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Gustavo Bueno

[ Reseñas y recensiones bibliográficas ]

• 1946   Cristina de Suecia, Isabel de Bohemia, Descartes: Cartas (1944)
• 1946   Ramón Ceñal, S. J.: Cartesianismo en España (1945)
• 1946   Alejandro A. Díez Blanco: Historia de la Filosofía contemporánea (1946)
• 1946   Paul Hazard: El pensamiento europeo en el siglo XVIII (1946)
• 1947   Ángel Benito y Durán: Filosofía del Arcipreste de Hita (1946)
• 1949   Manuel Granell: Lógica (1949)
• 1951   P. Hönen: La theorie du jugement d'après St. Thomas d'Aquin (1946)
• 1952   M. de Iriarte, S. J.: El profesor García Morente, sacerdote (1951)
• 1952   Victor Kraft: Der Wiener Kreis. Der Ursprung des Neopositivismus (1950)
• 1952   E. W. Beth: Les fondements logiques des mathématiques (1950)
• 1953   Walter Burleigh: De puritate artis logicae (1951)
• 1953   S. I. Dockx: Vers une synthèse moderne du savoir (1950)
• 1953   Haskell B. Curry: Leçons de Logique algébrique (1952)
• 1954   Oskar Becker: Untersuchungen über den Modalkalkül (1952)
• 1954   Meaning and interpretation: University of California Publications in Philosophy, vol. 25 (1950)


 

Cristina de Suecia, Isabel de Bohemia, Descartes: Cartas. Introducción de X. Zubiri. Estudio biográfico de C. de Castro. Adán, Madrid 1944.

Inaugura este libro una serie que se propone recoger “cuanto el hombre nos cuenta de manera vivida y directa acerca de pueblos y personas o de sí mismo”. Precede al epistolario un prólogo de X. Zubiri, que perfila el sentido de  la metafísica cartesiana y un estudio biográfico de Carmen de Castro, concebido con gran pulcritud, que nos proporciona una visión muy femenina de la intensa vida del filósofo turenés.

El Epistolario que comentamos no es completo, aunque incluye algunas cartas a Chanut, las más interesantes desde el punto de vista crítico; pero es suficiente para destacar la personalidad de nuestro filósofo y algunos momentos interesantes de su vida íntima, como las relaciones que, entre las complicadas fórmulas matemáticas, se adivinan con Cristina de Suecia y la amistad, más íntima y sincera, con Isabel de Bohemia.

El contenido de las cartas es muy diverso y, en general, su interés es más bien biográfico; en efecto, las ideas elementales del sistema de Descartes están contenidas en las obras fundamentales, cuya forma es ya de por sí muy epistolar: Discours sur la méthode, Meditationes de prima philosophia, Principia philosophiae y Les passions de l'âme.

Sin embargo, encontramos aquí importantes verificaciones de sus ideas y, entre otras, un punto de apoyo para la fundamentación textual de la interpretación que hace Heimsoeth sobre el sentido de la relación cartesiana entre el alma y el cuerpo (Der Kampf um den Raum in der Metaphysik der Neuzeit). A este punto se ceñirá la reseña.

A la claridad y distinción de la autopresencia intuitiva de lo psíquico, que elimina por incognoscible lo inconsciente, corresponde la racionalidad deductiva de la Naturaleza, concebida mecanicistamente, que elimina toda “fuerza” como intuición real en su concepto. Esquematizadas por la rigurosa aplicación de los criterios metodológicos, estos conceptos quedan contrapuestos de manera radical en su injerencia intrínseca; y el concepto de Naturaleza como sistema mecánico cerrado, que refuta la Naturaleza como concepto, se aviene mal con la realidad de la causalidad transeúnte, oriunda de la substancia psíquica. Descartes trata esta relación desde el punto de vista causal y del ontológico real, y si bien las conclusiones del primero implican una prioridad de lo espiritual, por cuanto son las verdaderamente esenciales; las del segundo preparan el giro copernicano de la relación ontológica de concebir su verificación concreta geométricamente (la glándula pineal). La glándula pineal ocupa el centro del cerebro, y gracias a los espíritus animales sufre los efectos del cuerpo, y mediante las glándulas que cambian la dirección de estos espíritus actúa sobre los nervios y músculos, contra los principios mecanicistas, desarrolladas particularmente en la metafísica juvenil de Kant, según las cuales los movimientos sólo por movimientos son producidos o alterados. Asimismo, el alma actúa a través de la glándula en el cuerpo y lo acompaña en sus movimientos especiales; de este modo se subordina involuntariamente el ser espiritual al natural. De esta manera, la existencia individual entraña una irracionalidad intrínseca como campo donde inciden las dos substancias heterogéneas irreconciliables e incluso opuestas, en cuya lucha consistirá la vida, y será la explicación del factum de esta irracionalidad y la posibilitación de su subsistencia progresiva el objeto de la futura Filosofía.

Fuera de texto lleva tres láminas que reproducen el Descartes de Franz Hals, la princesa Isabel del Museo de Heidelberg y la reina Cristina de Suecia.

G. B. M.

Cisneros (Madrid), n° 11 (1946), págs. 108-109.

 

Ramón Ceñal, S. J.: Cartesianismo en España. Notas para su historia (1650-1750). Separata de la Revista Filosofía y Letras, de la Universidad de Oviedo. Oviedo. Imprenta de La Cruz, 1945. 99 páginas.
 

Descartes es el punto de arranque del pensamiento moderno. Por su actitud original y por su herencia, Descartes inaugura, en efecto, una nueva forma mentis en la dialéctica del pensamiento. Si bien respira problemas análogos a los del pasado y utiliza términos tradicionales, un pensar radicalmente nuevo palpita bajo estos moldes. Y en cuanto a virtualidad: Malebranche, Spinoza, Leibniz, Wolff, en la vertiente racionalista de la idea-realidad; Locke, Berkeley, Hume, en la vertiente fenoménica. Y Kant, como punto de convergencia, culminación y crisis, «representa a la vez la máxima posibilidad del racionalismo cartesiano y, por lo mismo, la más radical y extrema resolución de su fenomenismo, es decir, la más rotunda declaración de su impotencia en orden a toda metafísica futura». [510]

«No hay mejor discípulo que el que aventaja al maestro.» Descartes tuvo también malos discípulos. Escuela infecunda, sectaria, que, más que la continuación del espíritu cartesiano, representó la pervivencia de una temática. Porque olvidaron la medula y recogieron sólo los resultados deslumbrantes: ciencias naturales, matemáticas. Pero este desvalor dialéctico no excluye su interés histórico ni su eficiencia instrumental, incluso el mismo avance dialéctico. «El cartesianismo representa en la vida culta de la Europa de la segunda mitad del setecientos y durante todo el siglo siguiente uno de sus centros vitales de mayor actividad y pujanza.» Y el cartesianismo español en nada desmerece, en este punto, del extranjero. El P. Ceñal lo exhuma y nos lo ofrece redivivo con técnica perfecta y erudición florida.

Desde 1680 se empezó a hablar de Descartes en España. No sólo en ideas fragmentarias, sino que, en ocasiones muy tempranas, circuló su mismo espíritu geométrico –Sebastián Izquierdo o su ilusión por lo nuevo, despreciadora del hilemorfismo–. La interferencia entre la física cartesiana y la doctrina corpuscular es frecuente. Sin embargo, el cartesianismo en España debe más bien entenderse como el «dictado común a toda actitud antiescolástica y de adhesión más o menos amplia a las nuevas filosofías transpirenaicas».

Después de estudiar las figuras de Caramuel y Pedrosa –que tanto habían de influir en los cartesianos españoles–, el P. Ceñal pasa a reseñar la Regia Sociedad de Medicina y Ciencias de Sevilla, que es donde primero se hizo pública profesión de Filosofía moderna. Sin embargo, invocaron a Maignan, particularmente en Filosofía natural y en Teología eucarística. A ella se asoció muy pronto Zapata. Escándalos de los aristotélicos, intrigas universitarias, no logran detener a estas avanzadas del iluminismo español.

No sólo fueron los médicos sevillanos o los eruditos de la corte. En Valencia floreció también, desde el principio del XVIII, una escuela bajo la sombra de Maignan y Descartes. Juan Bautista Corachán, el que asume el método geométrico, traduce los primeros fragmentos de Descartes; Jaime Servera, otro defensor del valor puramente intencional y subjetivo de las especies eucarísticas. Pero fue Tomás Vicente Tosca su más conspicuo representante. Con gran amplitud de espíritu participa de las doctrinas nuevas, sin olvidar las viejas. Admitió el argumento ontológico y conoció probablemente la crítica leibniziana al planteamiento de Descartes.

La reacción escolástica no se hizo esperar. En 1714 aparecía en Madrid el Dialogus physicotheologicus contra philosophia novatores, sive thomista contra atomista, del P. Francisco Palanco. [511] Le movió, sobre todo, su celo religioso, y esto irritaba a los neotéricos españoles. Suscitó una polémica, donde se cruzaron numerosos libelos. Descuella Avendaño con sus Diálogos philosophicos en defensa del atomismo, y respuestas a las impugnaciones aristotélicas del Rvdo. P. M. Fr. Francisco Palanco (1716). El P. Ceñal identifica a Avendaño con el religioso mínimo Juan de Nájera, que había de convertirse de nuevo al aristotelismo (Desengaños philosophicos, Sevilla, 1737), gracias a los sucesores de Palanco, como el P. Luis Losada, tan criticado por los contertulios del conde de Peñaflorida, más conocidos por el sobrenombre de los «Caballeritos de Azcoitia».

Finalmente, se pone en marcha el eclecticismo: Martín Martínez y, sobre todo, Feijoo, el primer representante de las luces ibéricas.

¿No produce, sin embargo, este paisaje la náusea desconsoladora de la esterilidad? «La lección de los siglos XVII y XVIII tiene para nosotros enorme valor y vigencia de plenísima actualidad. El inventario exacto y minucioso de esa decadencia no debe asustarnos. No faltaron, como hemos visto, en aquellos siglos conatos de evolución y progreso. Lo triste fue, a nuestro modesto parecer, que no brotaron de donde con más legítimos títulos debía surgir la voluntad y el ímpetu del perenne avanzar, que es la ambición del genio; de aquella Filosofía tradicional, que, como expresión de una verdad perenne, nunca debió perder la conciencia de su actualidad siempre viva en todas las lides y coyunturas de la vida de la ciencia y del espíritu. Por desgracia, no fue así; en la mayor parte de los casos, la Filosofía tradicional se encerró en la torre de marfil de sus viejas verdades, olvidando que es en la lucha como conservan su temple y su brillo los mejores aceros. Este es el secreto de aquella decadencia, y éste, a su vez, es el secreto de la gran ventura y esplendor que ambicionamos para la Filosofía española en estos tiempos. En pocas palabras: que el siglo XVIII nos enseñe cómo no se debe vivir.»

