de interpretar a tales contenidos, concretamente a las ciencias, como si fueran, en lo esencial, contenidos de la primera cultura, es decir, contenidos poéticos, creaciones culturales.

Cabría afirmar por otra parte, que la concepción culturalista de las ciencias está virtualmente implícita en la misma idea «moderna» de cultura, como «todo complejo»; y el mismo Edward B. Tylor, en su Antropología, sobre todo en su capítulo 13, se acercó a las ciencias positivas, desde su perspectiva antropologista, en cuanto realizaciones propias de las «civilizaciones», es decir, de la cultura humana en su fase superior de civilización. Desde luego, este punto de vista puede ser modulado de maneras muy diversas que cabría ordenar según el grado de realismo (o naturalismo) concedido a las ciencias positivas. Seguramente las modulaciones culturalistas más radicales, es decir, aquellas que tienden a reducir a las ciencias positivas a la condición de contenidos, muy importantes sin duda, pero dados entre otros contenidos de la creación cultural, los encontramos entre los autores alemanes. No pretendemos atribuirles ningún monopolio: «es más importante que una ecuación tenga belleza –dirá un inglés como Dirac refiriéndose a la ecuación de un alemán como Schroedinger– que querer a la fuerza que coincida con la experiencia».

Probablemente la modulación más radical de esta concepción culturalista de las ciencias la encontramos en la obra de Oswald Spengler. Su radicalismo podría ser derivado del tratamiento que Spengler dio a la idea de Cultura en cuanto «clase distributiva de culturas», es decir, de esferas culturales concebidas como «superorganismos» mutuamente independientes (en [41] cuanto a la materialidad de sus contenidos), sin perjuicio de los rigurosos paralelismos que habría que establecer entre ellos. Las ciencias serán órganos característicos de cada una de las culturas y, por tanto, sólo podrían ser entendidas en el contexto de la cultura determinada a la que pertenecen, como ocurre también con la música, la pintura, la literatura o la religión. Así como no existe una «música pura», común a todos los hombres, sino música alemana, música árabe o música bantú, así tampoco existiría «ciencia natural pura» que pudiera ser considerada como contenido «común a todos los pueblos»: hay matemática griega, matemática árabe o matemática faústica, pero no matemática pura. E. Cassirer constituye otra referencia pertinente para fijar el significado y alcance de nuestro tercer tipo de respuestas. Después de haber propuesto, en su Antropología, como característica definitoria del hombre, a su obra –una obra creadora, la cultura, entendida como conjunto de símbolos a través de los cuales el hombre manifiesta la espontaneidad poética de su esencia– dice Cassirer: «La obra de todos los grandes científicos, de Galileo y de Newton, de Maxwell y de Helmholtz, de Planck y de Einstein, no consistió en una mera recolección de hechos; era una obra teórica y esto quiere decir constructiva». Y añade: «Esta espontaneidad y productividad constituye el verdadero centro de todas las actividades humanas. Es el poder supremo del hombre y señala, al mismo tiempo, los confines naturales de nuestro mundo humano. En el lenguaje, en la religión, en el arte, en la ciencia, el hombre no puede hacer mas que construir su propio universo simbólico que le permite comprender e interpretar, articular y organizar, sintetizar y universalizar su experiencia humana». Cassirer citaba palabras de científicos como las que A. Sommerfeld propuso en su libro Estructura atómica y líneas espectrales (1919): «Lo que escuchamos ahora del lenguaje de los espectros es una verdadera música de las esferas dentro del átomo; [42] coros de relaciones integrales, un orden y una armonía que resultan más perfectas a pesar de la diversísima variedad...»

Las mismas ideas de M. Heidegger sobre la tecnificación de la existencia, en cuanto expresión de una concepción metafísica que estaría vinculada al racionalismo occidental, podrían considerarse también como una modulación de la visión culturalista de las ciencias, sin perjuicio de que esta visión sea, además, reprobadora de una cultura faústica (en el sentido spengleriano), orientada a «encubrir el sentido del ser», más que a manifestarlo. Una versión original de esta concepción culturalista de las ciencias mantenida en Alemania por Spengler o Cassirer nos fue ofrecida en España por Ortega. Su propuesta de reforma de la Universidad basada en la instauración, como núcleo de todos los institutos y facultades universitarias, de una Facultad de Cultura (en la que deberían estar representadas no solo las artes liberales, sino también la física o las matemáticas) puede considerarse como una concreción práctica de esa idea culturalista de la ciencia, que se aparta además de la tonalidad reprobatoria y trágica de Heidegger para asumir la tonalidad «entusiástica» ante lo que está siendo entendido como «creación magnífica» de la vida humana.