Así termina el P. Ceñal su excelente estudio, que constituye, sin duda, una de las primeras cabezas de puente de la todavía irredenta Historia de la Filosofía española.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año V, n° 18 (julio-septiembre 1946), págs. 509-511.

 

Alejandro A. Díez Blanco: Historia de la Filosofía contemporánea. Siglos XIX y XX. Valladolid. Librería Santarém, 1946. 317 páginas. 20 pesetas.
 

El profesor Díez Blanco concluye con este libro su Historia de la Filosofía, cuya primera parte apareció el pasado año bajo el título de Evolución del pensamiento filosófico de Thales a Kant. Esta segunda parte constituye, no obstante, unidad independiente. Va dirigida a las «personas cultas no especializadas», y pretende proporcionarles una información seria y verídica del pensamiento filosófico. «La máxima de Vauvernagues que dice: «La claridad [513] es la buena fe de los filósofos», ha sido nuestro lema. Si, efectivamente, hubiéramos conseguido estas dos notas fundamentales de claridad y concisión, la presente obra habría alcanzado plenamente el fin que se propone.»

Mostrar al lector el contenido del libro, acentuar sus aciertos y criticar sus deficiencias, son los tres capítulos que debe tocar una reseña. Los dos primeros han de quedar, como es obvio, considerablemente cercenados en una obra elemental de historia de la Filosofía, cuyo cometido se realiza sobradamente si consigue una fiel exposición y una interpretación recta del pensamiento filosófico histórico. Sirva esta consideración de previsión contra un posible espejismo desfavorable al libro que reseñamos.

El profesor Díez Blanco distribuye su obra en seis capítulos, que tratan, respectivamente, de los discípulos de Kant, del positivismo, de la restauración de la Metafísica, del vitalismo e intuicionismo, de los temas actuales (Fenomenología, Axiología, existencialismo, &c.) y de la concepción del mundo, según la Física actual. Termina con un apéndice sobre la Filosofía durante los siglos XIX y XX.

Acerca de la sistemática, solamente manifestaré mi extrañeza de ver incluidas en un título como la «Restauración de la Metafísica», cuyo sentido es eminentemente histórico y metafísico, figuras como Lamennais y Natorp. Por lo demás, el desarrollo de los temas es, en general, suficiente, y en ocasiones despierta gran interés. Unicamente han de imputársele algunas imprecisiones terminológicas que pueden ser perjudiciales a los lectores a quienes se dirige la obra. En la página 215, por ejemplo, se alude al ser como categoría (nota 134). Considero excesivamente esquemático identificar Absoluto, Ideal, Espíritu y Dios en el sistema hegeliano (pág. 25, nota 8). En ocasiones, las interpretaciones son muy aventuradas: «Heidegger es fiel al mito germánico; renuncia a Dios y deificación (sic) del hombre, aceptación de un destino trágico y voluntad de luchar sin cansancio», se lee en la página 238 (nota 151). Es sumamente audaz ver en las «soedades» de Rosalía de Castro la angustia heideggeriana.

Incurre en omisiones totalmente injustificadas. ¿Por qué no se habla de Freud y sí de Darwin? En la exposición de las ideas cosmológicas de la Física actual se echa de menos una ambientación filosófica. Por último, se observan reducciones excesivas junto a inmoderadas superfetaciones. A Balmes se le dedica página y media, mientras que a don Eugenio D'Ors se le concede doble espacio. Pero si con ello se peca contra la concisión, ¿no ofende a la seriedad aludir a la «Heliomaquia» en un tratado de Filosofía? ¿Es, realmente, serio pensar que el «método de la Filosofía orsiana consta de dos elementos, el diálogo y la ironía», y que [514] «no sin razón ha sido llamado D'Ors un Sócrates moderno»? (página 308). ¿No solivianta ver impresa, como doctrina consagrada, una división de la Filosofía en «Dialéctica», «Poética» y «Patética»?

Por lo demás, creo sinceramente que la obra ha de ser muy útil y adecuada al fin a que aspira.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año V, n° 18 (julio-septiembre 1946), págs. 512-514.

 

Paul Hazard: El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Traducción del francés por Julián Marías. Madrid. Revista de Occidente. 1946 (VIII-554 págs.).
 

Julián Marías nos ha ofrecido, antes de que naciera en Francia, el segundo libro, en traducción española, de Paul Hazard. El primero (La crisis de la conciencia europea. Traducción de J. Marías. Madrid, Pegaso, 1941) es bien conocido. Iluminaba intensamente este período de la historia occidental en que el genio de Descartes sacudió a los espíritus que vivieron para el mundo alrededor de los años 1680-1715, más o menos, y les hizo rebelarse contra el pasado y presentir en su porvenir más inmediato la Tierra Prometida. El nuevo libro nos da ocasión de palpar los resultados de aquella sacudida desde su perspectiva intelectual. Cierto que Paul Hazard es muy cartesiano en la determinación de los contenidos que al Pensamiento europeo del siglo XVIII asigna: no busquemos únicamente ideas abstractas bajo esa etiqueta, sino también afectos, deseos, odios. Pero no iba a ser de otro modo tratándose de aquellos días que nuestros padres, lejos de concebir al Pensamiento como la exclusiva [699] función de nuestro ser especulativo, le confirieron también virtualidad suficiente para hacer desertar a los granaderos del gran Federico.

Destrucción de la Ciudad de Dios, intento de construcción de la Ciudad del Hombre, pervivencias de aquélla, resultados de éste, reacciones, combates; tales son los actos del drama del siglo XVIII. Paul Hazard nos los cuenta sucesivamente, «sin otro cuidado más afanoso, que ser fiel a la Historia», en las tres partes en que distribuye su obra.

«Primero se alza un gran clamor crítico; los recién llegados reprochan a sus antecesores no haberles transmitido más que una sociedad mal hecha, toda de ilusiones y sufrimiento; un pasado secular sólo ha llevado a la desgracia; y ¿por qué? De este modo entablan públicamente un proceso de tal audacia, que sólo algunos hijos extraviados habían establecido obscuramente sus primeras piezas (sic); pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la Cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción religiosa de la vida. De ahí la primera parte de este estudio: el proceso del cristianismo.» Se burlaban de todo y respiraban en el nihilismo de Swift el tedio por la inmortalidad y el fastidio por las formas sociales dominantes. Pero ni siquiera en Swift se trataba de un pesimismo cósmico; era sólo circunstancial. «Su enemigo es el estado social tal como lo han encontrado al venir al mundo; destrúyaselo, substitúyaselo, y el porvenir será mejor.» «¿Qué desean esos viajeros descontentos, discontented wanderers? ¿Qué quieren esos quejosos? ¿Por qué proceden a una revisión a la que no ha de escapar ni la legislación que arguye su majestad ni la religión que hace valer su carácter divino? ¿Respecto a qué bien se consideran fracasados? Respecto a la felicidad.» No era, ciertamente, una felicidad metafísica a lo que aspiraban; lo sobrenatural se alejaba cada vez más entre las brumas. Si había una vida feliz en el más allá, no debía diferir de la de Nuestra Ciudad; los actos que teníamos que realizar para adquirir la felicidad en la tierra serían los mismos que [700] nos conducirían a la felicidad eterna, si la había. Lo que querían era una felicidad terrena. Y todo, incluso la Filosofía, lo ordenaron a este ideal. «Hay un principio en la naturaleza, más universal aún que lo que se llama la luz natural, más uniforme todavía para todos los hombres, tan presente al más estúpido como al más sutil: es el deseo de ser feliz.» Maupertuis no desentonaba. La naturaleza, ansiosa de felicidad, dirigía por sí sola rectamente al hombre, y la razón no era algo distinto de la naturaleza dirigiendo. Faltaba purificarla, iluminarla.

Era preciso, en primer lugar, liberarla de sus propias sombras: usque huc venies et non procedas amplius. «La razón es como una soberana que, al llegar al poder, toma la resolución de ignorar las provincias donde sabe que no reinará nunca con firmeza; así dominará mejor las que conserva» (p. 29). Ya no partirá de principios a priori, sino que tomará como base la experiencia. Entonces perfeccionará las artes y las ciencias y así se multiplicarán nuestras comodidades y facilidades. «Traerá la salvación; equivaldrá para el filósofo, dice Dumarçais, a lo que la gracia para San Agustín; iluminará a todo hombre que viene a este mundo, por ser luz.» La Aufklärung fue una forma de enunciar el nuevo ideal. «Varios hechos, en lo que concierne a la historia de las ideas, han contribuido a establecer su reinado: la influencia de Bayle, el fracaso de Vico, el éxito de Wolff, el triunfo de Locke» (p. 36). Los portadores de antorchas avanzaron y pretendieron iluminar con ellas a los hombres: «... únicamente el puesto estaba ocupado... La fe cristiana estaba allí, potente y actuante, y los que llegaban chocaban con su fuerza inveterada» (p. 46). La tierra no era un paraíso, sino una palestra; la naturaleza tenía un horrible gusto por el pecado y sólo dejándose dirigir podía conducirse por el recto camino. Frente a frente quedaban el cristianismo y el racionalismo del siglo XVIII. Y los racionales encausaron tanto al Dios de los católicos como al Dios de los protestantes. «El Dios de los cristianos había tenido todo el poder, y se había servido mal de él; se había confiado en él y había engañado a los hombres; éstos, bajo su autoridad, habían hecho una experiencia que sólo había llevado a la desgracia. ¿Por qué, se [701] preguntaba, es Cristo sombrío y triste?» «Sin la religión seríamos un poco más alegres.» ¿Por qué su reino no era de este mundo? «Lejos de combatirlo, que la religión fortalezca en el hombre el apego a las cosas terrenas» (p. 50). Dios nos había propuesto un enigma –se dijeron–. Podría explicárnoslo, y no ha querido. Meditemos un momento sobre tres almas ulceradas que dieron al tiempo su calor: un italiano, Pietro Giannone; un francés, Jean Meslier, y un alemán, Johann Christian Edelmann, y comprenderemos hasta qué grado aquellos espíritus llegaron a situarse no sólo frente a la religión, sino en ocasiones frente a Dios. Primero la emprendieron con la religión revelada: los filósofos no habrían hecho nada mientras no hubieran probado a los fieles que Dios no había podido manifestarse de derecho y que no se había manifestado de hecho. Todo es racional; luego no es posible el milagro: es pura superstición. La escritura –empezará diciendo por su parte Ernesti– debe primero entenderse, antes que teológicamente, gramaticalmente. Ninguna diferencia entre los libros humanos y divinos en cuanto a interpretación. En seguida, tampoco en cuanto al contenido. Y el cristianismo, que era excelente aliado del Estado, perdió su prestancia política. La incredulidad progresa: «La filosofía está en los clubs y en las asambleas, en los cafés, en torno a la mesa de té –¿quién le echará mano? Se difunde por el aire, se insinúa –¿dónde cogerla? Los policías se mezclan inocentemente con los paseantes que charlan bajo las galerías del Palais Royal o en los jardines de Luxemburgo; consignan en sus informes que han oído frases contra la religión, frases ateas, incluso pronunciadas por abates: imposible detener a todos estos impíos» (p. 93-94). Los jesuitas fueron expulsados de Portugal, de Francia, de España. La Charloteas habla: «El espíritu monástico es el azote de los Estados; de todos los que están animados por ese espíritu, los jesuitas son los más perjudiciales, porque son los más poderosos; hay que empezar, pues, por ellos a sacudir el yugo de esa nación perniciosa.» Los fieles respiraron la confusión; se oyó gemir ante los progresos de la irreligión; subía la marea de la impiedad. «Los filósofos que tomaron entonces la dirección del [702] pensamiento, ¿se habían arrancado de verdad su viejo corazón cristiano? ¿No los tenía obsesos la fe hasta en lo más profundo de su rebelión? ¿No habían planteado todos los problemas en función del cristianismo y nunca fuera de él? Su mismo encarnizamiento, ¿no encubría la presencia de una fuerza obstinada, nunca vencida?» (p. 108).

Paul Hazard pasa, pues, a describirnos en la segunda parte de su obra –la Ciudad de los Hombres– el sistema de ideales que los nuevos directores presentaron a los hombres y a sí mismos. El primero fue el de la religión natural. La religión debía hacerse natural, por tres motivos: el primero, porque ya no procede la revelación, sino que es emanación de la naturaleza; el segundo, porque obedecería al instinto que la naturaleza pone en nosotros para permitirnos distinguir lo verdadero de lo falso y el bien del mal; el tercero, porque en lugar de presentamos nuestra vida mortal como prueba, obedecería a la ley natural, que quiere, sin prueba, nuestra felicidad. Dios permanecía, pero tan diluido y pálido, que ya no molestaría a la Ciudad de los Hombres. El deísmo había procedido por una especie de depuración: Dios era sólo el Ser Supremo. Sacramentos, ritos, iglesias, templos, mezquitas, deberían ser suprimidos: Dios sólo puede ser honrado por el culto interior, que reside en el alma. La universalidad antropológica, que era el predicado de la razón, lo sería también de la religión natural. Nadie será excluido: toda criatura participa en esta religión. A veces, la depuración se ejercía tan rigurosamente que se acababa en el ateísmo. Paul Hazard describe magistralmente cómo el ateo deja de parecer un subversivo; cómo junto al ateo vicioso e inmoral aparece el ateo virtuoso que ama lo bueno, razonable y bello (ateo que en el siglo XIX llegará a ser también vegetariano). ¡Qué suavemente podían deslizarse desde aquí los espíritus al materialismo! Locke, tímidamente, insinúa la posibilidad de que un ente puramente material piense, y en seguida sería esto un dogma que definirían Hartley, el médico; Priesley, el químico; Maupertuis, y La Mettrie, el más ruidoso de todos, el que acuñó la fórmula del hombre máquina. «La Mettrie, de aventura [703] en aventura y de escándalo en escándalo, había encontrado asilo junto a Federico II. El ateo del rey, decía Voltaire. Tenía más materia que el término medio de los hombres, pues era gordo, mofletudo, enorme y glotón; el 11 de noviembre de 1758, su máquina murió a consecuencia de una indigestión» (página 122). Por último, una vulgarización del ateísmo se expresó en una multitud de obras; Paul Thiry, barón de Holbach, fue el ateo de profesión «que se hizo leer por los sabios y los ignorantes, por las duquesas y las doncellas». «El siglo XVIII, en su conjunto, fue deísta, no ateo, pero tuvo que dejar lugar, de grado o por fuerza, a un ateísmo que le reprochó la misma timidez que los deístas acusaban a los creyentes» (p. 126).

El segundo ideal eran las ciencias de la naturaleza. La historia natural fue puesta en primer lugar; la geometría, en el segundo. Sobrevenía el reinado de Newton, o las matemáticas al servicio de la física. Los hombres salían de sus provincias a catalogar la naturaleza o se encerraban entre cuatro paredes, ocupados en operaciones misteriosas: el sabio de laboratorio ha nacido. «Pobres laboratorios, que carecen con frecuencia de los instrumentos más sencillos, investigadores mal equipados que vacilan en quitarse los trajes de terciopelo y remangarse sus mangas de encaje, pero que no por ello dejan de empezar a vivir la epopeya de la experimentación.» Descubrimientos prodigiosos: la generación espontánea y la partenogénesis del pulgón; el aire ya no es uno de los cuatro elementos, sino que es posible disociarlo; en 1767, Watt concebía su máquina; desde Filadelfia, en el Nuevo Mundo, se anunciaba que un hombre, Benjamín Franklin, había captado el rayo, había tomado posesión del fluido celeste, lo había arrebatado a los dioses. La recompensa había llegado, la materia estaba subyugada. Poco importaba ya la investigación de las substancias y las esencias; sólo la ciencia interesaba. En 1750, decía Joseph Landon: «Los descubrimientos de los hombres de ciencia son las conquistas del género humano.» Entonces aparecía, rodeado de una nueva aureola, el que poseía la ciencia, el que corregía la naturaleza cuando se extraviaba, el que curaba los males de la vida: el médico. El médico es el verdadero filósofo, [704] aseguraban La Mettrie y Diderot. La ciencia iba a hacer a la vida bella y buena.

En el derecho, un esfuerzo poderoso anima a lo que parece tan sólo un obscuro juego de especialistas: Heinecke, Wolff, Strube, M. D'Aube, Burlamaqui, Montesquieu, Beccaria. Un poderoso esfuerzo para arrebatar a la divinidad la Ley organizadora del mundo. Dios sólo será legislador en la medida en que sea razón.

Y luego en la moral, en el gobierno, en la educación. El eco del nuevo espíritu resonó también en la «literatura de la inteligencia» –sencillez, ligereza, ingenio–, en la «literatura del placer social» –universalista, voluptuosa, epistolar– y en la «literatura del hecho» –la historia. Y en las costumbres. El viajero hace su aparición: ya no hay desterrados, sino cosmopolitas. Las mujeres se asociaron al movimiento de los espíritus e incluso lo dirigieron. Aquí tenemos a Voltaire y Madame de Chatelet: «...extraña pareja que pasaba las veladas con binomios y trinomios; viñeta que ilustra un aspecto del siglo con tanta seguridad como dos amantes que sueñan y lloran a la luz de la luna ilustrarán el romanticismo» (p. 250). Consagración de la burguesía, porque ya no debe haber favores hereditarios y la canalla es excesivamente plebeya. El francmasón, sacerdote del nuevo espíritu. Por último, el filósofo, pero no el filósofo arcaico y tenebroso, sino «los nuevos filósofos», «los filósofos prácticos». Si en otros tiempos fueron el santo, el par, el cortesano, el honnete homme, ahora el modelo de humanidad fue el filósofo. Y como expresión de este nuevo mundo la Enciclopedia. En ella ya no se denunciarían los errores pasados –como en el Diccionario Histórico-Crítico–, sino que, ante todo, será el inventario de los conocimientos humanos. Y con el criterio del siglo. Se eliminará toda trascendencia; se afirmará la primacía del hombre y en torno a él serán organizadas las ciencias.

Con esto pasamos al tercer acto, que Paul Hazard comenta en la última parte de la obra: Disgregaciones. Hasta aquí todos fueron designios coherentes, destrucción y construcción unitaria. Pero en la Idea de Naturaleza no todo era claridad [705] y razón, sino que coexistían en su seno elementos contradictorios. En el Ideal del Hombre latía, junto a la Razón, el Sentimiento, con mayor o menor vigor. Y en la Nueva Religión luchaban también enemigos ocultos. El desarrollo de estas potencias disolvió el Siglo de las Luces. La Naturaleza, el Sentimiento, los Deísmos habrán, pues, de ocupar respectivamente los tres libros que comprende esta última parte de la obra que reseñamos.

Las diversas y turbias intenciones que los hombres del XVIII proyectaron en el mismo término Naturaleza lo convirtieron en equívoco; en instrumento de confusión. No siempre fue Razón ni Perfección absolutas. Voltaire mismo denunciaba el despilfarro de energía natural que significa el hecho de que una carpa ponga millares de huevos para producir una o dos carpas. ¿Por qué la Naturaleza había envenenado el Amor con una enfermedad espantosa, a la cual sólo el hombre está sujeto y que no ha sido introducida por nuestros libertinajes y nuestros excesos, sino que ha nacido en las islas en que se vivía en pura inocencia? El genial cerebro de Berkeley ensalzaba a forma metafísica la más grave objeción que, larvada, reside en todo empirismo contra la Naturaleza, a saber, su existencia. Hume, por su parte, demolía la Razón. Tampoco la Naturaleza era siempre buena. Nada más necesario que orillar sus instigaciones sobre el capítulo de la Venganza y del Orgullo. ¿Qué hubiera sido del género humano si las leyes humanas y divinas no la hubieran reformado y corregido? La Naturaleza –llega a decirse– es un estado de enfermedad. «Dios mío, si este es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros?», clama Cándido. Rousseau, que había sido herido en su creencia más íntima sobre la bondad natural de los hombres por el escrito de Voltaire acerca del desastre de Lisboa, tuvo que inventar la idea de la maldad adquirida. «He aquí por qué Europa, una vez repuesta, después de haber comprobado que no todo estaba bien, al querer emprender la reconstitución de un mundo que no era el mejor de los mundos posibles, necesitaba a Jean-Jacques Rousseau» (p. 315).

El sentimiento: el espíritu del hombre desentimiento, [706] apasionado por lo individual, alimentó en gran medida el cuerpo del Hombre-Razón que floreció en el XVIII. Alentó, por ejemplo, el esfuerzo para arrebatar a la Razón su pretensión de producir y de juzgar lo Bello, creando, en cambio, una potencia específica que directamente emanaba del espíritu: Mark Akensich, Bodmer y Breitinger, Dubos, Hutcheson, Baumgarten. En 1680 Locke había ya declarado los derechos del Hombre de deseo: la uneasiness, inquietud, deseo, era el principio de la actividad del alma. Condillac vive en esta idea antes de que los héroes apasionados hagan su aparición en escena. «El sentimiento es el alma de la Poesía», leemos en Helvetius. Y es que «en la Naturaleza, en suma, se podía encontrar todo, hasta el romanticismo».

Por último, el avance dialéctico del Deísmo hacia su propia disgregación. Porque el Deísmo no es un sistema con capacidad de ofrecer a los hombres un ideal organizador unitario. El Deísmo, aun nebuloso y demasiado poético de Pope, no es, en efecto, el de Voltaire, límpido, vital, que había de degenerar en el anticlericalismo, ni el de Voltaire es el de Lessing, el más profundo y germánico.