Por último, la ya citada propuesta de Snow sobre las dos culturas podría interpretarse también como una «modulación británica» de la concepción culturalista de la ciencia, si es que, a fin de cuentas, lo que Snow venía a decirnos es que las ciencias son tan cultura como las artes o las letras.

En resolución, la concepción culturalista de las ciencias positivas llevaría a entenderlas como expresión de la función más característica que corresponde realizar a las mismas, y ello frente a los otros modos alternativos de entender dicha función. La función actual de las ciencias sería la de contribuir al desarrollo de la espontaneidad creadora de la naturaleza humana, [43] liberándola de las servidumbres a la que le arrojan las visiones tecnológico-pragmáticas o las del cognitivismo adecuacionista. La concepción culturalista de las ciencias podría tomar como lema una generalización de la conocida sentencia que Cantor refirió a las Matemáticas: «La esencia de la ciencia es la libertad».

4. El cuarto tipo de respuestas reúne a todas aquellas concepciones que tienden a ver a las instituciones científicas y, en particular, a sus funciones más características, a la luz de la idea de «poder».

Es cierto que bajo la rúbrica de «el poder» se contienen cosas de heterogeneidad tan acusada como la que apreciábamos en los contenidos de la idea de Cultura. Tanto las tecnologías mecánicas como las creaciones musicales cabían bajo la rúbrica de Cultura, y solo porque manteníamos las distinciones adecuadas podíamos mantener también la distinción entre las respuestas del segundo tipo («tecnologistas») y las del tercero («culturalistas»). Pero también el concepto de «poder» puede entenderse, y se entiende de hecho, o bien como «poder del hombre sobre la Naturaleza» o bien como «poder de los hombres sobre otros hombres», es decir, como poder de dominación (prácticamente, en nuestro caso, sobre todo si nos referimos a la gran ciencia, como poder de dominación política). Es necesario diferenciar estas dos modulaciones de la idea de poder –aludidas confusivamente en la célebre fórmula de F. Bacon: tantum possumus quantum scimus– si se quiere mantener la distinción entre el segundo de los tipos de respuestas dibujados (el de las concepciones tecnológicas de las ciencias) y el cuarto de estos tipos. En efecto, cuando el «poder» se entiende según su primera modulación, como «control de la Naturaleza», la concepción en términos de poder de la función de las ciencias debería considerarse como una modulación más del segundo tipo de respuestas, puesto que el poder del hombre sobre la Naturaleza se ejerce precisamente, [44] en lo fundamental, a través de las tecnologías científicas (las técnicas mágicas representan antes un poder de dominación que un auténtico poder sobre la Naturaleza). Sólo cuando el término poder se interpreta como dominación, en sentido estricto, aparece justificada la distinción de un cuarto tipo de concepciones, en el sentido dicho, respecto del segundo tipo del que ya hemos hablado.

En cualquier caso –y por analogía a lo que ocurre con la distinción entre las dos culturas de Snow– tampoco podemos tratar las dos determinaciones del poder –control de la Naturaleza y dominación– como si fueran dos partes aditivas y separables que, a lo sumo, mantuviesen relaciones ulteriores de diverso orden. Las conexiones entre ambas formas del poder son mucho más estrechas, como se echa de ver desde el momento en que tenemos en cuenta la circunstancia de que el poder de dominación que las ciencias pueden asumir deriva, en la mayor parte de las ocasiones, de su poder de control sobre la Naturaleza, a saber, cuando este poder de control es utilizado instrumentalmente en beneficio de unos grupos humanos frente a otros. Con esto no pretendemos sentar, como tesis general, la de que las relaciones de la ciencia con el poder de dominación han de pasar siempre a través del poder de control sobre la Naturaleza, es decir, la tesis de que el poder de dominación que pueda ir asociado a las ciencias es siempre y únicamente un «poder instrumental». Lo que pretendemos es subrayar la virtualidad que las ciencias poseen a través del uso instrumental, a efectos de dominación, de su poder de control, distinguiéndolo, en la medida de lo posible, del poder formal de dominación que pueda también serle asociado (intrínsecamente, no instrumentalmente) a las ciencias mismas. Comenzamos, en resolución, reconociendo dos modulaciones del mismo poder de dominación en sentido estricto, asignables a las ciencias, a saber, la que se refiere a su poder [45] de control en el contexto del finis operantis de determinados grupos sociales y la que se refiere a su poder formal (a un poder de dominación que estuviera incorporado a la propia estructura de la ciencia, diríamos, al finis operis de la misma).