Así termina Paul Hazard. En la Conclusión somete a un examen de conciencia lo que Europa ha sido. Con las siguientes palabras, resumen también de su obra anterior, sintetiza su pensamiento:

«¿Qué es Europa? Un pensamiento que no se contenta nunca. Sin piedad para sí misma, no deja nunca de perseguir dos búsquedas: una hacia la felicidad; la otra, que le es aún más indispensable, más clara, hacia la verdad. Apenas ha encontrado un estado que parezca responder a esa doble exigencia, se da cuenta, sabe que no tiene todavía, como una presa insegura, más que lo provisional, lo relativo; y vuelve a empezar la búsqueda desesperada que constituye su gloria y su tormento.»

El libro de Paul Hazard es perfecto; maravillosamente documentado, logra penetrar toda la erudición de un espíritu ágil y elegante. Ampliamente informativo, Paul Hazard hace revivir al mismo tiempo, con cuidada técnica, las ideas y los [707] personajes; nos presenta un mundo actual y joven. No solamente es un libro de ciencia, sino de cultivo espiritual, arsenal de vivencias para todo aquel que posea interés por la cultura.

Debo, sin embargo, hacer constar dos géneros de reparos que pueden imputársele y que en nada afectan al valor intrínseco de la obra. El primero es de índole general. ¿Hasta qué punto es posible no «representar el papel de profeta del pasado... de doctrinario... de partidario» en una cuestión donde se ventilan valores tan ineludiblemente polares como los religiosos? «El que no está conmigo, está contra mí.» Los valores no admiten actitudes diletantes. Paul Hazard no se muestra ni en contra ni a favor; acaso a veces demasiado libertino, pero otras irónico para con el mismo libertinismo. En todo caso, la ausencia de postura no puede menos de resultar agresiva. El segundo es de índole estrictamente técnica. Abusa de las imágenes plásticas (p. 394, segundo párrafo). ¿Por qué en la bibliografía no se nombran estudios como los de Faguet, Saint-Beuve y Lichtemberger, cuando consta, por ejemplo, el de Ronald? En la exposición del Deísmo de Voltaire (II, III, p. 368-401) no se consigna la importante evolución que Voltaire sufrió en este punto (Vid., v. gr., Morley, «Voltaire», V, III). Finalmente, advertiré la poca precisión de la exposición de la doctrina de las ciencias de la Enciclopedia, particularmente al tratar la división de la Teología (11, 7, p. 202).

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año V, n° 19 (septiembre-diciembre 1946), págs. 698-707.

 

Ángel Benito y Durán: Filosofía del Arcipreste de Hita. Sentido filosófico del “Libro del Buen Amor”. Imp. Hispania. Alcoy, 1946. 160 páginas.
 

El interés por elevar a concepto el sustrato filosófico contenido en las imágenes literarias se mantiene con creciente intensidad y el Sr. Benito y Durán lo refleja por su parte con “la publicación de este modesto ensayo sobre Filosofía poética”.

Pero elevar a concepto la imagen literaria puede entenderse tanto en el sentido del conocimiento que eleve a concepto una Roca, sorprendiendo su Idea, como en el sentido de clarificar un concepto que, ya constituido, aparece empero ensombrecido –hablando al menos intelectualmente– por la Imagen. El autor, inspirándose en Séneca (Epístola VIII), recoge la segunda acepción, que la considera singularmente adecuada tratándose de la Poesía erótica que como Filosofía es, en sentir de Platón, “una preparación para la Muerte”. En el “Libro del Buen Amor” se oculta una idea que destruye la ilusión grosera del placer carnal: “…todos son empujados por el amor, sin saber lo que es y sin saber que el mismo les causará la muerte.” Es la flecha de oro del poeta, que mata sin sentir; porque no lo ha expresado así. La expresión que sintetiza el pensamiento del poeta con frío análisis es la flecha acerada del filósofo. Pero al fin Séneca tiene razón: “¡Cuántos poetas dicen cosas que no han dicho o dicen los filósofos…”

No nos precipitemos al tomar partido en la alternativa que he señalado. No niego que en muchos poetas, en cuanto tales, pueden residir virtualmente pensamientos filosóficos. Pero ¿acontece lo mismo con todos? De ninguna manera. Lo cual no excluye la posibilidad de filosofar sobre ellos, como tampoco se requiere para hacer cosmología sobre una Roca que ésta sea filósofo. Viceversa, concebimos la posibilidad de meditar sobre un filósofo en el sentido de la meditación sobre la Roca.

De algún modo puede, por consiguiente, hablarse de Filosofía del Arcipreste de Hita. ¿De qué modo quiere hablar la obra que reseñamos? Sin duda al modo de Séneca. Ahora bien, ¿responde su contenido a tan ambicioso propósito? Decididamente no. No consigue evadirse del área de la Poesía en sus generalizaciones (que no son de por sí conceptualizaciones filosóficas) y perífrasis, elevándose a lo sumo a la Biología, Weltanschauung e incluso Teología, pero nunca, a mi juicio, a la Filosofía.

La incongruencia entre el propósito y la ejecución, ¿debe cargarse en el haber del autor o en el del Arcipreste? Opino que es justo inclinarse por la segunda solución, decisión que no excluye la confianza de que el autor, que demuestra estar provisto de una fina capacidad analítica y un robusto poder de síntesis, nos ofrezca, no ya una exposición de filosofías ajenas, sino construcciones propias sin necesidad de salirse de su objeto, proporcionándonos un estudio cosmológico de las simpáticas figura y obra de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año VI, n° 21 (abril-junio 1947), págs. 364-365.

 

Manuel Granell: Lógica. Manuales de la «Revista de Occidente». Madrid, 1949. 478 páginas.
 

La Lógica, de Manuel Granell, que, en esmerada edición, ofrece la «Revista de Occidente», va a tener, sin duda, una provechosa y considerable difusión en los países de habla española. Las censuras que contra ella formulo en esta recensión no menguan, pues, mi tributo sincero de homenaje a la obra reseñada y –desde luego– a su autor. Principalmente, porque esta obra sirve a una perentoria necesidad, por todos sentida, en la bibliografía española, al presentar una ordenada exposición de las principales direcciones lógicas contemporáneas, cuyo exotismo en nuestra patria ha resuelto el autor de modo en verdad admirable. El material que utiliza es abrumador y, casi siempre, de primera mano.

Consta la obra de cuatro partes: en la primera (páginas 9-79) trata de la génesis, evolución y esencia de la «lógica clásica». En la segunda (páginas 83-267) de la logística, donde, después de tres capítulos proemiales, expone la doctrina del cálculo proposicional (capítulo IV), la del cálculo de funciones (capítulo V), la de las clases (capítulo VI) y la de las relaciones (capítulo VII), dedicando el último capítulo a la crítica y valoración de la Logística. La tercera parte de la obra expone las más importantes direcciones de la lógica «realista» contemporánea. Por último, en la cuarta y última parte del libro, asienta las bases para una «lógica de la razón vital», cuyo iniciador sería Ortega y Gasset, y de quien el autor se declara ferviente discípulo. En forma de apéndices, disputa sucinta y correctamente sobre la cuestión de la prioridad entre la lógica hindú (Nyãya) y el Organon aristotélico; resume el problema de la cuantificación del predicado y, en fin, trae una tópica de los primeros atisbos orteguianos.

Comienza el autor, en la Introducción general a su obra, tomando conciencia de un hecho calificado de estremecedor: la profunda crisis de la lógica de nuestro tiempo. Y esta conciencia queda oscurecida por la costumbre, inveterada en los manuales al uso, de presentar «un sistema normativo de tal modo petrificado sub specie aeternitatis, que todo lector, aun el de espíritu más inquieto y sensible a las centrales oscilaciones de las ciencias, con gusto inclina su ánimo a una sensación de tranquila confianza». La lógica aristotélica, que hasta el siglo XVIII se mantuvo inconmovible, pareció sucumbir ante las direcciones de orientación logística. Pero, en realidad –dice el autor–, tras una etapa reaccionaria por parte de los representantes de la tradición, viose cada vez más claramente (García Bacca, Greenwood) que la logística podía ser considerada como una ampliación y coronación de la lógica aristotélica. Mas, precisamente cuando esta logística llegó al término más maduro de su evolución, en los Principia Mathematica, de Whitehead y Russell, «la situación de la ciencia del pensamiento sufrió de pronto un giro radical, hasta el punto de que ya carece de sentido la preocupación de Greenwood y sus afines. En efecto, desde dicho momento, se suceden en ritmo presuroso diferentes sistemas que logran conmover en sus propios cimientos las dos veces milenaria construcción de esta ciencia». El intuicionismo de Brouwer, el sistema plurivalente y probabilístico de Hans Reichenbach, la física del objeto cualquiera de Ferdinand Gonseth, la «lógica del género dos» de mademoiselle Fevrier lo atestiguan. Pero el autor asegura que es en la «lógica de la razón vital», que Ortega postula, donde se contiene el canto de gallo (sic) de una nueva revelación filosófica, término fecundo y auténtico de esta reacción antiformalista que se impone. Esta lógica de la razón vital, que es la lógica del porvenir, y por ello carece aún de una formulación detallada, «incide en una metafísica, y en una metafísica auténticamente nueva». «Así –declara el autor– sin hipérbole ninguna. Y de tal cariz, que ante ella nos sentimos aun desprovistos del instrumental necesario.»

No es adecuado emprender aquí una crítica a principios doctrinales, que no comparto, y que en esta obra se postulan, ya que, para que ella no fuera inútil o vana, sería preciso exceder las fronteras de una recensión como la presente. Me limitaré, por tanto, a traducir mis reparos, en lo posible, al punto de vista histórico, ateniéndome, como es obvio, a las partes doctrinales, y no puramente expositivas, de la obra en cuestión.

El autor se adhiere a las fórmulas de Ortega: ni relativismo ni racionalismo. No cabe afirmar notas que sean comunes a todos los entes. Pues las notas que son válidas para las cosas no lo son para la vida, que reclama otras categorías más delicadas. Comenta el autor el ejemplo del paisaje (página 348) sobre el que fundan el perspectivismo, ya que ese paisaje es aprehendido por cada sujeto, y, verdaderamente, a su modo, que le es propio. (¿Ha reparado el autor que la ciencia no se ocupa de ese paisaje formalmente, sino sólo materialmente, ya que él carece de la abstracción precisa para convertirse en objeto de conocimiento científico? Para decirlo en lenguaje russelliano, tal paisaje es de grado cero.) Consecuentemente, se impone para el autor la postulación de una «lógica regional», existiendo tantas lógicas como regiones objetivas (página 372). El autor puede, si le place, suscribir tan peregrina opinión. Pero no puede motejar de parcial a la lógica aristotélica por el hecho de que sólo admita la cópula de inherencia (página 70). Aunque profese la equivocidad de la idea de ser, deberá reconocer que para quien admita la trascendentalidad analógica de tal idea, la cópula de inherencia es la única verdaderamente generalísima y formal, y en modo alguno parcial, como lo son todas las demás cópulas, incluso la de igualdad (=).

Sería conveniente una precisión mayor en la exposición y valoración de muchas doctrinas ajenas. Por ejemplo –y los ejemplos podrían multiplicarse– en la afirmación de que, para Aristóteles, «el ser, en cuanto ser, implica una última y aislada determinación genérica» (página 389). Inadmisible es caracterizar a la lógica aristotélica de sustancialista (página 70), pues basta hojear los Analíticos para percatarse de que Aristóteles se apoya en la Matemática tanto como en la Física. Sumamente discutible es la tesis de que para Aristóteles el principio de identidad sea el principio supremo del conocimiento (página 72). ¿Cómo puede el autor aseverar que la noción de causa sui –que es, por cierto, una contradictio in terminis– sea un concepto propio de la ontología tradicional, ya que fue rechazada por los principales maestros escolásticos y sólo en el racionalismo barroco alcanzó desmesurado rango?

Por último, debo denunciar la debilidad de las valoraciones históricas respecto de no pocas doctrinas. No creo sea posible sostener que es doctrina nueva la verdad de que el concepto existe en tanto que pensado por un sujeto (espiritual), sin perjuicio de que su contenido sea transubjetivo (página 394), pues es tesis en que ya coincidían –aunque no en todas sus consecuencias– los viejos tomistas y los partidarios de Suárez. ¿Acaso puede llamarse nuevo en la ciencia el profundo conocimiento de la distinción entre un astro y un viviente sensitivo? La distinción entre seres dotados de apetito natural y seres provistos de apetito elícito, es de arcaico abolengo científico (Vid., páginas 402-3). Asombroso es también que el autor admire como nueva la tesis de que la libertad, para el sujeto que la posee, es una propiedad necesaria, por derivar de su diferencia específica (página 495). De extrañar es, por tanto, que en las veinte tesis expuestas en las páginas 401-407 resida el esquema de una metafísica insólita y poderosa. No hay en su conjunto el vigor de ideación que es requerido para la delineación de una verdadera concepción metafísica de las cosas.

Advertidas estas salvedades, y otras muchas de índole semejante que no es preciso consignar aquí, es de justicia hacer notar que la obra del señor Granell es ciertamente de excepción, por el trabajo y honradez científica que supone y por lo efectivamente valioso de su contenido. Felicito al señor Granell y auguro un éxito poco corriente a su magnífico libro.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año VIII, n° 30 (julio-septiembre 1949), págs. 498-500.

 

P. Hönen: La theorie du jugement d'après St. Thomas d'Aquin. Romae. Apud aedes Universitatis Gregorianae. 1946. VIII-351 páginas.
 

Se ha dicho que Santo Tomás carecía de una teoría del conocimiento lo suficientemente elaborada para poder ser numerado entre los grandes epistemólogos de la historia de la Filosofía. Hönen demuestra lo erróneo de esta opinión en esta obra, admirable por la profundidad de su contenido y la claridad de la exposición. El libro sintetiza investigaciones expuestas en la revista Bijdragen van de philosophische en theologische faculteiten der Nederlandschen Jezuieten, entre los años 1939-1942.

En un artículo muy conocido, publicado en la revista Gregorianum, el P. Boyer, comentando el texto De Veritate, q. 1. a. 9, de Santo Tomás, establecía dos puntos fundamentales para la doctrina tomista del juicio: según el primero –que Hönen llama descriptivo, fenomenológico–, antes de todo juicio (y no sólo de los filosóficos)–, tiene lugar una reflexión del espíritu sobre una simple aprehensión previamente ejercida; el segundo punto, que Hönen llama crítico, asegura que el hombre sólo puede juzgar después de ese retorno crítico sobre la aprehensión, en tanto que él le revela la naturaleza del acto aprehensivo.

Hönen divide su obra en dos partes, correspondientes al aspecto fenomenológico y al aspecto crítico que la doctrina tomista sobre el juicio parece encerrar.

En la primera parte de su obra (Teoría fenomenológica del juicio) llega Hönen, glosando numerosos textos, a los siguientes resultados más importantes, que entresaco de su exposición:

1. El juicio es un acto intelectual, y, como tal, requiere en el hombre el concurso de la sensibilidad. Todo conocimiento humano intelectual procede de la experiencia. La sensibilidad, especialmente la imaginación, es precisa, no sólo para excitar las primeras actividades intelectuales, sino también (contra Avicena) para que éstas puedan tener lugar en todo momento. Si a un sabio le privamos de sus sentidos, perderá su ciencia.

2. El juicio no es el acto intelectual primero en el orden cognoscitivo, sino que necesariamente le antecede la simple aprehensión. El juicio declara relaciones tendidas entre ciertos elementos; supone un conjunto de cosas, una dispositio rei o Sachverhalt –en expresión de Brentano– sobre la que se pronuncia. Ahora bien: para Santo Tomás, dice Hönen, este Sachverhalt está ya íntegramente dado en la simple aprehensión, y, a su modo, en el fantasma y en los datos sensoriales en general.

3. ¿Qué es, entonces, lo que diferencia el acto del juicio del acto de la simple aprehensión? Hönen encuentra la respuesta en la fórmula «Prima operatio respicit quidditatem, secunda respicit esse.» El Sachverhalt mentado por el juicio es poseído ya íntegramente por el entendimiento, cuanto a su quididad –que es una similitudo de la cosa, aún no expresamente formulada– en su primer acto. Lo que importa el juicio consiste, no en la adición de algún nuevo elemento al Sachverhalt, sino en el reconocimiento de que le corresponde la existencia, o bien de que no le corresponde. En el primer acto tendríamos ya dados (accepta) el concepto del sujeto y el del predicado, así como su relación y otros conceptos implicados en ellos, constituyendo una disposición de cosas, un Sachverhalt. El juicio declara que a este Sachverhalt le conviene o no le conviene el esse. Todo juicio tiene, por tanto, una trama existencial. Pero no se trata siempre de una existencia actual, como pretendía Brentano; trátase también, y primariamente, de una existencia posible, es decir, de la intelección del Sachverhalt como «id cui competit (resp. non competit) esse».

4. El motivo por el cual el entendimiento juzga, es decir, comprende que al Sachverhalt le conviene (resp. no le conviene) el esse, y, por tanto, puede decir de él que «ita est (resp. non est) in re», no es otro que el conocimiento que el espíritu adquiere sobre la naturaleza del primer acto al reflexionar sobre él, de acuerdo con el principio: los actos se conocen por sus objetos, así como las potencias por los actos. Esta reflexión manifiesta que la naturaleza del intelligere, es aprehender el ser, el esse. Y ello lo aprehende sobre el contenido de este intelligere, que es, naturalmente, un contenido inteligible. Mas ¿cuándo es inteligible un contenido? Pensamos componiendo y dividiendo; pero la composición del juicio (me referiré, por comodidad, a los juicios afirmativos) es nota identitatis, es decir, de una identidad entre sujeto y predicado. En las proposiciones per se, el sujeto (aunque se tiene materialmente) no sólo indica el ente en que se dan juntas las formas designadas por los conceptos del sujeto y del predicado, sino también la causa de que fluye el predicado: fluencia que puede ser inmediata o mediata. Esta identidad se da también en las proposiciones condicionales, es decir, en la implicación, pero no en la implicación material de la logística, impuesta entre símbolos cualesquiera, externos, quizá, entre sí, sino en la implicación formal, en la que hay una derivación interna del consecuente respecto del antecedente.

Ahora bien: según Hönen, la inteligibilidad, en tanto que, montada sobre una identidad, reside precisamente en la necesidad del nexo entre las partes que se relacionan mediante el juicio. De aquí se sigue que el juicio, que otorga el esse a una relación eidética en virtud de su inteligibilidad, deberá siempre declararse bajo la forma de una relación necesaria. Lo contingente sólo podrá ser sometido a juicio en tanto encierre cierta necesidad. Pero «nihil est adeo contingens quin in se aliquid necessarium habeat». Es contingente que Sócrates pasee, pero no lo es que, si pasea, se mueva. En tanto, pues, que en este hecho contingente conocemos una tal habitud necesaria, eterna (que aquí es lateral), será posible un conocimiento intelectual del mismo.

En la segunda parte de su obra (La justificación del juicio) expone Hönen los motivos que, según Santo Tomás, gobiernan al espíritu para enunciar juicios, es decir, para atribuir el ser (o negarlo) a las estructuras dadas en la aprehensión.

Que una estructura es de ese modo (ita est), en la realidad sólo lo percibe el espíritu cuando la reflexión –espontánea, prefilosófica y precientífica– le descubre la ratio veri de la misma, es decir, cuando la concibe como inteligible, como necesaria. Esta inteligibilidad es evidente, ante todo, en los primeros principios. Si profundizamos en las propiedades de los inteligibles, propiedades que darán lugar a los juicios sobre la naturaleza de la verdad (que reside formalmente en el entendimiento) y que sólo virtualmente son conocidos por la reflexión que conduce al juicio, advertiremos los siguientes principios sobre casos concretos:

1.° Lo inteligible es ser. De donde, por contraposición, el no ser no es inteligible. Estos son principios de carácter noético. Pero del segundo obtenemos:

2.° Lo no inteligible es no ente; y de aquí el recíproco del primero: El ente es inteligible, de carácter metafísico, y que viene a ser el principio de razón suficiente.

Estos principios han sido conocidos por todos los filósofos, si bien no siempre los aplicaron correctamente. Así, Descartes, si concede el ser a la cantidad (extensión), es porque le parece inteligible; la cualidad no existe para él, ya que le parece ininteligible. Por la misma razón rechaza Kant la extensión como real, a saber, en virtud de las antinomias del continuo, para él irresolubles, y que hacen ininteligible a la extensión.

Pero estos principios de la veritas ipsa solamente en casos concretos pueden intuirse; no es posible una exposición simbólica de la Epistemología o Metafísica. Lo que no sucede con los principios lógicos, ya que en los símbolos es posible intuirlos.

El juicio que concede el ser a una estructura por el hecho de ser inteligible (– necesaria) no se circunscribe sólo a relaciones quiditativas posibles, sino también a relaciones concretas actuales, como lo demuestran los juicios de percepción. Pero ¿en qué se funda la afirmación de un juicio de percepción? ¿Cómo justificar el juicio de percepción? ¿De dónde deriva su inteligibilidad? Comentando el texto de Santo Tomás: «Quod videtur sedere necesse est sedere», Hönen descubre que el motivo de afirmación de una existencia actual no es propiamente una aplicación, ni siquiera virtual, del principio de causalidad, de un modo meramente especulativo, sino que lo encuentra en la idea del «facientes cognoscunt». Como es sabido, las Matemáticas, la Lógica, &c., son, para Santo Tomás, artes; construyen objetos, y así, por la abstracción formal, descubren relaciones necesarias. La ciencia divina de visión es para Santo Tomás ciencia de lo que actualmente existe; pero ello lo conoce en tanto que efecto de la causalidad infinita que le es propia.