A) Por lo que concierne a la primera modulación diremos, ante todo, que la interpretación de la función de las ciencias a la luz de las virtualidades instrumentales que ellas encierran, en orden a un fin de dominación, es un secreto a voces y, hasta cierto punto, una trivialidad, en tanto se limita a levantar acta de la constante utilización de la ciencia (o de la tecnología científica) por el poder político, y muy especialmente por el poder político cuando se enfrenta con otros poderes políticos a través de la confrontación bélica o de la competencia mercantil o industrial. Como símbolo de estas relaciones podríamos tomar la leyenda de la utilización por Arquímedes de sus conocimientos sobre espejos ustorios para incendiar, en el año 214 a.n.e. las galeras de Marcelo en la segunda guerra púnica, en la que Siracusa se encontró enfrentada a Roma.

Sin embargo, el concepto de una relación instrumental de la ciencia con el poder de dominación (teológicamente se planteaba esta cuestión como cuestión de la relación entre la omnisciencia y la omnipotencia) tiene el gran peligro de presentar la relación como una conexión meramente externa: la ciencia sería, por sí misma, neutral, y otra cosa sería su instrumentalización política o militar. Esta distinción parece muy clara cuando se parte de contenidos científicos neutrales previamente dados pero susceptibles de recibir ulteriormente una aplicación militar o política. Pero en otras muchas ocasiones, la situación es la inversa. Son las relaciones de dominación, los intereses militares o industriales, aquellos que actúan «dirigiendo» la propia investigación científica, y aun delimitando o seleccionando sus contenidos; de suerte que pudiera decirse que el finis operis [46] es, él mismo, un instrumento de dominación, y que la dominación no es una utilización o aplicación de un conocimiento neutral previo según un finis operantis oblicuo. Ahora, en todo caso, en lugar de una aplicación del conocimiento científico-técnico neutral, a la guerra (el caso de Arquímedes contra Marcelo), habría que hablar de una disociación (si ella fuera posible) de los fines originarios a efectos de alcanzar la neutralidad. Podríamos ejemplificar el proceso con los experimentos que el conde Rumford, taladrando cañones, planeó en el campo de la teoría del calor.

Ahora bien, cuando constatamos la magnitud de la influencia de los fines de dominación, sobre todo bélicos, sobre los contenidos mismos que nutren los campos científicos –influencia tan constante que autoriza a considerar a la guerra, más que a la paz, como la verdadera «locomotora del desarrollo científico»– tendremos que reconocer que las relaciones entre la ciencia y la dominación instrumental no es una simple relación externa. Se trata de relaciones internas que se hacen más vivas a medida en que pasan los siglos y nos acercan al nuestro. ¿Quien puede olvidar la influencia que la industria de guerra, en la Segunda Guerra Mundial, ha tenido sobre el desarrollo de las ciencias actuales? La Física del átomo, la cibernética, la astronomía o la informática llevan todas ellas el sello de las industrias de guerra que las determinaron: la bomba atómica, el análisis de los procesos de tiro sobre objetos en movimiento, las V-1 y la computación automática. Se ha calculado que los dos tercios de los presupuestos para I+D de los EE.UU. en la postguerra y en la guerra fría se destinaron a las industrias de guerra. Sin duda, la bomba atómica será ulteriormente disociada de la guerra, «domesticándola» en los reactores nucleares, para fines pacíficos. De este modo la física nuclear de nuestros días podría considerarse tan independiente de la guerra como [47] la dinámica de los proyectiles es hoy independiente de las balas de cañón o de espingarda sobre las cuales se advirtieron las primeras trayectorias parabólicas.

En resolución, los procesos de génesis (de las ciencias) parece que podrían ser disociados, a partir de un determinado momento, de las estructuras a las cuales ellas dieron lugar. Pero en la medida en que decimos que la génesis ha ido trazando de hecho la trayectoria que el curso histórico que las ciencias ha seguido y que ha delimitado sus campos, en cuanto sus propios contenidos, ¿no tenemos también que sospechar que las huellas de los fines de dominación han de conservarse en las estructuras neutrales de las ciencias ya consolidadas y, sobre todo, en la selección del conjunto de sus contenidos?