Será también posible un juicio intelectual sobre los propios actos del espíritu (cuya existencia es, desde luego, contingente). Así, los Éticos, IX, lect. 11, n. 1.908: «in hoc autem quod sentimus nos sentire et intelligimus intelligere, sentimus et intelligimus, nos esse». Este texto, como otros muchos, contiene –dice Hönen– el auténtico principio del Cogito cartesiano, si bien para Santo Tomás no sea el único. Admirablemente desarrolla la comparación con el Cogito cartesiano en el capítulo XII y último de su libro.

En la conclusión, encarece la actitud verdaderamente crítica que Santo Tomás concede a todo entendimiento que afirma o niega, es decir, que conoce verdades, fundándose en la naturaleza de la reflexión insobornable que precede a todo juicio. El tomismo no puede llamarse ingenuo.

El punto más discutible de la obra de Hönen me parece ser la explicación del esse afirmado en el juicio. Baste para ello comparar la noción subtendida del esse que comportan los seis últimos predicamentos (en la pág. 70) con la conocida interpretación de Juan de Santo Tomás y sus seguidores sedicentes tomistas.

Sin embargo, esta recensión quiere ser puramente informativa, por lo que omito consideraciones críticas. Añadiré solamente que la obra de Hönen es fundamental y debe ser consultada por todo aquel que se interese por las cuestiones epistemológicas y metafísicas.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año X, nº 37 (abril-junio 1951), págs. 387-390.

 

M. de Iriarte, S. J.: El profesor García Morente, sacerdote. Madrid. Espasa-Calpe. 1951. 328 págs.
 

La conversión al catolicismo de García Morente, después de su larga etapa de irreligiosidad militante, ha sido muy discutida, tanto en lo que se refiere a su autenticidad cuanto, aun admitida ésta, a la profundidad de sus nuevas experiencias. El libro del P. Iriarte, catedrático ilustre de la Universidad Pontificia de Salamanca, arroja una luz definitiva sobre esta cuestión que encierra indudablemente un interés general; después de terminada su lectura, parece necesario considerar a Morente como uno de los fenómenos más interesantes de la psicología de las conversiones, al lado de un Newman o de un Claudel. Pues si las reservas que en su día suscitó el caso de Morente se fundaban en prudentes motivos, “eso no quiere decir que acertaran; como el imprudente puede acertar, puede equivocarse el prudente. Hoy podemos formar ya un juicio total acertado” (página 107). Tan perspicuamente logra el P. Iriarte ofrecernos este juicio, que con facilidad pasa inadvertida su labor, en virtud de su misma transparencia; porque este libro es un modelo acabado de técnica biográfica.

Divide el P. Iriarte su obra en tres partes, correspondientes a la etapa de la conversión, al ingreso en el Seminario y a las actividades académicas de Morente después de su consagración sacerdotal.

Con un depurado instinto dramático, el P. Iriarte ordena el abundante material documental y los testimonios más importantes por él recogidos, ateniéndose, no ya a la cronología del gran suceso que fue aquella vivencia de presencialidad experimentada por Morente en su noche de París, sino a la revelación que Morente mismo difirió celosamente y que sólo hizo de modo reservado a su director espiritual, en un escrito denso que tituló “Hecho extraordinario”, interesantísimo para la Psicología de la conversión, tanto por la claridad que posee como por las implacables consideraciones críticas que Morente mismo ejerció en su relato. El P. Iriarte somete a un penetrante análisis el significado de esta extraordinaria experiencia y plantea la cuestión de la compatibilidad de su supuesta sinceridad y autenticidad con el hecho de que en el espacio de un año, “Morente no da un paso en la práctica de sus deberes religiosos, ni acude al Sacramento de la Penitencia, ni, lo que es más extraño, cumple siquiera con el precepto dominical de asistencia a Misa. He aquí un agudo problema psicológico –dice el P. Iriarte– cuyo planteamiento e interpretación no debemos soslayar aquí”. El profundo conocimiento de especialista que posee el P. Iriarte de la psicología de los conversos le permite, desde luego, “comprender”, si no “justificar”, nuestro caso. Muy acertadamente aduce situaciones paralelas, de glandes conversos: San Agustín, Newman, Paul Claudel, que comenta detenidamente.

Estudia después el P. Iriarte lo que podría llamarse “conversión filosófica” de Morente a Santo Tomás; que es el punto en donde el autor de esta nota encuentra más sombras, porque le parece que “prueba demasiado”. Bien entendido, no en lo referente a la sinceridad de Morente, sino a la calidad de su conversión y de su misma personalidad. El P. Iriarte expone con admirable tino este aspecto delicado, sin dejar de advertir la “inercia” que en Morente ejercían las ideas pasadas y cómo Morente acaso hubiera podido dejarnos una exposición nueva de la Filosofía tomista si la muerte no le hubiera sorprendido inesperadamente. Tenemos breves muestras de lo que ello pudiera haber sido. Pero no hay que ignorar que “la pluma del antiguo comentador de Kant en la Razón Pura descansará para siempre sobre el recién empezado folio 73 de un comentario moderno a la suma teológica de Santo Tomás”. De alto interés es el capítulo sobre “El caballero español y cristiano” que constituye la Filosofía de la historia de Morente.

La obra del P. Iriarte es verdaderamente magistral y está llamada, sin duda, a convertirse en uno de los más brillantes documentos para la psicología de los conversos y de la psicología de la religión en general.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año XI, nº 40 (enero-marzo 1952), págs. 174-175.

 

Victor Kraft: Der Wiener Kreis. Der Ursprung des Neopositivismus. Ein Kapitel der jüngsten Philosophiegeschichte. Wien, Springer, 1950.
 

El profesor Kraft nos ofrece en esta obra una clara y compendiosa exposición de la historia y doctrinas elaboradas por el Círculo de Viena, al que perteneció. La exposición del profesor Kraft se detiene en el año 1938, fecha de la diáspora de sus miembros con motivo de la ocupación nazi de Austria. La obra consta de dos partes: en la primera relata la historia externa del Círculo de Viena; en la segunda expone sus trabajos.

El precursor del Círculo de Viena –dice Kraft– es Ernesto Mach, y su alma fue Moritz Schlick. Kraft reseña los principales acontecimientos promovidos por el “Wiener Kreis”: revistas, Congresos internacionales, asociaciones filiales.

La segunda parte de su obra la consagra a la exposición de la doctrina vienesa, en dos secciones: “Logismo” y “Empirismo”. Advierte Kraft que en el “Wiener Kreis” no dominó nunca una opinión unánime, corno si hubiese sido un simple grupo escolar. Dos direcciones se distinguen: una radical (Neurath) y otra moderada, a la que perteneció Schlick. Pero todos comparten una dirección común: la cientificidad de la Filosofía, oposición a la Metafísica dogmático-especulativa, y profesión de fe en el empirismo, tal como se había profesado por Russell. Un punto común de partida lo constituía también la Filosofía del lenguaje de Wittgenstein (pág. 12).

En la primera sección de esta segunda parte, subraya Kraft, ante todo, la novedad del nuevo positivismo frente al empirismo tradicional, que se creía en la obligación de demostrar la génesis y naturaleza experimental de las ciencias “a priori” por excelencia: Lógica y Matemática. El neopositivismo reconoce la independencia de la Lógica y la Matemática respecto de la experiencia, pero a costa de negarles todo alcance “material”. Ellas son puramente fórmulas que no corresponden a ningún mundo. “Denn es gibt ja mehrere sich ausschliessende Geometrie; welche davon in der Erfahrungswelt gilt, ist gar nicht von vornherein zu entscheiden. Sie werden also gleichgiltig, ob sie dort gelten oder nicht, für sich entwickelt.” Las proposiciones de la Matemática no son sintéticas, sino analíticas, y de ahí su valor apriorístico, pero de alcance puramente tautológico y mental. La originalidad del “Wiener Kreis” –dice muy acertadamente Kraft– no es tanto la defensa del valor apriorístico y tautológico de la Lógica y Matemática (que ya había sido practicada anteriormente), sino el haber sabido reunir esta tesis con el empirismo, con lo que éste, a su vez, sufre una corrección fundamental, si bien el apriorismo neopositivista no encierra ningún racionalismo dogmático.

Continúa Kraft exponiendo los tópicos neopositivistas sobre el Lenguaje, tema central del “Wiener Kreis” (“Die Analyse der Sprache bildet das eigentliche Gebiet der Wissenschaftslogik”); estudia el análisis semántico y el sintáctico. Es de interés la exposición de las críticas que experimentó la tesis de la determinación del “Sentido” mediante la verificabilidad (“Verifizierbarkeit”), y que Kraft expone con suma claridad. Lo mismo sucede con la exposición de la «Sintaxis», de Carnap.

En la segunda sección desarrolla el autor las tesis neopositivistas más importantes que forman la doctrina empirista basándose en Carnap y Popper, aunque sin descuidar constantemente las referencias a los otros representantes del Círculo.

En conclusión, la obra del profesor Kraft, como exposición “de carácter general”, es por su autoridad y por su claridad, uno de los libros más recomendables para introducirnos en el mundo de ideas cultivado por el Círculo de Viena.

Gustavo Bueno Martínez.

Theoría. Cuaderno trimestral de Teoría, Historia y Fundamentos de la Ciencia, Suplemento de “Alcalá”, Madrid, 15 abril 1952, n° 1, pág. 29.

 

E. W. Beth: Les fondements logiques des mathématiques. Monographies réunies par M. R. Feys. París. Gauthier-Villars, 1950.
 

Este libro de E. W. Beth, profesor de la Universidad de Amsterdam, procura ofrecer un esquema de las cuestiones capitales que plantea el tema de los fundamentos lógicos de las Matemáticas. En la Introducción estudia la noción de Teoría de la Ciencia, a partir de la aristotélica, quo debe ser superada. Después expone los motivos más importantes de la Axiomática, tanto sin formalizar como formalizada (libro III). Ante todo propone un sistema sumario de lógica simbólica, cuya construcción propende al formalismo; sus postulados, en esencia, son los de los Principia. Pasa a desarrollar la “Teoría de la demostración”, procurando mantenerse en una actitud formal y finitista. Estudia las cuestiones de la no-contradicción y saturación de la Lógica de enunciados, ofreciendo una clara exposición del teorema de Lindebaum y una oscura demostración del teorema de Herbrand. Apoyándose en las consecuencias no-finitistas que de este teorema dimanan, Beth demuestra muy elegantemente un teorema de Gödel, según el cual si una expresión U de la lógica elemental es válida para todo modelo (y a fortiori, será válido en el caso que m sólo comporte sea dominio enumerable), entonces U deberá ser una tesis de la lógica elemental. En efecto, si no lo fuere, podríamos encontrar un modelo de U.