B) La segunda modulación de la visión de las ciencias a la luz de las «estructuras de la dominación» nos presenta a estas estructuras de dominación como constitutivos intrínsecos y formales de los propios sistemas científicos, y no como meras «denominaciones extrínsecas» derivadas de un uso instrumental. Lo que ahora se estaría diciendo es algo así como lo siguiente: que las ciencias positivas se ajustan intrínsecamente (y no solo instrumentalmente) a las estructuras de dominación, y no ya porque en la estructura de las ciencias estén presentes, entre otras muchas, ciertas estructuras de dominación, sino porque la misma estructura de la ciencia consistiría en ser un tipo particular de tales estructuras de dominación. No cabría hablar, por tanto, de las ciencias como instituciones que, por sí mismas, fueran, por lo que a sus funciones de dominación se refieren, neutrales, aunque susceptibles de una utilización militar, comercial o política; habría que ver a las ciencias mismas, en su estructura, como estructuras de dominación, según un modo particular y, en algunas situaciones, específico y subordinante. [48]

El análisis de la ciencia a la luz de las estructuras de dominación, burocrática o política, ha sido propiciado por las antropologías organizadas en torno a la idea de la «voluntad de poder», cuyos precursores son Nietzsche o Scheler. Sin embargo, conviene añadir que este punto de vista es compatible con el reconocimiento racionalista (i.e. no voluntarista) de la objetividad de las verdades científicas y de la racionalidad de su arquitectura; pues no por ello perdería esa arquitectura su identidad sustancial con las estructuras del poder. La jerarquía lógica de las ciencias deductivas, que discurre desde los principios hasta sus consecuencias, sería de la misma estirpe que la jerarquía militar o política constitutiva de una cadena de mando, y de ahí su profundo isomorfismo. No tiene sentido, además, puestos los principios, cualquier pretensión tendente a la liberación de la presión lógica que conduce de los principios a las consecuencias: por el contrario será preciso someternos a los Principios de las ciencias del mismo modo a como el súbdito se somete a las órdenes del Príncipe su señor. Por otro lado, los procedimientos taxonómicos, indispensables en toda construcción científica, recuerdan muy de cerca a los procedimientos burocráticos de clasificación que exigen el orden más riguroso (¿cómo diferenciar la lógica de la tabla periódica de los elementos, tal como la construyó Mendeleiev, de la lógica de un fichero comercial o policiaco?). La idea de «ley» científica, ¿acaso no es una simple transposición de las leyes políticas o jurídicas? «Los Estados tienen un vital deseo de que reine el orden, y lo mismo ocurre con la vida de las ciencias, y prueba de ello –observaba Hilbert– es que los más ilustres representantes del pensamiento matemático han demostrado siempre un gran interés por la estructura y las leyes de las ciencias distintas de la suya». La organización social de las «comunidades científicas» (con sus jerarquías, sus ritos de paso, sus autoridades), ¿acaso son otra cosa sino estructuras de [49] dominación, de carácter muchas veces inquisitorial (como lo recuerda Halton Arp en sus recientes Controversias sobre las distancias cósmicas, trad. esp., Barcelona 1992, cap. 10)?

Con todo, es en su versión voluntarista cuando la concepción de la ciencia desde la perspectiva del poder, por su radicalismo, alcanza sus perfiles más nítidos, puesto que ahora será la estructura misma de la ciencia aquello que tenderá a ser visto como resoluble en las estructuras del poder (en términos teológicos: la omnipotencia se nos presentará ahora como condición de la omnisciencia). El voluntarismo, en conclusión, no solamente constata isomorfismos entre los sistemas jerárquicos de naturaleza lógica, según los cuales se organizan las ciencias más rigurosas y los sistemas jerárquicos de dominación de naturaleza etológica o política; va más allá, tratando de reducir el propio sistematismo científico a la condición de resultado de la propia voluntad de poder de quienes logran imponer los postulados o principios. Postulados o principios cuya fuerza residiría en el hecho de haber sido propuestos por los líderes científicos y aceptados por las comunidades a ellos sometidas. Las ideologías que en los años ochenta se pusieron de moda con el nombre de «postmodernismo» inspiraban una concepción voluntarista de las ciencias; una concepción que suele ir unida a una propuesta «revolucionaria», de signo anarquista, que tiende a derribar cualquier axioma «reinante» o cualquier género de totalización sistemática. Ejemplos, las conocidas propuestas de Feyerabend o de Foucault. «No existe relación de poder sin la correlativa constitución de un campo de conocimiento, ni existe una relación de conocimiento sin la correlativa relación de poder», decía Foucault. La concepción voluntarista y anarquista de las ciencias tiende, en definitiva, a entender la función de las mismas como un caso particular de las funciones propias de la policía o de la estrategia militar, incluyendo las situaciones en las cuales una [50] policía, o un ejército, no solo se relaciona con los ciudadanos de su jurisdicción sino con otras policías o con otros ejércitos. Desde este cuarto enfoque, la polémica, las victorias o las derrotas parecen ser tan consustanciales a la vida científica como lo son para la vida política o militar; no es de extrañar que algunos analistas popperianos de las ciencias (como I. Lakatos en su libro Matemáticas, ciencia y epistemología) puedan acudir en sus análisis de las teorías científicas, a fórmulas como la siguiente: «El apoyo evidencial de una teoría, como es obvio, no depende sólo del número de cadáveres de sus rivales, sino también de la fuerza de la matanza».

Podemos concluir: la función actual de la ciencia, si nos atenemos al cuarto tipo de respuestas, no podría ser otra sino la de colaborar a las estructuras de la dominación de un grupo, clase o estado determinado que el científico ha de reconocer si no quiere ser «manipulado». Quienes presupongan que el fortalecimiento de estas estructuras es una necesidad o una conveniencia para mantener la existencia de la humanidad, saludarán esta función como buena. Quienes consideren que la liberación de cualquier control y orden es la primera exigencia de la vida política o moral, concluirán que el debilitamiento de las funciones de dominación asociadas a la ciencia, mediante la rebelión o la anarquía en el terreno científico, constituye un camino obligado que se abre a los hombres del presente. [51]


§6. Crítica a las respuestas genéricas de los diferentes tipos enumerados sobre la función de las ciencias

No entendemos la acción crítica como una actividad dirigida a la demolición o trituración absoluta de las respuestas criticadas. Suponemos que criticar equivale, ante todo, a clasificar, a delimitar, entre otras cosas: a establecer las fronteras entre lo que puede ser demolido y lo que resiste a la labor de trituración y, por tanto, ha de ser respetado. En nuestro caso, nuestra crítica a las respuestas sobre la función actual de las ciencias obtendrá como resultado principal el de la inclusión de las respuestas de los cuatro tipos que hemos considerado en una clase global de respuestas que llamamos respuestas genéricas (a las ciencias y a otras instituciones o estructuras dadas al margen de la ciencia). Lo que no quiere decir que las funciones genéricas que tales respuestas atribuirían a las ciencias fueran accidentales y no esenciales. Sencillamente, lo que habrá que decir es que no son específicas; y, por ello, tras la crítica a las respuestas consideradas, tendremos que ocuparnos en formular una respuesta orientada a definir la función específica de las ciencias, así como también el nexo de esta función con las funciones genéricas presupuestas. Tal será la tarea del párrafo siguiente.

Huyendo de la prolijidad presentaremos nuestras críticas del modo más esquemático que nos sea posible.

1. Crítica a la definición de la función de la ciencia por el conocimiento. Decir que los científicos se mueven impulsados por «la pasión del conocimiento» es utilizar un lenguaje convencional, que podría ser ajustado más o menos a situaciones del pasado. Pues la actual organización profesionalizada de los científicos como «investigadores» o «trabajadores científicos» asimila sus intereses y sus patrones de conducta a la de los profesionales de otras empresas industriales, hasta el punto de que la pasión [52] por el conocimiento puede ser tan irrelevante para el científico como la pasión por los monumentos pueda serlo para un obrero de la construcción. Pero aun cuando muchos científicos actuales encuentran en las fórmulas del primer tipo de respuestas descripciones ajustadas a su propia «experiencia», no por ello tales fórmulas pierden su alcance subjetivo y, además, genérico. Una genericidad psicológica, que podría ser referida a la «forma de vida» que Spranger dibujó como figura del «homo theoreticus». Porque los ejemplos que Spranger propone para su homo theoreticus no están tomados necesariamente de las vidas de los filósofos; por ejemplo, no es filósofo aquel matemático «puro» a quien, tras escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven, sólo se le ocurrió el siguiente comentario (propio, según Spranger, de ese homo theoreticus): «muy bonita, muy bonita, pero ¿que demuestra?»

La función actual de la ciencia no es, desde luego, satisfacer esa supuesta pasión por el conocimiento, que ni siquiera tiene, además, que canalizarse como conocimiento científico (también el místico o el simple curioso suelen referirse a su «pasión por el conocimiento»). Mucho menos cuando con esta fórmula («pasión por el conocimiento») se sobrentiende, desde la ciencia, el deseo de un conocimiento absoluto, la «realización de la filosofía», no ya en el proletariado, sino en la vida de las comunidades científicas o, como un anhelo de una síntesis de todas las ciencias que nos llevase al conocimiento del fondo mismo del universo y de su evolución. Pues una tal pasión por el conocimiento absoluto es justamente una pasión no científica, ni siquiera filosófica; es una pasión ingenua o, dicho en términos kantianos, pre-crítica.