Pero –advierte Beth– es imposible mantenerse en una actitud rigurosamente finitista; él mismo la rebasa ya a partir del teorema de Herbrand. Por ello se hace precisa la Sintaxis, en el sentido de Carnap, y que Beth concibe ante todo como una justificación de los procedimientos no-finitistas. Lo más interesante de la parte sintáctica es la exposición original del famoso teorema de Gödel, basado en el siguiente postulado, siendo Q (T) un predicado aritmético.

Para que Q (T) se aplique a un número natural n es necesario y suficiente:

1. Que n sea el número de Gödel G (T, K (x), de una expresión K (x) de T que contiene la variable libre x.

2. Que K (n') no sea un teorema de T.

Pero así como la Sintaxis destruye los escrúpulos no-finistas, la Semántica tiende a desvanecer los escrúpulos no-formalistas, es decir, materiales, pues el punto de vista formal resulta, si se mantiene unilateralmente, incompleto; el propio Carnap abandonó sus primitivas pretensiones de reemplazar las nociones semánticas por nociones puramente sintácticas. Y justificadamente, pues si se reemplaza la noción de “expresión válida” por la noción de “teorema”, debemos naturalmente dar paso al teorema de Gödel, con todas sus consecuencias. La noción de verdad no puede definirse en Sintaxis y la noción Semántica corresponde a la noción absoluta de verdad, “telle qu'elle a été introduite par Platon et Aristote et combattue par Eubulide...” (pág. 93). Menciona también el autor las relaciones entre Semántica y Topología.

En el libro IV estudia las diversas opiniones sobre la existencia matemática, adoptando una actitud más bien imparcial entre el logicismo, que apoya la existencia matemática en los nudos axiomas lógicos (Beth expone el sistema de Frege) y el intuicionismo. También recoge aspectos de Teoría de los Conjuntos, desde Zermelo y Fraenkel hasta los trabajos más recientes de Quine y Ackermann.

Dedica el libro V y último al problema de las Antinomias, con una enumeración muy completa de las mismas. En la Conclusión encarece el parentesco entre fundamentos de la Matemática y Filosofía, no sólo en la dirección específica de la “filosofía científica”, sino también en sus corrientes racionalistas tradicionales e irracionalistas modernas.

La obra de Beth es muy desigual, tanto en su estructura orgánica como en los procedimientos “retóricos”. Adolece, en general, de un prurito de concisión que torna oscuras muchas veces las ideas y obliga a esfuerzos estériles de interpretación.

Por supuesto, no es una obra de iniciación, ni tampoco un tratado o Manual de fundamentos lógicos de las matemáticas, sino el bosquejo programático de lo que, a juicio del autor, podría ser un estudio detenido del tema. En este sentido, así como por las notas bibliográficas, la obra de Beth representa realmente un esfuerzo considerable para sintetizar estos vastos dominios de la Teoría de la Ciencia.

La edición, dactilografiada, está repleta de erratas que dificultan la lectura. Reseñaré alguna de las más importantes y que no cita I. L. Novak en su recensión a la obra de Beth en The Journal of Logic Symbolic, junio 1951:

Página 17, línea 15. En lugar de u, debe ponerse v; en lugar de C (x), debe ponerse C (y).

Página 18, línea última, debe decir:

a + c + B + D = b + d + A + C.

Página 46, línea 22, debe leerse E.

Página 47, línea 9, debe leerse U en lugar de U.

Página 57, línea 5, debe leerse:

(E z) [u (y, z) V u (x, t (z)].

En la misma página, línea 3, debe leerse: yy (x), y en la última, hacer la corrección correspondiente de la función de índice. Todo el párrafo 8 está en realidad lleno de erratas.

Página 85, línea ultima, debe decir Q (T, §).

Página 95, línea 9, debe leerse e (b).

G. Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año XI, nº 41 (abril-junio 1952), págs. 373-374.

 

Walter Burleigh: De puritate artis logicae. Editado por Philotheus Boehner, O. F. M. Publicado por el Instituto franciscano y E. Nauwelaerts. Lovaina, 1951. xiii+115 págs.
 

El P. Boehner nos ofrece una cuidada edición de un manuscrito conservado en la Hoose Library de la University of Southem California, que contiene un curioso tratado lógico del maestro Burleus, contemporáneo y enemigo de Ockham, titulado De puritate artis logicae. Según el editor, el título encerraría una intención polémica frente a la Summa lógica del nominalista.

El tratado de Burleus no desarrolla la temática completa de la lógica medieval, ni siquiera el plan que propone en el prólogo. En él se anuncian cuatro partes: la primera (De regulis generalibus) dividida en tres “partículas” destinadas respectivamente a las reglas de las consecuencias, a los términos sincategoremáticos y a las suposiciones. La segunda debería tratar del arte sofística. La tercera del “arte exercitativa” y la cuarta del arte demostrativa. En el manuscrito editado por el P. Boehner, solamente se contienen las dos primeras partículas de la primera parte. Poseemos también otro escrito lógico de Burleus, ya conocido bajo la misma denominación De Puritate artis logicae que el que aquí nos ocupa, y que consta de dos tratados, el primero sobre los términos y el segundo sobre las proposiciones y silogismos hipotéticos. Observa el P. Boehner que este contenido es original dentro del marco de la lógica de los siglos XIII y XIV, tanto por la importancia inicial concedida al tratado de la suposición, cuanto por el preponderante lugar otorgado al estudio de los silogismos hipotéticos. El P. Boehner opina que estos dos escritos de Burleus llamados por el mismo nombre, son exposiciones de una obra única. Burleus escribía el De puritate en distintos tiempos. Cuando Ockhan publicó su Summa logica, Burleus concibió su plan. Por ello comienza ex abrupto por la suposición simple, donde estribaba su mayor desacuerdo con el conceptualista.

Ciertamente, la ideología de ambas obras es idéntica y en esencia puede caracterizarse por la consideración de la consecuencia como el estrato subordinante de la Lógica, interpretando la consecuencia silogística como un mero caso particular. Advierte justamente Boehner: “This tract also proves that the logic of consequentiae and its rigurously formalistic treatment was not confined to the so-called nominalistic school, but was cultivated with equal vigor by the realists”.

El tratado de Burleus contiene, en casuística a veces fatigosa, reglas muy interesantes, principalmente las que se mueven dentro de lo que hoy llamamos cálculo proposicional. Citaré la siguiente como ejemplo: “Quidquid sequitur ad consequens cum aliquo addito, sequitur ad antecedens cum eodem addito” (I, 35). Para la consecuencia silogística propone dos reglas: que tengan una proposición afirmativa y otra universal. También se lee hoy con agrado el capítulo sobre los términos sincategoremáticos, que Burleus concibe como elementos lógicos puramente relacionantes: no ha de creerse que los elementos sincategoremáticos (o consignificativos) no signifiquen nada, sino sólo que carecen de significación finita y determinada y únicamente en presencia de otros significan algo. Es interesante la división de los sincategoremáticos propuesta por Burleus. Unos pueden referirse al sujeto, otros al predicado y los terceros a la composición misma. Los del sujeto, o importan exclusión (por ejemplo, “solum”) o particulación (“quidam”, “aliquis”) o distribución (“omnis”, “nullus”, “quilibet”, “totus”, “duo”...). Cuando los elementos sincategoremáticos son disposición del predicado, o son verbales (“incipit”, “desinit”) o adverbiales (“tantum”, “praeter”). Por último, si afectan a la composición misma, consisten en una disposición incompleja del componente (sea por modo de composición –“possibilis”, “contingens”– sea de privación –“non”) o bien en una disposición compleja (simpliciter –“et”, “vel”, “an”– o secundum ordinem –“si”, “nisi”–). El De puritate artis logicae va desarrollando sucesivamente las reglas relativas a los principales elementos sincategoremáticos y resolviendo el uso capcioso de los mismos.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año XII, nº 46 (julio-septiembre 1953), págs. 460-462.

 

S. I. Dockx: Vers une synthèse moderne du savoir. Actualités scientifiques et industrielles, núm. 1109, París 1950.
 

Este fascículo es el séptimo, de conclusiones, del Primer Symposium de la Academia Internacional de Filosofía de las Ciencias. Comienza Dockx exponiendo una distinción importante entre la mentalidad clásica –que culmina en el juicio predicativo de la identidad– y la mentalidad moderna expresada en ecuaciones e igualdades. Esta distinción viene a coincidir –opina el A.– con la que media entre Filosofía y Ciencia, y a ella corresponden también dos formas de lenguaje, el conceptual y el formalizado. Dockx advierte cómo en las discusiones de este primer Symposium se llegó, más o menos, a un acuerdo acerca de esta distinción y a la tesis de que el lenguaje e ideología científica deriva del lenguaje natural, cotidiano, y no de una axiomática, como pretendió Descartes. Weyl, por ejemplo, piensa de este modo: sin que ello signifique una vuelta al realismo ingenuo de Aristóteles o a las primitivas teorías cosmogónicas. El mundo cotidiano suministra, ciertamente, el punto de partida para la filosofía científica. Pero mientras que para el aristotelismo, como para el sentido común, cada elemento de nuestra percepción del mundo es objetividad aislada (espacio, tiempo, inmovilidad de la tierra), para el teórico de la Física lo que vale es el complejo de relaciones de estructura que observan estas magnitudes que aparecen a los sentidos. Los sentidos llegan al equivalente de lo que representa la teoría matemática de los conjuntos, empleada por Weyl o Eddington para la construcción de la teoría física: por ello, el mundo que esta ofrece fue ya recorrido por la intuición vulgar precientífica. Solamente, que lo que aquí aparece complejo, por razón de las varias sensaciones múltiples y complementarias, es simple para la visión posibilitada por la teoría de los conjuntos. Porque siempre el modo de ser de las cosas en nuestra inteligencia es distinto del modo de ser fuera de ella. Lo que los antiguos decían del conocimiento por conceptos, deberemos decir nosotros del conocimiento por ecuaciones matemáticas. Electrón, Protón, Mesón, etcétera, no son sujetos reales: son objetos de la ciencia. Al decir objetos excluimos la subjetividad en el sentido ordinario de la palabra, pero también decimos que no son más que objetos. La subjetividad en microfísica posee un sentido, en efecto, enteramente distinto del habitual. Si aceptamos una proposición aproximada sobre la posición de las partículas, la aproximación de las proposiciones sobre el quantum de movimiento de ellas es diferente; aquella aproximación es hasta cierto punto arbitraria, subjetiva y dará lugar a diferentes conclusiones. Pero estas –aun simultaneadas en la memoria– no pueden yuxtaponerse para complementarse, como se complementan las diversas perspectivas de una catedral. No podemos suponer que el mundo sensible descompuesto por el análisis matemático nos lleve a un mundo de “cosas” semejante, aunque en pequeño, a las cosas sensibles. La noción del mundo exterior, concebido según nuestros sentidos, debe ser revisada por lo que se refiere a su aplicabilidad al mundo de la microfísica. Consideraciones análogas suscítanse a propósito del conocimiento matemático y biológico. Se reconoce la necesidad de nuevos conceptos a medida que ascendemos en el campo de la vida y de la persona. El enriquecimiento objetivo de los fenómenos necesita una superposición proporcional de los métodos de investigación.