2. Por lo que se refiere a la visión tecnológica (en su sentido más amplio: el de la industria pesada, la farmacéutica, militar, genética, informática...) de la función actual de la ciencia sólo diremos que es preciso mantener la alerta sobre los [53] presupuestos ideológicos (genéricos, por tanto, extragnoseológicos) que actúan, en cada caso, en el fondo de tal visión. Que la ciencia moderna y la tecnología están íntimamente entralazadas se demuestra por el hecho de que el crecimiento exponencial de ambas (desde el 1600 hasta el presente) se ajusta a un factor cercano a un millón, lo que corresponde a un ritmo de duplicación cada quince años, es decir, a un incremento de veinte potencias de dos, lo que corresponde a un factor en torno al millón, según el cálculo de Price («esta es la mejor razón que puede aducirse –añade– para explicar tanto la revolución científica como la industrial»). Sin embargo, este entrelazamiento entre la ciencia y la técnica en la función de crecimiento no es suficiente para establecer conclusiones sobre la función específica que a la ciencia puede serle asignada en la actualidad. Los conceptos de desarrollo o de calidad de vida no son neutros, puesto que su definición depende, en cada caso, de presupuestos políticos económicos o culturales muy precisos. Ello implica que una interpretación sistemática y exclusiva de la función de las ciencias desde coordenadas genéricas, aun cuando ellas demuestren, desde luego, el entrelazamiento entre la ciencia y la técnica, no son suficientes para llevarnos al núcleo específico de la función de la ciencia que buscamos, puesto que el desarrollo de la ciencia al compás de la tecnología sigue trayectorias marcadas principalmente por la propia tecnología. Las coordenadas tecnocráticas según las cuales se estructuran los programas I+D para definir la función esencial de las ciencias, aunque sean ineludibles (es decir, aun aceptando que la vida de las ciencias no puede en la actualidad nutrirse de su propia sustancia, sino del entorno que la alimenta y que, por tanto, la determina) pueden estar encubriendo las funciones más profundas atribuibles a las ciencias.

3. En cuanto a la visión culturalista de la función de las ciencias he de limitarme a subrayar la oscuridad inherente a tal [54] visión, derivada de la oscuridad propia de la idea de «Cultura», sobre todo en tanto se contrapone a la idea de «Naturaleza». Cultura, como idea antropológica, dice siempre, de algún modo, referencia a las operaciones humanas, a lo que la teoría del cierre categorial designa como plano beta-operatorio. Desde este punto de vista es innegable que las ciencias, en cuanto procedimientos de construcción, son contenidos culturales. Las dificultades comienzan cuando nos referimos a los resultados de esos procesos de construcción, a esas verdades científicas que suponemos se constituyen en el plano alfa-operatorio. ¿Pueden estas verdades seguir siendo consideradas como culturales? El teorema de Apolonio, por ejemplo, o el teorema de Pitágoras, ¿acaso son contenidos de alguna ciencia cultural? ¿de cual podrían serlo? Los triángulos de Apolonio, o los de Pitágoras, son, sin duda, objetos culturales, no naturales. Pero, ¿son culturales las relaciones verdaderas establecidas entre sus partes respectivas? Sin duda tampoco son naturales, es decir, contenidos de la Naturaleza.

Pero de esta conclusión sólo se seguiría que la disyuntiva Naturaleza/Cultura (correspondientemente, la disyunción ciencias naturales/ciencias culturales) es superficial, y que ni siquiera las verdades consideradas por las ciencias culturales tendrían que ser vistas como contenidos culturales. Como «momentos culturales» de las ciencias habría entonces que considerar a aquellos que tuvieran que ver con los procesos de su construcción, de su historia; no a aquellos que tienen que ver con los resultados objetivos de las ciencias tal como aparecen en los «contextos de justificación», y en esto residiría su dialéctica. Utilizando una fórmula «impresionista», cabría decir que las ciencias se nos muestran como formas de la cultura humana en los momentos en los cuales no ofrecen verdades estrictas (por ejemplo, en los momentos de la investigación, en los «contextos de descubrimiento» o en los momentos de la construcción de contenidos [55] inciertos o incluso erróneos). La doctrina del calórico o la del flogisto serían contenidos culturales, pero no lo sería la teoría cinética del calor.

4. La visión política de la función de la ciencia en términos de las estructuras del poder suscita la cuestión misma de la necesidad de tales estructuras (al margen de su «deseabilidad subjetiva»). La cuestión es si el anarquismo, en teoría de la ciencia, es posible; cuestión que podemos considerar desplegándose en dos planos:

  1) ¿es posible el anarquismo científico, en general?. De otro modo: los ideales anarquistas y sus logros (cuando se aplican a las ciencias), ¿son algo más que expresiones retóricas?

  2) ¿es el anarquismo compatible con la naturaleza de las ciencias o sólo tiene que ver con el proceso de su construcción, considerado por ejemplo, en el momento de la «proliferación de las hipótesis»? De otro modo: los proyectos de liberación de las ciencias de toda «compulsión de poder», ¿no conducen directamente a la transformación de la ciencia en literatura? Tal podría ser una fórmula válida para describir el curso que estarían siguiendo los antropólogos «postmodernos» (Clifford Geertz y otros) a los que Marvin Harris ha criticado justamente en estos días («Anthropology and post-modernism», que aparecerá publicado en julio de 1995 en el libro Science, Materialism and the Study of Culture, University of Florida Press). [56]


§7. Una visión internalista (específica) de la función actual de la ciencia

El referirnos a la ciencia (o a las ciencias) desde una perspectiva interna no nos garantiza una visión unívoca de sus problemas. Y esto se debe sencillamente a que los «contenidos internos» de una ciencia son muy heterogéneos y se distribuyen en capas muy distintas sometidas a ritmos también diferentes y no siempre armonizables entre sí. Cuando formulamos, para ciertos intervalos históricos, la ley según la cual «el costo económico de la ciencia aumenta proporcionalmente al cuadrado del número de científicos», nos estamos refiriendo, sin duda, a «contenidos internos» de la ciencia, lo que no implica que las «leyes» a las cuales se ajustan tales contenidos internos hayan de ser específicas: la «ley de crecimiento exponencial y=bx» de la producción científica, cuando se cumple, es una ley interna, pero genérica, porque es ley común al crecimiento normal de una población o al crecimiento de un capital depositado a interés compuesto; la distribución del rango de un colectivo determinado de revistas científicas, según el número de consultas que ellas han provocado en los investigadores, ha de considerarse también como una distribución de «contenidos internos» de la ciencia, pero la curva de esta distribución no solo es análoga a la de otras distribuciones de contenidos internos, como los que tienen que ver con la productividad científica, sino también a distribuciones de contenidos externos a las ciencias, como pueda ser la distribución de los ingresos de una economía, o la distribución de los tamaños de las ciudades en tanto se ajustan a la curva de Paretto.

Cuando hablamos de función interna nos referimos además a una función que sea esencial desde el sistema de coordenadas o premisas filosóficas que utilicemos, puesto que la idea [57] de una función esencial y principal, concebida desde un «conjunto cero» de premisas, carece de sentido.

La concepción de la ciencia característica del materialismo filosófico (o teoría del cierre categorial), centrada en torno a la idea de verdad como identidad sintética (obtenida en los contextos determinantes) propicia una visión «internalista» de la función de las ciencias que, sin embargo, no se presenta como una «alternativa» destinada a sustituir a las visiones genéricas de las que hemos hablado. Pues la concepción interna de la función actual de las ciencias, tal como la entendemos, no postula la necesidad de situar a las ciencias fuera de sus contextos cognitivos, tecnológicos, culturales o políticos; antes bien, tendría que considerar utópico un tal postulado. La función interna de la ciencia, tal como la entendemos, desde las coordenadas de referencia, se ejercitaría a través del proceso mismo de ejecución de las funciones cognoscitivas, tecnológicas, culturales o políticas, modulada sin duda por estas, pero no al margen de ellas (por la misma razón por la cual lo que es específico no puede abrirse camino al margen de sus condicionamientos genéricos). Estamos dibujando una situación que ocupa el lugar opuesto al eclecticismo, porque lo específico no lo entendemos como resultado de una «convergencia de géneros», aunque tenga que abrirse camino a través de ellos.

La función interna actual de las ciencias no podría ponerse en un lugar diferente de lo que ellas mismas significan en cuanto a la constitución de las «capas del mundo» categorialmente distribuidas. Esta constitución es el mismo «hacerse del mundo», en tanto él tiene lugar a través de las ciencias (Teoría del cierre categorial, tomo 3, pág. 898-ss.).