La obra de Dockx sugiere la idea de que estamos ante diversas intuiciones valiosísimas para una síntesis del saber, pero que ellas mismas están a falta de una síntesis que las unifique.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año XII, nº 46 (julio-septiembre 1953), págs. 462-463.

 

Haskell B. Curry: Leçons de Logique algébrique. Collection de Logique Mathématique. Série A. Monographies réunies par M. Destouches-Février. París (Gauthier-Villars) y Louvain (Nauwelaerts), 1952.
 

Estas lecciones están basadas en un curso profesado por el autor en la Universidad Católica de Lovaina, durante el año 1950-51. Constituyen un intento muy original de exponer la lógica como un sistema formal. No toda la lógica, sino una parte suya: el Álgebra y, para Curry, el Álgebra queda caracterizada como un sistema con variables libres (a diferencia de los cálculos, que podrían definirse por contener variables ligadas). Es así que la obra de Curry nos remite –como advierte Feys– a la clásica de Couturat (L'Algèbre de la Logique, París, 2.ª ed., 1916).

Comienza Curry, en el capítulo I de su obra, desarrollando el concepto de sistema formal. Un sistema formal –viene a decir– es un conjunto de símbolos que designan objetos cualesquiera (llamados obs) y de operaciones para obtener nuevos obs. Con todos estos se construyen las proposiciones elementales, mediante los predicados. Escogemos arbitrariamente ciertas proposiciones como verdaderas, con las cuales podamos construir otras nuevas (teoremas) según reglas que no son solamente “lógicas”, sino también –esto es la novedad– reglas arbitrarias. Evidentemente la idea de sistema formal de Curry está inspirada en la idea de cálculo como sistema combinatorio arbitrario de símbolos que ha sido expuesto de Hobbes a Carnap. Curry precisa su idea de sistema formal con conceptos semióticos: la Lengua (sistema arbitrario de símbolos) que cuando es comunicable se llama “lengua U”; una lengua que admite innovaciones, nuevas expresiones, &c. Estos nuevos símbolos constituyen la lengua A. La constitución de un sistema formal equivale a una introducción de símbolos nuevos en una lengua U. Los símbolos de A se conocen y utilizan gracias al auxilio de U. De este modo, Curry se separa de la opinión, muy extendida, de que sea preciso un sistema hipostasiado de símbolos autónomos y cognoscibles en sí mismos, para razonar formalmente (pág. 21). Con los símbolos de la lengua A construimos, pues, los obs primitivos, las primeras convenciones y los teoremas elementales (que son proposiciones sobre los obs primitivos). Ahora bien: podemos también decir algo, en la lengua U, sobre las propias expresiones de A (en tanto que éstas se formulan en U): a ellas llama Curry epiteoremas y sostiene que los resultados más importantes de la lógica moderna son epiteoremas. Por último, los sistemas formales, pueden reducirse a la forma lógística (|–) o a aplicaciones.

Acerca del sistema formal de Curry tengo que advertir que me parece más una utopía que una realidad históricamente realizable. Las llamadas reglas lógicas convencionales no lo son propiamente, porque la logicidad (no convencional) ha de aparecer en el mismo uso consecuente de los símbolos, el cual es no otra cosa que el mismo principio lógico de identidad. Otro tanto podría decirse de la aceptabilidad (pág. 26).

En el capítulo II estudia el concepto y clases de las Algebras Lógicas: relaciones y logísticas.

En el capítulo III estudia las redes y semirredes. En este estudio acaso pudiera reprocharse el uso de demostraciones puramente retóricas. Ejemplo ilustrativo la demostración del teorema

a bb a

Hagamos –dice–   x = a b. Entonces:

1. xb   (porque   a bb)

2. xa   (porque   aba)

3. xb a   (porque   xa   &   xb   →   xa b)

He aquí los dos puntos débiles, en mi opinión, de esta demostración:

Primero, que se funda en un puro truco, una amañada disposición del orden tipográfico de las premisas. Si alteramos el orden de la 1 y 2 obtendríamos en la conclusión tan sólo: a bab. La demostración está fundada por tanto en este orden tipográfico arbitrariamente elegido; suponemos que este orden es indiferente, pero ello es, precisamente, lo que se pretende demostrar –siempre que se sobreentienda que de tal orden derivamos el orden de la conjunción del punto 3–.

Segundo, que no se ha podido dar un postulado por el cual la yuxtaposición de 1 y 2 equivalga a la operación &. (Ver pág. 39.)

En el capítulo IV estudia Curry la teoría de la implicación inaugurada al sobreañadir al sistema fundado sobre la relación ⩽ la relación ⊃. No aparece claramente explicado por Curry cómo la relación ⊃ (definida como reflexiva, asimétrica y transitiva) puede añadir nuevos axiomas al sistema fundado en ⩽ (caracterizada por idénticas propiedades que ⊃). A mi ver, esto exige una distinción entre ⩽ y ⊃, es decir, entre propiedades puramente relacionales o formales de la relación (por ejemplo, la transitividad) y propiedades materiales o de contenido. ⩽ y ⊃ serán iguales en cuanto a sus propiedades formales. Mientras que ⩽ sería puramente formal, la relación ⊃ designaría ya un contenido concreto, a saber, la implicación proposicional, es decir, una estructura relacional considerada como una totalidad (con un contenido determinado) y no sólo una función relacionante. Las redes implicativas también con esta interpretación admiten el principio

P axb   ⇄   xab.

En el capítulo V estudia el autor la negación. Acaso este sea el capítulo más profundo del libro. Distingue Curry cuatro especies de negación. Ante todo, la negación mínima, definida por la refutabilidad, que viene a ser la propiedad de alguna proposición a para dar lugar a alguna otra f admitida como directamente falsa. La negación de aa) está definida:

¬ a   =   af

Esta negación mínima no supone ni el principio del tercero excluido, ni la absurdidez. La absurdidez pura –pero sin el tercero excluido– nos introduce en un segundo tipo de negación, la negación intuicionista (designada por J). Llamamos absurda a una proposición cuando de ella puede derivarse cualquier otra (comp. el principio escolástico: ex falso sequitur quodlibet). La absurdidez puede considerarse como un caso particular de la refutabilidad. La tercera especie de negación –la negación estricta– es la misma refutabilidad con el principio del tercero excluido. Este concepto de negación ha sido introducido por Curry. La cuarta especie de negación, la negación clásica, es la teoría de la absurdidez más el tercio excluso. Estudia Curry las álgebras mínimas, las intuicionistas, la estricta, el teorema de Glivenko, relacionando el álgebra clásica y la intuicionista, y las que llama quasidefiniciones.

En el capítulo VI y último, se estudian otras álgebras más complicadas, entre las que destaca por su interés el álgebra de Boole existencial y las álgebras modales.

En un apéndice se expone la notación de Lukasiewicz y su teoría. Termina la obra con un sucinto repertorio bibliográfico, bien seleccionado.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año XII, nº 47 (octubre-diciembre 1953), págs. 642-644.

 

Oskar Becker: Untersuchungen über den Modalkalkül. Westkulturverlag Anton Hain. Meisenheim am Glan. 1952. 87 págs.
 

El profesor Becker, de la Universidad de Bonn, nos ofrece un libro claro y profundo, donde expone los principales problemas de la lógica modal, no sólo desde el punto de vista algebraico, sino también –como buen profesor germano– filosófico.

En una breve Introducción, Becker expone los fundamentos del cálculo modal. Su sistema es una forma reducida del sistema de la implicación estricta (S₂) de C. I. Lewis (Symbolic Logic, New York, 1932). Pero mientras Lewis funda su sistema en axiomas y reglas propios, Becker se apoya en el usual cálculo proposicional bivalente y en el cálculo funcional derivado de él. Presupuesto el cálculo proposicional, puede fundarse el cálculo modal sobre una idea adicional indefinida (bien sea una idea elemental modal, como la Necesidad, o una relación nueva de implicación, la estricta), dos axiomas adicionales y una regla conclusiva.

Es muy interesante la solución que da al problema: ¿Cómo expresar Np –o sea p es necesario– como contradictorio de p? Np significará: “p es verdadero en todos los casos”. ¿Qué significará entonces p mismo? He aquí una solución basada en la Metafísica de Leibniz: Las vérités nécessaires valen en todos los mundos posibles; pero real (wirklich) sólo es un mundo designado por la libre voluntad de Dios. En una formación abstracta lógica, esto lo traduciríamos así: “ser verdad realmente”, es valer, en el caso t, como valor total constante determinado.

Np  ⊃  p   corresponde a   (x) P (x)  ⊃  P (t)

p  ⊃  Mp   corresponde a   P (t)  ⊃  (Ex) P (x)

Puede darse una expresión gráfica análoga a las álgebras de Boole: P(t), o sea, t ε P, sería el lugar de los puntos fijos t en el plano o línea P. Todos los problemas del cálculo modal de primer grado son decisibles, así como lo son los del álgebra de Boole.

Becker estudia también las relaciones entre la Logística Modal y la doctrina filosófica de la Modalidad, aclarando la ontología modal de N. Hartmann. Es de gran interés el estudio de la noción leibniziana de composibilidad, que se define:

M (q.Φ), siendo Φ la totalidad de condiciones presupuestas.

En fin, otras muchas cuestiones son estudiadas en este denso libro, como la distinción entre lógica de clases extensiva e intensiva, la concepción estadística de la verdad como probabilidad no inferior a 1/2, que exigirían una discusión mucho más detenida. Esta reseña sólo quiere llamar la atención sobre la importancia de la obra de Becker para todo aquel que se interese por la Lógica y Metafísica de la Modalidad.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año XIII, nº 48 (enero-marzo 1954), págs. 196-197.

 

Meaning and interpretation: University of California Publications in Philosophy, vol. 25. 1950. 352 págs.
 

Este volumen es una colección de lecciones pronunciadas en la Sociedad Filosófica de la Universidad de California. Colaboran los profesores W. R. Dennes, D. S. Mackay, A. Edel, D. Kalish, S. C. Pepper, E. W. Strong, J. Loewenberg, B. Mates, K. Aschenbrenner, P. Marhenke, G. Boas, G. P. Adams.

Son todas estas lecciones disertaciones de “semántica filosófica” desarrolladas según un método claro y no formal, accesibles a cualquier lector medio.

Gustavo Bueno Martínez.

Revista de Filosofía, publicada por el Instituto de Filosofía «Luis Vives» (CSIC, Madrid), año XIII, nº 48 (enero-marzo 1954), pág. 197.