La función constitutiva que atribuimos a las ciencias sería, por otra parte, una función que ellas habrían ejercitado desde siempre; pero es en la época moderna, y eminentemente, en la [58] actualidad, cuando el desarrollo mismo de las ciencias habría determinado una diferenciación crítica de lo que anteriormente permanecía mezclado y oculto. En la época de la indiferenciación o confusión entre las evidencias metafísicas (cuando la metafísica era considerada como la «ciencia primera») y las evidencias positivas, la función constitutiva de las ciencias podía permanecer enmascarada. Objetivamente era además hasta cierto punto irrelevante esa función, dado el nivel de desarrollo demográfico y tecnológico de las sociedades agrícolas. La propia crítica se formulaba, en la forma de escepticismo, por la oposición entre el no saber y el saber apodíctico, y el máximo grado de profundidad crítica (todavía en Descartes), se creía alcanzado cuando, haciéndose tabla rasa de todo el saber, se partía de la hipótesis de una ignorancia total y de una duda universal. Pero la ciencia moderna postnewtoniana impide esa duda universal, y la filosofía moderna, la actual, no puede definirse ya como la filosofía que se funda en la ignorancia, sino en el saber apodíctico de las ciencias positivas, cada una en su género, cuando este saber esté efectivamente dado.

La función actual y específica de las ciencias consiste precisamente en aportarnos ese saber a través de la constitución de las capas del mundo que hayan podido ser estructuradas por ellas. Sólo pisando tales estructuras los hombres pueden contar con referencias ineludibles para plantear los problemas que tienen que ver con su misma subsistencia en el Mundo. Solamente a través de las ciencias positivas es posible explorar el alcance del suelo firme sobre el que podemos hoy asentarnos. Sólo que esta exploración del mundo no puede confundirse con la posesión de la omnitudo realitatis. Las estructuras científicamente constituidas se parecen más a balsas flotantes en un mar sin orillas que a un fondo de roca firme que estuviese situado bajo ese mar. Además, estas «balsas» no están siempre coordinadas, ni se [59] mueven según direcciones convergentes. Y, lo que es más grave, no tienen todas ellas la misma consistencia. Unas están fuertemente entretejidas, pero otras sólo en apariencia, y, por ello, es inexcusable la crítica de esas mismas ciencias (al margen de la fertilidad de sus funciones genéricas) y la discriminación de las franjas de verdad que cada una de ellas comprende. Es cierto que cada ciencia, que lo sea efectivamente, tiene en sí misma sus propios criterios de verdad; un teorema matemático sólo puede ser criticado desde las matemáticas y un teorema de la mecánica sólo puede ser criticado desde la mecánica. Pero la realidad de las ciencias efectivas no se reduce únicamente al cuerpo de los teoremas demostrados; hay muchas franjas de verdad que es preciso discriminar, y las propias ciencias están atravesadas, una y otra vez, por contenidos que no son propiamente científicos. De ahí la necesidad de una crítica filosófica de las ciencias, orientada no a ejercerse sobre los contenidos estrictamente científicos, sino sobre aquellos contenidos de las «ciencias en marcha» que precisamente no son científicos o lo son de un modo precario. Podríamos tomar como referencia aquel requerimiento de Eddington: «físico, líbrate de la metafísica». La Física, en nuestros días, suele hacer un uso transfísico de sus categorías y, por medio de teorías como la del big-bang desarrolla, a veces, visiones que son literalmente metafísicas, por no decir mitológicas, visiones que es preciso someter a una crítica filosófica.

La función constitutiva de las ciencias es insustituible en la actualidad, pero no es la suya la función única y definitiva a la cual pudiéramos confiar en el destino de la Humanidad. Carece de todo fundamento suponer que el desarrollo de las ciencias se identifica, por sí mismo, con el desarrollo de la Humanidad. El hombre no es la medida de todas las cosas (aunque sea el sujeto mensurante) y ni las mismas «cosas» constituidas por las ciencias son siempre conmensurables con él. La ciencia no tiene capacidad [60] de «dirigir» a la Humanidad ni, menos aún, de sostenerla en su existencia. Sin embargo, sin el ejercicio de las funciones internas que hemos atribuido a la ciencia, la humanidad actual no sólo no podría encontrar su destino futuro sino que ni siquiera podría subsistir en el presente.

Gustavo Bueno


La paginación [señalada entre corchetes] corresponde a la edición publicada en papel por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas 1995, 61 páginas (Depósito legal: GC-216-1995, ISBN 84-88412-20-7), que aquí se reproduce íntegramente. Existe otra edición impresa de esta conferencia, publicada por el Centro Regional Asociado de Pontevedra de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Acto de inauguración del curso académico 96/97, págs. 11-47.